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“La madre”, drama, intriga y Aitana Sánchez-Gijón

Más allá del síndrome del nido vacío y de un matrimonio de cara a la galería. Retrato de una mujer frustrada, pero con una ambigüedad bien calculada sobre los motivos de la imagen que transmite y las causas de su comportamiento. Un texto trazado con inteligencia, una puesta en escena sobria que explicita sus tensiones y un elenco compacto que despliega todas sus aristas.

El inicio es convencional. Una mujer espera en casa la llegada de su marido y tras un leve saludo se queja de la desconsideración de su hijo emancipado, de la desconexión de su hija ya autónoma y de la falta de comunicación -por no decir falsedad y lejanía- de quien acaba de llegar de su trabajo. Toques de ironía y acidez disfrazados de humor que generan complicidad y empatía, cercanía con unos personajes que nos resultan familiares, si no por identificación, sí por suposición de los arquetipos del mundo urbano, proletariado y capitalista en el que vivimos. Sin embargo, la sensación de comodidad dura poco.

La dramaturgia de Florian Zeller rápidamente vira para adentrarse en el terreno de las percepciones, obligándonos a preguntarnos si aquello de lo que estamos siendo testigos es tan transparente, sencillo y lógico como habíamos asumido. Un terreno de ocultaciones e invisibilidades que la dirección de Juan Carlos Fisher deja entrever a través de un diseño escénico que más que minimalista, frío y sobrio, resulta revelador en su asepsia, subrayador en su simplicidad e intensificador en el simbolismo de su fractura. Súmese a ello la complementariedad de la iluminación y la amplificación de la ambientación sonora y musical.

Hora y media en la que la narración familiar y el retrato individual se van transformando, afectando incluso al punto de vista desde el que observamos, interrogándonos sobre desde dónde miramos e interpretamos, si lo estamos haciendo desde el lugar y el modo correcto. Qué se nos escapa y qué hemos asumido como lo que no era. Así, La madre y sin dejar atrás sus toques de humor corrosivo, profundiza en su drama adquiriendo tintes de intriga y misterio más propios del thriller y hasta el terror psicológico.

Una introspección bajo un prisma de opresión y agorafobia encarnado por un elenco en el que Aitana Sánchez-Gijón integra con solvencia en su personaje el devenir de las diferentes y superpuestas tramas. La esposa desencantada, la madre Agripina y la mujer abandonada por su pasado y carente de un futuro. Estados emocionales, registros relacionales y versiones alejadas e integradas de sí misma que se despliegan, complementan y confrontan con el buen y acotado trabajo de sus compañeros.

Juan Carlos Vellido compone un marido que nunca termina de estar y que permanece cuando resulta ausente. Alex Villazán es ese hijo obligado a volar solo para sobrevivir y condenado a permanecer para que su verdugo no se convierta en su víctima. Y Júlia Roch destella revelando las indeterminaciones de cuando sucede en La madre, obligando a sus espectadores a tomar parte en la construcción de su absorbente, seductor y conseguido relato.

La madre, en Teatro Pavón (Madrid).

«Un delicado equilibrio» de Edward Albee

El círculo más íntimo, la familia y los amigos, como alegoría en la que dirimir los conflictos que afectan al ser humano. Personajes hondos y diálogos potentes en un escenario único en el que el día y la noche, la sobriedad y el alcohol, lo obvio y lo oscuro se unen, alternan y confrontan en una dramaturgia sin un segundo de descanso para deleite, angustia y proyección de sus lectores.

Un matrimonio. Con una hija que se separa por cuarta vez y un hijo que se quedó en el pasado. La hermana de ella y una pareja de amigos que acuden buscando refugio. Seis personajes en busca de razón por la que seguir y de destino al que dirigirse. Acechados por la insatisfacción que caracteriza a cuantos habitan las ficciones de Edward Albee, rondados por el alcohol que les torna ácidos, irónicos y socarrones, y con una relación nunca transparente con el sexo. Por eso Un delicado equilibrio resulta valiente y transgresora considerando el año en que se estrenó, 1967.

