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Cómo hacer frente a un neonazi

Desde hace días se puede ver en Filmin “Todo lo que amas”, serie de producción noruega que cuenta de manera sencilla y sin ambigüedades ni sensacionalismo cómo percatarnos de la pervivencia del virus del supremacismo fascista en nuestra sociedad. Siete capítulos de corta duración con los que tomar nota de cómo prevenir que los más jóvenes encuentren en su manipulación las respuestas que buscan y sepan plantarle cara.

Tras años sin verse, Sara y Jonas coinciden una tarde en el metro de Oslo. Ahora ella es estudiante universitaria y él vigilante de seguridad. Comienzan a quedar y a compartir tiempo, a intimar, a mostrarse no solo físicamente sino también como seres que actúan según sienten y piensan. Un proceso lento, que se inicia con tiento y cierto artificio por no saber cómo funciona el otro y porque la prioridad es agradarle para conquistarle. Mas a pesar del cuidado en guardar determinadas formas, la esencia, intimidad y verdad de quién es cada uno de ellos se va manifestado poco a poco. Y por eso actúan como lo podríamos hacer cualquiera de nosotros, personas que a medida que nos conocemos y ganamos confianza, nos relajamos y expresamos los valores y principios por los que nos regimos de una manera clara y directa.

Ya fuera de la pequeña pantalla, la experiencia nos dice que es entonces cuando surgen comentarios pronunciados de manera espontánea y con un tono aparentemente liviano como “los moros y los negros están acabando con nuestra identidad nacional” o “los maricones son enfermos”. La cuestión es si quienes los escuchan son capaces de liberarse de sus deseos y necesidades a la hora de interpretarlos correctamente y no disculpan la xenofobia, la lgtbifobia, el machismo y demás fobias bajo excusas como es solo un pensamiento, no tiene mayor importancia o seguro que no quiere decir eso, por miedo al conflicto, a la soledad o a ser acusados de paranoicos.

Pero como sucede con los asuntos médicos, y si no hemos conseguido el más vale prevenir que curar, cuanto antes actuemos ante la manifestación del virus del mal, antes podremos evitar que se extienda y que se materialice en consecuencias siempre dolorosas y para las que no existe la opción de volver atrás a enmendar el pasado. Porque por muy minoritarias, desorganizadas y aparentemente incapaces que sean las personas que forman parte de dichos círculos, su proceder no se atiene a las convenciones y reglas meditadas y consensuadas por las que la inmensa mayoría nos guiamos en nuestra convivencia. No queda otra que advertirles de su inhumanidad, distanciarnos de ellos y comunicar su pensamiento a quienes tienen el deber de protegernos. Solo así evitaremos que sus ideas nos ensucien y que traigan consigo polaridad, enfrentamiento, violencia y muerte como la que la propia Noruega vivió el 22 de julio de 2011.

Al tiempo, tenemos que ser inteligentes y no caer en el juego de la confrontación que proponen como excusa tergiversada sobre la que fundamentar su pensamiento y su retorcida visión del presente en el que vivimos. Como bien dice uno de los personajes de Todo lo que amas, castigarles con la humillación que ellos practican no es la solución, esta exige nuestra unión y ser capaces de ejercer de espejo en el que comprueben su absurdo y su error, la barbarie que personifican. Algo que pasa por la actitud individual de no permitir ni una y por la sistémica fundamentada en administraciones públicas que actúan de manera firme, decidida y rápida ante esta amenaza, apoyándose para ello en la justicia y previniendo a través de la educación, la comunicación y la cultura.

No hay sociedad libre del germen de la radicalización. En España hemos visto como esta provocó que una banda asesina se llevara por delante la vida de más de 850 personas. Y aunque no sea comparable, desde hace años tenemos ejemplos de gobernantes por todo el mundo que, en lugar de fomentar y trabajar por la convivencia, solo buscan separarnos y revolvernos a los unos contra los otros. También en nuestro país, desde varias marcas y ocupando puestos de máxima responsabilidad pública, con la paradoja incluso de haber sido elegidos democráticamente para, ahora, actuar de manera irrespetuosa, falta de toda ética y hasta saltándose la ley. No les dejemos.

10 ensayos de 2021

Reflexión, análisis y testimonio. Sobre el modo en que vivimos hoy en día, los procesos creativos de algunos autores y la conformación del panorama político y social. Premios Nobel, autores consagrados e historiadores reconocidos por todos. Títulos recientes y clásicos del pensamiento.

“La sociedad de la transparencia” de Byung-Chul Han. ¿Somos conscientes de lo que implica este principio de actuación tanto en la esfera pública como en la privada? ¿Estamos dispuestos a asumirlo? ¿Cuáles son sus beneficios y sus riesgos?  ¿Debe tener unos límites? ¿Hemos alcanzado ya ese estadio y no somos conscientes de ello? Este breve, claro y bien expuesto ensayo disecciona nuestro actual modelo de sociedad intentando dar respuesta a estas y a otras interrogantes que debiéramos plantearnos cada día.

