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«Maligno»

Cumple con los clichés del terror y el horror, pero como no pretende ser creativa ni deslumbrante, resulta entretenida y tiene hasta un punto original en su propuesta. Actores correctos, postproducción efectista y una dirección conocedora de los resortes del género para atraer, enganchar y mantener a su espectador atento, expectante y deseoso de experimentar el desarrollo de su trama.

Maligno define contra quién o qué nos enfrentamos. Pero como término que adjetiva, no transmite la naturaleza de ese fenómeno. Esa es su primera incertidumbre. No saber si se trata de algo espiritual o humano, si tiene que ver con circunstancias personales de su protagonista o si es víctima inevitable del momento y el lugar en el que está. Si es producto de nuestro tiempo o de un pasado que no acierta a dilucidar. James Wan juega con todo ello. El horror no está solo en lo que sucede, sino en el desconcierto que genera el desconocimiento. Poco a poco va deshojando la margarita de las posibilidades, pero a medida que estrecha el camino, también genera la interrogante del cómo es posible.

De un lado las violentas muertas que causa un ser, presencia o ente indefinible, de otro una mujer que es testigo telepático, a su pesar, de semejantes barbaries. Qué les une. Cuáles son los resortes de esa comunicación mental y las raíces de esa relación sin referente psicológico ni psiquiátrico. Y cruzado con ello una investigación policial y las lagunas biográficas de Madison. El director de la espeluznante saga de Saw (iniciada en 2004) se centra en ello manejando acertadamente las claves de su puesta en escena.

Tensión nocturna y clarividencia diurna, escenarios escasamente iluminados y diafanidades umbrías, efectos de sonido que alertan y predisponen, encuadres abiertos con líneas diagonales y detalles distorsionados o magnificados. Y junto a ello efectos visuales que no pretenden la excelencia artística, sino generar una sensación de artificio que haga fácil nuestro traslado al terreno de lo supuestamente inverosímil. Esto limita a Maligno, pero al tiempo le da aire para evolucionar sin la rémora de las expectativas.

Podría haber pulido más el guión y profundizado en los arquetipos personales que presenta, pero Wan ha optado por quedarse en el por qué sucede lo que estamos viendo y quién o qué está tras ello. No hay distracciones y dosifica acertadamente la información que le da respuesta. Y cuando se le agota una línea de tratamiento argumental, la encadena eficazmente con otra. Así es como el terror y el horror van y vienen entre el suspense, el thriller, la acción, el drama y el gore. Un conglomerado con las dosis justas de coherencia y una verosimilitud cercana a la fantasía.

Llegados a su clímax comienza el juego de enfrentar y confrontar, descubrir y desvelar y vuelve a dar en el clavo con la manera en que lo hace. Despoja a sus personajes de sus características individuales y se sirve de ellos como piezas en un tablero de ajedrez. Cada uno con una función y unas posibilidades de movimiento muy determinadas de las que no se salen. De esta manera todo queda vinculado con lo sucedido anteriormente, pero lo plasma con tal velocidad y ritmo que no nos da tiempo a adelantarnos a los acontecimientos, a presuponer lo que va a ocurrir. Motivos por los que Maligno no pasará a la historia del cine, pero sí a mi cúmulo de ratos disfrutados frente a la pantalla. Tan solo me deja una duda, ¿habrá secuela?

10 novelas de 2021

Dos títulos a los que volví más de veinte años después de haberlos leído por primera vez. Otro más al que recurrí para conocer uno de los referentes del imaginario de un pintor. Cuatro lecturas compartidas con amigos y sobre las que compartimos impresiones de lo más dispar. Uno del que había oído mucho y bueno. Y dos más que leí recomendados por quienes me los prestaron y acertaron de pleno.

«Venus Bonaparte» de Terenci Moix. Una biografía que combina la magnanimidad de las múltiples facetas de la historia (política, arte, religión…) con lo más mundano (el poder, el amor, el sexo…) de los seres humanos. Un trabajo equilibrado entre los datos reales, basados en la documentación, y la libertad creativa de un escritor dotado de una extraordinaria capacidad expresiva. Una narrativa fluida que ahonda, analiza, describe y explica y unos diálogos ingeniosos y procaces, llenos de respuestas y sentencias brillantes.

