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“Golden child” de David Henry Hwang

Un viaje entre el presente y el pasado de hace tres generaciones, entre la América de origen chino y la China que abrazaba el Cristianismo por influencia extranjera. Una contraposición sugerente que no defrauda, pero que no cumple las expectativas que promete por su excesiva formalidad dramática y por abordar únicamente la religión como un sistema de estructuración social y dejar a un lado la dimensión espiritual que se le supone.

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Golden child comienza con un hombre que duerme junto a su esposa embarazada, temiendo no llegar a ser un buen padre para el hijo que está en camino. En esas se le aparece su madre en sueños para contarle que puede contar con el apoyo de sus ancestros. Acto seguido la escena abandona el hoy del barrio de Manhattan y se convierte en Amoy, una pequeña localidad costera en el sureste de China.

Un ayer en el que sus habitantes no habían tenido contacto hasta entonces con el mundo occidental. Algo que comienza a suceder con la aparición de Tieng-Bing y su doble aportación, los regalos producto del comercio con gentes de otras naciones que le lleva a sus mujeres –un reloj de cuco, instrumental de cocina y un fonógrafo- y el hombre que le acompaña, un misionero que predica el cristianismo. Este, por su parte, se encuentra una sociedad polígama, donde hombres y mujeres tienen papeles muy definidos y los altares no están dedicados a deidades sino a antepasados en un compromiso tan o más fuerte que el que se mantiene con los vivos.

Un planteamiento que presenta por sí mismo un gran potencial de conflicto y sobre el que cabría esperar, más allá de esta trama, otras que confrontaran las personalidades, roles y relaciones –amistosas unas, conflictivas otras- entre sus personajes. Un deseo que no se ve plenamente satisfecho. Henry Hwang opta por ordenar y clarificar sus recuerdos personales –a partir de lo que en su día le contó su abuela- presentando un mapa familiar en un momento de cambio. Algo que hace muy bien, dejando claro que cada uno de sus miembros va mucho más allá de los diálogos que leemos. Pero lo que impide que ese potencial ofrezca los resultados que se esperaría del autor de la genial M. Butterfly es que cede el protagonismo dramático a un conflicto espiritual que apenas boceta.

Deja claro que en la familia tradicional china de principios del siglo XX el hombre se encarga de proveer y la mujer de servir y satisfacer. Sin embargo, el influjo occidental, tomado como moderno, hace que el protagonista crea que el conflicto que le generan aquellos valores o costumbres que no comparte –la cosificación de las mujeres, la imposibilidad de abandonar el lugar en el que se nació por fidelidad a las anteriores generaciones- se pueda ver resuelto adoptando el Cristianismo.

Una alternativa que solo se ve justificada, ni siquiera verdaderamente argumentada, como sistema de organización social, pero que en ningún momento se expone desde el punto de vista espiritual o de las creencias que supone. Es de suponer, por los motivos antes expuestos, que Golden child tiene para su autor un gran valor personal, pena que no haya conseguido trasladarlo a sus lectores.

Golden child, David Henry Hwang, 1996, Theatre Communications Group.

“The Quiet Girl”, la elocuencia de la mirada infantil

Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.   

En las familias numerosas los hijos intermedios supuestamente pasan desapercibidos. Dícese que es a los que menos caso les hacen. Si, además, sus padres son personas frustradas y amargadas que no se hablan entre sí, que consideran a sus vástagos como cargas que mantener y apenas disponen de lo justo para no pasar frío y hambre, no es de extrañar que Cáit sea una niña de nueve años introvertida e inexpresiva, herida en su corporeidad y dolida en su interior.

Cuando llegado el verano la mandan a casa de unos primos, un matrimonio adulto sin hijos, que no conoce para que se hagan cargo de ella, se abre un abismo a sus pies. Sin embargo, lo que podría ser el fin, resulta un principio, una oportunidad con la que, en la Irlanda rural de principios de los 80, descubre que hay otras formas de vivir y de relacionarse, de tratarse e, incluso, cuidarse.