“Cultura, culturas y Constitución” de Jesús Prieto de Pedro. Sea como nombre o como adjetivo, en singular o en plural, este término aparece hasta catorce veces en la redacción de nuestra Carta Magna. ¿Qué significado tiene y qué hay tras cada una de esas menciones? ¿Qué papel ocupa en la Ley Fundamental de nuestro Estado de Derecho? Este bien fundamentado ensayo jurídico ayuda a entenderlo gracias a la claridad expositiva y relacional de su análisis.

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexévich. El previo, el durante y las terribles consecuencias de lo que sucedió aquella madrugada del 26 de abril de 1986 ha sido analizado desde múltiples puntos de vista. Pero la mayoría de esos informes no han considerado a los millares de personas anónimas que vivían en la zona afectada, a los que trabajaron sin descanso para mitigar los efectos de la explosión. Individuos, familias y vecinos engañados, manipulados y amenazados por un sistema ideológico, político y militar que decidió que no existían.

«De qué hablo cuando hablo de correr» de Haruki Murakami. “Escritor (y corredor)” es lo que le gustaría a Murakami que dijera su epitafio cuando llegue el momento de yacer bajo él. Le definiría muy bien. Su talento para la literatura está más que demostrado en sus muchos títulos, sus logros en la segunda dedicación quedan reflejados en este. Un excelente ejercicio de reflexión en el que expone cómo escritura y deporte marcan tanto su personalidad como su biografía, dándole a ambas sentido y coherencia.

“¿Qué es la política?” de Hannah Arendt. Pregunta de tan amplio enfoque como de difícil respuesta, pero siempre presente. Por eso no está de más volver a las reflexiones y planteamientos de esta famosa pensadora, redactadas a mediados del s. XX tras el horror que había vivido el mundo como resultado de la megalomanía de unos pocos, el totalitarismo del que se valieron para imponer sus ideales y la destrucción generada por las aplicaciones bélicas del desarrollo tecnológico.

“Identidad” de Francis Fukuyama. Polarización, populismo, extremismo y nacionalismo son algunos de los términos habituales que escuchamos desde hace tiempo cuando observamos la actualidad política. Sobre todo si nos adentramos en las coordenadas mediáticas y digitales que parecen haberse convertido en el ágora de lo público en detrimento de los lugares tradicionales. Tras todo ello, la necesidad de reivindicarse ensalzando una identidad más frentista que definitoria con fines dudosamente democráticos.

“El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. La Historia no es una narración lineal como habíamos creído. Es más, puede incluso repetirse como parece que estamos viviendo. ¿Qué ha hecho que después del horror bélico de décadas atrás volvamos a escuchar discursos similares a los que precedieron a aquel desastre? Este ensayo acude a la psicología, a la constatación de la complacencia institucional y a las evidencias de manipulación orquestada para darnos respuesta.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawm. Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.

“La muerte del artista” de William Deresiewicz. Los escritores, músicos, pintores y cineastas también tienen que llegar a final de mes. Pero las circunstancias actuales no se lo ponen nada fácil. La mayor parte de la sociedad da por hecho el casi todo gratis que han traído internet, las redes sociales y la piratería. Los estudios universitarios adolecen de estar coordinados con la realidad que se encontrarán los que decidan formarse en este sistema. Y qué decir del coste de la vida en las ciudades en que bulle la escena artística.

«Algo va mal» de Tony Judt. Han pasado diez años desde que leyéramos por primera vez este análisis de la realidad social, política y económica del mundo occidental. Un diagnóstico certero de la desigualdad generada por tres décadas de un imperante y arrollador neoliberalismo y una silente y desorientada socialdemocracia. Una redacción inteligente, profunda y argumentada que advirtió sobre lo que estaba ocurriendo y dio en el blanco con sus posibles consecuencias.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawn

Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.  

Todos recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre de 2001. Aquella jornada fue un punto de inflexión en la vida de muchas personas, aunque según Hobsbawm (Alejandría, 1917-Londres, 2012) no debiéramos considerarlo un momento histórico en los términos en que se transmitió inicialmente. Fue la muestra de un terrorismo que alcanzaba formas y resultados hasta entonces inimaginables, pero también dejó patente que por muy desestabilizadores que sean sus efectos -como los habían sido los de ETA en España o los del IRA en Reino Unido-, no tienen nada que hacer frente a la fuerza de las democracias liberales gracias a las capacidades de los Estados-nación en que estas se sostienen.

A su juicio, el verdadero peligro para sus instituciones y ciudadanos estaba en la megalomanía de sus dirigentes y su incapacidad o dejadez para no hacer frente a la contradicción de un mundo globalizado tecnológica, financiera y comercialmente, pero que en términos normativos sigue considerando las fronteras territoriales como su primer rasgo definidor. Una combinación paradójica desde que se decidiera resolver las ineficiencias del Estado del Bienestar optando por las máximas del capitalismo, autorregulación y priorización de la cuenta de resultados, sin considerar que hay actores, como las empresas multinacionales, que gracias a su poder son capaces de superar los límites regulatorios.   

