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10 ensayos de 2021

Reflexión, análisis y testimonio. Sobre el modo en que vivimos hoy en día, los procesos creativos de algunos autores y la conformación del panorama político y social. Premios Nobel, autores consagrados e historiadores reconocidos por todos. Títulos recientes y clásicos del pensamiento.

“La sociedad de la transparencia” de Byung-Chul Han. ¿Somos conscientes de lo que implica este principio de actuación tanto en la esfera pública como en la privada? ¿Estamos dispuestos a asumirlo? ¿Cuáles son sus beneficios y sus riesgos?  ¿Debe tener unos límites? ¿Hemos alcanzado ya ese estadio y no somos conscientes de ello? Este breve, claro y bien expuesto ensayo disecciona nuestro actual modelo de sociedad intentando dar respuesta a estas y a otras interrogantes que debiéramos plantearnos cada día.

“Cultura, culturas y Constitución” de Jesús Prieto de Pedro. Sea como nombre o como adjetivo, en singular o en plural, este término aparece hasta catorce veces en la redacción de nuestra Carta Magna. ¿Qué significado tiene y qué hay tras cada una de esas menciones? ¿Qué papel ocupa en la Ley Fundamental de nuestro Estado de Derecho? Este bien fundamentado ensayo jurídico ayuda a entenderlo gracias a la claridad expositiva y relacional de su análisis.

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexévich. El previo, el durante y las terribles consecuencias de lo que sucedió aquella madrugada del 26 de abril de 1986 ha sido analizado desde múltiples puntos de vista. Pero la mayoría de esos informes no han considerado a los millares de personas anónimas que vivían en la zona afectada, a los que trabajaron sin descanso para mitigar los efectos de la explosión. Individuos, familias y vecinos engañados, manipulados y amenazados por un sistema ideológico, político y militar que decidió que no existían.

«De qué hablo cuando hablo de correr» de Haruki Murakami. “Escritor (y corredor)” es lo que le gustaría a Murakami que dijera su epitafio cuando llegue el momento de yacer bajo él. Le definiría muy bien. Su talento para la literatura está más que demostrado en sus muchos títulos, sus logros en la segunda dedicación quedan reflejados en este. Un excelente ejercicio de reflexión en el que expone cómo escritura y deporte marcan tanto su personalidad como su biografía, dándole a ambas sentido y coherencia.

“¿Qué es la política?” de Hannah Arendt. Pregunta de tan amplio enfoque como de difícil respuesta, pero siempre presente. Por eso no está de más volver a las reflexiones y planteamientos de esta famosa pensadora, redactadas a mediados del s. XX tras el horror que había vivido el mundo como resultado de la megalomanía de unos pocos, el totalitarismo del que se valieron para imponer sus ideales y la destrucción generada por las aplicaciones bélicas del desarrollo tecnológico.

“Identidad” de Francis Fukuyama. Polarización, populismo, extremismo y nacionalismo son algunos de los términos habituales que escuchamos desde hace tiempo cuando observamos la actualidad política. Sobre todo si nos adentramos en las coordenadas mediáticas y digitales que parecen haberse convertido en el ágora de lo público en detrimento de los lugares tradicionales. Tras todo ello, la necesidad de reivindicarse ensalzando una identidad más frentista que definitoria con fines dudosamente democráticos.

“El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. La Historia no es una narración lineal como habíamos creído. Es más, puede incluso repetirse como parece que estamos viviendo. ¿Qué ha hecho que después del horror bélico de décadas atrás volvamos a escuchar discursos similares a los que precedieron a aquel desastre? Este ensayo acude a la psicología, a la constatación de la complacencia institucional y a las evidencias de manipulación orquestada para darnos respuesta.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawm. Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.

“La muerte del artista” de William Deresiewicz. Los escritores, músicos, pintores y cineastas también tienen que llegar a final de mes. Pero las circunstancias actuales no se lo ponen nada fácil. La mayor parte de la sociedad da por hecho el casi todo gratis que han traído internet, las redes sociales y la piratería. Los estudios universitarios adolecen de estar coordinados con la realidad que se encontrarán los que decidan formarse en este sistema. Y qué decir del coste de la vida en las ciudades en que bulle la escena artística.

«Algo va mal» de Tony Judt. Han pasado diez años desde que leyéramos por primera vez este análisis de la realidad social, política y económica del mundo occidental. Un diagnóstico certero de la desigualdad generada por tres décadas de un imperante y arrollador neoliberalismo y una silente y desorientada socialdemocracia. Una redacción inteligente, profunda y argumentada que advirtió sobre lo que estaba ocurriendo y dio en el blanco con sus posibles consecuencias.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawn

Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.  

