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10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«Gracias a Dios»

Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

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Las hemerotecas, Google o la web https://www.laparoleliberee.fr/ nos cuentan lo que muchos niños sufrieron en Lyon durante años a lo largo de los 80 y principios de los 90 a manos de un sacerdote pedófilo que hasta la fecha no ha sido penado por aquellos actos delictivos. Gracias a Dios se sitúa antes de que su relato saliera a la luz pública y nos expone cómo se gestó la denuncia de aquel grupo de afectados. Una sucesión de hechos -encuentros, intercambios de e-mails, denuncias, filtraciones a medios, visitas médicas…- que se suceden linealmente al tiempo que van dando luz a una compleja realidad en múltiples planos -individual, familiar, social, institucional- ante la que solo quedan dos opciones. Seguir escondiéndola a costa de la salud mental y la paz espiritual de los afectados, o darla a conocer y ofrecerles la opción de cicatrizar esa herida que en mayor o menor medida todos mantienen abierta.

Ese es el dilema que nos presenta Ozon y ante el que requiere de la participación activa de sus espectadores. Pero no solo demanda nuestra empatía, también nuestra atención e inteligencia. No nos dice qué debemos sentir ni cómo calificar lo que nos muestra. Nos trata como si fuéramos miembros de un jurado. Su papel es relatarnos con la mayor objetividad posible lo que ocurrió. Nuestra responsabilidad entender en qué consistió, donde estuvo la línea roja que nunca se debió pasar, las consecuencias que tuvo entonces y los efectos que sigue teniendo hoy para los afectados. Tanto que aquel hombre siga en libertad como que la institución a la que pertenece no haga ni hiciera nada por enmendar aquellos hechos aun teniendo constancia de ellos.

Un relato estructurado por capítulos que explica las distintas fases que siguió el proceso hasta tomar la forma con que hoy lo conocemos. Una estrategia narrativa con la que se hila el discurso general con los aspectos más personales de los personajes que se van sucediendo en la pantalla. Una manera hábil de componer el gran fresco que François Ozon se propone, pero que al tiempo es demasiado utilitarista con sus protagonistas. Una vez que ha extraído toda la información que necesita de ellos, tanto pasada como actual, tanto legal como individual (crisis de fe, tensiones familiares, problemas conductuales,…), les devuelve al banquillo de los acusadores.

Una manera intencionada -aunque resulte demasiado fría, casi aséptica, nada que ver con la épica hollywoodiense de Spotlight– de minimizar que los vínculos emocionales empañen nuestro juicio y de recordarnos que no se trata solo de conectar con estas personas. Sino de tomar conciencia con lo que parece ser un problema endémico de la Iglesia católica, el de ignorar y esconder de manera sistemática los actos delictivos de algunos de sus miembros.