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“Civil war”, podría ser verdad

Alex Garland escribe y dirige una historia potente y verosímil sobre lo que supondría vernos inmersos en una guerra fratricida. No entra en las causas y los fines de los combatientes, solo expone sus consecuencia: la barbarie y el salvajismo. Y lo muestra adoptando un interesante punto de vista, el de quienes pretende dejar testimonio, resaltando así el papel y el valor del periodismo.

Nuestro deber es documentar y dejar que sean otros los que hagan las preguntas”, esa es la línea de diálogo clave en el guión de Civil war. El comentario sencillo, pero rotundo y clarificador, que en una de las primeras secuencias le hace Lee a Jessie, una sólida y convincente Kirsten Dunst a una pujante y resuelta Cailee Spaeny.

Ese el propósito de toda la película, agitar nuestra conciencia. La actualidad ha llegado a un punto en el que concebimos que hordas como las que asaltaron el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 podrían derivar en una guerra de todos contra todos, en el que la anarquía y el asesinato sean la norma, la muerte y la destrucción el objetivo final.

Suposición a partir de la cual Garland imagina un grupo de cuatro periodistas que parten de Nueva York hacia la capital norteamericana con la intención de conseguir la primicia de una entrevista con el presidente de los EE.UU., atrincherado en la Casablanca. Civil war resulta no es solo una distopía, un thriller y una película bélica, sino también una road movie que viaja mostrándonos a dónde nos puede llevar la brutalidad cuando desaparecen el civismo y el imperio de la ley. La venganza y la crueldad, los fusilamientos y las fosas comunes, el exterminio y la completa deshumanización de lo que antes habían sido comunidades concebidas desde el diálogo y para la convivencia.   

Haciéndolo a través de la cámara de los fotorreporteros, la cinta resulta aún más creíble en su ánimo por mostrar la posible realidad. El deber del periodista es observar y mostrar, saber mediar recogiendo cuantos elementos intervienen y forman ese instante o episodio que sintetiza con objetividad en una imagen, un clip de vídeo o una crónica. Aunque siempre con esa endeble y sutil línea roja que de un lado dice que no se debe intervenir ni tomar partido en ella, y en el otro sitúa la subjetividad de las emociones y el compromiso con valores como los derechos humanos, así como la relación, cercanía y distancia, entre vocación y experiencia.

Un punto de vista aplicado muy correctamente a una sucesión de avatares lógicos y posibles que se viven desde la butaca con curiosidad e intriga por conseguir que nos identifiquemos con sus protagonistas. Con tensión y ritmo por el dinamismo de su narración. Con estupefacción y miedo en los pasajes en los que el horror físico y psicológico es justificadamente explícito. Con alucinación y asombro por el espectáculo visual que aúna una postproducción sobrada de intervención digital, una banda sonora concebida para significar lo que no muestra la pantalla y un elenco actoral que, a pesar de todo, consiguen que en Civil war tenga cabida la esperanza. Tomémosla como una advertencia más que como una premonición.

10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron

Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

Una pareja residente en Nueva York acude a un punto del ártico europeo para recoger al hijo que se disponen a adoptar. Un lugar en el que el invierno es más su estado mental y físico que una estación del año. Habitantes y personas de paso tan peculiares y auténticas como difíciles de definir y de prever. Esos son los tres pilares con los que Peter Cameron juega a ser una suerte de David Lynch literario, acercándose en ocasiones al artificio de lo ilógico sostenido por la sobriedad de su prosa, pero equilibrándolo con la correcta combinación de luces y sombras en la aséptica presentación que realiza de la personalidad, motivaciones y comportamiento de sus personajes.