El valor de esta cinta rodada en gaélico (lo que la ha llevado a ser nominada a los Oscar de este año en la categoría de mejor película internacional) es que nunca ofrece causas ni conclusiones. Muestra los hechos, las reacciones e impresiones y deja que todo ello hable por sí mismo. Un enfoque en el que la que la fotografía torna fundamental, tanto por recoger los ritmos lumínicos del estío irlandés y la perennidad de su naturaleza, como por los encuadres en los que lo que deja fuera se hace más presente, precisamente, por no ser mostrado.

Dentro de plano, lo destacable e importante son las miradas. El modo en que los ojos manifiestan la impresión que produce lo observado y lo escuchado, lo razonado y lo intuido, y la labor de filtro y contención que ejercen para nunca salirse de la zona de seguridad emocional. Aun así, lo no verbalizado, los secretos, acaban por manifestarse y reivindicarse, claman por ser conocidos y liberados. Serán la prueba que sacudan la estabilidad individual, los compromisos acordados tiempo atrás y los lazos aún en proceso de consolidación.

La grandeza con la que The quiet girl consigue que su historia nos llegue es la quietud expresiva de sus intérpretes. Una contención que, más que freno a una potencial locuacidad, resulta epítome de la cultura y los valores de vecindad y catolicismo, de la economía de subsistencia y equilibrios entre roles masculinos y femeninos, de la tradición y el costumbrismo que les une entre sí y con su entorno. Una atmósfera que acoge, estructura y condiciona, y que Colm Bairéad ha sabido vehicular como medio etéreo, pero también espiritual que marca el ánimo y la voluntad individual de sus personajes, así como el encuentro y los vínculos establecidos entre ellos.

10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.

10 películas de 2022

Ficción española pegada a la realidad, animación estadounidense y títulos europeos que le cogen el pulso a la vida. Propuestas basadas en grandes guiones y plasmadas con variados estilos de narrativa audiovisual. Historias cotidianas y valientes, arriesgadas y disruptivas. Doce meses de muy buen cine.

«Apolo 10 1/2». Los estadounidenses llevan más de treinta años revisando lo sencillos e ingenuos que eran en los años 60 y lo colorido y fascinante que resultaba el “american way of life” en todo su esplendor. Aun así, todavía hay maneras de acercarse a aquel tiempo, identidad y vivencia de una manera original y diferente. Tal y como lo ha hecho Richard Linklater en esta cinta de animación.

«Alcarràs». Carla Simón profundiza en el estilo que ya mostró en “Verano 1993” convirtiendo lo cotidiano, el mimbre de lo que nos une, en lo que marca de principio a fin el contenido, el tono y la evolución de su película. Tras ello, una mirada tranquila y empática guiada por el punto en el que se encuentra lo anodino con lo íntimo y lo invisible con lo obvio, y un trabajo interpretativo en el que brillan todos y cada uno de sus intérpretes.

«Ennio: el maestro». Documental que aúna la admiración por su protagonista y el reconocimiento a su extraordinaria labor en pro del séptimo arte con la excelencia de su dirección y su capacidad de emocionar e implicar al espectador en su propuesta. Material de archivo y entrevistas que repasan, analizan y explican la trayectoria de un genio musical, las peculiaridades de su estilo y los logros con que tanto nos hizo gozar desde la gran pantalla.

«Cinco lobitos». El cine se convierte en un arte cuando una película resulta más que la suma de todos los elementos que la conforman. Eso es lo que ocurre con esta cinta que nos muestra los múltiples prismas de la maternidad y la versatilidad a la que se ven abocadas muchas mujeres como resultado de ésta. Un guión redondo, dos actrices soberbias -Laia Costa y Susi Sánchez- y una dirección tras la cámara sensible e inteligente.