«A sangre y fuego» de Manuel Chaves Nogales. Once episodios basados en otras tantas situaciones reales que demuestran que la violencia engendra violencia y que la Guerra Civil fue más que un conflicto bélico entre nacionales y republicanos. Los relatos escritos por este periodista en los primeros meses de 1937 son una joya narrativa que dejan claro que esta fue una guerra total en la que en muchas ocasiones los posicionamientos ideológicos fueron una disculpa para arrasar con todo aquel que no pensara igual.

«El lápiz del carpintero» de Manuel Rivas. Una narración que, además de los hechos, abarca las emociones de sus protagonistas y sus preguntas y respuestas planteándose el por qué y el para qué de lo que está ocurriendo. Un viaje hasta la Galicia violentada en el verano de 1936 por el alzamiento nacional y embrutecida por lo que derivó en una salvaje Guerra Civil y una despiadada dictadura.

«Drácula» de Bram Stoker. Novela de terror, romántica, de aventuras, acción e intriga sin descanso. Perfectamente estructurada a partir de entradas de diarios y cartas, redactadas por varios de sus personajes, con los que ofrece un relato de lo más imaginativo sobre la lucha del bien contra el mal. El inicio de un mito que sigue funcionando y a cuya novela creadora la pátina del tiempo la hace aún más extraordinaria.

“Alicia en el país de las maravillas” y «Alicia a través del espejo», de Lewis Carroll. No es la obra infantil que la leyenda dice que es. Todo lo contrario. Su protagonista de siete años nos introduce en un mundo en el que no sirven las convenciones retóricas y conceptuales con que los adultos pensamos y nos expresamos. Una primera parte más lúdica y narrativa y una segunda más intelectual que pone a prueba nuestras habilidades para comprender las situaciones en las que la lógica hace de las suyas.  

«Feria» de Ana Iris Simón. Narración entre la autobiografía, el fresco costumbrista y la mirada crítica sobre las coordenadas de nuestro tiempo desde la visión de una joven de treinta años educada para creer que cuando llegara a los treinta tendría el mundo a sus pies. Un texto que, jugando a la autenticidad de lo espontáneo, bordea el artificio de lo naif, pero que plasma muy bien la inmaterialidad que conforma nuestra identidad social, familiar y personal.

“A su imagen” de Jérôme Ferrari. La historia, el sentido, el poder y la función social del fotoperiodismo como hilo conductor de una vida y como medio con el que sintetizar la historia de una comunidad. Una escritura honda que combina equilibradamente puntos de vista y planos temporales, que descifra con precisión lo silente y revela la realidad de los vínculos entre la visceralidad y la racionalidad de la naturaleza humana.

«La ridícula idea de no volver a verte» de Rosa Montero. Lo que se inicia como una edición comentada de los diarios personales de Marie Curie se convierte en un relato en el que, a partir de sus claves más íntimas, su autora reflexiona sobre las emociones, las relaciones y los vínculos que le dan sentido a nuestra vida. Una prosa tranquila, precisa en su forma y sensible en su fondo que llega hondo, instalándose en nuestro interior y dando pie a un proceso transformador tras el que no volveremos a ser los mismos.

“Lo prohibido” de Benito Pérez Galdós. Las memorias de José María Bueno de Guzmán van de 1880 a 1884. Cuatro años de un fresco de la alta sociedad madrileña, de apariencias y despropósitos, dimes y diretes y tejemanejes sociales, políticos y económicos de los supuestamente adinerados y poderosos. Una superficie de lujo, buen gusto y saber estar que oculta una buena dosis de soberbia, corrupción, injusticia y perversión.

“Segunda casa” de Rachel Cusk. Una novela introvertida más que íntima, en la que lo desconocido tiene mayor peso que lo explícito. Ambientada en un lugar hipnótico en el que la incomunicación resulta ser la atmósfera en la que tiene lugar su contrario. Una prosa intensa con la que su protagonista se abre, expone y descompone en su intento por explicarse, entenderse y vincularse.

«Drácula» de Bram Stoker

Novela de terror, romántica, de aventuras, acción e intriga sin descanso. Perfectamente estructurada a partir de entradas de diarios y cartas, redactadas por varios de sus personajes, con los que ofrece un relato de lo más imaginativo sobre la lucha del bien contra el mal. El inicio de un mito que sigue funcionando y a cuya novela creadora la pátina del tiempo la hace aún más extraordinaria.