Súmese a esto, el haber pasado -como consecuencia del fin de la guerra fría- de un esquema de enfrentamiento entre dos potencias en el tablero internacional, pero que también trajo consigo estabilidad y equilibrio entre los bloques ideológicos que ambas encabezaban, a la hegemonía única de EE.UU. (aunque la actualidad más reciente pone esto en duda). Sin embargo, en lugar de tomar el sendero de la diplomacia para dar continuidad a su liderazgo, los herederos de George Washington optaron por el imperialismo bélico y el militarismo unilateral sin valorar sus consecuencias allí donde dejaba caer sus bombas, rompiendo la entente existente desde hacía décadas de no intervención directa en el territorio de otro país. He ahí lo sucedido en Afganistán o Irak, utilizando excusas que se sabían falsas (las armas de destrucción masiva) o prostituyendo el lenguaje (guerra contra el terror, defensa de nuestro estilo de vida).

Actuación similar a la ejercida por otros países del bloque occidental (como Reino Unido) dentro de sus fronteras, dejando en manos del sector privado mucho de aquello en lo que se había basado el papel y sentido del estado (ej. sanidad, educación y seguridad), reduciendo así la sensación de pertenecer a una sociedad formada por personas con intereses comunes y generando nuevas brechas de desigualdad que, tal y como evidenció la crisis de 2008, no han hecho más que incrementarse. Sin olvidar que esto ha incentivado un individualismo que encuentra su aliado en el nacionalismo, no como manera de crear comunidad, sino de buscar a un diferente entre los propios y de señalar al llegado de fuera para culparle de sus insatisfacciones e ineficacias. El ascenso de los discursos (homófobos y xenófobos) y resultados electorales de opciones de ultraderecha dejan claro que Hobsbawn no estaba nada desacertado.

El mundo sigue cambiando a velocidad de vértigo, nadie sabemos a ciencia cierta hacia dónde ni cómo hay que actuar para que lo haga en la dirección correcta y se vean favorecidas el mayor número de personas posibles, cada una en la manera más adecuada a sus coordenadas de origen y a su visión de futuro. Guerra y paz en el siglo XXI no propone soluciones, no las tiene, pero sí demuestra que hay historiadores que son capaces de ver cuáles son las variables a tener en cuenta y la manera en que no se han de aplicar, que no es poco.

Guerra y paz en el siglo XXI, Eric Hobsbawn, 2007, Editorial Booket.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead

El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica para ser una sociedad verdaderamente democrática.

EE.UU., primera potencia mundial, el país en cuyo espejo muchos se miran o han mirado. Admirando, envidiando o aspirando a cuanto vemos en sus películas, series o videoclips con el marchamo made in USA. Pero tras esa vibrante, colorida y sonriente marca de país, hay una nación que tiene mucho de clasista, xenófoba y elitista. Y no son comportamientos aislados o episodios concretos. Basta recordar el reciente Black Lives Matter, una prorrogación más en el tiempo del movimiento liderado a principios de los 60 por Martin Luther King en pro de los derechos civiles. Voces que no piden privilegios ni libertad, sino igualdad. Sin esta, aquella es imposible.

Whitehead no se queda en la superficie de la reivindicación, sino que profundiza en lo que ya conocemos y constata cómo esa incongruencia de la humanidad que es el desprecio por el prójimo, se concreta en la vida de cualquier ciudadano anónimo. De alguien que, si esta forma de crueldad no hubiera aparecido en su camino, hubiera sido un niño, un adulto y una persona mayor que creció, vivió y llegó a su final sin más. Elwood Curtis es el joven al que sigue, contándonos a través de sus experiencias y reflexiones las limitaciones, negaciones y humillaciones que suponía ser negro en el sur de su país a principios de los 60. Cómo su búsqueda de referentes y su ánimo por comprender hace que repare en la figura y las palabras de Luther King. Y el giro que da su vida cuando una sentencia judicial le interna en la Academia Nickel.

Partiendo de hechos reales adaptados convenientemente, Colson nos lleva desde el esfuerzo de su protagonista por entender sus circunstancias en Tallahassee y la dificultad para progresar en ellas, al infierno en el que se vio sumido en aquel lugar supuestamente destinado a la educación y la formación práctica de sus internos. Sin caer en la pornografía ni en el sensacionalismo, pero tampoco escatimando la realidad de los abusos y las torturas que décadas después llegaron a la prensa y a los tribunales. Da la información justa para entender cómo lo que allí ocurría era alentado e ignorado por su exterior, la impunidad con que se organizaba y realizaba, así como la vivencia -tanto en carne propia como testifical- de aquellos chavales sin un segundo de descanso psicológico.