«Vortex». Entras a la sala creyendo que vas a ser testigo de la ancianidad de una pareja, pero comienza la proyección y en lo que te adentras es en el abismo que se abre entre la necesidad de estructurar y comprender y la abstracción y la sinrazón en que consiste la demencia. Edición virtuosa y un guion concebido para llevar a su espectador al extremo de su resistencia psicológica.

«El acusado». El sentido común nos dice que el consentimiento no debiera tener matices legales ni morales, pero la realidad demuestra que sí que los tiene sociales y conductuales. Ahí es donde entra esta película que refleja sobriamente cómo influyen sobre esta cuestión filtros como las diferencias de clase y los modelos familiares. Grandes interpretaciones, un buen guion y una excelente dirección que acierta con su propuesta de atenerse a los hechos y revelar las múltiples paradojas que estos revelan.

«As bestas». Thriller en el que la coacción y la incertidumbre, la paz y la soledad, crean una atmósfera apabullante en la que conviven y se enfrentan lo mejor y lo peor del ser humano. Un guión en el que la tensión de sus silencios y la parquedad de sus personajes son multiplicados por una dirección que los funde con los ritmos, las posibilidades y las paradojas de la naturaleza.

«La maternal». Tras su buen hacer con “Las niñas”, Pilar Palomero suma ahora el de esta cinta en la que sigue fijándose en aquellos a quienes no escuchamos ni consideramos como debiéramos. Los que quedan fuera del sistema por su edad, su falta de recursos y su comportamiento. Personas que merecen la sensibilidad y la seriedad, la escucha y la guía con que ella les muestra en esta ficción en la que deslumbra la mirada, el gesto y el verbo de su protagonista, Carla Quílez.  

«Close». El gran premio del jurado de la última edición del Festival de Cannes se clava en el corazón de sus espectadores con la mirada limpia, el sentir inocente y la conciencia pura de sus protagonistas adolescentes. Una historia que expone con sinceridad, empatía y sensibilidad lo bonito y hermoso que es relacionarse y el poder e influencia que ejercemos sobre los demás, pero también los deberes y riesgos, las consecuencias y aprendizajes que esa vivencia conlleva.

«Mantícora». La sobriedad narrativa del guion de Carlos Vermut se complementa con la mirada aséptica de su dirección y el conjunto de buenas decisiones sobre las que se asienta. Un combo que se amplifica con la hipnótica presencia de Nacho Sánchez dando vida a lo humano y a lo inconcebible, así como a la lucha y a la convivencia dentro de sí entre ambas maneras de ser y estar en el mundo.

10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad

La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

Chico y chica se encuentran en Nueva York. Se conocen. Se enamoran. Podrían ser felices y comer perdices aun siendo ella de origen árabe y él judío. A ellos les da igual. Pero no así a la familia de él. Levantan la voz y abren la caja de Pandora. El pasado encuentra la brecha por la que hacerse presente y a partir de ahí la grieta se va abriendo más y más hasta que el tiempo deja de ser una línea cronológica para convertirse en un torrente arrasador conformado por lo siempre callado, ocultado y negado. Por lo nunca contado, preguntado o explicado.

La finura con que Wadji Mouawad escribe convierte a cada personaje en una versión de esto mismo, pero están tan bien trazados y anclados en los acontecimientos de las últimas décadas de la Historia de la humanidad que, más que particularidades, podemos ver en ellos arquetipos de nuestra globalidad. De un lado, el conflicto y el terrorismo entre palestinos e israelíes, el Holocausto, el comunismo de la guerra fría y el consumismo y el individualismo del neoliberalismo occidental.

Sin embargo, no hay que quedarse ahí. Tras esta lectura, hay que realizar otra más profunda y difícil de concretar, la de la contraposición entre lo racional y lo programático del ser humano y el carácter anímico y espiritual de su manera de ser, pensar versus sentir, mirar hacia atrás frente a proyectarse hacia el futuro. Y entre ambas, su contradicción espiritual, considerarse siervo humilde, fiel y devoto de su Dios al tiempo que superior, juez y castigador de quien profesa otra fe. Como curiosidad, el carácter histórico con que se inicia la trama y que subyace a toda ella, Al-Hassan ibn Muhammed al-Wazzan al-Fasi (1488-1554), es León el Africano, a quien Amin Maalouf le dedicara su primera novela en 1986.

