Archivo de la etiqueta: libertad

“Cultura ingobernable” de Jazmín Beirak

Más que un organismo o una institución, unas políticas y una programación, u objetos y experiencias solo al alcance de unos pocos. La cultura es una cuestión transversal que, desde la creación, la expresividad y la comunicación, ayuda a una mejor individualidad y sociedad mediante su impulso del bienestar personal, el espíritu crítico, la toma de conciencia y el conocimiento recíproco. Acertado y bien fundamentado ensayo con propuestas sensatas y necesarias llevar a cabo si queremos consolidar los cimientos de nuestra democracia.

La premisa de Jazmín Beirak es clara. La cultura es algo público y comunitario y, como tal, debe ser sujeto de atención de las instituciones que nos gobiernan. Pero no del modo en que lo hacen. Su acción no debe reducirse a vehicular una serie de materializaciones que no cumplen ni de lejos la premisa democrática que supone su existencia y que, además, condicionan en mucho a los pocos que consiguen apoyarse en ellas para llevar a cabo sus proyectos y conseguir hacer de sus creaciones (plásticas, escénicas, audiovisuales, performativas…) su modo de vida. Y la solución tampoco es confiar en el papel mediador de entidades privadas que se guían por, aunque lícitos, criterios subjetivos y/o intereses económicos.

Dos vías consolidadas, pero que, a todas luces, son insuficientes. No llegan a la mayoría de nuestra sociedad. Solo permiten dedicarse a la cultura a muy pocos. Y conciben la cultura de una manera muy simplista. Un diagnóstico que evidencia que no se practican, tal y como corresponden, los fundamentos constitucionales que nos rigen desde 1978 y que, a pesar de ser un término manoseado por todos, la cultura no se concreta en prácticas que demuestren su transversalidad, importancia y valor.

Y los primeros responsables de ellos son muchos de los dedicados a gobernar, legislar y gestionar, desde el ámbito público, ya sea estatal, regional o local. O la convierten en un elemento de imagen, con el riesgo de derivar en propaganda. O la consideran como algo superfluo, más asociado al ocio y al entretenimiento, o parte del paquete mercantilista en que están convirtiendo el conocimiento y el turismo.

Frente a esto, la propuesta de Beirak concreta lo que algunos movimientos políticos, más cercanos a la calle que a las intrigas de despachos llevan reclamando desde hace tiempo, reforzando así lo que es una demanda de movimientos vecinales, agrupaciones amateurs o la voz de cuantos están alejados de los grandes centros de producción y exhibición. La cultura está en lo cotidiano y no solo en lo puntual. En la expresión y la comunicación y no solo en lo excelso y estético. En lo que promueve que el sujeto se convierta en alguien que se interroga, debata y plantee, que comparta, muestra, interactúe y construya con otros, y no solo en quien es pasivo, escucha, observa y asume o no.

De ahí el acertado adjetivo de Cultura ingobernable. El papel de las administraciones públicas debe estar en crear un marco normativo ágil y facilitador, en lugar del rígido y limitante que tenemos, e incentivar la disposición de infraestructuras con las que cuantos quieran manifestarse a través de la cultura puedan hacerlo. Un medio que no es un fin en sí mismo, sino que también puede ser vehículo para que otras causas como el feminismo, la lucha contra el cambio climático o los derechos humanos lleguen no solo más alto, sino también más profundo entre cuantos podemos convertirnos en audiencia de sus manifestaciones y mensajes.

Cultura ingobernable, Jazmín Beirak, 2022, Editorial Ariel.

10 películas de 2023

Ganadoras y nominadas. Personajes únicos, protagonistas de historias cotidianas, pero también cargadas de simbolismo. Cintas de bajo presupuesto y producciones sin límite. Títulos que el tiempo dirá si se quedan atrás o se convierten en apuntes de la historia del séptimo arte.

«Tar». La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

«Almas en pena de Inisherin». El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

«El triángulo de la tristeza». Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

«La noche del 12». Galardonada con 6 premios César, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

«The Quiet Girl». Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.

«Blue Jean». El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

«20.000 especies de abejas». Dos horas en las que la vida pide seguir su propio curso, dejando a un lado prejuicios y miedos, poniendo fin a los silencios y a las imágenes que no quisimos ver y hagamos frente a la verdad. Las relaciones intergeneracionales en la familia, el descubrimiento de la propia identidad y la aceptación por uno mismo y los demás en una cinta serena y sensible.