Todos recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre de 2001. Aquella jornada fue un punto de inflexión en la vida de muchas personas, aunque según Hobsbawm (Alejandría, 1917-Londres, 2012) no debiéramos considerarlo un momento histórico en los términos en que se transmitió inicialmente. Fue la muestra de un terrorismo que alcanzaba formas y resultados hasta entonces inimaginables, pero también dejó patente que por muy desestabilizadores que sean sus efectos -como los habían sido los de ETA en España o los del IRA en Reino Unido-, no tienen nada que hacer frente a la fuerza de las democracias liberales gracias a las capacidades de los Estados-nación en que estas se sostienen.

A su juicio, el verdadero peligro para sus instituciones y ciudadanos estaba en la megalomanía de sus dirigentes y su incapacidad o dejadez para no hacer frente a la contradicción de un mundo globalizado tecnológica, financiera y comercialmente, pero que en términos normativos sigue considerando las fronteras territoriales como su primer rasgo definidor. Una combinación paradójica desde que se decidiera resolver las ineficiencias del Estado del Bienestar optando por las máximas del capitalismo, autorregulación y priorización de la cuenta de resultados, sin considerar que hay actores, como las empresas multinacionales, que gracias a su poder son capaces de superar los límites regulatorios.   

Súmese a esto, el haber pasado -como consecuencia del fin de la guerra fría- de un esquema de enfrentamiento entre dos potencias en el tablero internacional, pero que también trajo consigo estabilidad y equilibrio entre los bloques ideológicos que ambas encabezaban, a la hegemonía única de EE.UU. (aunque la actualidad más reciente pone esto en duda). Sin embargo, en lugar de tomar el sendero de la diplomacia para dar continuidad a su liderazgo, los herederos de George Washington optaron por el imperialismo bélico y el militarismo unilateral sin valorar sus consecuencias allí donde dejaba caer sus bombas, rompiendo la entente existente desde hacía décadas de no intervención directa en el territorio de otro país. He ahí lo sucedido en Afganistán o Irak, utilizando excusas que se sabían falsas (las armas de destrucción masiva) o prostituyendo el lenguaje (guerra contra el terror, defensa de nuestro estilo de vida).

Actuación similar a la ejercida por otros países del bloque occidental (como Reino Unido) dentro de sus fronteras, dejando en manos del sector privado mucho de aquello en lo que se había basado el papel y sentido del estado (ej. sanidad, educación y seguridad), reduciendo así la sensación de pertenecer a una sociedad formada por personas con intereses comunes y generando nuevas brechas de desigualdad que, tal y como evidenció la crisis de 2008, no han hecho más que incrementarse. Sin olvidar que esto ha incentivado un individualismo que encuentra su aliado en el nacionalismo, no como manera de crear comunidad, sino de buscar a un diferente entre los propios y de señalar al llegado de fuera para culparle de sus insatisfacciones e ineficacias. El ascenso de los discursos (homófobos y xenófobos) y resultados electorales de opciones de ultraderecha dejan claro que Hobsbawn no estaba nada desacertado.

El mundo sigue cambiando a velocidad de vértigo, nadie sabemos a ciencia cierta hacia dónde ni cómo hay que actuar para que lo haga en la dirección correcta y se vean favorecidas el mayor número de personas posibles, cada una en la manera más adecuada a sus coordenadas de origen y a su visión de futuro. Guerra y paz en el siglo XXI no propone soluciones, no las tiene, pero sí demuestra que hay historiadores que son capaces de ver cuáles son las variables a tener en cuenta y la manera en que no se han de aplicar, que no es poco.

Guerra y paz en el siglo XXI, Eric Hobsbawn, 2007, Editorial Booket.

“The pain and the itch” de Bruce Norris

Tras una aparente comedia costumbrista sobre las relaciones humanas, esta cena de Acción de Gracias revela un drama de múltiples dimensiones (matrimonial, familiar, fraternal, social,…) en el que todo está mucho más relacionado de lo que podríamos imaginar. Un texto que expone miedos y fantasmas con diálogos notables y un ritmo creciente muy bien estructurado y conseguido.

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Si en el cine tiene que ser difícil trabajar con niños, en teatro debe serlo aún más. La apuesta de Bruce Norris no es sencilla ya que el punto en torno al cual pivota esta obra es una niña de cuatro años, Kayla, que entra y sale de manera continua de escena. Ella es la hija de Kelly y Clay, anfitriones de la madre y el hermano del segundo, Carol y Cash, así como de la joven novia de este, Kalina, en la cena del último jueves de noviembre. Un tiempo pasado al que se vuelve desde una tarde nevosa de enero en que Kelly y Clay conversan protocolariamente con el señor Hadid, un hombre de apariencia norteafricana y portando un sombrero que le identifica como miembro de una cultura foránea.