En ningún momento conocemos los nombres ni la edad de los esposos protagonistas, personas que, provenientes del mundo real, se adentran en una fantasía en la que priman el silencio, la soledad y la incomunicación. Una geografía que no solo enmarca y ambienta, sino que también influye y condiciona lo que sucede en sus coordenadas, quizás situadas en ese punto septentrional en el que convergen las fronteras de Noruega, Finlandia y Rusia. Una localización determinada, más por su espíritu kafkiano que por su fijación en un mapa, y en cuyos asépticos interiores y exteriores dominados por el blanco de la nieve se respira una indudable sensación de irrealidad. Un mundo que responde a principios imposibles de transmitir a través de la palabra, solo comprensibles para aquellos que lo habitan desde tiempos pretéritos y que mantienen con él un vínculo umbilical.

Cameron plasma la magnitud de este universo, y su concreción temporal, a través de una escritura parca y con aires de objetividad en la que priman los hechos, las presencias y los contactos interpersonales sobre los valores con que actúa cada individuo, los objetivos que persigue y la moral que determina su manera de proceder. Traslada a su estilo la displicencia que nos relata con una edición estilística en la que no identifica los diálogos, sino que los imbrica en la narración como si fueran un discurrir en el que no hay separación ni distancia entre lo visible y compartido y lo interior y reservado.

Nos contagia así la desubicación que sienten los aspirantes a padres, confundidos por no entender las claves que determinan el funcionamiento de esta ciudad tan significativa y crucial para el futuro de sus vidas. En ella ven puestas a prueba tanto su capacidad de adaptación a nivel individual, como la solidez y los fundamentos de su unión. Podría ser que quien diseccionara el inicio de la adultez en Algún día este dolor te será útil (2007), se hubiera propuesto reflexionar alegóricamente sobre lo que suponen la maternidad y la paternidad y el rol que esta tienen en el compromiso matrimonial. Dudas que Lo que pasa de noche no resuelve, pero que dejan un eco que hace que su lectura perdure en el ánimo y en la memoria de su lector.

Lo que pasa de noche, Peter Cameron, 2020 (2022 en castellano), Libros del Asteroide.

«Los planes de Dios» y la voluntad del hombre

Transgredir. Pero no con el ánimo de provocar o escandalizar. Sino de romper con el presente, cambiar las normas y conseguir que la libertad sea una realidad y no una utopía. Una propuesta que engancha por la buena voluntad de su puesta en escena y por su capacidad de conectar con sus espectadores de una manera completamente performativa.

Los planes de Dios parte del hecho de haber sido concebida durante el confinamiento que vivimos en la primavera de 2020. Rezuma ganas de escapar, eclosionar y transformar cuanto sea necesario para dar pie a un orden natural, que no nuevo porque cree que ya existe, pero por el que nadie se atreve a luchar de verdad. Su empeño es pasar de la teoría a la práctica arrasando la actual praxis social, política e intelectual. Sin embargo, el texto de José Andrés López, también intérprete y director, es sutil y reflexivo. Argumenta, expone y debate. No parte de afirmaciones contundentes, no arroja miradas concretas y tampoco concluye en juicios absolutos. Solo grita un basta ya, así no, suficiente, que hace confluir su presencia y su verbo con la mirada y la emoción de su espectador.

Su expresión parte de la necesidad. Manifestarse o morir. Gritar o ahogarse. Verbalizar o quedarse mudo de por vida. Y por ello es que la representación sobre el escenario no consiste solo en palabra y cuerpo, sino también en movimiento y energía. Interior unas veces y canalizada con orden. Exterior otras, adueñándose del cuerpo de José Andrés, manipulándolo y formateándolo a su antojo.

Además de personaje, de alguien con identidad propia, él también es el medio que intercede entre nosotros y ese plano más allá que nos hace prisioneros (a través de la enfermedad, los prejuicios o las dependencias), así como con ese otro que nos reclama auténticos. Su físico -guiado por la labor coreográfica de Silvi Mannequeen- es el campo de batalla en el que luchan las exigencias y las imposiciones contra las ilusiones y las posibilidades.