«Te estoy amando locamente». Más didáctica que activista, se estrenó en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

«Oppenheimer». Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

«O Corno». Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

10 textos teatrales de 2023

En español y en inglés. Retratando el tiempo en que fueron escritos, mirando atrás en la historia o alegorizando a partir de ella. Protagonistas que antes fueron secundarios, personas que piden no ser ocultados por sus personajes y ciudadanos anónimos a los que se les da voz. Ficciones que nos ayudan a imaginar y a soñar, y también a ir más allá de lo establecido y teóricamente posible.

“Usted también podrá disfrutar de ella” de Ana Diosdado. Exposición sobre la cara oculta del periodismo, la avaricia y la crueldad con que entroniza y defenestra a las personas de las que se sirve para pautar la actualidad e influir en la opinión pública. Personajes oscuros, entrelazados en una historia sobre las esperanzas personales y los sueños profesionales, que va y viene en el tiempo para indagar en cuanto la condiciona hasta sorprender con su redondo final.

“Recordando con ira” de John Osborne. Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

“La coartada” de Fernando Fernán Gómez. El esplendor de la Florencia de los Medici y su conflicto con la Roma papal. Un complot organizado por una familia vecina y la institución católica para acabar con la vida de los hermanos Lorenzo y Julián. Un folletín en el que su autor maneja con acierto la deconstrucción temporal, la simbiosis entre la fe y la corrupción y la distancia entre la pasión terrenal y el anhelo de la elevación espiritual.

«Un soñador para un pueblo» de Antonio Buero Vallejo. Sólida recreación histórica que nos traslada al momento político y social en que tuvo lugar el famoso motín de Esquilache. Una dramaturgia perfectamente estructurada que recrea el ambiente y los escenarios madrileños de aquel 23 de marzo de 1766. Diálogos excelentes que reflejan el carácter y las trayectorias personales de sus protagonistas en tramas que aúnan lo terrenal y lo aspiracional.

«Don´t drink the water» de Woody Allen. Antes que director de cine, Allen es un buen escritor y esta obra teatral estrenada en 1966 es una muestra de ello. Parte de una trama principal bien planteada de la que surgen varias secundarias habitadas por unos personajes aparentemente realistas, pero con unos comportamientos y unas respuestas tan absurdas como ingeniosas. Y aunque muchos de sus guiños son referencias muy concretas al momento en que fue escrita, su sentido del humor sigue funcionando.

“El chico de la última fila” de Juan Mayorga. Vuelta de tuerca a la metaliteratura, y al género del realismo, atravesada por la lógica de las matemáticas y la búsqueda continua de respuestas de la filosofía. Planos en los que se entrecruzan la observación del fluir de la vida, la implicación emocional con su devenir y la distancia juiciosa de la racionalidad. Escenas, diálogos y personajes perfectamente definidos, trazados, relacionados y concluidos.

“Peter and Alice” de John Logan. El niño del país de nunca jamás y la niña del de las maravillas. Personajes literarios que se inspiraron en personas reales que vivieron siempre bajo esa impronta y que, ya como un hombre de 30 años y una mujer de casi 80, se conocieron un día de 1932 en la trastienda de una librería de Londres. Un encuentro verdad y una conversación imaginada por John Logan en la que se contraponen los recuerdos como adultos con las ilusiones infantiles.

«Anillos para una dama» de Antonio Gala. Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

“En mitad de tanto fuego” de Alberto Conejero. Monólogo en el que la universalidad de la Ilíada queda unida a los muchos frenos que el hoy pone al amor, a la paz y al deseo. Lirismo dotado de una fuerza que mueve su narrativa desde la acción hasta la revelación de la más profunda intimidad. Palabras escogidas con precisión y significados manejados con certeza, generando emociones que perduran tras su lectura.

“Supernormales” de Esther Carrodeguas. Acertadamente reivindicativa y desvergonzadamente incorrecta. Plantea preguntas sin ofrecer respuestas perfectas en torno a la discapacidad y la sexualidad, dos filtros con que negamos la voz en nuestra insistencia por ocultar con dogmas las necesidades emocionales. Retrato ácido y socarrón, crítico y mordaz, alejado de sentencias y que da en la clave de la respuesta, antes que qué hay que hacer, está el para quién.

“Becky Riot” de Mariano Pardo

Historia gráfica de una adolescente obligada a convertirse en alguien de provecho. Costumbrismo, drama y humor ácido en un volumen con escenas que funcionan de manera aislada y que unidas forman una narración sólida. Crítica social, realismo agridulce y mala leche disfrazada de ironía en un personaje evocador del chaval o chavala que fuimos y seguimos llevando dentro.