Las indicaciones escenográficas de Norris son sencillas, con tan solo un cambio de luces nos trasladamos desde un presente en el que nos falta información para saber qué ocurre, a un ayer reciente en el que no acertamos a pronosticar en qué derivará una tensión cada vez mayor. Inicialmente esta es debida a cuestiones externas, en la casa debe haberse infiltrado un animal que se come los aguacates de la mesa de la cocina cuando nadie le ve, pero poco a poco comienzan a surgir asuntos relacionales que dejan ver un pasado repleto de argumentos pendientes. Temas por resolver que no se explicitan, pero que se demuestran corporal y verbalmente cargando la atmósfera y el tono de las conversaciones de emociones como el rencor, la ira o el enfado, aunque también hay ocasión para la ironía, la complicidad y la comedia.

En The pain and the itch se habla de manera casual sobre asuntos como los abusos (físicos y psicológicos) sufridos en la infancia (tanto en situaciones de guerra como en la convivencia familiar), se exponen y rebaten planteamientos xenófobos, se discute sobre la sociedad norteamericana y se comentan puntos de vista diferentes sobre el consumo de pornografía o el poder de la imagen sobre una correcta autoestima personal.

Pero quienes logran que su acción no se disperse ni se estanque en el pasado, sino que gire en torno al aquí y ahora, son sus dos personajes aparentemente más discretos, casi enigmáticos, la pequeña Kayla y el señor Hadid. Dos caracteres manejados con sumo acierto por su autor, que de manera sencilla, pero efectiva, intervienen dando entrada en escena a los elementos realmente desestabilizadores y conductores invisibles de cuanto está ocurriendo. De la manera más natural posible, aquella inherente a su identidad y rol con respecto a los que les rodean, hace que ambos se conviertan en las personas que den pie al punto de inflexión en el que las vidas de todos ellos ya no volverán a ser las mismas.

Aunque no llegue a su nivel, esta dramaturgia de Bruce Norris evoca a autores como Tennesee Williams o Arthur Miller, maestros en la disección de las dinámicas familiares, o títulos como ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Edward Albee) y August. Osage County (Tracy Letts), textos en los que sus personajes viven auténticas catarsis. Curiosamente Letts estrenó esta última poco tiempo después de haber interpretado el personaje de Cash en sus primeras funciones en Chicago en 2005.

The pain and the itch, Bruce Norris, 2008, Northwestern University Press.

«Identidad borrada» de Garrard Conley

Tras su apariencia de unas memorias, del relato de una experiencia personal, se esconde una historia relatada con una desnudez que hace que lo humano y lo afectivo primen sobre el mecanismo destructor del fanatismo religioso. Una prosa exquisita que combina con inteligencia las dimensiones interior, familiar y social de su autor en un viaje muy bien estructurado entre las experiencias y momentos de su vida que comparte con nosotros.

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Cuando llegas al final de Identidad borrada te quedas con tres sensaciones en el cuerpo. Indignación, enfado e ira por todo lo que Conley tuvo que pasar en el programa Love in Action, en el que le prometían curarse de su homosexualidad para volver a ser el heterosexual que Dios esperaba de él. Dolor, pena y vacío al sentir que su cuerpo, su mente, su deseo y su corazón iban en dirección contraria a todo lo que su entorno le decía y establecía como pautas de vida, de comportamiento y de relación. Y ternura y afecto, amor incluso, por su intento desesperado de conjugar la lealtad consigo mismo con la fidelidad a los suyos y de mantener por encima de todo la relación con sus padres.

Aquellos que busquen en sus páginas un relato sobre la irracionalidad del dogmatismo de los fundamentalistas o de que la defensa de la diversidad sexual está íntimamente ligada a la de los derechos humanos, este no es su título. Lo que Garrard ofrece es algo más hondo y profundo.

Lo suyo es un testimonio de lo que supone descubrir a principios de los 2000 en una pequeña comunidad del sur de EE.UU. que no eres quien creías ser.  El vacío que se abre dentro de ti cuando comienza a revelarse una persona que se niega a seguir el dictado de lo que tus padres y el círculo social que compartes con ellos (la escuela, la iglesia) te han marcado desde siempre. El desconcierto que te provoca ese alguien que está en tu interior y que te resulta ajeno y atractivo a la par. Y el cisma que se abre entre tu mundo y tú cuando esa diferencia se manifiesta y los que te rodean la tildan como algo maligno, satánico, fuente de pecado y desgracia, y actúan con vergüenza, silencio y rechazo, llegando incluso al odio y la ira.