Si a cada uno de nosotros nos preguntaran desde cuándo conocemos a Drácula, lo más probable es que coincidiéramos en la respuesta, desde siempre. El personaje ha tomado vida propia y forma parte del imaginario popular, pero todos sabemos que nace de las páginas de la novela publicada por Bram Stoker en 1897 en un trabajo literario con una imaginación desbordante por los múltiples niveles de relato y lectura que contiene.

Hay en ella algo de cuaderno de viajes con el recorrido inicial que el joven Jonathan Harker realiza por Europa Central hasta llegar al castillo de su cliente y anfitrión en Transilvania. También hay romanticismo con la exposición de sentimientos amorosos entre este profesional inmobiliario y su prometida, Mina, con confesiones y declaraciones de lo más entregado y devoto. Costumbrismo incluso, en el reflejo de la amistad de esta con su amiga Lucy Westenra. Hay, además, mucha intriga en la investigación que realiza el profesor Van Helsing -el único protagonista que no participa de la redacción de la novela- hasta dar con la forma de su enemigo, descubrir su manera de actuar y dilucidar la manera de combatirlo. Y, por supuesto, acción a raudales en Londres y en la vuelta al interior del viejo continente una vez que se desata el combate final en la guerra entre el bien y el mal.

Pero lo que le da sentido a todo ello es el terror, el horror, la encarnación tan fantástica que toma lo infernal con esa nueva clase de personas entre los vivos y los muertos que son los no-muertos, con sus peculiares características físicas, sus extraños procederes y sus macabros hábitos. Ahí es donde la imaginación de Bram Stoker dio de lleno -fuera original, fuera tomando ideas de relatos anteriores a él- creando unos seres que fascinan por lo que tienen de seductores (sensuales y sexuales) y que asombran (por su ejercicio del poder en el juego de la dominación/sumisión) y aterran a partes iguales (relacionarse con ellos implica poner en riesgo la vida).

Un material al que su autor dio una forma literaria extraordinaria, haciendo que sus personajes se presentaran, identificaran y mostraran su evolución a partir de sus propias palabras. Él no ejerce como narrador, sino que deja este papel en manos de la pareja protagonista, Jonathan y Mina Harker, y del doctor John Seward, aunque no sean los únicos a los que recurre (también hay noticias extraídas de periódicos locales). A través de sus testimonios, recogidos principalmente en sus diarios, aunque también en sus cartas, conocemos no solo lo que les sucede y cómo lo viven, sino las visiones complementarias que tienen de los acontecimientos tan extraordinarios en los que se ven involucrados.

Todo ello provoca desde la primera página una atmósfera de angustia que no cesa en ningún momento, haciendo que Drácula se convierta no solo en una lectura, sino en una experiencia que apela a partes iguales a la razón y a la fe, a la mente y al latido del corazón, así como a nuestra capacidad para ir más allá de los límites de lo conocido (algo muy en boga a finales del s. XIX) y entregarnos completamente a ello.

Drácula, Bram Stoker, 1897, Austral Ediciones.

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«Utoya. 22 de julio»

El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Erik Poppe podría haber optado por algo más fácil, como acercarse al tono documental de un relato en tiempo real que recogiera los diferentes prismas del tiroteo ocurrido en esta isla cercana a la capital noruega apenas dos horas después de la explosión terrorista que sufrió hace ahora ocho años. Pero a estas alturas -y entiendo que aún más si eres local- se sabe con detalle cómo ideó, planificó y actuó el asesino y lo deficiente que fue la actuación de la policía. Basta comprobar los registros del juicio y los de la comisión pública que dictaminó que ambos ataques se podrían haber evitado con un desempeño de las autoridades más diligente.

Así que en lugar de centrarse en el morbo de la violencia o en la crítica de la ineficacia, su película opta por hacer protagonistas a quienes realmente lo fueron, a los varios cientos de chavales que participaban en un campamento de verano de las juventudes socialdemócratas. Durante los primeros segundos de proyección parece que la cámara es un plano subjetivo con el que incluirnos como un participante más de la convivencia, pero no, no es así. La cámara está ahí todo el rato, sí, pero en un constante plano secuencia que no se separa ni un segundo de Kaja, la joven a la que aleatoriamente le ha tocado acompañarnos desde el primer momento e informarnos de lo que sucede desde el instante en que se escuchan los primeros disparos.