Rebeca sueña con convertirse en Becky, la cuarta miembro de las Pussy Riot, el trio ruso que soliviantó a Putin hace más de una década por su iconoclastia y provocación envuelta en activismo feminista a ritmo de punk e interpretaciones públicas más parecidas a performance artísticas que a actuaciones musicales. Becky debiera pensar en estudiar y decidir qué profesión ejercer el día de mañana, pero en su cabeza solo hay frustración e insatisfacción viendo la relación de silencio y distancia que mantienen sus padres, y rabia y desesperación al sentir en carne propia la exigencia abstracta de un sistema pensado en subsistir más que en apoyarla a desarrollarse.

La fachada es introvertida, huraña y pesimista. El interior es sensible, susceptible y herido. Una dolorosa contradicción que Mariano Pardo plasma sobre el papel con trazo sencillo y ágil y composiciones diáfanas y equilibradas en las que el color juega un discreto papel expresivo. Subraya la importancia de lo secundario y destaca los contrastes que aíslan, frustran e impiden la libertad, la satisfacción y la felicidad individual. En los varios capítulos de Becky Riot hay incomunicación entre adultos y jóvenes, y bullying entre estos, así como clasismo, abuso capitalista y presión normativa en cuanto tiene que ver con el físico y la sexualidad.

La propuesta de Mariano combina la ficción de su personaje, el retrato de la sociedad a la que pertenece y el activismo personal que se deduce de la cercanía y la impronta con que plasma su expresión y su carácter, su mundo interior y el entorno que la oprime. La lectura y observación de esta novela gráfica engancha por su atractivo visual, la consistente progresión de su narración y los elementos que aquí y allá la hacen realista y sarcástica. Un conjunto que no elude la fantasía y aunque no se toma a sí mismo demasiado en serio, es evidente la alta sensibilidad que alberga tras el proceso de imaginación, concreción y expresión que nos ofrece.

Más allá de los pensamientos, dudas y errores de su protagonista, las coordenadas de su mundo nos son cercanas y por eso la comprendemos y hasta podemos identificarnos con ella. El sentido de no pertenencia que provoca el urbanismo y la arquitectura de los extrarradios residenciales, la impostura que exige socializar exitosamente cuando se es adolescente, el desconocimiento con que ellos y ellas se disponen a probar sustancias y a experimentar con el cuerpo propio y el ajeno… Y las extrañas maneras en que -a falta de guía, escucha y acompañamiento de los mayores- se va encontrando el lugar, el camino y la motivación a base de pruebas y errores, desconciertos y sorpresas resultado de ignorar las consecuencias de lo que se decide materializar.

Pesimista pero extrañamente esperanzador, más sobrio que resignado, Pardo acierta con la expresión visual y literaria con que su propuesta nos transmite su visión del tiempo y la sociedad en que vivimos.  

Becky Riot, Mariano Pardo, 2022, Astiberri Ediciones.

"Anillos para una dama" de Antonio Gala

Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

España Una, Grande y Libre se hartó de señalar al Cid Campeador como uno de sus referentes. A Rodrigo Díaz de Vivar como un antecesor de esa figura del caudillo que lucha exitosamente contra viento y marea, y cualquier enemigo que le haga frente, para salvar a su país de las ideas, principios, actitudes y comportamientos sacrílegos que pongan en riesgo su integridad espiritual. Nada más y nada menos que contra ese pilar de la identidad nacional, del Imperio que una vez fuimos y que volvíamos a ser desde 1939, escribió Antonio Gala esta obra que estrenó en 1973.

Pero no lo hizo atacándolo directamente ni poniendo en duda su personalidad ni ninguno de sus logros, sino abriendo el debate sobre cómo se escribe la Historia y la subjetividad editora que hay tras ella. Una reflexión en la que entremezcla otro punto de vista que fue el que, probablemente, le valió la ignorancia de un régimen acomodado en su poltrona y el aplauso del público, el de dónde quedan las personas tras los oropeles, las fanfarrias y los títulos nobiliarios de la vida pública. El verbo de Jimena es audaz, crudo, desnudo y sincero, visceral, pero también honesto y auténtico, el propio de las mujeres deseosas de vivir, sentir, descubrir y gozar de la literatura de Gala (imposible no evocar otras que vendrían después como las de La truhana, La pasión turca o Más allá del jardín).

