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10 películas de 2020

El año comenzó con experiencias inmersivas y cintas que cuidaban al máximo todo detalle. De repente las salas se vieron obligadas a cerrar y a la vuelta la cartelera no ha contado con tantos estrenos como esperábamos. Aún así, ha habido muy buenos motivos para ir al cine.  

El oficial y el espía. Polanski lo tiene claro. Quien no conozca el caso Dreyfus y el famoso “Yo acuso” de Emile Zola tiene mil fuentes para conocerlo en profundidad. Su objetivo es transmitir la corrupción ética y moral, antisemitismo mediante, que dio pie a semejante escándalo judicial. De paso, y con elegante sutileza, hace que nos planteemos cómo se siguen produciendo episodios como aquel en la actualidad.

1917. Películas como esta demuestran que hacer cine es todo un arte y que, aunque parezca que ya no es posible, todavía se puede innovar cuando la tecnológico y lo artístico se pone al servicio de lo narrativo. Cuanto conforma el plano secuencia de dos horas que se marca Sam Mendes -ambientación, fotografía, interpretaciones- es brillante, haciendo que el resultado conjunto sea una muy lograda experiencia inmersiva en el frente de batalla de la I Guerra Mundial.

Solo nos queda bailar. Una película cercana y respetuosa con sus personajes y su entorno. Sensible a la hora de mostrar sus emociones y sus circunstancias vitales, objetiva en su exposición de las coordenadas sociales y las posibilidades de futuro que les ofrece su presente. Un drama bien escrito, mejor interpretado y fantásticamente dirigido sobre lo complicado que es querer ser alguien en un lugar donde no puedes ser nadie.

Little Joe. Con un extremado cuidado estético de cada uno de sus planos, esta película juega a acercarse a muchos géneros, pero a no ser ninguno de ellos. Su propósito es generar y mantener una tensión de la que hace asunto principal y leit motiv de su guión, más que el resultado de lo avatares de sus protagonistas y las historias que viven. Transmite cierta sensación de virtuosismo y artificiosidad, pero su contante serenidad y la contención de su pulso hacen que funcione.

Los lobos. Ser inmigrante ilegal en EE.UU. debe ser muy difícil, siendo niño más aún. Esta cinta se pone con rigor en el papel de dos hermanos de 8 y 5 años mostrando cómo perciben lo que sucede a su alrededor, como sienten el encierro al que se ven obligados por las jornadas laborales de su madre y cómo viven el tener que cuidar de sí mismos al no tener a nadie más.

La boda de Rosa. Sí a una Candela Peña genial y a unos secundarios tan grandes como ella. Sí a un guión que hila muy fino para traer hasta la superficie la complejidad y hondura de cuanto nos hace infelices. Sí a una dirección empática con las situaciones, las emociones y los personajes que nos presenta. Sí a una película que con respeto, dignidad y buen humor da testimonio de una realidad de insatisfacción vital mucho más habitual de lo que queremos reconocer.

Tenet. Rosebud. Matrix. Tenet. El cine ya tiene otro término sobre el que especular, elucubrar, indagar y reflexionar hasta la saciedad para nunca llegar a saber si damos con las claves exactas que propone su creador. Una historia de buenos y malos con la épica de una cuenta atrás en la que nos jugamos el futuro de la humanidad. Giros argumentales de lo más retorcido y un extraordinario dominio del lenguaje cinematográfico con los que Nolan nos epata y noquea sin descanso hasta dejarnos extenuados.

Las niñas. Volver atrás para recordar cuándo tomamos conciencia de quiénes éramos. De ese momento en que nos dimos cuenta de los asuntos que marcaban nuestras coordenadas vitales, en que surgieron las preguntas sin respuesta y los asuntos para los que no estábamos preparados. Un guión sin estridencias, una dirección sutil y delicada, que construye y deja fluir, y un elenco de actrices a la altura con las que viajar a la España de 1992.

El juicio de los 7 de Chicago. El asunto de esta película nos pilla a muchos kilómetros y años de distancia. Conocer el desarrollo completo de su trama está a golpe de click. Sin embargo, el momento político elegido para su estreno es muy apropiado para la interrogante que plantea. ¿Hasta dónde llegan los gobiernos y los sistemas judiciales para mantener sus versiones oficiales? Aaron Sorkin nos los cuenta con un guión tan bien escrito como trasladado a la pantalla.

Mank. David Fincher da una vuelta de tuerca a su carrera y nos ofrece la cinta que quizás soñaba dirigir en sus inicios. Homenaje al cine clásico. Tempo pausado y dirección artística medida al milímetro. Guión en el que cada secuencia es un acto teatral. Y un actor excelente, Gary Oldman, rodeado por un perfecto plantel de secundarios.  