Porque en este texto ganador del Pulitzer se habla de sexo antes del matrimonio, de adulterio y proxenetismo, hasta de homosexualidad o bisexualidad, de hombres que rehúyen el encuentro con su mujer y que rehuyeron depositarse en ellas. Albee no tiene pudor alguno respecto a lo relacional y lo emocional. Sin embargo, su expresionismo no es meramente visceral, tiene mucho de análisis, estudio y muestra del comportamiento humano, de buscar causas que se escapan a la lógica de los convencionalismos y de suponer consecuencias que van más allá de los registros de lo que se permite manifestar.

Al igual que en The zoo story (1958), The american dream (1961) o en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1962), Edward vuelve a profundizar en el porqué de los vínculos que establecemos. Cuáles se deben a circunstancias que nos anteceden, como los biológicos, y cuáles dejaron de sustentarse en la libre elección para deberse al miedo a la soledad o al imperativo de la subyugación. Y unido a esto, el insospechado precio que se paga, tanto en primera instancia como a largo plazo, por no vernos frente al abismo de la nada.

Y todo ello en situaciones que pudieran parecer poco realistas por lo que tienen de simultaneidad de calma y tensión, de parecer cotidianas mientras traslucen algo tan nuclear que sus lectores y espectadores no están dispuestos a permitirse a sí mismos fuera de sus páginas o su escenario. Respuestas cortas, interjecciones y frases sencillas. Mas también intercambios en los que se bordea el conflicto que no se sabe cómo afrontar, cambios de humor y registro en los que ellos y ellas se ven superados por lo que llevan dentro, aunque nunca tanto como para dejarse vencer y derrotar.

Un delicado equilibro trata igualmente sobre el instinto de supervivencia, a quién buscamos cuando sentimos que no podemos seguir y cómo reclamamos nuestra independencia cuando vemos en peligro nuestra individualidad. Paradojas y conflictos que no responden solo al momento, sino que se repiten, prolongan y retroalimentan en unas coordenadas en las que hay insultos, desprecios y malas formas, pero también un amor, un cariño y una estima tan dolorosa como inevitable. Un micro universo en el que, de manera velada, se puede ver el reflejo de la sociedad estadounidense de los años 60, la que intuía que el sueño americano no concedía lo que prometía.

Un delicado equilibrio, Edward Albee, 1967, Samuel French, Inc.

«La vegetariana» de Han Kang

Perturbadora en su planteamiento, inquietante en su desarrollo, transgresora en su propuesta. Una triple mirada desde las convenciones, la pasión visceral y la afectividad emocional para relatarnos hasta donde somos capaces de llegar para romper los compromisos que asumimos como perennes, ceder cueste lo que cueste a las pulsiones internas o mantener por encima de todo el lazo que nos une con lo que la vida nos ha marcado.

LaVegetariana

El día que Yeonghye decide dejar de comer carne su mundo cambia. Pero no por los efectos que una dieta sin guisos de ternera, recetas de cerdo o filetes de pescado pueda tener en su estado físico y anímico, sino por la respuesta que este comportamiento genera en los más allegados a ella, su marido, sus padres y sus hermanos.

Una elección que suponemos personal e intrascendente, propia de individuos de una sociedad moderna, urbana y tecnológica como el Seúl de principios del s. XXI. Sin embargo, un exterior que choca profundamente con los valores tradicionales que marcan las relaciones intergeneracionales y los modos de relacionarse entre hombres y mujeres. Algo que queda recogido en el primero de los tres capítulos, en el que el narrador es el marido, un hombre de comportamiento (y expresión) gris, frío e insensible. A través de él conocemos cómo son las jerarquías en el mundo del trabajo en Corea del Sur y los papeles tan diferentes que les corresponde, en lo social y en lo íntimo, a cada cónyuge, así como las asépticas motivaciones que les conducen al compromiso del matrimonio.