Utoya. 22 de julio nos relata lo que sucedió, pero desde la vivencia de Kaja, encarnada por una magistral debutante, Andrea Berntzen. Una persona inmersa en un mar de confusión en el que no se ve y no se sabe, en el que la incertidumbre se transforma en incredulidad y esta en miedo y desesperación. En el que la compañía no evita la sensación de indefensión y las detonaciones, los gritos y el crujir del suelo y la maleza provocado por los que corren y huyen sin rumbo hacen aún más horrible la invisibilidad de la amenaza. El paso de los minutos hace que los pocos datos que se poseen resulten aún más increíbles -llegaron a pensar que era la policía quien les atacaba- y que se clame por el contacto con el exterior, tanto pidiendo socorro como buscando el refugio emocional en las familias que están al otro lado del móvil.

Poppe no le dedica un segundo de más a cada una de esas emociones, en lo que supone una clara manifestación de respeto tanto con los que vivieron aquellos acontecimientos como de compromiso con la realidad de su relato, aunque lo que veamos sea una reinterpretación resultado de muchos testimonios. Una búsqueda de la verdad que da como resultado una experiencia tan estresante en la pantalla como en la butaca provocando incluso que no se espere un final positivo o se abandone la esperanza de ser rescatado.

Una alienación que nos hace olvidar que nosotros -hoy y a miles de kilómetros de allí- sí sabemos qué pasó, cómo acabó y cuánto tiempo duraron unos hechos con motivaciones ideológicas que no debemos ignorar. Unas causas y una consecuencia que esta película probablemente haga que no olvidemos.

«Verónica»

Hora y media de tensión muy bien creada, contada y mantenida sin descanso. Genera tanto o más horror y angustia la espera y la sensación de amenaza que el mal en sí mismo en ese escenario kitsch que es 1991 visto desde ahora. Una historia muy bien dirigida por Paco Plaza y protagonizada brillantemente por una novel Sandra Escacena.

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La etiqueta de inspirada en hechos reales le da a toda historia una impronta de verismo que juega a favor de su guionista, pero haciendo que nuestra incredulidad preste especial atención a cómo se han trasladado esos acontecimientos a la pantalla para comprobar si su representación tiene la solidez que cuenta la hemeroteca. Con este espíritu es como tomas asiento en la butaca para ver esta película que cuenta un fenómeno difícil de explicar –tal y como relata el informe policial sobre lo acontecido- en el barrio de Vallecas de Madrid allá por principios de los 90. Gracias a una muy lograda ambientación Paco Plaza nos traslada un cuarto de siglo atrás a golpe de teléfonos fijos, coches manuales rodando por las calles, pantalones vaqueros, pelos cardados, camisas de estampados hirientes para la vista y walkman en los que suenan sin cesar los Héroes del Silencio.

Los escenarios de esta historia son dos. Un colegio religioso donde las monjas que trabajan como profesoras, además de aquellas que ejercen como consejeras espirituales, son más caricaturas con un punto de mala leche que personajes reales. Son ellas, más que los quince años de Verónica, las que le dan el punto adolescente a esta película con sus descripciones sobre cómo se forma un eclipse y cómo plasman las leyendas de Bécquer las consecuencias de ir más allá de los límites. El segundo emplazamiento es la casa familiar, muy apropiada para una cinta de terror con esa costumbre nuestra de ventanas pequeñas tapadas doblemente con persianas y cortinas, así como habitaciones y pasillos llenos de mobiliario en la versión más actual del horror vacui barroco.

Paco Plaza va directo al grano, sin rodeos ni entretenimientos superficiales, a lo que nos quiere contar. Primero generando intriga con cómo abrimos la puerta al mal –vía ouija y manejando instrucciones de fascículos de kiosko sobre espiritismo- y comprobamos que este ha entrado en nuestro plano de la realidad. Un in crescendo al que le sigue la tensión al ver que viene a por nosotros, que sus intenciones no son nada positivas y que es difícil luchar contra un enemigo aparentemente invisible. La angustia y el miedo derivan en el horror y el pánico cuando ya no queda rincón físico ni hora del día en que Verónica ni sus tres hermanos se puedan sentir seguros o libres de una amenaza que lo mismo les asalta en sueños, les hace ver imágenes que no son reales o se muestra como sombras que atraviesan puertas y se desplazan sobre las paredes.