Entre proyecciones audiovisuales y grafismos firmados por Virginia Rota, y una ambientación musical que viaja entre lo hipnótico y lo sensual, de la mano de Carlos Gorbe (Tiananmen), José Andrés se entrega completamente a su cometido. Se transforma física y emocionalmente, metamorfosis en la que se ve acompañado por un vestuario y una caracterización evocadora del movimiento punk. Muy propio para su propósito de plasmar el conflicto, la sumisión y la agresividad que todo individuo vive, siente y transmite a su vez en la distopia en la que está inmerso.

Conflicto que marca tanto su relación consigo mismo como con la sociedad de la que forma parte y con la maquinaria que supuestamente le controla, conduce y determina. Una bomba de relojería que nos deja con la duda de si la suya es una propuesta catártica, un grito ahogado que nos reclama abrir los ojos, ser valientes y actuar, o un ejercicio de escapismo tras el cual volver a la zona de confort de la opresión, la queja y el lamento en el que estamos instalados.

Los planes de Dios, en Nave 73 (Madrid).

10 ensayos de 2021

Reflexión, análisis y testimonio. Sobre el modo en que vivimos hoy en día, los procesos creativos de algunos autores y la conformación del panorama político y social. Premios Nobel, autores consagrados e historiadores reconocidos por todos. Títulos recientes y clásicos del pensamiento.

“La sociedad de la transparencia” de Byung-Chul Han. ¿Somos conscientes de lo que implica este principio de actuación tanto en la esfera pública como en la privada? ¿Estamos dispuestos a asumirlo? ¿Cuáles son sus beneficios y sus riesgos?  ¿Debe tener unos límites? ¿Hemos alcanzado ya ese estadio y no somos conscientes de ello? Este breve, claro y bien expuesto ensayo disecciona nuestro actual modelo de sociedad intentando dar respuesta a estas y a otras interrogantes que debiéramos plantearnos cada día.

“Cultura, culturas y Constitución” de Jesús Prieto de Pedro. Sea como nombre o como adjetivo, en singular o en plural, este término aparece hasta catorce veces en la redacción de nuestra Carta Magna. ¿Qué significado tiene y qué hay tras cada una de esas menciones? ¿Qué papel ocupa en la Ley Fundamental de nuestro Estado de Derecho? Este bien fundamentado ensayo jurídico ayuda a entenderlo gracias a la claridad expositiva y relacional de su análisis.

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexévich. El previo, el durante y las terribles consecuencias de lo que sucedió aquella madrugada del 26 de abril de 1986 ha sido analizado desde múltiples puntos de vista. Pero la mayoría de esos informes no han considerado a los millares de personas anónimas que vivían en la zona afectada, a los que trabajaron sin descanso para mitigar los efectos de la explosión. Individuos, familias y vecinos engañados, manipulados y amenazados por un sistema ideológico, político y militar que decidió que no existían.

«De qué hablo cuando hablo de correr» de Haruki Murakami. “Escritor (y corredor)” es lo que le gustaría a Murakami que dijera su epitafio cuando llegue el momento de yacer bajo él. Le definiría muy bien. Su talento para la literatura está más que demostrado en sus muchos títulos, sus logros en la segunda dedicación quedan reflejados en este. Un excelente ejercicio de reflexión en el que expone cómo escritura y deporte marcan tanto su personalidad como su biografía, dándole a ambas sentido y coherencia.

“¿Qué es la política?” de Hannah Arendt. Pregunta de tan amplio enfoque como de difícil respuesta, pero siempre presente. Por eso no está de más volver a las reflexiones y planteamientos de esta famosa pensadora, redactadas a mediados del s. XX tras el horror que había vivido el mundo como resultado de la megalomanía de unos pocos, el totalitarismo del que se valieron para imponer sus ideales y la destrucción generada por las aplicaciones bélicas del desarrollo tecnológico.

“Identidad” de Francis Fukuyama. Polarización, populismo, extremismo y nacionalismo son algunos de los términos habituales que escuchamos desde hace tiempo cuando observamos la actualidad política. Sobre todo si nos adentramos en las coordenadas mediáticas y digitales que parecen haberse convertido en el ágora de lo público en detrimento de los lugares tradicionales. Tras todo ello, la necesidad de reivindicarse ensalzando una identidad más frentista que definitoria con fines dudosamente democráticos.