Al igual que en otras obras suyas como Incendios (2003), Mouawad es ambicioso, no solo da saltos geográficos, temporales y situacionales, sino que también indaga en los distintos registros del comportamiento humano para acabar conformando una imagen múltiple y poliédrica de la realidad en la que conviven y se enfrentan los extremos. La belleza está unida al horror, la violencia a la vida y el amor al rechazo. Todo lleva dentro de sí la posibilidad de su opuesto y su reverso, y nadie está libre de que su perspectiva sobre la vida, las relaciones y la existencia de semejante vuelco.

Una complejidad que transmite con un lenguaje diáfano y unos diálogos siempre acertados en su forma y precisos en su expresividad. Atraen, agradan, atrapan y encandilan de la misma manera que alteran, enervan, agreden y hieren tanto a sus receptores directos como a quienes son testigos de ellos. Espectadores y lectores privilegiados a los que Mouawad nos implica en su propuesta, dándonos más información de la aparentemente necesaria, pero como pronto se revela, no con ánimo acomodaticio, sino para situarnos sin posibilidad de huida en la diatriba psicológica, ideológica y moral que realmente pretende.

Todos los pájaros es un tesoro como dramaturgia, una oportunidad de demostrar cuán bueno se es dirigiendo o actuando, pero también, por ello mismo, exigente con quien asuma la misión de materializarlo y representarlo sobre un escenario.  Ojalá estar pronto en un patio de butacas viéndolos volar.

Todos los pájaros, Wajdi Mouawad, 2018 (2020 en español), Ediciones La Uña Rota.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia

Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

Que comience en 2015 y acabe en 1990 podría hacernos pensar que Ahmed se retrotrae desde las consecuencias hasta las causas de la historia que inicia dirigiéndose a su madre. Hay algo de eso, pero también de querer mostrar cómo hay cuestiones que perviven, que no cambian, que son un ancla que arrastramos desde no se sabe cuándo. Tanto que parece que hemos nacido con ese peso externo ya incorporado a nosotros y lo sentimos como algo orgánico y no como un lastre del que desprendernos. Llegamos a tomar conciencia de ello, de que hay algo en nosotros que no va bien, que no funciona, que nos impide y nos limita, que nos niega e incapacita, que nos hace sufrir.

Sin embargo, nos hacemos la ilusión de que no es así, de que hemos evolucionado y seguiremos avanzado por la senda del alejamiento. Pero si hacemos el esfuerzo, si tenemos el valor suficiente, nos daremos cuenta de que lo único que cambia es el prisma desde el que lo enfocamos y el discurso con el que justificamos, maquillamos y ocultamos nuestra insolvencia. La auténtica y única verdad es que no sabemos cómo afrontar la realidad porque implicaría poner en duda quiénes y cómo somos, qué quedaría de nosotros si acabáramos con esa guerra y no tener ni idea de cómo afrontaríamos el futuro por venir.

Así es como el personaje creado por Abdelá inicia su desnudo epistolar. Con una combinación de ansiedad y serenidad, de tener claro su objetivo y no querer perder el tiempo en rodeos, pero también de no querer callar ni uno solo de los argumentos que considera probatorios. Esto le lleva a enfrentarse a la mujer que le trajo al mundo echándole en cara todo aquello que hoy le mueve a manifestarse. Pero la diafanidad de su necesidad le impide percatarse de que él mismo es también transmisor de semejantes formas de comportamiento. La distancia que él cree haber puesto de por medio, cambiando una casa familiar abarrotada en Marruecos por un hogar aburguesado con un marido bien posicionado en la capital francesa no es más que una muestra del papel que en su particular ecuación personal ha jugado un elemento añadido, la dialéctica entre colonia y metrópoli.