Una complejidad a la que Conley Garrard le pone palabras en un discurso redactado con sosiego, pero sin dejar por ello de manifestar los mecanismos y las consecuencias que le provocaban el estadio casi perpetuo de angustia y ansiedad en el que poco a poco se fue convirtiendo su adolescencia. Una prosa que se mimetiza con su estado anímico, con la que nos traslada hasta la oscuridad en la que se encontraba sumido, haciendo allí frente a lo desconocido para entenderse y conocerse tanto a sí mismo como al mundo en el que vivía y así intentar posicionarse y proyectarse en un futuro entonces inimaginable.

Su narración no va directamente a las conclusiones, sino que bucea en los contenidos y métodos supuestamente pedagógicos de la terapia a la que acudió para dejar de ser gay y en los principios y modos educativos y afectivos de sus padres, un aspirante a predicador baptista y un ama de casa. Planos de una realidad individual, pero mucho más común de lo que nos creemos, perfectamente expuestos que nos hacen comprender y sentir el daño que tanto sobre sí mismo como en su relación (amistosa, afectiva o sexual) con el mundo le causaron el maltrato psicológico y físico que siempre acompañan a la homofobia.

A las tres sensaciones antes referidas, al final de la lectura de Identidad borrada se le unen dos deseos. Uno más ligero, que la adaptación cinematográfica que se ha rodado con Lucas Hedges, Nicole Kidman y Russell Crowe esté a su altura, y uno más serio, que llegue el día en que historias como esta dejen de ser posibles.

Identidad borrada, Garrard Conley, 2019, Editorial Dos Bigotes.

“Festen”, una celebración familiar

Una fachada en la que todo brilla con pulcritud. Una jerarquía donde el situado más arriba manda e impone. Una fiesta en la que todo es exultante alegría. Sin embargo, la verdad de esta familia es otra. Lo real son unos abusos que ya se han llevado por delante a una hija. Magüi Mira es la valiente directora que abre esa herida y la hace sangrar ante la vista de todos para comenzar a recuperar tanto la salud física como el equilibrio mental.

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Pasan las horas y Festen sigue presente, aspectos a los que ayer no se les terminaba de ver el sentido tras salir del Teatro Valle-Inclán, hoy tienen un significado que va más allá de las palabras. Esta función no se basa tan solo en sus diálogos. Tan importantes como ellos son las presencias, entendidas no solo como el lenguaje corporal de cada uno de sus actores sino, también, como su movimiento escénico. Cómo se colocan los unos respecto a los otros, de quién más cerca y más lejos, detrás o delante, a la derecha o a la izquierda, así como con quién se forma grupo y a quién no se le da nunca la mano o la espalda.

En el inicio todo es excesivo, el que es atento roza lo protocolario, el informal resulta grotesco y quien pretende ser amistoso se convierte en esperpéntico en cuanto abre la boca. Así son los hijos de un matrimonio que cuando hacen acto de presencia, pretenden parecer más monarcas absolutistas que padres cercanos, más señores poderosos que creadores de un vínculo y una historia familiar. Todo es profundamente discordante, nadie parece escuchar a nadie, y la hermandad y la unión paterno-filial no es más que una excusa para el enfado y el desprecio.  Una amalgama de sentimientos y emociones desordenadas, en constante ebullición, lanzada sobre el escenario a discreción, como si este fuera un campo de batalla. Hasta que llega el momento de disparar a matar con la munición más eficaz para lograr este objetivo, la verdad que nadie quiere escuchar y que uno de los hijos va a revelar, la de los abusos sexuales de su padre tanto a él como a su melliza.

Esta celebración del sesenta cumpleaños del cabeza de familia tiene tanto de texto como de cuerpo y energía, de presencia y atmósfera. El guión dogma del Festen cinematográfico se ha convertido en la puerta de entrada teatral al epicentro de una tormenta que, tras la electricidad acumulada esperándola, finalmente irrumpe de manera seca, con truenos y viento, pero sin agua, no limpia, no arrastra la suciedad, lo que la hace aún más desconcertante. Un punto de inflexión tras el que ya no es posible dar marcha atrás, tras el que no hay otra opción que hacer frente al monstruo de la violencia del pasado y al horror del silencio del presente.

A partir de este momento se pide a los actores que conviertan sus cuerpos en un instrumento expresivo, no solo de sí mismos, sino también de la tensión creada. Como si fuera un ser vivo que, alimentándose de los miedos de unos y la ira de otros, se comunica a través de ellos. Sin embargo, al trasladar la acción de lo verbal a lo gestual se echa en falta que los movimientos de algunos miembros del elenco no sean más fluidos y orgánicos, aportándoles la plasticidad que demandan para materializar el potente e inteligente recurso estético que podrían ser.

Motivo este por el que en algunos pasajes este montaje resulta desigual, aunque a posteriori –y con la distancia del reposo- este desajuste se desvanece ante la hondura y lograda crudeza de lo expuesto. Cuán brutal es el poder que niega la violencia sufrida y cuán asesino el silencio que condena al que ha sido abusado una y otra vez por atreverse a ponerle fin al status quo asumido por todos.