Mas lo que comienza como una situación inquietante y termina siendo una realidad turbadora, nunca es relatado por su protagonistas, por Yeonghye. El papel de narrador pasa de su marido a su cuñado, y tras éste a su hermana mayor y mujer de este. La vegetariana apenas se comunica e interactúa con su entorno, en una simbiosis de comportamiento y actitud entre el mutismo expresivo y la ausencia psicológica. Tan solo se consigue inducirla a la acción cuando se la violenta, lo que genera una tensión de consecuencias no solo imprevisibles, sino también imposibles de corregir o enmendar, haciendo que cada vez que ocurre su situación entre en una dimensión más estrecha y angustiosa.

Paradójicamente, y de manera paralela, la narración de Kang se hace aún más atractiva y sugerente, moviéndose como pez en el agua en un terreno sin referentes ni lugares a los que aferrarse en el que se unen, sin llegar a tocarse, la enfermedad, la belleza y la espiritualidad.

Esa es la maestría de su autora, su combinación de unos puntos de vista y objetivos tan diferentes –el desprecio y mantener el estatus social, la atracción y alcanzar la excelencia artística, el desconcierto y comprender aquello que nos une tanto familiarmente como con la naturaleza que nos rodea-, como hilo argumental con el que hacer progresar con una naturalidad y fluidez absoluta su historia tanto en su dimensión vertical o cronológica como en la horizontal o emocional. Y si en la primera mantiene a la perfección el interés y la tensión con sus fluctuaciones de ritmo, en la segunda brilla su sobresaliente capacidad para fijar con palabras los interiores de un territorio tan difícil de explorar, por su silencio y oscuridad, como el del desequilibrio interior y su posible cercanía con el misticismo.

La vegetariana, Han Kang, 2017, Rata books.

“Esplendor en la hierba” de William Inge & F. Andrew Leslie

El éxito cinematográfico que encumbró a Natalie Wood y Warren Beatty en 1961, convertido años después en un fantástico texto teatral. Una historia sobre las frustraciones que, entre el fin de la adolescencia y el inicio de la adultez causan los códigos sociales y las expectativas de los padres en el interior estadounidense en el antes y el después al crack bursátil de 1929. Un libreto que fluye gracias a su perfecta estructura, a la elocuencia de sus diálogos y la distribución y uso que propone del espacio escénico.

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Esplendor en la hierba se presenta bajo el archiconocido preámbulo de chico y chica que se gustan y, con el beneplácito de sus familias, se convierten en pareja. La tensión en el desarrollo de su historia llega por los condicionantes de la sociedad estadounidense de la década de 1920: los impulsos de la naturaleza, el objetivo del matrimonio, la pureza femenina, la condescendencia con los deseos masculinos,… Todo ello presentado con absoluta transparencia por la manera en que en que Mrs. Looomie le habla a Dennie y el rico Ace a su hijo Bud, y reforzado por los referentes histórico-literarios que se estudian en el instituto y por los mensajes que se escuchan los domingos en la iglesia.

Conflictos con una triple dimensión, la intergeneracional, la de la diferencia de clases y la asumida e indiscutible separación entre hombres y mujeres. Ellos son los que mandan y desean y ellas las que obedecen y cumplen, de igual manera que hacen los padres con sus hijos. Drama hiperbolizado por la condición adolescente de los dos protagonistas, lo que suma a su situación la rebeldía propia de su edad, la revolución hormonal y la falta de experiencia de vida. Una asfixia que se complementa por la trama secundaria de Ginny, la insubordinada hermana de Bud que no cumple ninguno de los papeles que tanto la sociedad como sus padres le tienen adjudicado sin que ella se haya pronunciado.

Un gran texto desde el punto de vista dramático, pero sobre el que el paso del tiempo ha hecho mella haciendo que su romanticismo nos resulte añejo y trasnochado. Aunque esto le quite fuerza presente, no le resta valor como pieza representativa del concepto del amor en la época en que fue tanto escrito –los idílicos 50 del american way of life– como ambientado –los ingenuos 20 en que parecía que todo iría siempre bien-. Sería difícil que consideráramos actual un texto en el que se presenta a la mujer loca de amor, entregada en cuerpo y alma a su hombre hasta llegar a perder la razón, o que muestra la pérdida de la virginidad fuera del matrimonio como una mancha perenne en la dignidad femenina.