Una demanda de libertad en la que, desde hoy, se intuye una huella feminista en la lucha de Jimena por ser considerada por sí misma y no por el rol que ejerció como esposa y al que le quieren condenar como viuda tanto sus gobernantes como sus hijas. Y no basta con que de manera aguda y sagaz señale las incongruencias, sinsentidos e injusticias del medio del que se sirven para condenarla, de un sistema donde los hombres tienen primacía sobre las mujeres y su deber es el derecho de ellos a ser halagados, servidos y hasta mitificados ciega, sorda y mudamente por ellas.

Ahí es donde su autor toca la llaga de una sociedad belicista y católica y, por tanto, tradicional e inmovilista, que vive bajo el yugo de unas normas que obligan a buena parte de sus integrantes, no solo a renunciar a la posibilidad de ser felices, sino a resignarse a ser desgraciadamente infelices. Señalar, por último, el uso del lenguaje por parte de Gala, comenzando con un estilo aparentemente formal, acorde a la época en que está ambientada la historia, para hacerla evolucionar hasta expresiones, vocablos e interjecciones de hoy. Un recorrido en el que no queda solo patente su buen hacer, sino la atemporalidad de su mensaje.

Anillos para una dama, Antonio Gala, 1973, Castalia ediciones.

“O corno” o la lucha por la supervivencia

Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

O Corno conoce el tiempo y el lugar en el que se enmarca. Una época en que la sororidad se entendía como buena vecindad y era obligada porque no había otra manera de hacer frente al señalamiento social y la condena judicial de cuanto tuviera que ver con no desear, buscar y convertirse en un ejemplo de maternidad o, sencillamente, ser un ciudadano de segunda fila, sin derechos inherentes. Unas coordenadas, las de la isla de Arosa, marcadas por su frondosidad e intrincada orografía, por la carga salada de su atmósfera que matiza los tonos y confunde las perspectivas. Ahí es cuándo y dónde reside María.

Una mujer joven pero fuerte, ya bregada por la vida, con cicatrices. Alguien que habla con la mirada y dice con sus silencios. Valiente y capaz, siempre dispuesta a seguir. Un personaje tan bien construido que da igual si es el vehículo de la historia escrita y dirigida por Jaione Camborda o quien marca el tempo y el discurrir social e histórico de su narración a caballo entre la España oscurantista y el Portugal también sometido al retraso y atraso de una dictadura. Denuncia que O Corno no explicita, sabe mostrar sin necesidad de subrayar o dar más importancia de la que se merece a lo que no debió existir.  

Tras un inicio enraizado, con voluntad realista, apuntes sociológicos y tintes etnográficos, su paso al mapa de la huida hace que desaparezca la carga de significado que tenía el entorno y que su ritmo resulte más ambivalente por no decidir si quiere seguir por la senda del drama o explotar las posibilidades de la tensión que provoca el camino, sin posibilidad de marcha atrás, por el que ha de seguir su protagonista. Opta por combinar los dos, pero si funciona es gracias a la presencia, la mirada y la gestualidad de Janet Novás. Ella es el elemento siempre sobresaliente y que da continuidad a O corno.  

Este se hace aún más evidente en el último tercio de la película, en el que la trama, sin dejar su mirada feminista sobre situaciones dolosas y humillantes, se centra en el ánimo y la capacidad de resistencia más que en el potencial peligro que suponen para quienes las viven. O corno cierra así su círculo sobre la supervivencia moral, física y social. Una visión diferente, pero complementaria, a la que meses atrás ofrecían Las buenas compañías de Silvia Munt sobre la cuestión común del aborto y, aunque muy lejos de su tono, con el deseo de comprender el presente indagando en el pasado de quienes nos precedieron de Te estoy amando locamente. Cine que apela a la memoria histórica, a la memoria democrática.

«La madre de Frankenstein», literatura transformada

Almudena Grandes se sentiría orgullosa viendo el espectáculo teatral, la excelencia dramatúrgica y el recital narrativo y performativo del elenco de este montaje. Su novela convertida en una historia viva que, como su escritura, nos traslada a la España de los años 50 del siglo pasado, al tiempo que señala cómo las fuerzas de aquella guerra silente han llegado hasta hoy.