“El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. La Historia no es una narración lineal como habíamos creído. Es más, puede incluso repetirse como parece que estamos viviendo. ¿Qué ha hecho que después del horror bélico de décadas atrás volvamos a escuchar discursos similares a los que precedieron a aquel desastre? Este ensayo acude a la psicología, a la constatación de la complacencia institucional y a las evidencias de manipulación orquestada para darnos respuesta.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawm. Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.

“La muerte del artista” de William Deresiewicz. Los escritores, músicos, pintores y cineastas también tienen que llegar a final de mes. Pero las circunstancias actuales no se lo ponen nada fácil. La mayor parte de la sociedad da por hecho el casi todo gratis que han traído internet, las redes sociales y la piratería. Los estudios universitarios adolecen de estar coordinados con la realidad que se encontrarán los que decidan formarse en este sistema. Y qué decir del coste de la vida en las ciudades en que bulle la escena artística.

«Algo va mal» de Tony Judt. Han pasado diez años desde que leyéramos por primera vez este análisis de la realidad social, política y económica del mundo occidental. Un diagnóstico certero de la desigualdad generada por tres décadas de un imperante y arrollador neoliberalismo y una silente y desorientada socialdemocracia. Una redacción inteligente, profunda y argumentada que advirtió sobre lo que estaba ocurriendo y dio en el blanco con sus posibles consecuencias.

La intencionada distopía de “Los precursores”

Luis Sorolla continúa su investigación sobre los límites del teatro. El punto de partida en esta ocasión es una distopía en la que la existencia del mundo depende de que la narración no tenga fin. Mientras haya discurso, la acción y la vida continuarán. Una propuesta con la que juega con la disposición del espectador a formar parte de la suspensión de la realidad que supone toda representación.

Las pequeñas dimensiones de El Umbral de Primavera le van como anillo al dedo a Los precursores, el estar sentado casi dentro de la acción hace que se sienta aún más la doble vibración de su relato. La que es producto de su extraño nacimiento y la que va después, la que provocan las ondas de su desconcertante propagación. En el inicio, tres niños relatan, voz sobre voz, cómo sus padres les sacan del calor de su hogar, les introducen en sus coches y les llevan hasta un lugar recóndito de un bosque. Allí les dejan con la misión de que nunca dejen de relatar, de contar, de narrar. Su existencia depende así, única y exclusivamente de ellos mismos. Pero pasa tanto tiempo sin tener evidencia alguna de la existencia de un más allá que las coordenadas del presente, del aquí y ahora, se disuelven sin dejar rastro aparente de haber existido previamente.

Así es como se genera una atmósfera abstracta sin referentes ni objetivos de futuro que le den una lógica que facilite su comprensión. No queda otra que entregarse sensorial y emocionalmente a los comportamientos, actitudes y verbalizaciones de sus habitantes. Tres individuos con la misión de tener siempre argumentos con los que construir ficciones. Sin embargo, todas ellas acaban siendo arrastradas por la evocación de la muerte y el impulso destructor de la naturaleza. Relatos en los que tanto sus protagonistas como las coordenadas diseñadas para ellos acaban siendo destruidos. No se sabe bien si se trata de la vecindad de lo inevitable, de una amenaza que solo está esperando el agotamiento de los narradores para revelar su poder o de un miedo irracional, excusa para mantenerse en el territorio de lo conocido, condenándoles a estar eternamente unidos de tan extraña manera.

Una pulsión que pone a prueba la resistencia, los límites y las capacidades, tanto individuales como colectivas, de los personajes encarnados por Rodrigo Arahuetes, Gabriel Piñero y Sara Sierra. Una enrevesada visión de la humanidad con la que Luis Sorolla, director y autor, juega no solo con aquello que vemos y escuchamos, sino con las motivaciones a que esto responde. Una propuesta argumental y formal en la que no nos quiere solo como espectadores, también nos exige intervenir intentado dilucidar cuáles son los mecanismos que gobiernan Los precursores y, por extensión, qué haríamos nosotros de ser uno de ellos.  