Festen, en el Teatro Valle-Inclán (Madrid).

10 películas de 2016

Periodismo de investigación; mujeres que tienen que encontrar la manera de estar juntas, de escapar, de encontrar a quienes les falta o de sobrevivir sin más; el deseo de vengarse, la necesidad de huir y el impulso irrefrenable de manipular la realidad; ser capaces de dialogar y de entendernos, de comprender por qué nos amamos,…

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Spotlight. Tom McCarthy realizó una gran película en la que lo cinematográfico se mantiene en la sombra para dejar todo el protagonismo a lo que verdaderamente le corresponde, al proceso de construcción de una noticia a partir de un pequeño dato, demostrando cuál es la función social del periodismo y por qué se le considera el cuarto poder.

Carol. Bella adaptación de la novela de Patricia Highsmith con la que Todd Haynes vuelve a ahondar en los prejuicios y la crueldad de la sociedad americana de los años 50 en una visión complementaria a la que ya ofreció en Lejos del cielo. Sin excesos ni remilgos en el relato de esta combinación de drama y road movie en la que la unión entre Cate Blanchett y Rooney Mara echa chispas desde el momento cero.

La habitación. No hay actores, hay personajes. No hay guión, hay diálogos y acción. No hay dirección, hay una historia real que sucede ante nuestros ojos. Todo en esta película respira honestidad, compromiso y verdad. Una gran película sobre lo difícil y lo enriquecedora que es la vida en cualquier circunstancia.

Julieta. Entra en el corazón y bajo la piel poco a poco, de manera suave, sin prisa, pero sin pausa. Cuando te quieres dar cuenta te tiene atrapado, inmerso en un personalísimo periplo hacia lo profundo en el que solo eres capaz de mirar hacia adelante para trasladarte hasta donde tenga pensado llevarte Almodóvar.

La puerta abierta. Una historia sin trampa ni cartón. Un guión desnudo, sin excesos, censuras ni adornos. Una dirección honesta y transparente, fiel a sus personajes y sus vivencias. Carmen Machi espectacular, Terele Pávez soberbia y Asier Etxeandía fantástico. Una película que dejará huella tanto en sus espectadores como, probablemente, en los balances de lo mejor visto en nuestras pantallas a lo largo de este año.

Tarde para la ira. Rabia y sangre fría como motivación de una historia que se plasma en la pantalla de la misma manera. Contada desde dentro, desde el dolor visceral y el pensamiento calculador que hace que todo esté perfectamente estudiado y medido, pero con los nervios y la tensión de saber que no hay oportunidad de reescritura, que todo ha de salir perfectamente a la primera. Así, además de con un impresionante Antonio de la Torre encarnando a su protagonista, es como le ha salido su estreno tras la cámara a Raúl Arévalo.

Un monstruo viene a verme. Un cuento sencillo que en pantalla resulta ser una gran historia. La puesta en escena es asombrosa, los personajes son pura emoción y están interpretados con tanta fuerza que es imposible no dejarse llevar por ellos a ese mundo de realidad y fantasía paralela que nos muestran. Detrás de las cámaras Bayona resulta ser, una vez más, un director que domina el relato audiovisual como aquellos que han hecho del cine el séptimo arte.

Elle. Paul Verhoeven en estado de gracia, utilizando el sexo como medio con el que darnos a conocer a su protagonista en una serie de tramas tan bien compenetradas en su conjunto como finamente desarrolladas de manera individual. Por su parte, Isabelle Huppert lo es todo, madre, esposa, hija, víctima, mantis religiosa, manipuladora, seductora, fría, entregada,… Director y actriz dan forma a un relato que tiene mucho de retorcido y de siniestro, pero que de su mano da como resultado una historia tan hipnótica y delirante como posible y verosímil.

La llegada. Ciencia-ficción en estado puro, enfocada en el encuentro y el intento de diálogo entre la especie humana y otra llegada de no se sabe dónde ni con qué intención. Libre de artificios, de ruido y efectos especiales centrados en el truco del montaje y el impacto visual. Una historia que articula brillantemente su recorrido en torno a aquello que nos hace seres inteligentes, en la capacidad del diálogo y en el uso del lenguaje como medio para comunicarnos y hacernos entender.

Animales nocturnos. Tom Ford ha escrito y dirigido una película redonda. Yendo mucho más allá de lo que admiradores y detractores señalaron del esteticismo que tenía cada plano de “Un hombre soltero”. En esta ocasión la historia nos agarra por la boca del estómago y no nos deja casi ni respirar. Impactante por lo que cuenta, memorable por las interpretaciones de Jake Gyllenhall y Amy Adams, y asombrosa por la manera en que están relacionadas y encadenadas sus distintas líneas narrativas.