«1917», experiencia inmersiva

Películas como esta demuestran que hacer cine es todo un arte y que, aunque parezca que ya no es posible, todavía se puede innovar cuando la tecnológico y lo artístico se pone al servicio de lo narrativo. Cuanto conforma el plano secuencia de dos horas que se marca Sam Mendes -ambientación, fotografía, interpretaciones- es brillante, haciendo que el resultado conjunto sea una muy lograda experiencia inmersiva en el frente de batalla de la I Guerra Mundial.

Sam Mendes ya ha demostrado que sabe contar una historia (American beauty, 1999), llevarla por sus zonas más oscuras (Camino a la perdición, 2002), o amplificar su tensión con la acción intrínseca a sus coordenadas (la secuencia mexicana inicial de Skyfall, 2012, es de lo mejor de la saga James Bond). 1917 no es solo un paso más allá en este muestrario, sino una clase magistral de cine clásico realizado con medios modernos.

Un argumento aparentemente sencillo -llevar una carta de un lugar a otro en el frente de batalla de la I Guerra Mundial- se convierte en un relato con múltiples episodios (las líneas de trincheras, los encuentros con tropas aliadas, la lucha cuerpo a cuerpo con el enemigo), aristas (el día y la noche, por tierra, aire y agua) y enfoques (la vida o la muerte, la población civil, la jerarquía militar), plenamente integrados en un resultado tan consolidado técnicamente como convincente narrativamente.

Mientras su guión resulta una síntesis de la experiencia bélica, su plasmación en un aparente único plano secuencia resulta lo más parecido a una vivencia real que la proyección en una sala convencional nos puede ofrecer hoy en día (se acabó la moda 3D hasta ver si se consolida la realidad virtual). Estoy seguro que el equipo de Mendes se ha empapado de cuanto los videojuegos han aportado a la creatividad audiovisual y a partir de ahí se ha puesto manos a la obra hasta hacer que todo lo que conforma la imagen (fotografía, decorados, extras, vestuario, efectos especiales) de su proyecto tomara vida (montaje, banda sonora) con total perfección.

Pero aun así, este no es el elemento principal de 1917, lo protagonista es cuanto le sucede a los dos soldados que reciben el mandato de jugarse la vida para llegar a tiempo de salvar la de los 1.600 compañeros en riesgo de perder la suya. El recorrido por las muchas facetas emocionales que se muestran es lo que prevalece en todo momento. La asunción del deber, el riesgo, el compromiso y el compañerismo, los quiebros para mantener la cordura y la conexión con el mundo real, el pragmatismo de lo racional y la valentía de la irracionalidad.

Ese es el motor que mueve a los personajes y el impulso que hace que vivamos sin aliento, con sobredosis de adrenalina, con sumo desasosiego, desesperación o miedo, incluso, las múltiples vicisitudes en forma de incertidumbres, imprevistos, enfrentamientos y situaciones límite a las que han de hacer frente. Y aunque en algún momento recuerda, entre otras, a Dunkerque de Christopher Nolan (2018), se diferencia de ella por este enfoque más humano y terrenal, de los pies que corren, del latido en frecuencia cardiaca máxima y de la mente enfocada única y exclusivamente en el objetivo a conseguir.

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«Utoya. 22 de julio»

El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Erik Poppe podría haber optado por algo más fácil, como acercarse al tono documental de un relato en tiempo real que recogiera los diferentes prismas del tiroteo ocurrido en esta isla cercana a la capital noruega apenas dos horas después de la explosión terrorista que sufrió hace ahora ocho años. Pero a estas alturas -y entiendo que aún más si eres local- se sabe con detalle cómo ideó, planificó y actuó el asesino y lo deficiente que fue la actuación de la policía. Basta comprobar los registros del juicio y los de la comisión pública que dictaminó que ambos ataques se podrían haber evitado con un desempeño de las autoridades más diligente.

Así que en lugar de centrarse en el morbo de la violencia o en la crítica de la ineficacia, su película opta por hacer protagonistas a quienes realmente lo fueron, a los varios cientos de chavales que participaban en un campamento de verano de las juventudes socialdemócratas. Durante los primeros segundos de proyección parece que la cámara es un plano subjetivo con el que incluirnos como un participante más de la convivencia, pero no, no es así. La cámara está ahí todo el rato, sí, pero en un constante plano secuencia que no se separa ni un segundo de Kaja, la joven a la que aleatoriamente le ha tocado acompañarnos desde el primer momento e informarnos de lo que sucede desde el instante en que se escuchan los primeros disparos.

Utoya. 22 de julio nos relata lo que sucedió, pero desde la vivencia de Kaja, encarnada por una magistral debutante, Andrea Berntzen. Una persona inmersa en un mar de confusión en el que no se ve y no se sabe, en el que la incertidumbre se transforma en incredulidad y esta en miedo y desesperación. En el que la compañía no evita la sensación de indefensión y las detonaciones, los gritos y el crujir del suelo y la maleza provocado por los que corren y huyen sin rumbo hacen aún más horrible la invisibilidad de la amenaza. El paso de los minutos hace que los pocos datos que se poseen resulten aún más increíbles -llegaron a pensar que era la policía quien les atacaba- y que se clame por el contacto con el exterior, tanto pidiendo socorro como buscando el refugio emocional en las familias que están al otro lado del móvil.