Algo similar a lo que hizo en dramaturgias anteriores junto con Gon Ramos y Carlos Tuñón, compañeros de la compañía Los números imaginarios, como Quijotes y Sanchos. Una travesía audioguiada, mandándonos recorrer los alrededores del Teatro de la Abadía a la búsqueda de molinos y gigantes, o con la épica e historiada representación vía zoom de Telémaco: el que lucha a distancia. Un hijo de Grecia.

Los precursores, en El Umbral de Primavera (Madrid).

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexévich

El previo, el durante y las terribles consecuencias de lo que sucedió aquella madrugada del 26 de abril de 1986 ha sido analizado desde múltiples puntos de vista. Pero la mayoría de esos informes no han considerado a los millares de personas anónimas que vivían en la zona afectada, a los que trabajaron sin descanso para mitigar los efectos de la explosión. Individuos, familias y vecinos engañados, manipulados y amenazados por un sistema ideológico, político y militar que decidió que no existían.

Impresionan los más de treinta monólogos y los coros incluidos en Voces de Chernóbil, una selección de las más de quinientas entrevistas que esta autora bielorrusa, Premio Nobel de Literatura de 2015, publicó originalmente en 1997. Su lectura transmite la objetividad de un trabajo periodístico que se ha propuesto dar a conocer una realidad nunca antes mostrada, la combinación entre empatía y asertividad con que recoge las vivencias y la emocionalidad de los entrevistados, y el rigor con que los testimonios orales deben haber sido editados para convertirlos en el texto que llega a nuestras manos.

Svetlana está presente en todo este proceso, pero sin hacerse protagonista, ejerciendo como canal de comunicación, como punto de contacto, como transmisora de una información que demanda ser compartida y conocida. Por la necesidad vital de sus emisores de liberar aquello que les ha oprimido, desconcertado y dolido durante tanto tiempo. Y por un mundo que ha de aprender de los errores cometidos y tomar nota de que en esta aventura que es la vida humana y el planeta Tierra estamos todos juntos, que esto va más allá de las fronteras, los gobiernos y las alianzas internacionales que, irremediablemente, acaban por limitar, restringir, confrontar, dividir y separar.  

Bomberos que acudieron a apagar el incendio inicial y murieron a las pocas semanas por los efectos de la radiación, militares obligados a trabajar en zonas altamente contaminadas sin ningún tipo de protección, población civil evacuada con poco más que lo puesto sin saber a dónde iban, aldeas abandonadas y otras vueltas a ser habitadas por sus antiguos vecinos, niños que nacen enfermos y sienten que el hospital es su verdadero hogar… Lo que leemos -contado por los que lo vivieron en primera persona, por sus familias o por los que intentaron alertar en vano de lo que estaba ocurriendo- es tan intenso, tan humanamente al límite que puede generar una sensación de distopía, casi de ciencia-ficción, para ser capaces de digerir un relato tan apabullante.

Sin embargo, su estilo está anclado a la tierra, a las personas que manifiestan lo que leemos. Trasciende el arquetipo de la entrevista periodística para -entre lágrimas, añoranzas, reflexiones de todo tipo y tragos de vodka- resultar profundamente realista, evocando incluso a los grandes maestros de este género como Tolstoi o Dostoievsky. La crudeza e intensidad que transmiten es tal que sugieren ser interpretados en un escenario, dejando epatados a cuantos ocuparan el patio de butacas.

 A su vez, el resultado es un ensayo-análisis de la identidad de un parte de los muchos átomos que han conformado el pueblo ruso desde el imperio zarista hasta la actual Rusia pasando por la desintegración de la URSS, punto de inflexión de la historia del mundo moderno simbolizada para muchos en este accidente nuclear. Así es como Voces de Chernóbil se convierte en el summum de lo que es el periodismo, un medio de conocer la realidad a través de lo que sienten, opinan y viven sus verdaderos protagonistas.