Gran «Tarde para la ira»

Rabia y sangre fría como motivación de una historia que se plasma en la pantalla de la misma manera. Contada desde dentro, desde el dolor visceral y el pensamiento calculador que hace que todo esté perfectamente estudiado y medido, pero con los nervios y la tensión de saber que no hay oportunidad de reescritura, que todo ha de salir perfectamente a la primera. Así, además de con un impresionante Antonio de la Torre encarnando a su protagonista, es como le ha salido su estreno tras la cámara a Raúl Arévalo.

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Hay muchas maneras de narrar, pero Raúl Arévalo ha elegido hacernos sentir lo que tiene tras de sí Tarde para la ira, la sensación primaria de su título y cómo esta no solo condiciona nuestro pensamiento, sino también el modo en que ejecutamos lo que ideamos en nuestra mente. Aquellos que vayan al cine esperando ser entretenidos, olvídense de este objetivo tan simple porque no lo van a conseguir. Aquí nadie se libra y todos y cada uno de los asistentes se verán obligados a estar dentro del coche, el bar, la casa, el hospital, el gimnasio y demás localizaciones de esta película sintiendo el miedo, la rabia, el anhelo y la desesperación que están tanto en las ganas de vivir como en el absoluto vacío existencial en el que se mueven estos habitantes del extrarradio de Madrid.

No hay un segundo de tregua ni una excusa para escaparse mentalmente durante la hora y media de proyección. Al principio parece que esta va a ser una historia tranquila, pero el aparente silencio y el monótono sosiego que vemos y escuchamos son la cocina a fuego lento en la que se están fraguando una serie de hechos que serán tan salvajes como ineludibles. Pero tanto en este previo como cuando explote todo, cada secuencia tiene el tiempo que le corresponde, sin prisa pero sin pausa, sin excesos pero sin censura, únicamente con las elipsis que conlleva el lenguaje cinematográfico. Así es como está reflejado en un guión preciso y perfectamente acotado y como se lleva a la pantalla, colocándonos a través de la cámara allí donde está la tensión y el avance de la trama, ya sea en el café con un chorrito de cognac, en la bota que se posa sobre el suelo o como un comensal más en la mesa en la que se desarrolla una tensa comida.

Un sistema en el que todo gravita en torno a Antonio De la Torre, a su imponente presencia y a la riqueza expresiva de su mirada en un catálogo de registros que van del dolor a la rabia, del amor a la tristeza, del tesón a la inevitabilidad. Un papel que borda y en el que demuestra que tiene dotes de mitos del cine como Robert de Niro o Clint Eastwood. Junto a él otros dos dueños de la pantalla, Luis Callejo y Ruth Díaz, perfectos secundarios, tan complementarios de la Torre como protagonistas en sí mismos. A Raúl Arévalo le ha salido una película redonda, tanto en lo expresivo como en lo técnico la efectiva sobriedad de Tarde para la ira no solo funciona, sino que sorprende gratamente dejando un muy buen sabor de boca. Además de como actor, ahora vamos a querer ver también su siguiente película como director.

¡Qué puta vieja es “La Celestina”!

Un texto y un ambiente de hace quinientos años sobre el amor, el poder, el deseo y la ambición hecho cotidiano y cercano. Grandes caracterizaciones y mejores interpretaciones en una puesta en escena con una atmósfera envolvente que hace del escenario y el patio de butacas un espacio único.

Cartel 2 adaptado para Entradasinaem

La Celestina es más que una obra literaria, es uno de los conceptos clave de la cultura española, entendido como esa persona que de manera oscura mueve los hilos para unir a aquellos que de otro modo no conseguirían llegar a juntarse. Un significado que ha dejado por el camino que quien hace de mediador es alguien interesado y manipulador, una vieja zafia y mentirosa que no busca más que el beneficio propio basándose en la superchería, el miedo y la ignorancia de sus víctimas. Hasta ahí es donde nos lleva el montaje de José Luis Gómez, haciéndonos ver cuáles son los ingredientes que permiten que la superstición se convierta en una historia tan salvaje, dura y descarnada como esta.

En el origen de todo, la trampa que supone el desconocimiento de las emociones. Así, cuando llegan y las sentimos de repente, sin previo aviso, el desconcierto se apodera de nosotros, de Calisto –un potente Raúl Prieto- hace un torrente que lo entrega todo a su paso, mientras que en Melibea –una delicada Marta Belmonte- se convierte en un miedo atroz que la bloquea y la pone a la defensiva. Dos caras de una misma debilidad, un terreno fértil para la rapiña egoísta y animal de los opuestos a ellos, aquellos que no tienen sentimientos, pero que tampoco disponen de condiciones de vida que les permitan hacer de sus corazones el leit motiv de sus días y sus noches. La supervivencia manda y el maniqueísmo combinado con la diferencia de clases, la exigida formalidad y el qué dirán son los que establecen las reglas del juego. Un terreno en el que la puta vieja que encarna Gómez se mueve con una agilidad mental y un verbo fino y agudo que resulta anacrónico con lo hondo de sus arrugas, lo ajado de sus cabellos y el deterioro de sus ropas.