Sin ser una producción redonda, Verónica es efectiva por su acierto de casting y por saber manejar perfectamente todos los trucos del género. Las iluminaciones llenas de oscuridades que acongojan, penumbras que asustan y apariciones en modo relámpago que te dejan sin aliento. El silencio absoluto que paraliza al cuerpo, el ruido ambiental que encoje el  estómago y los efectos de sonido que disparan el ritmo cardíaco. Un guión preciso que trata a los niños y los jóvenes como lo que son, haciéndoles hablar a su manera tanto en su día a día como en su manera de afrontar lo que les desconcierta y aterra. Y por último, una dirección sobria y precisa, que se centra en lo que ha de mostrar, sin rodeos, decidida y exitosa en su propósito de contar y mostrar las horribles consecuencias que puede conllevar la inocencia mezclada con la ingenuidad, el desconocimiento y las ganas de saber.

Guernica, 26 de abril de 1937

Hay miles de páginas escritas sobre esta obra y sobre lo que sucedió aquel día, ambas son mucho más que un lienzo y una fecha y un lugar. Son símbolos, de la evolución del arte el primero y de la historia de la humanidad el segundo. Pero a pesar de tener ambos ocho décadas tras de sí siguen siendo actuales. La capacidad icónica del óleo de Picasso es tan fuerte e intensa como el primer día y a buen seguro que podrían verse reflejados en él los habitantes del Alepo de hoy, del Mostar, Dubrovnik o Sarajevo de los 90 y de un largo etcétera de lugares que conforman una lista con tantas referencias pasadas como, ojalá no, futuras por anotar.

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¿Qué ruido es ese? No veo nada, ¿de dónde viene? Parece que lo que suena es el cielo, pero ahí no hay nada más que nubes… Espera, ¿qué son esos puntos que se acercan?… Qué bajos que van esos aviones,… parece que vienen directos aquí, a por nosotros. ¡Oh Dios mío! ¡Corred! ¡CORRED! Y Antonia se puso a correr como hacía años que no lo hacía, alentando con el movimiento de sus brazos y manos a que lo hicieran todos tal y como lo estaba haciendo ella. Tan raudos y veloces como pudieran, no solo para alejarse físicamente de lo que estaba ocurriendo, sino para, ojalá, superar la barrera de la realidad y volver a la cotidianidad del día de mercado en el que ella quería seguir viviendo.

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¿Qué está pasando? ¿Qué ha sido eso? ¡Ay señor! A Luisa no le dio tiempo a pensar más, el siguiente estruendo cayó de pleno sobre su casa y toda la fachada se vino abajo dejando al descubierto la cocina a pie de calle y el dormitorio en la primera planta, donde se encontraba ella colocando la ropa recién planchada en el armario. En su cabeza se agolpó todo repentinamente, intentar comprender qué estaba ocurriendo, querer saber dónde estaba su marido y si estaba sano y salvo, escapar de ese horror que le atravesaba los tímpanos y la necesidad imperiosa de verse junto a su esposo para sentirse protegida. El siguiente impacto puso fin a sus recuerdos, a sus deseos, una bomba de 250 kilos acabó con lo que había quedado en pie de su casa y con ella sepultada entre las piedras de aquel hogar que tenía tras de sí más de dos siglos de historia familiar.

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Ya están aquí, ¡hay que luchar contra ellos! ¡Tenemos que acabar con estos salvajes que solo quieren arrasar con nosotros! ¡Os vamos a demostrar quiénes somos! ¡Los gudaris del pueblo vasco os vamos a derrotar! Joseba apoyó una rodilla en el suelo y mientras apuntaba quitó el pestillo de seguridad de su fúsil. Nuestras armas están cargadas de democracia.  ¡POR LA REPÚBLICA! Comenzó a disparar con furia, siguiendo con su arma el movimiento de derecha a izquierda que trazaba en el aire el escuadrón atacante. Estaba tan ofuscado en querer acabar con el caza al que seguía a través de la mirilla que no pensó que sus balas no tenían nada que hacer frente a aquel monstruo, que si daban en el blanco le ocasionarían poco más que un rasguño. Todo lo contrario que a él, a quien las piedras violentamente despedidas por el impacto de una bomba a unos metros a su derecha le tiraron al suelo, dejándole malherido y aullando de dolor. Su grito apenas llegó a escucharse, probablemente ni siquiera llegó a ser consciente de que había perdido una pierna, quince segundos después otro proyectil completaba la misión del primera y acababa, además de con su vida, con la de tres personas más.