Voces de Chernóbil, Svetlana Alexévich, 2015 (1997), DeBolsillo.

10 películas de 2020

El año comenzó con experiencias inmersivas y cintas que cuidaban al máximo todo detalle. De repente las salas se vieron obligadas a cerrar y a la vuelta la cartelera no ha contado con tantos estrenos como esperábamos. Aún así, ha habido muy buenos motivos para ir al cine.  

El oficial y el espía. Polanski lo tiene claro. Quien no conozca el caso Dreyfus y el famoso “Yo acuso” de Emile Zola tiene mil fuentes para conocerlo en profundidad. Su objetivo es transmitir la corrupción ética y moral, antisemitismo mediante, que dio pie a semejante escándalo judicial. De paso, y con elegante sutileza, hace que nos planteemos cómo se siguen produciendo episodios como aquel en la actualidad.

1917. Películas como esta demuestran que hacer cine es todo un arte y que, aunque parezca que ya no es posible, todavía se puede innovar cuando la tecnológico y lo artístico se pone al servicio de lo narrativo. Cuanto conforma el plano secuencia de dos horas que se marca Sam Mendes -ambientación, fotografía, interpretaciones- es brillante, haciendo que el resultado conjunto sea una muy lograda experiencia inmersiva en el frente de batalla de la I Guerra Mundial.

Solo nos queda bailar. Una película cercana y respetuosa con sus personajes y su entorno. Sensible a la hora de mostrar sus emociones y sus circunstancias vitales, objetiva en su exposición de las coordenadas sociales y las posibilidades de futuro que les ofrece su presente. Un drama bien escrito, mejor interpretado y fantásticamente dirigido sobre lo complicado que es querer ser alguien en un lugar donde no puedes ser nadie.

Little Joe. Con un extremado cuidado estético de cada uno de sus planos, esta película juega a acercarse a muchos géneros, pero a no ser ninguno de ellos. Su propósito es generar y mantener una tensión de la que hace asunto principal y leit motiv de su guión, más que el resultado de lo avatares de sus protagonistas y las historias que viven. Transmite cierta sensación de virtuosismo y artificiosidad, pero su contante serenidad y la contención de su pulso hacen que funcione.

Los lobos. Ser inmigrante ilegal en EE.UU. debe ser muy difícil, siendo niño más aún. Esta cinta se pone con rigor en el papel de dos hermanos de 8 y 5 años mostrando cómo perciben lo que sucede a su alrededor, como sienten el encierro al que se ven obligados por las jornadas laborales de su madre y cómo viven el tener que cuidar de sí mismos al no tener a nadie más.

La boda de Rosa. Sí a una Candela Peña genial y a unos secundarios tan grandes como ella. Sí a un guión que hila muy fino para traer hasta la superficie la complejidad y hondura de cuanto nos hace infelices. Sí a una dirección empática con las situaciones, las emociones y los personajes que nos presenta. Sí a una película que con respeto, dignidad y buen humor da testimonio de una realidad de insatisfacción vital mucho más habitual de lo que queremos reconocer.

Tenet. Rosebud. Matrix. Tenet. El cine ya tiene otro término sobre el que especular, elucubrar, indagar y reflexionar hasta la saciedad para nunca llegar a saber si damos con las claves exactas que propone su creador. Una historia de buenos y malos con la épica de una cuenta atrás en la que nos jugamos el futuro de la humanidad. Giros argumentales de lo más retorcido y un extraordinario dominio del lenguaje cinematográfico con los que Nolan nos epata y noquea sin descanso hasta dejarnos extenuados.

Las niñas. Volver atrás para recordar cuándo tomamos conciencia de quiénes éramos. De ese momento en que nos dimos cuenta de los asuntos que marcaban nuestras coordenadas vitales, en que surgieron las preguntas sin respuesta y los asuntos para los que no estábamos preparados. Un guión sin estridencias, una dirección sutil y delicada, que construye y deja fluir, y un elenco de actrices a la altura con las que viajar a la España de 1992.