Primero fue la Historia, los hechos. Luego el interés, el trabajo documental y el saber hacer de una de nuestras mejores escritoras de las últimas décadas. Posteriormente llegó Anna Maria Ricart Codina con una disección de esta novela publicada hace poco más de tres años. Una labor de edición y adaptación en la que ha sintetizado a sus personajes y preservado sus diferentes atmósferas, las personales y las ambientales. Las tensiones y el miedo de la autocensura, la amenaza invisible de las múltiples formas de control del nacionalcatolicismo. Y finalmente, Carme Portaceli, quien ha sabido transformar esa verdad, esa búsqueda y ese material en una puesta en escena en la que intérpretes y personajes, memoria y justicia, evocación y reivindicación van de la mano.

Mientras eso sucede en el escenario, el patio de butacas se convierte en una caja de resonancia a través de las emociones, realidades e interrogantes por resolver que se le plantean. Aun a pesar de romper la cuarta pared en varias ocasiones, la unión entre un mundo y otro no llega a ser total. La magia, la ensoñación y la ilusión del teatro están siempre ahí. Esa distancia que nos permite mostrar y adentrarnos en la esencia, exponer y observar la autenticidad, expresar y mirar de frente a aquello de lo que, probablemente, solo en pocas ocasiones somos capaces de liberarnos y compartir como debiéramos.

La psique de Aurora, madre que acaba con la vida de su hija por no atenerse al plan diseñado para ella, y el compromiso deontológico del psiquiatra Germán Velázquez con las mujeres sin recursos encerradas en un manicomio, son las bases argumentales a partir de las cuales se desarrollan los dos niveles de la representación. De un lado las distintas tramas argumentales en las que lo individual, lo relacional y afectivo, choca y se enfrenta con la represión y la coacción de lo social y lo político. Del otro lado, un despliegue creativo y técnico que demuestra porqué son necesarios proyectos y equipos, que priorizan lo artístico sobre la rentabilidad económica, como los del Centro Dramático Nacional. Tenebrismo y oscuridad frente a la ilusión, las ganas y el esfuerzo de la luz. Una conjunción de espacio escénico e iluminación perfecta tanto artística como narrativamente.

Base que soporta, acompaña y amplifica el muy buen trabajo de los nueve intérpretes. Algunos como Belén Ponce de León, José Troncoso o Ferrán Carvajal desempeñando varios papeles. En el caso de Macarena Sanz, Blanca Portillo y Pablo Derqui ejecutando un triángulo que impulsa a La madre de Frankenstein en su triple vertiente. En el de la abnegación y la voluntad de avanzar, en el de la distorsión y la alternatividad, y en el de ser fiel a uno mismo y leal a los demás. Misión en la que los tres están brillantes y se hacen dueños y señores, en solitario y en combinación con sus compañeros, cada vez que intervienen sobre las tablas del Teatro María Guerrero. Lo dicho, Almudena Grandes tiene muchos motivos para estar satisfecha, orgullosa y feliz con este lectura e interpretación del quinto de sus Episodios de una guerra interminable.

La madre de Frankenstein, en el Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional, Madrid).

“Te estoy amando locamente”

Más didáctica que activista, se estrena en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

Ley de peligrosidad social. Vagos y maleantes. Términos que suenan aberrantes, arcaicos y absurdos. Causan vergüenza ajena y rechazo. Atentan contra la dignidad personal y los derechos humanos. Una obviedad que probablemente tuvieron en cuenta lo que los fijaron en el corpus legislativo de nuestro país durante décadas. No subestimemos a las malas personas, su intención no entiende de consecuencias y su concepción del poder es dominio, sometimiento y destrucción. Te estoy amando locamente es una ficción basada en multitud de casos reales que sufrieron y padecieron el saberse cuchicheados, insultados y señalados por el simple hecho de comportarse tal y como sentían ser. También evidencia que sigue ocurriendo y que hay quien quiere que eso vuelva a generar desprecio e inequidad.

Alejandro Marín parte de una soleada y colorida ambientación de la Sevilla de hace medio siglo. Azulejos y albero, pantalones de campana y cigarrillos por doquier. Una banda sonora en la que suenan Las Grecas, hay copla y se recuerda a Mari Trini. Como personajes principales una viuda y su hijo adolescente. Y a su alrededor tres círculos. El de los vecinos en el que el qué dirán convive con no explicitar verbalmente lo que todos saben. El de los amigos que se convierten en familia porque son como tú y te entiende y aceptan sin prerrogativas. Y el del deber laboral y comercial, en el que impera el absolutismo de la moral sobrevenida por las instancias político-eclesiásticas.