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¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No! ¡POR FAVOR! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Mi niño! ¡Mi niño no responde! ¡Por favor! ¡POR FAVOR! Asier, Asier, Asier hijo, respira, muévete, dime algo, ¡por favor! ¡Por favor, hijo mío! No, no puede ser, no puede ser verdad, hijo mío, ¡por favor! ¡POR FAVOR! ¡Que alguien nos saque de aquí! ¡Ayuda! ¡NECESITO AYUDA! Hijo mío, no, no te mueras, por favor, tú no, no puedes, un niño no se puede morir, mi niño no, ¡mi hijo no! Y así hasta que se le agotó la voz, hasta que se quedó afónica de tanto gritar y de tanto pedir una auxilio que no existía porque no había ayuda que pudiera resolver la muerte que Ainhoa sostenía con la única fuerza que le quedaba en el cuerpo. Mucho rato después, no se sabe cuánto, da igual si fue mucho o poco lo que tardara en llegar, porque no había nada que hacer, una mano amiga le tocó el hombro. Elisea se arrodilló junto a su vecina, le agarró la cara, le besó la mejilla y la ayudó a levantarse, sosteniéndola para que no perdiera el equilibrio y no dejara de abrazar al niño de dos años que tenía en brazos. A pesar de los gritos de los supervivientes que yacían heridos aquí y allá y el crepitar del fuego, Elisa y Ainhoa se sentían aplastadas por un silencio atronador que hacía aún más irreal e incomprensible lo que estaban viviendo.

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Es muy tarde y Ander aún no ha vuelto. No es normal, los lunes suele estar aquí a media tarde, pero siempre antes de que el sol haya comenzado a bajar. Ni siquiera en invierno ha llegado a anochecer cuando ya le veo por el camino que le trae de Gernika. Espero que no haya tenido ningún problema al ir o al venir. La vuelta es cuesta arriba y es más costosa, pero a la mula no le cuesta tirar de la carreta libre de peso si ha conseguido venderlo todo.  La luz de este quinqué apenas me ilumina unos metros de este bosque en el que vivimos ahora que ya es noche cerrada. Me estoy empezando a preocupar. Le voy a decir a los chicos que bajen al pueblo y que busquen a su padre. Tiene que haber pasado algo, esto no es normal. Izaskun mandó a Gorka y a Mikel monte abajo, ellos estaban inquietos pero no quisieron decirle nada a su madre. Por la mañana habían observado los aviones desde Bermeo, a donde habían acudido a trabajar en el puerto, pero no comentaron nada para no inquietarla. Afortunadamente ella no los había visto y como es sorda no se había dado cuenta. Hicieron en silencio el trayecto de casi dos horas que colina abajo les llevaba hasta el valle, sin pronunciar palabra, pero sabiendo que ambos estaban pensando lo mismo. Volvieron cuatro horas después, pálidos y cubiertos en sudor. Sin llegar a articular palabra alguna que su madre pudiera leer en sus labios, rompieron a llorar como nunca antes lo habían hecho, como nunca antes pensaban que dos hombres podrían hacerlo.

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Pero…¿Cómo es posible? Pocas palabras más venían a la mente de cuantos iban teniendo conocimiento de lo sucedido, ya fuera por la prensa del bando republicano o por la extranjera, por cartas o por visitas de amigos que transmitían oralmente lo que conocían. Con una mezcla de incredulidad y de sufrimiento, intentando comprender sin éxito algo que nunca habían sido capaces siquiera de imaginar, hacían hueco en su interior al vacío de la destrucción, al dolor infinito causado por el bombardeo asesino. El órdago fascista había conseguido su objetivo y no solo había acabado con la vida de muchas personas -200 según unos, hasta 1.600 según otros- y con una pequeña ciudad del norte de España sino que con su onda expansiva emocional había arrasado con el ánimo y el ánima de muchos más, tanto cercanos como lejanos, tanto en el propio país como en el extranjero, tanto compatriotas como conciudadanos del mundo.