Como demuestran la solemnidad de sus frases cortas y la parquedad expresiva de lo que Ahmed manifiesta y le es contado, su propósito es tan complejo como árido. Desmontar la concatenación de proyecciones que cada uno de los firmantes, así como de los sujetos referidos, siente que es su vida. Una sucesión de reflejos que se prolonga haciendo de cada persona un sucedáneo de quien podría llegar a ser si no fuera por las coordenadas en que le ha tocado nacer y vivir. Evidencias de que sus maneras de relacionarse con el mundo siguen un patrón con unos tintes sistémicos que complementan, envuelven y amplifican lo que les fue transmitido por su educación familiar. Un callejón sin salida en el que acaban una y otra vez, una y otra vez, una y otra…

El que es digno de ser amado, Abdelá Taia, 2018, Cabaret Voltaire.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca

Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

Suenan las campanas y acto seguido llegan a su casa la viuda y las cinco hijas del fallecido. Se cierran las puertas. Comienzan ocho años de luto y encierro, de un microcosmos conformado por nueve mujeres, estas seis, más la madre y abuela y las dos criadas con las que comparten techo. Fuera quedan los hombres y sus siempre oscuras intenciones, los vecinos y sus constantes habladurías, así como el resto del mundo y el inevitable transcurso del tiempo. Muros que dividen, pero con los que Lorca también simboliza la sociedad de su época, la de un momento en que la visceralidad, la polarización y la tensión hacían temer lo que tendría lugar poco después de que le pusiera punto final a este texto el 19 de junio de 1936.

Bernarda es la contradicción. Presume de la soltería y virginidad de sus cinco hijas -39 años la mayor, 20 la menor- cuando ella a los 21 ya había sido madre. Paradójico, además, es que las cinco no lo hayan catado y ella, al menos, haya tenido dos maridos, como resultado de haberse vuelto a casar tras enviudar. Rechaza aquellos candidatos que las pretenden si considera que no están a la altura de su nivel económico y reputacional, pero rabia cuando le señalan que en otra localidad ella y los suyos serían los mirados por encima del hombro. Considera al género masculino como los seres en torno a los cuales gira la vida, al tiempo que se erige a sí misma como ley y gobierno de su casa. A su vez, impone el silencio, el negro en el atuendo y su método es la violencia física y psicológica cuando a su alrededor se demanda algarabía, lucen los colores de las flores y las personas se buscan a través de la demanda de la piel.

La omnipotencia de su poder se sustenta en la superioridad que le otorga su maternidad, complementada con el absolutismo y clasismo que ejerce con su madre y sus dos sirvientas. La primera es libre dentro de su encierro, se expresa sin decoro ni vergüenza, orgullosa de sus ganas de hombre y de su disposición a materializarlo. La segunda, aunque cohibida por la necesidad, está guiada por la sinceridad de quien no se debe a instancias morales superiores. Ellas son el ejemplo de que la posibilidad de concebir no es una capacidad y un instrumento de control, sino un don y una muestra de generosidad y altruismo. Son -aun con su digresión psicológica y su limitación formativa- el contrapunto razonado y sensato, y hasta de buen humor cuando están lejos de aquella, que permite que la libertad de la existencia se cuele por algún resquicio de esta casa.

Desde el punto de vista formal, señalar la excelencia con la que Federico hace latir la emoción a pesar de la dureza de su argumento. Por un lado, con su propuesta escenográfica en blanco y negro, paredes de un blanco luminoso y vestimentas sombrías salpicadas con los detalles de color que esperanzan a unas e indigna a otra. Y por otro, el misticismo que otorga a la figura de Pepe el Romano, siempre fuera de plano, pero referido como un peligro cercano al pecado o como fuente de un deseo que más que sexual, resulta perniciosamente lujurioso.  