Las palabras de Fernando de Rojas transmiten desde el escenario del Teatro de la Comedia tanta fuerza como debieron tener sobre las páginas en las que se imprimieron por vez primera en 1499.  Nos sobrecogen en los pasajes de afecto como de igual manera nos hacen gozar en los momentos carnales, así como provocar la risa y la carcajada en los cuadros de burla primaria y comedia pagana. Una multitud de focos argumentales con una creativa escenografía que genera múltiples ambientes con sus juegos de escaleras y pasarelas, así como con los submundos que surgen bajo sus tablas. Desde ahí abajo llegan aquellos que representan el pecado y el vicio en todas sus versiones capitales –la gula, la lujuria, la soberbia, la ira,…-. Un magma del que emerge una Celestina auténtica, dueña y señora de las luces y las sombras por las que transita y a la que José Luis Gómez encarna con una maestría que está por encima del debate hombre o mujer. Junto a él, y además de la pareja protagonista, un plantel de secundarios que aportan tanto albor al conjunto, como toman de este en sus momentos individuales.

La Celestina, en el Teatro de la Comedia (Madrid).

“Suburbana” de Claudio Mazza, un viaje en busca de la identidad

Una de las novelas más íntima y humana, a la par que genialmente escrita, que haya leído en mucho tiempo. Un completo viaje hasta la esencia de lo que somos como personas y como miembros de una familia, y cómo nos influye en ambos planos el devenir del país que nos da la nacionalidad, en este caso la Argentina de las últimas décadas. Un volver narrado con una extraordinaria sensibilidad con el que cerrar el ciclo que se inició con la huida motivada por la imperiosa necesidad de vivir.

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Toda crisis es una oportunidad para evolucionar, y los grandes éxitos suelen llegar después de haber superado satisfactoriamente momentos difíciles. En Argentina conocen muy bien la primera parte de esta afirmación, les falta materializar la segunda. En “Suburbana” los argentinos que habitan en su país se mueven en la inestabilidad, el desconcierto y una continua incertidumbre que según el momento, no solo les ha limitado sus posibilidades o coartado sus deseos, sino que ha amenazado incluso sus vidas. Porque la historia no son únicamente las decisiones de los gobernantes o los documentos que se mencionan en los ensayos, es el efecto que ambos tienen en la cotidianidad, en el día a día, en los aspectos materiales como si habrá pan o no cuando se vaya al supermercado, o en las sensaciones, como la de tener la certeza de si se volverá sano y salvo a casa al final del día tras la jornada de trabajo.

Dirán algunos que es necesario haber vivido en primera persona realidades como estas o como la de perder un hijo en una guerra absurda, innecesaria y carente de sentido, para poder hablar de ello. Desconozco si Claudio Mazza ha vivido estas situaciones de primera mano, pero leyendo su “Suburbana” se accede a esos rincones del corazón y del pensamiento que no se expresan con palabras, sino que solo son accesibles mirando al fondo de los ojos, de las miradas de aquellos que incluso dudan haber vivido semejantes acontecimientos. Llegar hasta ese lugar íntimo y sin coordenadas es el sobrecogedor resultado de la narrativa y del perfecto uso del lenguaje que hace Mazza.

Las palabras que elige, el modo diferente en que las usa cada uno de sus personajes, la expresividad individual tan auténtica que tienen todos ellos, tan diferentes a la par que con puntos en común entre sí. Juntos forman una muestra de ese universo heterogéneo que son los habitantes de una nación, pero que en el fondo están unidos por unas mismas circunstancias, valores y catálogo de puntos de vista con los que se considera y afronta la vida. De igual manera muestra el concepto de la familia, una red flexible, elástica, donde el vínculo nunca se desvanece a pesar de la distancia, sino que esta es el descanso necesario para coger fuerza hasta tener la oportunidad o la necesidad de volver a ejercitarse, como es ese instante en que los mayores nos ceden con su muerte el testigo de liderar y hacer evolucionar lo que ellos trajeron hasta el presente.