El juicio de los 7 de Chicago. El asunto de esta película nos pilla a muchos kilómetros y años de distancia. Conocer el desarrollo completo de su trama está a golpe de click. Sin embargo, el momento político elegido para su estreno es muy apropiado para la interrogante que plantea. ¿Hasta dónde llegan los gobiernos y los sistemas judiciales para mantener sus versiones oficiales? Aaron Sorkin nos los cuenta con un guión tan bien escrito como trasladado a la pantalla.

Mank. David Fincher da una vuelta de tuerca a su carrera y nos ofrece la cinta que quizás soñaba dirigir en sus inicios. Homenaje al cine clásico. Tempo pausado y dirección artística medida al milímetro. Guión en el que cada secuencia es un acto teatral. Y un actor excelente, Gary Oldman, rodeado por un perfecto plantel de secundarios.  

Inquietante y desconcertante «Little Joe»

Con un extremado cuidado estético de cada uno de sus planos, esta película juega a acercarse a muchos géneros, pero a no ser ninguno de ellos. Su propósito es generar y mantener una tensión de la que hace asunto principal y leit motiv de su guión, más que el resultado de lo avatares de sus protagonistas y las historias que viven. Transmite cierta sensación de virtuosismo y artificiosidad, pero su contante serenidad y la contención de su pulso hacen que funcione.

Londres. La actualidad. Un vivero de plantas en el que se juega con la manipulación genética para conseguir ejemplares atractivos, resistentes a la condiciones ambientales y altamente rentables para la empresa que las cultiva. Tras este proceso, un equipo de profesionales altamente cualificados y un cruce de historias personales entre las que destaca Alice Woodard, científica y madre de un preadolescente, adicta al trabajo y divorciada. Con este punto de partida, Little Joe podría ser tanto una comedia como un drama. Tiene algo de ambas en su inicio, pero después viene todo lo demás, la intriga, el thriller, el coqueteo con la ciencia-ficción y hasta el terror. Pero sin romper la conexión con sus primeros minutos.

Lo atractivo y chocante es que no cambia en ningún momento el ritmo de su narración. Los acontecimientos son siempre tratados con la misma calma y claridad expositiva. Plasmados visualmente como cuadros minimalistas de una muy correcta, geométrica y colorida composición. Dotados de vida con unos personajes gestualmente parcos, pero nunca inexpresivos. El único elemento distorsionador es una banda sonora que navega entre la percusión oriental y sonidos aparentemente faltos de armonía, pero que con su estridencia nos introducen en el lado oscuro y distópico que parece albergarse tras lo que vemos.

Así es como se van sucediendo instantes y secuencias que parecen haberse inspirado en clásicos como La pequeña tienda de los horrores (1960), El pueblo de los malditos (1960) o La profecía (1976), pero que están perfectamente integrados en el devenir de los acontecimientos en los que nos vemos inmersos. No son referencias obvias, pero hacen que lo que estamos observando nos resulte extrañamente conocido, derivando en una atracción emocional tan perturbadora como sugerente en la que Emily Beeckham está fantástica (merecido reconocimiento como mejor actriz en Cannes 2019) y ver a Ben Whishaw es siempre un placer.

La propuesta visual de Jessica Hausner es muy sencilla, progresa de manera calmada, su montaje sin trucos y su guión son diáfanos. Avanza como la terapia de su protagonista, enunciando claves -la felicidad que nos generan las flores manipuladas no es más que la punta del iceberg que esconden- con las que activa nuestro intelecto haciéndonos indagar, elucubrar y fantasear tanto sobre su origen -la ambición humana- como sobre sus consecuencias -la forma que puede tomar lo desconocido-. Pero también haciendo que practiquemos el arte del símil, la metáfora y la alegoría, rescatando referentes como George Orwell o Aldous Huxley o utilizando la actualidad como espejo y no sabiendo si lo hacemos para reconocerle a Hausner una capacidad visionaria o como simple, fácil y recurrente mecanismo de proyección personal desde nuestra posición como espectador.

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.