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¡No! ¡No nos van a vencer! ¡No van a acabar con nosotros! Nos podrán herir, mutilar y matar, pero eso no quiere decir que nos vayan a ganar. Somos fuertes, somos justos, somos honestos, el mundo tiene que estar de nuestra parte, el mundo tiene que saber que nosotros no estamos guerreando sin más, que lo que estamos haciendo es defendiéndonos, luchando contra los que no quieren nada más que tenernos a su servicio. Tenemos que acabar con el fascismo, ¡no puede ser que sigamos impasibles ante nuestra propia destrucción! La cabeza, el corazón, la mente, la mirada, el estómago, las piernas de Pablo estaban ya en plena agitación en su estudio de París, acumulando una energía que le nacía de lo más hondo de sí mismo, en la que se aunaba no solo el shock del momento presente sino también toda su trayectoria política, creativa e intelectual y el legado que él sentía le habían encomendado aquellos que habían luchado antes que él. Años, décadas, siglos de progreso y de conquistas no podían acabarse de esta manera. Y él lo iba a intentar, iba a darlo todo, a poner cuanto tenía y fuera capaz de hacer para lograrlo, sin dejarse abatir por la espera ni amedrentar por las derrotas en el camino, pero con sus manos, pintando con pinceles o modelando el barro, ayudaría a que prevaleciera la justicia, la igualdad y la libertad.

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Es como si estuviera allí. Me siento atrapado, con la necesidad de huir, de salir corriendo, de tener que gritar. Estar frente a él me llena de angustia y ansiedad. Pero al tiempo, no puedo dejar de mirarlo, de moverme con mis ojos a lo largo de todo lo que en él se cuenta, de lo que sucede dentro de él. Apenas un minuto contemplándolo y tengo la sensación de que en algún punto dentro de mí hoy no es hoy sino que es un rato de la mañana del 26 de abril de 1937. Noto cómo se me humedecen ligeramente los ojos y se me eriza el vello de los brazos y que a mi alrededor el mundo ya no es de colores sino que es en blanco y negro. Así se sintieron algunos cuando vieron por primera vez la obra de Picasso en el pabellón español de la Exposición Universal de París de 1937, como en su posterior gira por Oslo, Copenhague, Estocolmo, Gotemburgo, Londres, Leeds, Liverpool, Manchester como reclamo para dar a conocer lo que estaba sucediendo en España. Tras el fin de la contienda, el lienzo de 7,75 metros de largo y 3,5 de alto llegó a Nueva York, donde se quedaría hasta 1981, en el MOMA, aunque en el país norteamericano también pudo verse en otras ciudades como Los Ángeles, San Francisco, Chicago, San Luis, Boston, Cincinnati, Cleveland, Nueva Orleans, Minneapolis, Pitsburgh, Cambridge, Columbus y Filadelfia. De igual manera, el Guernica viajo a Sudamérica y volvió a Europa gracias a muestras dedicadas a la figura de su autor en Sao Paulo, Milán, Múnich, Colonia, Hamburgo, Bruselas y Amsterdam, así como en París, el lugar hasta donde llegó la noticia que lo inspiró.  

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Apenas dos años después de este bombardeo sobre Guernica comenzó la II Guerra Mundial, un conflicto en el que pasó lo que nadie supuso hasta entonces, que el horror, el salvajismo, la crueldad y la violencia vivida en la guerra civil española, se multiplicaría exponencialmente. Desde entonces han transcurrido ocho décadas en que estas barbaries han seguido ocurriendo, hasta hoy mismo, y todo apunta a que seguirán sucediendo.  Como decía Primo Levi con respecto al holocausto judío, «Pasó y puede volver a pasar: es lo fundamental de lo que he de decir«.

Guernica, de Pablo Ruiz Picasso, en la sala 206 del Museo Reina Sofía (Madrid).

Piedad y terror en Picasso. El camino a Guernica, hasta el 4 de septiembre en el Museo Reina Sofía (Madrid).