En cuanto a lo técnico, la adaptación teatral de F. Andrew Leslie del guión cinematográfico de William Inge destaca especialmente por su propuesta de uso del espacio escénico, escenográficamente desnudo y convertido gracias al uso de la luz –a veces hasta de manera simultánea- en lugares tan variados como dos residencias familiares, la ribera de un río, una granja, un salón de baile, un aula o un hospital. Esto proporciona a la lectura/representación de Esplendor en la hierba gran agilidad y dinamismo, dotándola de esa fuerza y solidez que solo tienen las buenas dramaturgias.

William Inge & F. Andrew Leslie, Esplendor en la hierba, 1966, Dramatist Play Service.

“Yerma” de Federico García Lorca

La maternidad vista como una tragedia más que como una alegría. La auto imposición del rol de madre sobre el de esposa o el de persona independiente y la incapacidad de aceptar lo que el destino dispone. La culpa en todas sus manifestaciones, como acusación y rencor, como castigo y remordimiento, también como miedo y fracaso. Tensión e intensidad combinadas con ruralidad, bucolismo y fantasía con tintes de superchería.

En ese análisis y síntesis de la actitud, valores y modos relacionales y comunicativos de la sociedad española que es parte de la obra teatral de Federico, unida con su acervo intelectual y su capacidad imaginativa y estética, Yerma es una estación fundamental. Escrita en 1934, y tras La zapatera prodigiosa (1930) y Bodas de sangre (1933), en ella vuelve a buscar, investigar e indagar en el sentido de los votos matrimoniales. En cuál debe ser la motivación por la que dos personas decidan unirse y construir un proyecto conjunto. Si por connivencia para hacerse compañía, porque se da entre ellos una pasión irrefrenable o si es obligatorio para cumplir los objetivos que impone la educación, reflejo de la moral que enmarca y condiciona cuanto hacemos, decimos y pensamos. 

Su protagonista, mujer inquieta porque aún no es madre tras llevar esposada dos años, depresiva porque sigue sin serlo meses después y enajenada y dispuesta a cuanto haga falta cuando ya ha transcurrido un lustro, resulta antecesora de Doña Rosita la soltera (1935). Al igual que ella después, la insatisfacción, frustración y obsesión de Yerma reside en su incomprensión de lo que está viviendo. El porqué la naturaleza no se pone de su parte y le niega la maternidad que desea, condenándola a una soledad magnificada por un marido con el que la incomunicación, el desapego y el rechazo es la norma. La desesperación, y la convicción de que no hay salida ni posibilidad de escapatoria ante lo que se siente como una condena injusta que, en la línea de Mariana Pineda (1927), tiñe su relato y su vivencia de principio a fin.  

Subyace el mandamiento de la honra, el cuidado con el qué dirán y la supeditación a la figura masculina, tal y como volverá a exponer en La casa de Bernarda Alba (1936). Aunque manejados de manera diferente, ambos títulos comparten la claustrofobia de los espacios interiores y la huida a ninguna parte de los exteriores. Campo en el que se cultivan las tierras de labranza, sustento alimenticio, laboral y patrimonial que también pone de manifiesto la animalidad que afecta al comportamiento humano. Plataforma, a su vez, para los ritos paganos basados en los elementos de la naturaleza, los ciclos estacionales y los cambios meteorológicos.

Este es uno de los elementos más potentes de Yerma, y en el que están presentes tanto el conocimiento de García Lorca de los coros del teatro clásico y de las comedias de William Shakespeare, como su gusto por el esteticismo del surrealismo que ya había practicado, especialmente en El público (1930). Se sobrentiende el papel invisible de la religión en todo lo que expone, pero las situaciones que, en cambio, hace visibles en determinadas escenas, son las de prácticas que aúnan la incredulidad y el desaliento con la brujería disfrazada de curandería. Manifestaciones cargadas unas veces de una presencia hipnótica y otras de una sensorial sensualidad.