Los saltos en el tiempo que nos llevan desde Florida a Nueva York nos permiten reposar la angustia, el temor y la incertidumbre que también se siente a este lado de las páginas. Aunque hagan evidente el pragmatismo de su estructura y la intencionalidad de su escritura, introducen la interrogante del misterio y el deseo de conocer qué ha hecho posible pasar de unas coordenadas temporales y geográficas a otras, y qué las mantiene unidas. Una capa más de tensión, de la suspensión de la realidad y la verosimilitud que crea, y en que se mantiene, Los chicos de la Nickel durante todo su relato.

Los chicos de la Nickel, Colson Whitehead, 2020, Literatura Random House.

“The pain and the itch” de Bruce Norris

Tras una aparente comedia costumbrista sobre las relaciones humanas, esta cena de Acción de Gracias revela un drama de múltiples dimensiones (matrimonial, familiar, fraternal, social,…) en el que todo está mucho más relacionado de lo que podríamos imaginar. Un texto que expone miedos y fantasmas con diálogos notables y un ritmo creciente muy bien estructurado y conseguido.

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Si en el cine tiene que ser difícil trabajar con niños, en teatro debe serlo aún más. La apuesta de Bruce Norris no es sencilla ya que el punto en torno al cual pivota esta obra es una niña de cuatro años, Kayla, que entra y sale de manera continua de escena. Ella es la hija de Kelly y Clay, anfitriones de la madre y el hermano del segundo, Carol y Cash, así como de la joven novia de este, Kalina, en la cena del último jueves de noviembre. Un tiempo pasado al que se vuelve desde una tarde nevosa de enero en que Kelly y Clay conversan protocolariamente con el señor Hadid, un hombre de apariencia norteafricana y portando un sombrero que le identifica como miembro de una cultura foránea.

Las indicaciones escenográficas de Norris son sencillas, con tan solo un cambio de luces nos trasladamos desde un presente en el que nos falta información para saber qué ocurre, a un ayer reciente en el que no acertamos a pronosticar en qué derivará una tensión cada vez mayor. Inicialmente esta es debida a cuestiones externas, en la casa debe haberse infiltrado un animal que se come los aguacates de la mesa de la cocina cuando nadie le ve, pero poco a poco comienzan a surgir asuntos relacionales que dejan ver un pasado repleto de argumentos pendientes. Temas por resolver que no se explicitan, pero que se demuestran corporal y verbalmente cargando la atmósfera y el tono de las conversaciones de emociones como el rencor, la ira o el enfado, aunque también hay ocasión para la ironía, la complicidad y la comedia.

En The pain and the itch se habla de manera casual sobre asuntos como los abusos (físicos y psicológicos) sufridos en la infancia (tanto en situaciones de guerra como en la convivencia familiar), se exponen y rebaten planteamientos xenófobos, se discute sobre la sociedad norteamericana y se comentan puntos de vista diferentes sobre el consumo de pornografía o el poder de la imagen sobre una correcta autoestima personal.

Pero quienes logran que su acción no se disperse ni se estanque en el pasado, sino que gire en torno al aquí y ahora, son sus dos personajes aparentemente más discretos, casi enigmáticos, la pequeña Kayla y el señor Hadid. Dos caracteres manejados con sumo acierto por su autor, que de manera sencilla, pero efectiva, intervienen dando entrada en escena a los elementos realmente desestabilizadores y conductores invisibles de cuanto está ocurriendo. De la manera más natural posible, aquella inherente a su identidad y rol con respecto a los que les rodean, hace que ambos se conviertan en las personas que den pie al punto de inflexión en el que las vidas de todos ellos ya no volverán a ser las mismas.

Aunque no llegue a su nivel, esta dramaturgia de Bruce Norris evoca a autores como Tennesee Williams o Arthur Miller, maestros en la disección de las dinámicas familiares, o títulos como ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Edward Albee) y August. Osage County (Tracy Letts), textos en los que sus personajes viven auténticas catarsis. Curiosamente Letts estrenó esta última poco tiempo después de haber interpretado el personaje de Cash en sus primeras funciones en Chicago en 2005.

The pain and the itch, Bruce Norris, 2008, Northwestern University Press.

«Green book», buena y efectiva

No nos relata nada que no sepamos acerca de qué suponía ser negro a principios de los 60 en EE.UU., especialmente en los estados del sur. Pero lo hace dando una lección sobre cómo se cuenta y se escribe cinematográficamente una historia, estructurándola correctamente, graduando su ritmo y construyendo unos personajes tan verosímiles como profundos y llenos de matices que Viggo Mortensen y Mahershala Ali interpretan con absoluta perfección.

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El green book se publicó en EE.UU. desde 1936 hasta 1966. Era la guía de viaje de referencia para las personas de color, sus páginas les decían donde podían alojarse y comer si se desplazaban por su país para no tener problemas –ser rechazados, violentados o abusados en un local- con el racismo de sus conciudadanos blancos. Una publicación que entregan a Tony Lip, un descendiente de italianos residente en el Bronx, cuando acepta el trabajo de ser el chófer durante una gira de dos meses de un reputado pianista, el Dr. Shiley, por los estados más conservadores y xenófobos de su nación.