De lo absoluto al más ínfimo detalle, ese es el acierto de las situaciones que forman la historia de “Suburbana”. Una comida familiar nos basta para conocer de manera sencilla, pero completa, las mil consecuencias que los acontecimientos políticos causan sobre los ciudadanos de a pie. Al tiempo, los momentos en que el retrato del sistema se hace dueño de sus páginas, Mazza da carta blanca al tren de las emociones que toda persona lleva consigo: ira, coraje, miedo, valor, orgullo, esperanza,… De esta manera, consigue un equilibrio total entre lo macro y lo micro, entre lo abstracto y lo concreto, lo ajeno y lo propio, que hace de la lectura de su creación una experiencia absoluta, un viaje en el tiempo y en la distancia hasta la Argentina, con puntos de conexión con España, de las últimas décadas del siglo XX y el inicio del XXI.

Desde las coordenadas del fin del peronismo, la dictadura y la vuelta de la democracia en el país sudamericano hasta llegar al corralito de diciembre de 2001; con hitos como los niños robados, las madres de la Plaza de Mayo, la farsa promocional del mundial de fútbol de 1978 o la guerra de las Malvinas; y mientras tanto cambian los modelos de familia, de la múltiple integrada a las prácticas prematrimoniales, al debate sobre el concepto de la fidelidad y la visibilidad de la homosexualidad, las nuevas generaciones llegan a cursar estudios universitarios, se manifiestan delante de la policía o ante las sedes gubernamentales y emigran –unas veces por motivos políticos, otros económicos-. Todo esto, junto con la búsqueda personal a través de lo que los demás nos transmiten de nosotros mismos, es el completo y entusiasta viaje que nos ofrece “Suburbana”.

“Del revés (Inside out)”, dos películas en una

Para mayores y para niños. Los primeros van a ver una historia con mucho más fondo del que esperarían de una película de animación. Los más pequeños de la casa disfrutarán con una proyección llena de ritmo, personajes divertidos y una ficción muy bien construida con sus dosis justas de intriga y de tensión. Resultado: todos juntos disfrutando sin quitar ojo de la pantalla.

InsideOut

Cada película de Pixar es esperada para ver cuál es el nuevo y último hito técnico conquistado por la industria del cine de animación. Esta vez, estos aspectos quedan a un lado y donde se gana es en el terreno en el que se puede competir en la liga de los grandes títulos, el guión. Esta es la clave para conseguir enganchar al espectador, sea cual sea el género, y durante sus noventa minutos de duración, “Del revés” hace disfrutar con una historia perfectamente estructurada y contada en su desarrollo. Primero, introduciéndonos en el universo de sus protagonistas, las sensaciones, y una vez dadas todas las claves, provocando la situación cuya resolución nos tendrá enganchados hasta el final. Añádase a esto unos personajes bien definidos y diálogos sencillos, pero frescos y hasta ingeniosos, en un despliegue de lo más creativo para dar forma visual a ese entramado abstracto que son las emociones (alegría, tristeza, miedo, asco e ira) y su actuación y convivencia en nuestro cerebro.

Hay una narración para adultos y otra para niños, un relato doble y único a la par entrelazado de una manera muy inteligente y que sin separarse del entretenimiento tiene un importante punto pedagógico. De la mano de los más sabios queda por decir su supuesta base científica. Disney, Pixar es filial suya, deja de transmitir solo valores (el cuidado de la naturaleza en “Pocahontas”, la familia en “Los increíbles” o el trabajo en equipo en “Ratatouille”) y adopta un punto de vista con un aire educativo con el que se abre a un público más universal. Un planteamiento resuelto con gran imaginación, el despliegue visual creado para representar las distintas facetas del consciente, la memoria y la comunicación interpersonal, siendo actual y moderno, tiene aires de cine clásico, de aquel de la locura surrealista de “Alicia en el país de las maravillas”.

“Del revés” genera la magia que hace que el cine sea más que entretenimiento, que sea arte. Apenas ha comenzado la proyección se crea en la sala una atmósfera que acoge a todos los espectadores en una perfecta comunión con lo que están viendo en la pantalla. La simpatía, empatía e identificación con los personajes, con sus aciertos y meteduras de pata, su cercanía y naturalidad hacen de ellos acertados interrogantes a través de los cuales plantearnos cosas de nosotros mismos. El logro es que dejamos de ser espectadores para pasar a vernos dentro de la acción, ese es el gran éxito de uno de los títulos estrellas de este verano.

En 2001 Hollywood creó el premio a la mejor película de animación en sus conocidos Oscar, dicen las malas lenguas que para evitar que este género comiera el terreno a los largometrajes y los actores de carne y hueso tras el susto que les supuso la nominación a mejor película en 1991 de “La bella y la bestia” (la ganadora fue “El silencio de los corderos”). Quizás habría que volver a dejar que todas las películas compitieran por igual en una misma categoría y permitir que la creatividad, la perfecta ejecución y el saber conectar con el público que tiene “Del revés” fuera valorado –y quizás recompensado- tal y como merece.