Podría parecer que Yerma es la menos trágica de las tragedias de Lorca, que su argumento es más anímico o existencial, a diferencia de Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba donde el conflicto parte de las diferentes intenciones de sus protagonistas. Pero lo que revela su lectura es que, en la caverna de toda desgracia, en el reflejo platónico de la realidad que estas son siempre, la mente humana no rehúye nunca el abismo que pone en duda su estabilidad y en riesgo su propia vida.

Yerma, Federico García Lorca, 1934, Editorial Austral.

«La edad de la inocencia» de Edith Wharton

Ha pasado un siglo desde su publicación, pero esta novela sigue manteniendo la fuerza y visión que su autora le imprimió, haciendo que a pesar del tiempo transcurrido siga resultando actual.  Por la belleza, riqueza y hondura con que describe, califica y explica la banalidad y la complicación del mundo en el que se adentra. Y por el retrato que realiza de la alta sociedad neoyorkina de 1870, del inmovilismo de sus costumbres, de la desigualdad entre hombres y mujeres, y de la hipocresía y el cinismo tras todo ello.

LaEdadDeLaInocencia

La aparición de Ellen Olenska en un palco de la ópera de Nueva York revoluciona a cuantos están más pendientes de los asistentes que de la representación sobre el escenario. Entre ellos, Newland Archer que ve cómo la recién llegada se sitúa junto a la joven con la que espera casarse, May Welland, quien resulta ser prima de aquella.

La recién llegada de Europa, separada de su marido por voluntad propia, despierta un revuelo que no deja indiferente a nadie. Todos opinan, critican y juzgan no solo su decisión, sino también su actitud, dispuesta a ejercer vida social por sí misma, y no del brazo de un prometido, un marido, un padre o un hermano. Su sola presencia se convierte en una afrenta para aquellos que basan su imagen pública en la rigurosa demostración, que no necesariamente cumplimiento, de unos cánones relacionales, matrimoniales y familiares. Una recepción y enfrentamiento que no afecta a sus convicciones y seguridad personal, lo que la otorga un inquietante atractivo que resulta de lo más estimulante para Newland Archer.

Un ambiente y un triángulo de personajes que Edith Wharton maneja con maestría para mostrarnos el conservadurismo que regía la vida de la gente bien posicionada en el Nueva York de finales del siglo XIX. Una pequeña comunidad que aspiraba a diferenciarse de las grandes ciudades europeas del momento (París, Londres) en una ciudad que aún no quería ser la de las oportunidades, sino un enclave cerrado que daba la espalda a todos los que no acataran sus dictados, fueran acaudalados y contaran con un apellido reconocido.

Con Newland Archer como guía -entre Ellen Olenska como referente de lo que seduce hasta atrapar y de May Welland de lo que da la seguridad de tener un lugar-, Wharton nos cuenta con absoluta fineza y precisión las formalidades que conllevaban los noviazgos y los rituales de la vida matrimonial, los detalles a tener en cuenta a la hora de recibir invitados y las maneras de vestir más apropiadas en cada momento del día. Su narrativa no deja escapar nada, combinando la descripción de la belleza intrínseca de los elementos utilizados (florales, artísticos, mobiliarios,…) y de los lugares elegidos (paisajes a la vera del mar, el incipiente gran urbanismo estadounidense, los clubs sociales o las residencias de estilo colonial), con la explicación divulgativa del uso encorsetado que se hacía de los mismos (plagados de simbolismo y metáforas de estatus).

Una prosa de extraordinaria riqueza en la que conviven –simultáneamente incluso, pero sin llegar a diluirse entre sí- la asertividad del narrador omnisciente, la acidez del que sabe que el fruto tiene más matices de sabor de los que aparenta y el cálculo de quien deja que sean los hechos los que hablen por sí mismos. Así, lo que comienza como la descripción de la parte visible, de los usos y costumbres, de los valores y exigencias de la que se autoconsidera alta sociedad, poco a poco va tornando en un viaje lleno de avatares hacia todo lo que conlleva el deseo cuando combina la reciprocidad y la imposibilidad.

