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“Civil war”, podría ser verdad

Alex Garland escribe y dirige una historia potente y verosímil sobre lo que supondría vernos inmersos en una guerra fratricida. No entra en las causas y los fines de los combatientes, solo expone sus consecuencia: la barbarie y el salvajismo. Y lo muestra adoptando un interesante punto de vista, el de quienes pretende dejar testimonio, resaltando así el papel y el valor del periodismo.

Nuestro deber es documentar y dejar que sean otros los que hagan las preguntas”, esa es la línea de diálogo clave en el guión de Civil war. El comentario sencillo, pero rotundo y clarificador, que en una de las primeras secuencias le hace Lee a Jessie, una sólida y convincente Kirsten Dunst a una pujante y resuelta Cailee Spaeny.

Ese el propósito de toda la película, agitar nuestra conciencia. La actualidad ha llegado a un punto en el que concebimos que hordas como las que asaltaron el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 podrían derivar en una guerra de todos contra todos, en el que la anarquía y el asesinato sean la norma, la muerte y la destrucción el objetivo final.

Suposición a partir de la cual Garland imagina un grupo de cuatro periodistas que parten de Nueva York hacia la capital norteamericana con la intención de conseguir la primicia de una entrevista con el presidente de los EE.UU., atrincherado en la Casablanca. Civil war resulta no es solo una distopía, un thriller y una película bélica, sino también una road movie que viaja mostrándonos a dónde nos puede llevar la brutalidad cuando desaparecen el civismo y el imperio de la ley. La venganza y la crueldad, los fusilamientos y las fosas comunes, el exterminio y la completa deshumanización de lo que antes habían sido comunidades concebidas desde el diálogo y para la convivencia.   

Haciéndolo a través de la cámara de los fotorreporteros, la cinta resulta aún más creíble en su ánimo por mostrar la posible realidad. El deber del periodista es observar y mostrar, saber mediar recogiendo cuantos elementos intervienen y forman ese instante o episodio que sintetiza con objetividad en una imagen, un clip de vídeo o una crónica. Aunque siempre con esa endeble y sutil línea roja que de un lado dice que no se debe intervenir ni tomar partido en ella, y en el otro sitúa la subjetividad de las emociones y el compromiso con valores como los derechos humanos, así como la relación, cercanía y distancia, entre vocación y experiencia.

Un punto de vista aplicado muy correctamente a una sucesión de avatares lógicos y posibles que se viven desde la butaca con curiosidad e intriga por conseguir que nos identifiquemos con sus protagonistas. Con tensión y ritmo por el dinamismo de su narración. Con estupefacción y miedo en los pasajes en los que el horror físico y psicológico es justificadamente explícito. Con alucinación y asombro por el espectáculo visual que aúna una postproducción sobrada de intervención digital, una banda sonora concebida para significar lo que no muestra la pantalla y un elenco actoral que, a pesar de todo, consiguen que en Civil war tenga cabida la esperanza. Tomémosla como una advertencia más que como una premonición.

«Green book», buena y efectiva

No nos relata nada que no sepamos acerca de qué suponía ser negro a principios de los 60 en EE.UU., especialmente en los estados del sur. Pero lo hace dando una lección sobre cómo se cuenta y se escribe cinematográficamente una historia, estructurándola correctamente, graduando su ritmo y construyendo unos personajes tan verosímiles como profundos y llenos de matices que Viggo Mortensen y Mahershala Ali interpretan con absoluta perfección.

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El green book se publicó en EE.UU. desde 1936 hasta 1966. Era la guía de viaje de referencia para las personas de color, sus páginas les decían donde podían alojarse y comer si se desplazaban por su país para no tener problemas –ser rechazados, violentados o abusados en un local- con el racismo de sus conciudadanos blancos. Una publicación que entregan a Tony Lip, un descendiente de italianos residente en el Bronx, cuando acepta el trabajo de ser el chófer durante una gira de dos meses de un reputado pianista, el Dr. Shiley, por los estados más conservadores y xenófobos de su nación.

Basado en hechos reales, Green book evita todo aquello en lo que podría haber caído, ser un biopic o una road movie con pasajes musicales. O un, a estas alturas ya visto muchas veces, ejercicio emocional sobre la injusticia que suponían y la impotencia que debieron causar estas vivencias. Además de un recordatorio de que aunque hayamos avanzado legal y socialmente, estas situaciones se siguen produciendo hoy en día.

No, lo que Peter Farrelly ha co-escrito y dirigido se limita a cumplir su cometido, presentarnos unos personajes y contarnos la relación laboral y humana que establecen a lo largo de un corto período de tiempo. Más de medio siglo después, se supone que los espectadores ya estamos sobradamente informados sobre cómo se vivía entonces y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer dobles lecturas y extraer nuestras propias conclusiones. Así, tras una introducción en la que nos da a conocer el nivel educativo, las relaciones familiares y la personalidad de ambos personajes, la película les sienta en el mismo coche y les hace comenzar a compartir y convivir.

Da igual cuánto de lo que vemos ocurrió realmente, cuánto es ficción y cuánto recreación quizás edulcorada. Lo importante es que el conjunto -siguiendo las mismas pautas que cualquier proceso de conocimiento mutuo- funciona sin transmitir en ningún momento un mensaje pretencioso, artificial o dogmático. Inicialmente se muestran muy superficialmente con pequeños gestos cotidianos que dejan clara la lejanía intelectual entre ambos, pero a medida que cada uno se acostumbra a la presencia física del otro se revelan emocionalmente en un entorno que no se lo pone nada fácil a ninguno de los dos. Ahí es donde surge el punto de encuentro que demuestra la igualdad de todos los seres humanos y el inicio para intentar construir una relación sincera, respetuosa e integradora de todas las características del otro.

Un terreno, el de la humanidad diáfana, en el que no hay más que lo que uno sea y en el que Mortensen y Ali imprimen a los hombres que interpretan una autenticidad que huye del recurso fácil que hubiera sido la caricatura en el primero y la aristocracia y el divismo de la genialidad del segundo. Ambos realizan un trabajo que opta por la dificultad de la sencillez, la espontaneidad y la naturalidad de uno y la sutileza, el detalle y la sensibilidad comedida del otro. De esta manera, su labor se complementa perfectamente con el guión y la dirección de Farrelly y hacen que aunque Green book no resulte una película original, sea buena y efectiva en su propósito.