A su vez, da forma y escala humana a lo que bien podrían ser historias de dioses y héroes mitológicos. Las diferentes manifestaciones que adopta la climatología, las canciones y correrías festivas de los gañanes en el campo en la época de cosecha, la exaltación de los animales en el corral o los diálogos con los maridables a través de barrotes y ventanas. Así es como completa la perfección del círculo de esta tragedia en la que García Lorca deja patente que no se puede ir en contra del libre fluir de la madre naturaleza del que somos muestra todos y cada uno de sus hijos.

La casa de Bernarda Alba, Federico García Lorca, 1936, Austral Ediciones.

“Fecha de caducidad” de Darío Márquez Reyeros

Recordar el pasado desde la experiencia del presente, sin añoranza, pero con agradecimiento. Constatar el hoy desde los contrastes de sus múltiples paradojas, tanto las sonámbulas de su vivencia como las efímeras, elaboradas cuando aún era futuro. Balance de un tiempo cuyo transcurso convirtió a su protagonista en quien es hoy. Versos tranquilos y serenos escritos por un autor consciente de sí mismo y diáfano y transparente en su intención comunicativa.

Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Ese es el ciclo de vida de toda especie animal y, como tal, también del ser humano. Darío Márquez Reyeros (Alcobendas, 1998) ha llegado al final de la segunda fase en lo que corresponde a su etapa física y ahora le queda todo lo que la madurez le ponga por delante. Pero antes de adentrarse de lleno en ese proceso que intuye consistente en curtirse a base de tomar decisiones, y responsabilizarse de sus consecuencias, y responder reactivamente a las sorpresas del día a día, de combinar la construcción de su propio camino y adaptarse a lo que las circunstancias obliguen, Darío ha fijado de manera pausada y reposada su infancia. Ha cerrado una etapa, al tiempo que la sitúa como prólogo, inicio y cimiento de lo que ya está siendo y de lo que está por venir.

La primera parte de Fecha de caducidad es una elipsis temporal que transcurre desde que el niño que la protagoniza lanzó una pelota hasta que esta tocó el suelo. Una imagen que construyen la cita de Dylan Thomas con que la inicia y los versos finales de su última poesía. Quince poemas con los que dibuja el mapa de su niñez, estructurado en torno a lugares como el colegio, la presencia de sus padres, la universalidad de sus abuelos, el parque en el que jugaba al aire libre y las fantasías que materializaba en su casa. Sobre el papel, versos centrados en la acción y en el contexto, pero tras cuyas narraciones y descripciones resultan patentes las impresiones del instante, las sensaciones de cada momento y las emociones que teñían la atmósfera de su casa.

En el segundo bloque, el Márquez Reyeros actual, distante del niño anterior como bien señala la cita de Ana María Matute que lo presenta, se fija en su alrededor y elucubra a partir de lo que ve. Busca con su mirada, analiza lo que observa y contrasta lo que percibe, constatando cuán diferente es, respecto a lo que suponía, cuanto ha experimentado e intuido en su corta experiencia personal como adulto. Intenta encontrar cuál es la motivación que mueve el mundo e impulsa a las personas, el fin que perseguimos con nuestra manera de actuar y de relacionarnos. Y lo hace con una habilidad que le permite abrir foco para buscar el realismo de la naturaleza, al abrigo de Ángel González, y lo onírico, dimensión en la que la fantasía y la lógica libre de la infancia siguen siendo posible.

Los afectos, el cariño y el sentimiento de pertenencia enlazan estos poemas con los cuatro que cierran Fecha de caducidad. En ellos late una madurez que acepta y respeta, que entiende las divergencias y las contrariedades, que asume los silencios, las imperfecciones y las incapacidades. Darío concluye así su revisión de sí mismo, de quién ha sido, y deja donde corresponde a quien suponía que iba a ser para comenzar a discernir entre quién es hoy y quién será mañana. Así es como este poemario, ganador del XXIV Premio de Poesía Joven “Antonio Carvajal”, cierra su propio círculo. Como si fuera una geometría dibujada con la certeza de quien está seguro de sí mismo, a la par que dispuesto a dejarse sorprender por lo inesperado que haya de surgir en la definición, tránsito y fijación de su trazado.