Así es como La edad de la inocencia va más allá de la localización y tiempo en que está ambientada y se desvela como una novela genial sobre la lucha por ser fiel a uno mismo, el sufrimiento por las exigencias del entorno y la impotencia por no encontrar la manera de conciliar el impulso interior con la convivencia exterior.

La edad de la inocencia, Edith Wharton, 1920, Tusquets Editores.

«The dinner party» de Neil Simon

Tres hombres y tres mujeres nos hablan sobre las relaciones, el amor y el desamor, el antes y el después del matrimonio en un texto que evoluciona de manera difusa entre la comedia ligera, la ironía y el sarcasmo. Su clímax está muy bien expuesto y dialogado, pero su sencilla resolución hace que no quede muy clara su verdadera intención.

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The Dinner party (2000) comienza resultando atractiva por la sugerencia de su localización, un restaurante de lujo en París, en La Cassette, el lugar en el que dos siglos atrás Napoleón y Josefina se citaban antes de estar casados. Súmese a ello la vestimenta de gala que lucen sus primeros invitados, dos hombres de traje que no se conocen. La conversación se inicia como la propia de personas que no saben si han de crear un vínculo entre sí o limitarse a la cortesía que marcan las normas básicas de educación. Incertidumbre a la que se le une que ninguno tiene ni idea de por qué se les ha convocado y que se acrecienta con la llegada de un tercero que no congenia con ninguno de ellos. Esto provoca que las diferencias, tanto de carácter como de valores y estilos de vida, entre los primeros comiencen a hacerse también evidentes.

El registro inicial de sus conversaciones es el de una comedia ligera basada en la fluidez de los diálogos y en la levedad de lo que relatan. Pero cuando comienzan a lanzarse dardos sarcásticos, casi hirientes, surge la duda del derrotero argumental en que esa tensión puede derivar. Clima que se acrecienta con la dualidad atracción y enfrentamiento entre hombres y mujeres cuando los personajes femeninos –hasta un total de tres- aparecen en escena. Las nuevas tramas relacionales que surgen nos dejan claro que es aquí a donde el autor de Descalzos por el parque (1963) nos quería conducir y aunque el trayecto ha sido entretenido, lo cierto es que ha sido innecesariamente largo.

La comedia torna entonces en una atmósfera agridulce. Su intención sigue siendo que sonriamos, pero también que reflexionemos sobre el amor, el compromiso, las relaciones, la empatía y el paso del tiempo. Las respuestas ingeniosas y las réplicas ácidas, a las que ya nos hemos acostumbrado, se contraponen con la propuesta que da la distancia temporal de la introspección sobre lo vivido y lo aprendido de los momentos buenos y los pasajes negativos de sus matrimonios -los seis personajes de The dinner party resultan estar divorciados-.

Un corazón argumental muy bien dialogado y con una carga dramática consistente, pero que no queda unido con solidez a lo que conocimos anteriormente. El sugerente simbolismo de la localización histórica parisina queda convertido en un recurso sin más para conseguir unas escasas líneas de conversación. La gracia de los primeros minutos de representación han perdido su fuerza a estas alturas, dejando en la memoria un eco de atmósfera de ascensor, de instantes tan inevitables como intrascendentes, solo aptos para aquellos no dispuestos a realizar ningún tipo de ejercicio creativo y/o mental. Más aún cuando su desenlace dura tanto como la apertura y cierre de puertas del elevador una vez que este llega llega al piso marcado por Neil y Simon se baja dejándonos dentro sin saber dónde vamos ni qué debemos hacer.

The Dinner Party, Neil Simon, 2000, Samuel French.

“Casa de muñecas” de Henrik Ibsen

Disección de los artificios, convenciones, exigencias y formalidades sobre las que se construye el modelo de pareja patriarcal, amparado en las presiones sociales y religiosas, y el papel instrumental e inferior en el que coloca a la mujer. Biografías, tramas y comportamientos estructurados en círculos, vasos comunicantes y espejos con los que su autor confronta a la sociedad de su tiempo -y a la de hoy- con sus hipocresías y contradicciones.  