Basado en hechos reales, Green book evita todo aquello en lo que podría haber caído, ser un biopic o una road movie con pasajes musicales. O un, a estas alturas ya visto muchas veces, ejercicio emocional sobre la injusticia que suponían y la impotencia que debieron causar estas vivencias. Además de un recordatorio de que aunque hayamos avanzado legal y socialmente, estas situaciones se siguen produciendo hoy en día.

No, lo que Peter Farrelly ha co-escrito y dirigido se limita a cumplir su cometido, presentarnos unos personajes y contarnos la relación laboral y humana que establecen a lo largo de un corto período de tiempo. Más de medio siglo después, se supone que los espectadores ya estamos sobradamente informados sobre cómo se vivía entonces y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer dobles lecturas y extraer nuestras propias conclusiones. Así, tras una introducción en la que nos da a conocer el nivel educativo, las relaciones familiares y la personalidad de ambos personajes, la película les sienta en el mismo coche y les hace comenzar a compartir y convivir.

Da igual cuánto de lo que vemos ocurrió realmente, cuánto es ficción y cuánto recreación quizás edulcorada. Lo importante es que el conjunto -siguiendo las mismas pautas que cualquier proceso de conocimiento mutuo- funciona sin transmitir en ningún momento un mensaje pretencioso, artificial o dogmático. Inicialmente se muestran muy superficialmente con pequeños gestos cotidianos que dejan clara la lejanía intelectual entre ambos, pero a medida que cada uno se acostumbra a la presencia física del otro se revelan emocionalmente en un entorno que no se lo pone nada fácil a ninguno de los dos. Ahí es donde surge el punto de encuentro que demuestra la igualdad de todos los seres humanos y el inicio para intentar construir una relación sincera, respetuosa e integradora de todas las características del otro.

Un terreno, el de la humanidad diáfana, en el que no hay más que lo que uno sea y en el que Mortensen y Ali imprimen a los hombres que interpretan una autenticidad que huye del recurso fácil que hubiera sido la caricatura en el primero y la aristocracia y el divismo de la genialidad del segundo. Ambos realizan un trabajo que opta por la dificultad de la sencillez, la espontaneidad y la naturalidad de uno y la sutileza, el detalle y la sensibilidad comedida del otro. De esta manera, su labor se complementa perfectamente con el guión y la dirección de Farrelly y hacen que aunque Green book no resulte una película original, sea buena y efectiva en su propósito.

10 películas de 2017

Cintas españolas y estadounidenses, pero también de Reino Unido, Canadá, Irán y Suecia. Drama, terror y comedia. Aventuras originales y relatos que nacieron como novelas u obras de teatro. Ficciones o adaptaciones de realidades, unas grabadas en el corazón unas, otras recogidas por los libros de Historia. Ganadoras de Oscars, Césars o BAFTAs o nominadas a los próximos Premios Goya. Esta es mi selección de lo visto en la gran pantalla este año.

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«Solo el fin del mundo«. Sin rodeos, sin adornos, sin piedad, sin límites, una experiencia brutal. Dolan va más allá del texto teatral del que parte para ahondar en la (in)consciencia de las emociones que tejen y entretejen las relaciones familiares. Las palabras cumplen su papel con eficacia, pero lo que realmente transmiten son los rostros, los cuerpos y las miradas de un reparto que se deja la piel y de una manera de narrar tan arriesgada y valiente como visualmente eficaz e impactante.

«La ciudad de las estrellas (La La Land)«. El arranque es espectacular. Cinco minutos que dejan claro que lo que se va a proyectar está hecho con el corazón y que nos hará levitar sin límite alguno. La la land está lleno de música con la que vibrar, la magia de las coreografías y la frescura de las canciones consiguen que todo sea completo y felizmente intenso y la belleza, la fantástica presencia y la seducción que transmiten Ryan Gosling y Emma Stone que fluyamos, bailemos, soñemos y nos enamoremos de ellos ya para siempre.

«Moonlight«. Un guión muy bien elaborado que se introduce en las emociones que nos construyen como personas, señalando el conflicto entre la vivencia interior y la recepción del entorno familiar y social en el que vivimos. Un acierto de casting, con tres actores –un niño, un adolescente y un adulto- que comparten una profunda mirada y una expresiva quietud con su lenguaje corporal. Una dirección que se acerca con respeto y sensibilidad, manteniendo realismo, credibilidad y veracidad al tiempo que construye un relato lleno de belleza y lirismo.

«El viajante«. Con un ritmo preciso en el que se alternan la tensión con la acción transitando entre el costumbrismo, el drama y el thriller. Consiguiendo un perfecto equilibrio entre el muestrario de costumbres locales de Irán y los valores universales representados por el teatro de Arthur Miller. Un relato minucioso que expone el conflicto entre la necesidad de justicia y el deseo de venganza y por el que esta película se ha llevado merecidamente el Oscar a la mejor película de habla no inglesa.