Fecha de caducidad, Darío Márquez Reyeros, 2021, Ediciones Hiperion.

“Cinco lobitos”, la vida que te ha tocado vivir

El cine se convierte en un arte cuando una película resulta más que la suma de todos los elementos que la conforman. Eso es lo que ocurre con esta cinta que nos muestra los múltiples prismas de la maternidad y la versatilidad a la que se ven abocadas muchas mujeres como resultado de ésta. Un guión redondo, dos actrices soberbias -Laia Costa y Susi Sánchez- y una dirección tras la cámara sensible e inteligente.

Ayer salí roto de los multicines a los que suelo acudir. Me habían llegado donde solo lo hace la realidad que reconozco cuando soy mi único interlocutor. A esa parte de mí que muestro camuflada de comprensión, aceptación y madurez por miedo a entrar de lleno en ese territorio en el que nos sabemos dependientes y necesitados del afecto, el reconocimiento y la validación de nuestros mayores y responsables, sin manual de instrucciones, del bienestar y la felicidad de quienes vivirán a nuestra vera hasta que se valgan por sí mismos. Y sucedió por algo que contiene, articula y ofrece Cinco Lobitos, verdad.

Verdad auténtica, sincera, desnuda, transparente, sin matices, absoluta. Y sin embargo, solo válida como testimonio de Amaia. Madre primeriza a sus 35 años, trabajadora autónoma, pareja de un hombre en las mismas circunstancias, e hija de unos padres que viven a más de cuatrocientos kilómetros. Relato diferente al de cualquier otra mujer, aunque a la par análogo en muchos de los asuntos tratados y similar en las circunstancias mostradas. El estrés y la inseguridad que le genera el hecho de ser madre le servirá a quien la parió décadas atrás para recordar su propia vivencia con una mirada relajada, al tiempo que le permite, a quien entonces fuera una niña, tomar conciencia de cuánto hicieron por ella.

Es difícil lograr que una historia sea más verosímil que la que ha escrito Alauda Ruiz de Azúa. El detalle de su ejercicio de edición y síntesis logra que nos sintamos completos con lo que vemos. Todos sus elementos están correctamente medidos y relacionados, siendo prioritarios cuando les corresponde, pero formando parte antes y después del segundo plano de las cuestiones transversales que definen, estructuran y sustentan tanto el largo plazo como el día a día de la biografía de cualquier persona. Hay emoción y fluidez en su narración audiovisual, utiliza los encuadres más cercanos para mostrar y los abre cuando sus personajes necesitan revelarse. La combinación de movimiento, expresión y escenografía, en la composición de sus planos, revela un sentido del ritmo exquisito, plasmado en un montaje impecable.

Un trabajo que crece por el modo en que se fusiona con las interpretaciones de Laia Costa y Susi Sánchez. Dos protagonistas que se apoyan, aportan y suman, cuya excelencia se retroalimenta por la existencia y la presencia de la otra. Dos papeles que, si sobre el papel son oro, en la pantalla resultan dos recitales que, aun así, resultan humildes y diáfanas. He ahí la manera en que se complementan e integran en su universo a Ramón Barea y a Mikel Bustamante, eficaces en su misión de encarnar a dos secundarios con rol propio.

En Cinco lobitos hay poesía y sencillez, humor e ironía, rabia y aceptación, trascendencia y liviandad. Ruiz de Azúa ha dirigido una película que contiene todo aquello que nos demuestra que las dificultades, el desconocimiento y el buscar vías por las que seguir forma siempre parte de la vida. Lo es de la nuestra, lo fue ya antes de la de nuestros padres y lo será, incluso cuando ya estén ellos solos, de la de nuestros hijos y sus nietos.