No hay mayor riesgo de que las cosas se tuerzan que en el momento previo a que comiencen a ir bien. Después de tanto tiempo esperando, anhelando y deseando que los astros, los esfuerzos y las ilusiones se alineen para que, entonces, la realidad se muestre cruda, sincera y honesta y no te quede otra que reconocer la mentira de ayer y hoy para entregarte a la verdad de siempre. Eso es lo que le sucede a Nora. Tras perder hace años a su padre, y casi a su esposo por una terrible enfermedad, y no haber disfrutado la vida como le hubiera gustado, se prepara para llegar a final de mes sin problemas una vez que su marido asuma en breve la dirección del banco en el que ya trabaja como abogado.

Para mayor simbolismo, el cielo diáfano y despejado de sus coordenadas se nubla en una fecha tan señalada como es la de Nochebuena. Jornada cargada de simbolismo familiar, de amor puro y honesto, de humanidad empática, respetuosa y dadivosa. Algo que, a pesar de las sonrisas, las formas y la buena disposición, queda patente que es más artificio y fachada que la experiencia del día a día. Del pasado surgen una amiga a la que no ayudó como se merecía y un hombre del que se fio sin pensar los riesgos que para su matrimonio y su familia suponía comprometerse contractualmente con él. Los límites de lo moral y lo legal, con lo afectivo de por medio, quedan así expuestos y siendo cruzados a su vez, con la honra y los supuestos jerárquicos e intelectuales por los que un hombre es más que una mujer.

Al igual que había hecho en su obra anterior, Los pilares de la sociedad (1877), Ibsen realiza nuevamente un retrato objetivo de la sociedad de su tiempo. Inicia Casa de muñecas mostrando los roles masculinos y femeninos que se presuponen en el tiempo de su escritura, de manera que sus lectores/espectadores se sientan cómodos con su propuesta. La sacudida llega después cuando expone con total asertividad las fisuras de una construcción que a ellas las coarta, infantiliza y anula y a ellos les ensalza y obliga. Si hasta entonces sus diálogos, situaciones e interacciones habían sido certeros para mostrar lo que pretendía, en el tercer acto su validez y solidez resultan ser maestros por su atemporalidad y las múltiples lecturas que permiten, no solo dramatúrgica, sino también política y filosófica.

Se puede ver en ello una intención humanista, en contra de la cosificación de la mujer, que entroncaría con un enfoque feminista adelantado a su época. Aunque en este sentido hay que destacar que, más que igualdad, lo que Ibsen reclama es el derecho a ser uno mismo, a no ser manipulado, para de esa manera ser más auténtico y tener una vida mucho más serena y profunda en lo individual, y comprensiva e íntima en lo relacional. En cualquier caso, una visión en la que entran en juego valores como la honestidad, la lealtad y la fidelidad en los que seguiría ahondando en textos posteriores como Un enemigo del pueblo (1882).

Casa de muñecas, Henrik Ibsen, 1879, Editorial Losada.

10 novelas de 2021

Dos títulos a los que volví más de veinte años después de haberlos leído por primera vez. Otro más al que recurrí para conocer uno de los referentes del imaginario de un pintor. Cuatro lecturas compartidas con amigos y sobre las que compartimos impresiones de lo más dispar. Uno del que había oído mucho y bueno. Y dos más que leí recomendados por quienes me los prestaron y acertaron de pleno.

«Venus Bonaparte» de Terenci Moix. Una biografía que combina la magnanimidad de las múltiples facetas de la historia (política, arte, religión…) con lo más mundano (el poder, el amor, el sexo…) de los seres humanos. Un trabajo equilibrado entre los datos reales, basados en la documentación, y la libertad creativa de un escritor dotado de una extraordinaria capacidad expresiva. Una narrativa fluida que ahonda, analiza, describe y explica y unos diálogos ingeniosos y procaces, llenos de respuestas y sentencias brillantes.