«Verano 1993«. El mundo interior de los niños es tan rico como inexplorable para los adultos, todo en él es oportunidad y descubrimiento. El de sus mayores es contradictorio, lo mismo regala abrazos y atenciones que responde con silencios sin lógica alguna, conversaciones incomprensibles y comportamientos inexplicables.  Entre esas dos visiones se mueve de manera equilibrada esta ópera prima, delicada y sutil en la exposición de sus líneas argumentales, honesta y respetuosa con sus personajes y cómplice y guía de sus espectadores.

«Dunkerque«. No es una película bélica al uso, no es una representación más de un episodio de la II Guerra Mundial. Christopher Nolan deja completamente de lado la Historia y se sumerge de lleno en el frente de batalla para trasladar fielmente al otro lado de la pantalla el pánico por la invisibilidad de la amenaza, la ansiedad por la incapacidad de poder salir de allí y la angustia de cada hombre por la incertidumbre de su destino. Un meticuloso y logrado ejercicio narrativo que sorprende por su arriesgada propuesta, abduce por su tensión sin descanso y arrastra al espectador en su lucha por el honor y la supervivencia.

«Verónica«. Hora y media de tensión muy bien creada, contada y mantenida sin descanso. Genera tanto o más horror y angustia la espera y la sensación de amenaza que el mal en sí mismo en ese escenario kitsch que es 1991 visto desde ahora. Una historia muy bien dirigida por Paco Plaza y protagonizada brillantemente por una novel Sandra Escacena.

«Detroit«. Kathryn Bigelow ahonda en los aspectos más sórdidos de la conciencia norteamericana por los que ya transitó en “La noche más oscura” y “En tierra hostil”. Esta vez la herida está en su propio país, lo que le permite construir un relato aún más preciso y dolorosamente humano al mostrar las dos caras del conflicto. Detroit no solo es el lado oscuro de la desigualdad racial del sueño americano, sino que es también una perfecta sinfonía cinematográfica en la que intérpretes, guión y montaje son la base de un gran resultado gracias a una minuciosa y precisa dirección.

«The square«. Esta película no retrata el mundo del arte, sino el de aquel que nos dice y cuenta qué es el arte. Dos horas y media de ironía, sarcasmo y humor grotesco en las que se expone la falsedad de esas personas que se suponen sensibles y resultan ególatras narcisistas.  Una historia que muestra entre situaciones paradójicas y secuencias esperpénticas el lado más ruin de nuestro avanzado modelo de sociedad.

«Tierra de Dios«. Con el mismo ritmo con el que avanza la vida en el mundo rural en el que sucede su historia y transmitiendo con autenticidad la claustrofobia anímica y la posibilidad de plenitud emocional que dan los lugares de horizontes infinitos. Una oda a la comunicación, al diálogo y al amor, a abrirse y exponerse, a crecer y conocerse a través de la entrega y de ser parte de un nosotros.

«Smoking room»

Las circunstancias más cotidianas son las que mejor demuestran quiénes somos. Pedir dejar de pasar frío a la hora de fumar da pie en esta función a un carrusel de soberbia y ambición que dejan patentes los anhelos y miserias de seis hombres tan vulgares como sorprendentes en un entorno de lo más despiadado y competitivo. Diálogos reveladores e interpretaciones potentes en la adaptación teatral, con ecos de David Mamet, de una historia que vio la luz en 2002 como guión cinematográfico.

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Consideramos el trabajo como el lugar y tiempo en que ganamos el dinero que necesitamos para dar forma a nuestra vida personal, pero olvidamos que son también coordenadas y circunstancias en las que tras la fachada profesional dejamos ver facetas, ángulos y lugares interiores de quienes somos. Áreas de nosotros mismos que quizás desconocemos  o que asumimos como un personaje que ejercemos para evitar mostrar quiénes somos en realidad, pero a través de las cuales enseñamos más de lo que creemos, más de lo que estamos dispuestos a reconocer.

En Smoking room la petición de un espacio para fumar en la oficina no es más que la excusa para acceder al plano invisible de la emocionalidad de esas seis masculinidades corroídas por las distintas formas que puede tomar el orgullo cuando adopta el camino del miedo y la evitación o el de la arrogancia y la insolencia. Individualidades tan concretas y tangibles que contrastan con la abstracción e invisibilidad de las reglas que rigen la jerarquización de las relaciones en la corporación internacional en la que trabajan. Un cóctel hecho experiencia teatral a través de una conseguida compenetración de los dos elementos que dan forma a este arte y que confluyen en este montaje, texto e interpretaciones. Mérito que comparten a partes iguales Roger Igual y su elenco en un trabajo coral perfectamente sincronizado.

Los diálogos y monólogos ponen de relieve el protagonismo que tienen en las vidas de estos hombres sus frustraciones e incapacidades, vacíos que no solo no pretenden resolver sino que apuntalan a través de su egolatría –más apariencia que realidad-, falta de autocrítica e incapacidad para la escucha.  Un universo heteropatriarcal donde las justificaciones surgen y pasan en muchas ocasiones por la entrepierna y así todo lo que podría ser sensato, inteligente, creativo, original o templado adquiere siempre un punto visceral, primario y, precisamente por ello, creíble, cotidiano y cercano. Los personajes de esta ficción podrían ser perfectamente nuestros compañeros, vecinos o, incluso, cualquier otra persona a la que adscribir bajo la categoría de “cuñado”. O lo que es peor, ¡nosotros mismos! De ahí los momentos de risas y carcajadas, pero también los de asombro y estupefacción.