Niveles que no encajan. Su superposición imposibilita la espontaneidad plena, la igualdad compartida y la paz individual. El conflicto está latente, la necesidad del silencio y el escondite, la amenaza de la violencia de una mirada, un insulto o una agresión física está siempre ahí. Pero sobre todo eso sobrevuela un tono de comedia, amistad y cariño que convierte a Te estoy amando locamente en una película para todos los públicos, a la que perfectamente se podría considerar familiar. Más allá de la injusticia legal y moral, su foco está en desvelar las raíces de la ignorancia, la agitación de la incomprensión y la motivación que supone la empatía emocional.

Un ponerte en el lugar del otro a través del vínculo biológico y afectivo, mas también desde la simpatía de la humanidad. A partir de ahí, personajes bien definidos, sin caer en la caricatura ni en la simplificación, pero lo suficientemente dotados de identidad propia para plasmar esa realidad que es la diversidad de actitudes vitales y códigos compartidos en que vivimos o debiéramos vivir. Un mundo en el que los conceptos de libertad y autonomía, bien entendidos, dieron pie al inicio del movimiento LGTBI. Y un acierto hacerlo a través de los ojos y los sentimientos de Reme, una madre atrapada por sus circunstancias a la que Ana Wagner dota de un mundo interior y un conflicto exterior creíbles y cercanos a la par.

“Las buenas compañías”

Mejor resuelta en su trama sociopolítica que en la emocional, pero aun así Silvia Munt consigue transmitirnos la dificultad de sentir, vivir y transmitir un punto de vista feminista en la España de 1977. Le falta fluidez en su guion y puesta en escena, mas es capaz de hacernos pensar sobre los riesgos de posturas actuales contrarias al aborto y a la independencia de la mujer.

Antes que el concepto de memoria democrática estuvo el de memoria histórica, su propósito era el de no olvidar y poner el foco no en quienes dañaron sino en quienes sufrieron. Hay una correlación lógica entre memoria histórica y memoria democrática, una vez que hemos rescatado de las sombras, debemos devolver su dignidad a quienes fueron ignorados, apartados y expulsados. Una misión no solo de las instituciones o del mundo académico, legislando o investigando, promoviendo y divulgando, sino también del conjunto de la población, recordando y escuchando, conociendo y reconociendo.

Ahí es donde la industria del cine puede desarrollar un papel fundamental y donde se sitúa Las buenas compañías. Toma como punto de partida a Las 11 de Basauri, otras tantas mujeres de esta localidad vizcaína acusadas de, entre 1976 y 1985, haber abortado, decisión y actuación en contra del código penal entonces vigente.

En el guión original escrito por Silvia Munt y Jorge Gil Munarriz la acción tiene dos líneas. La que nos sitúa en Rentería en 1977, en unas coordenadas de industrialización y cielos grises y un ambiente en el que, tras el 20 de noviembre de 1975, el deseo de libertad lucha contra la omnipresencia totalitarista del nacionalcatolicismo. Y la de los personajes que han supuesto, mujeres humildes y trabajadoras, luchadoras y reivindicativas, pero también humanas y débiles, con interrogantes e incertidumbres también sobre su propia identidad y proyecto de vida en el marco de la coyuntura económica, social y política de su presente.

La postproducción, el steadicam y un montaje ágil y dinámico son las claves con que se trasladan las dificultades organizativas y los elementos estructurales en contra del mensaje y la acción feminista en favor de un aborto seguro, legal y gratuito. Las personalidades y las relaciones, en cambio, están basadas en los diálogos y las interacciones visuales y corporales. Y uniendo uno y otro campo, una dirección de producción marcada por ambientes siempre nubosos, interiores de escenografía recargada y la casi constante presencia de la imaginería. Un story board que funciona, pero al que en pantalla le falta el aliento que convierta la recreación en realidad sin duda alguna sobre su autenticidad.

Las buenas compañías se sostiene por el sólido, aunque quizás excesivamente contenido, trabajo de sus actrices. Destacar a la joven Alicia Falcó, la protagonista que tiene claro qué mundo quiere, pero que a la par descubre el suyo interior, situándole ambas circunstancias frente a un entorno de diferencia de clases, heteropatriarcado y abusos, así como de ignorancia y represión. Muy bien acompañada por Itziar Ituño, en un registro muy diferente a aquel con el que llenó la pequeña pantalla en Intimidad (2022) o por otras intervenciones más secundarias, pero igualmente eficientes, como la de María Cerezuela, a quien ya viéramos en Maixabel (2021).