«A sangre y fuego» de Manuel Chaves Nogales. Once episodios basados en otras tantas situaciones reales que demuestran que la violencia engendra violencia y que la Guerra Civil fue más que un conflicto bélico entre nacionales y republicanos. Los relatos escritos por este periodista en los primeros meses de 1937 son una joya narrativa que dejan claro que esta fue una guerra total en la que en muchas ocasiones los posicionamientos ideológicos fueron una disculpa para arrasar con todo aquel que no pensara igual.

«El lápiz del carpintero» de Manuel Rivas. Una narración que, además de los hechos, abarca las emociones de sus protagonistas y sus preguntas y respuestas planteándose el por qué y el para qué de lo que está ocurriendo. Un viaje hasta la Galicia violentada en el verano de 1936 por el alzamiento nacional y embrutecida por lo que derivó en una salvaje Guerra Civil y una despiadada dictadura.

«Drácula» de Bram Stoker. Novela de terror, romántica, de aventuras, acción e intriga sin descanso. Perfectamente estructurada a partir de entradas de diarios y cartas, redactadas por varios de sus personajes, con los que ofrece un relato de lo más imaginativo sobre la lucha del bien contra el mal. El inicio de un mito que sigue funcionando y a cuya novela creadora la pátina del tiempo la hace aún más extraordinaria.

“Alicia en el país de las maravillas” y «Alicia a través del espejo», de Lewis Carroll. No es la obra infantil que la leyenda dice que es. Todo lo contrario. Su protagonista de siete años nos introduce en un mundo en el que no sirven las convenciones retóricas y conceptuales con que los adultos pensamos y nos expresamos. Una primera parte más lúdica y narrativa y una segunda más intelectual que pone a prueba nuestras habilidades para comprender las situaciones en las que la lógica hace de las suyas.  

«Feria» de Ana Iris Simón. Narración entre la autobiografía, el fresco costumbrista y la mirada crítica sobre las coordenadas de nuestro tiempo desde la visión de una joven de treinta años educada para creer que cuando llegara a los treinta tendría el mundo a sus pies. Un texto que, jugando a la autenticidad de lo espontáneo, bordea el artificio de lo naif, pero que plasma muy bien la inmaterialidad que conforma nuestra identidad social, familiar y personal.

“A su imagen” de Jérôme Ferrari. La historia, el sentido, el poder y la función social del fotoperiodismo como hilo conductor de una vida y como medio con el que sintetizar la historia de una comunidad. Una escritura honda que combina equilibradamente puntos de vista y planos temporales, que descifra con precisión lo silente y revela la realidad de los vínculos entre la visceralidad y la racionalidad de la naturaleza humana.

«La ridícula idea de no volver a verte» de Rosa Montero. Lo que se inicia como una edición comentada de los diarios personales de Marie Curie se convierte en un relato en el que, a partir de sus claves más íntimas, su autora reflexiona sobre las emociones, las relaciones y los vínculos que le dan sentido a nuestra vida. Una prosa tranquila, precisa en su forma y sensible en su fondo que llega hondo, instalándose en nuestro interior y dando pie a un proceso transformador tras el que no volveremos a ser los mismos.

“Lo prohibido” de Benito Pérez Galdós. Las memorias de José María Bueno de Guzmán van de 1880 a 1884. Cuatro años de un fresco de la alta sociedad madrileña, de apariencias y despropósitos, dimes y diretes y tejemanejes sociales, políticos y económicos de los supuestamente adinerados y poderosos. Una superficie de lujo, buen gusto y saber estar que oculta una buena dosis de soberbia, corrupción, injusticia y perversión.

“Segunda casa” de Rachel Cusk. Una novela introvertida más que íntima, en la que lo desconocido tiene mayor peso que lo explícito. Ambientada en un lugar hipnótico en el que la incomunicación resulta ser la atmósfera en la que tiene lugar su contrario. Una prosa intensa con la que su protagonista se abre, expone y descompone en su intento por explicarse, entenderse y vincularse.