Un fondo de insatisfacción, además de otras vergüenzas deliberadamente ocultadas y camufladas bajo la sobrada autosuficiencia de Miki Esparbé, la meliflua equidistancia de Secun de la Rosa, el agresivo arrojo de Edu Soto, la asertiva equidistancia de Manuel Morón, el pretencioso gesto de Pepe Ocio y la sinuosa nadería de Manolo Solo. Imposturas bajo las que se deslizan enconadas amarguras personales, actitudes agresivas y suciedades como la del machismo o la xenofobia que además de entretenernos, nos dejan una sensación de desconcierto sobre la que reflexionar.

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Smoking Room, en El Pavón. Teatro Kamikaze (Madrid).

«Detroit» duele

Kathryn Bigelow ahonda en los aspectos más sórdidos de la conciencia norteamericana por los que ya transitó en “La noche más oscura” y “En tierra hostil”. Esta vez la herida está en su propio país, lo que le permite construir un relato aún más preciso y dolorosamente humano al mostrar las dos caras del conflicto. Detroit no solo es el lado oscuro de la desigualdad racial del sueño americano, sino que es también una perfecta sinfonía cinematográfica en la que intérpretes, guión y montaje son la base de un gran resultado gracias a una minuciosa y precisa dirección.

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De lo que ya es pasado a lo que es eterno, de lo que ocurrió en 1967 a lo que perdura, los sentimientos de las personas y las relaciones humanas. Un viaje de lo lejano a lo cercano, de lo específico de un lugar y un tiempo que a muchos nos es ajeno a aquello que somos todos. Esta es la equilibrada propuesta de Bigelow, sin caer en el academicismo historicista ni el melodrama épico propio de los norteamericanos, mostrar cómo nuestro hoy guarda muchas similitudes con el ayer de hace medio siglo.

Detroit sigue siendo una ciudad rota, entonces lo era racialmente y recientemente volvió a quebrar, en esta ocasión financieramente, siendo los más perjudicados los descendientes de su pasado. Las diferencias entre negros y blancos siguen a la orden del día en EE.UU., una mecha que acaba derivando en disturbios como los sucedidos este verano en Charlottesville o días atrás en St. Louis tras la absolución de un policía acusado de haber matado a un afroamericano de 24 años del que no se ha demostrado ni que portara armas ni que amenazara al agente.

Pero este Detroit no es un panegírico doliente sobre lo poco o nada que se ha cambiado. Su historia y mensaje es mucho más profundo, no se queda solo en lo visible, sino que va más allá para contarnos cómo se inicia la violencia, qué hay tras ella, de qué se alimenta, qué ocasiona y hasta dónde puede llegar su poder y capacidad de destrucción. Sin intenciones ni juicios moralistas, sin manipular ni posicionarse, dejando que los hechos hablen por sí mismos, pero contextualizándolos en las maneras y los valores del momento en que se produjeron.  Un espejo de cuyo reflejo no hay escapatoria porque no solo nos vemos en él como individuos, sino también como integrantes de una sociedad que, por activa o por pasiva, ha generado, permitido y convivido con ese tipo de realidades y comportamientos.

El ritmo de esta ciudad es trepidante, combinando el estilo del reporterismo periodístico cámara en mano con breves recursos documentales que dejan ver que la recreación no va más allá de lo que fue la realidad. Acto seguido el elemento protagonista es una cuidada fotografía que da forma a las atmósferas, personalidades y actitudes de los personajes que nos encontramos en los ambientes, mayoritariamente nocturnos, de esperanza y desilusión por los que se transita. Sentimientos y sensaciones que cuando se personalizan llenan la pantalla, ofreciendo el largo culmen emocional que ejemplifica a la perfección todos los elementos –sociales, institucionales, antropológicos, históricos, culturales, educativos,…- que conforman el caldo de cultivo y de actuación del racismo y del abuso policial.

Este Detroit solo tiene algo que serle echado en cara. Es una película tan buena y auténtica y con una dirección tan minuciosa, detallada y de resultados tan estremecedores que la consideremos solo como una obra cinematográfica y no, también, como un relato verosímil de lo que fuimos y quizás sigamos siendo.

“Matar a un ruiseñor” de Harper Lee

Una historia sobre el artificio y la ilógica de los prejuicios racistas, clasistas y religiosos con los que la población blanca ha hecho de EE.UU. su territorio, a través de la mirada pura y libre de subjetividades de una niña a la que aún le queda para llegar a la adolescencia. Una prosa que discurre fluida, con una naturalidad que resulta aún más grande en su lectura humana que en su valor literario y con la que Harper Lee creó un título que dice mucho, tanto sobre la época en él reflejada, los años 30, como de la del momento de su publicación, 1960.