Poppe no le dedica un segundo de más a cada una de esas emociones, en lo que supone una clara manifestación de respeto tanto con los que vivieron aquellos acontecimientos como de compromiso con la realidad de su relato, aunque lo que veamos sea una reinterpretación resultado de muchos testimonios. Una búsqueda de la verdad que da como resultado una experiencia tan estresante en la pantalla como en la butaca provocando incluso que no se espere un final positivo o se abandone la esperanza de ser rescatado.

Una alienación que nos hace olvidar que nosotros -hoy y a miles de kilómetros de allí- sí sabemos qué pasó, cómo acabó y cuánto tiempo duraron unos hechos con motivaciones ideológicas que no debemos ignorar. Unas causas y una consecuencia que esta película probablemente haga que no olvidemos.

“Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)”

La magia del cine es la de entrar en la sala sin saber qué va a ocurrir y cuando acaba la proyección, abandonar la butaca con una sonrisa de oreja a oreja saliendo a la calle sintiendo no que caminas, sino que sobrevuelas la calle a vista de pájaro.

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Ese es el efecto de Birdman, tanto por la historia de su protagonista asombrosamente interpretado por Michael Keaton, como por las referencias 2.0 y la ironía de su guión o la ingeniosa manera en que está contada por Alejandro González Iñarritu. El primer guiño al sarcasmo es tener como intérprete principal al que fuera Batman hace 25 años, quien parece mofarse de sí mismo dando vida a un actor que quiere dejar atrás su pasado de superhéroe y ser valorado por sus capacidades interpretativas. Así se sucede un símil tras otro estableciendo analogías entre la película y la realidad, como entre las realidades paralelas en la que habitan cada uno de sus personajes.

El resultado es que a medida que pasan los minutos se construye sobra la pantalla una historia coral con caracteres profundos gracias a sus múltiples planos entre la realidad y lo que ellos creen o desean como verdad: el hombre que anhela reconocimiento como actor y que también lo desea como padre, el cabeza de cartel de hoy desconocedor del papel promocional de las redes sociales que convive de continuo con su personaje de ayer al modo de un niño con su amigo invisible, la actriz que siempre soñó con llegar a Broadway y ahora que se ve ahí sigue sintiéndose infantil, el actor que solo sabe comportarse realmente en la ficción y duda de sus capacidades fuera del escenario,…  Todo ello salpicado con brillantes notas de humor ácido sobre las contradicciones del ser humano.

Mientras la historia avanza entre niveles de existencia, la cámara construye la película en un aparentemente continuo y maestro plano secuencia que constituye, además de una genialidad en sí mismo, el continente en el que se ubica ordenadamente el contenido de “Birdman”. Perfectamente compenetrados, texto e imagen se pasean continuamente entre los distintos espacios de un teatro (escenario, backstage y sala de butacas), aportando así una nueva dimensión y lectura a la multi realidad de esta película. Únase a esto que el teatro queda claramente identificado como una de las grandes salas del Broadway neoyorquino, ¿el cine reconociendo que su esencia está en las tablas escénicas? ¿Hollywood anhelando conectar desde la pantalla con la intensidad que se consigue sobre un escenario y ante la presencia de un público?

Aunque Michael Keaton es el fantástico hilo conductor de esta ficción tan cinematográfica y teatral como humana, junto a él brillan con luz propia los secundarios que le acompañan: Emma Stone compone una hija llena de vida tras sus ojos, Edward Norton es un resuelto y desvergonzado compañero de cartel, Naomi Watts una delicada amiga y sobria actriz a la par,… Todo cuanto sucede aporta y suma para que la película de González Iñarritu crezca a medida que avanza, en su guión no queda nada al azar ni a la improvisación, todo encaja. He ahí su momentos de caricatura sobre el ego de los actores escudados en sus métodos interpretativos y el cinismo de los críticos pretendiendo moldear con manipulación lo que no son capaces de crear artísticamente. También hay lugar para el homenaje, como al eterno impacto visual de Times Square o a la figura de Raymond Carver proponiendo que la función que articula de fondo la historia sea la adaptación de una conocida novela corta suya (“De qué hablamos cuando hablamos de amor”).

Pero sin duda alguna “Birdman” es magia. Algo que solo la gran pantalla es capaz de hacernos conseguir, como sentir que cualquier mortal puede convertirse de repente en un superhéroe cinematográfico de fantásticos poderes con los que salvar a la humanidad de los peligros que la acechan como la falta de ilusión o de imaginación.

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