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El Museo de la Sexta Planta de Dallas está ubicado en el edificio de la plaza Dealey desde el que Lee Harvey Oswald disparó al Presidente Kennedy el 22 de noviembre de 1963. Alrededor de aquella ventana, considerada un punto de interés histórico nacional, está organizada una muestra sobre la carrera política de JFK en cuyo prólogo se cuenta cuál era el contexto social en el que esta se inició. En plena guerra fría contra los rusos y tras la consolidación de su liderazgo mundial una vez acabada la II Guerra Mundial, EE.UU. debía hacer frente a una serie de importantes tensiones internas que ponían en entredicho su supuesta democracia, siendo una de ellas las importantes diferencias, en términos de derechos, de la población negra (o eufemísticamente afro-americana) frente a los de piel blanca. Uno de los elementos utilizados por el museo para mostrar esta reivindicación de aquellos años es el argumento y el importante impacto que tuvo la publicación en 1960 de Matar a un ruiseñor.

El personaje narrador, Scout, es alguien limpio y objetivo en su manera de ver el mundo, libre de adjetivos calificativos, sin filtros que atiendan a valores no universales. Esta niña es ese individuo que la Declaración Universal de los DD.HH. aprobada por la ONU en 1948 aspira a que seamos toda persona, no solo en nuestro pensamiento, sino también en nuestra actuación –convivencia y comunicación- con nuestros semejantes. Para ella no hay diferencias en términos de sexo, color de piel, edad, práctica religiosa o nivel económico, todos somos iguales, vecinos, compañeros, conciudadanos,… Desde esa naturalidad nos muestra todo aquello que no comprende en esa pequeña localidad de EE.UU. en la que reside, todas esas relaciones en las que el diálogo se sustituye por el insulto, la cara amable por una mirada de desprecio, la mano tendida por el gesto de empuñar un arma.

Una realidad gobernada por múltiples prejuicios (segregación racial, diferencias de clase, prácticas religiosas) frente a la que choca de bruces la mente de una niña educada por su padre en valores como la convivencia, la escucha y la equidad y que él mismo ejemplifica tanto en su vida personal como en la profesional ejerciendo el Derecho. Padre e hija comparten punto de vista, aunque con la diferencia de contar, en el caso del primero, con el bagaje que da la experiencia de lo vivido, cuando ha de defender ante los tribunales a un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Es entonces cuando las calles de Maycomb (estado de Alabama) se convierten en el escenario de una guerra de bajo volumen y sutiles movimientos en que el culpable, ese que lo es hasta que no demuestre su inocencia, no solo ha de hacer frente a las endebles pruebas contra su persona, sino también a los falsos conceptos que sobre los de color han promulgado y creado los blancos (al que dejas sin educación lo haces inculto, al que le niegas recursos le conviertes en un usurero,…).

El juicio es una más de las situaciones en la que la mente infantil, aquella con capacidad universal, libre de limites adquiridos, ha de hacer esfuerzo por entender un mundo en el que se desprecia al introvertido hasta encerrarle en vida, donde a los niños se les exige que ejerzan de miniaturas de adultos con fines decorativos o se penaliza socialmente a aquellos que no siguen las prácticas colectivas espirituales. La pequeña localidad en la que esto ocurre es como tantas otras en las que el diálogo solo sirve para reforzar la identidad entre iguales. Cuando no se siguen estas normas no escritas, el lenguaje se convierte en un arma de confrontación con la que iniciar un enfrentamiento que, en ocasiones, va más allá de lo dialéctico.

Detrás de este sensible realismo y la completa radiografía social que hay tras él, está el soberbio trabajo narrativo de Harper Lee, dícese que motivada por la honda impresión que un suceso similar al relatado le produjo cuando tenía una edad como la de su protagonista. Sea el motivo que sea, el ejercicio de empatía poniéndose en el punto de vista de alguien que mira al mundo de igual a igual, directamente a los ojos, sin dejarse doblegar por el continuo ninguneo de sus mayores, es absolutamente perfecto. La espontaneidad con que confluyen diálogos, descripciones y reflexiones desde un punto de vista a varios centímetros por debajo de aquellos que la rodean y a lo largo de los varios años de relato, es tan natural como la vida misma. Parecemos estar más ante una mágica transcripción de los distintos planos de una vida que frente a un ejercicio literario con el que contar una historia.

Matar a un ruiseñor ganó el Premio Pulitzer en 1961 y el medio siglo transcurrido no ha hecho sino darle más brillo y lustre tanto a su estilo como a los temas que cuenta. Que muchos de ellos sigan sucediendo en términos similares a los relatados –he ahí los continuos enfrentamientos raciales o el escaso trato igualitario que muchos niños reciben por parte de sus adultos-hace de ella una novela no solo reflejo de un momento de la historia de EE.UU., sino una obra vigente en vías de convertirse en un clásico literario.