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“El Ge”, entre lo apolíneo y lo dionisiaco

Nietzsche sobrevuela este texto y montaje teatral sobre el chemsex describiendo su intención, estructura y efecto. Trata algo convulso, confuso y complejo de una manera didáctica, ordenada y explicativa. Acierto y mácula. Aun así, obra que podríamos considerar necesaria para tomar conciencia de una realidad obviada e ignorada.

Tras las celebraciones por todo el territorio nacional, comienza la semana grande del Orgullo LGTBI, la que tendrá como acto central una manifestación el próximo sábado bajo el lema Abrazando la diversidad familiar: iguales en derechos. Sin embargo, lo que muchos recordarán y el motivo por el que se acercarán a la capital a trasnochar varios días, no será la reivindicación sino la fiesta. Lícito y compatible, más quizás también sintomático de los tiempos que vivimos. En un momento en el que la mentira partidista y el ruido mediático pretenden impedir la igualdad y la verdadera libertad, que es la de ser y no la de consumir, prima en demasía la satisfacción individual y la búsqueda del placer corporal como medio de satisfacción emocional.

En este contexto es en el que desde hace años escuchamos sobre la práctica del chemsex, personas que se unen durante horas para consumir drogas y desinhibirse hasta límites que van más allá del goce físico, poniendo en riesgo su integridad física y psicológica. Asunto serio que niegan demasiadas personas. Los que lo practican para no enfrentar lo que esconden tras ese síntoma de autodestrucción, y muchos más porque todo vale para seguir alimentando su homofobia. Monstruo sutil y omnipotente, atmósfera silente que desprecia, sentencia y castiga. Círculo vicioso en el que lo íntimo se enreda con lo familiar, lo social, lo cultural y lo político.

Todo eso está en El Ge. Avelino Piedad es ese hombre que llega a su casa lleno de vacío tras no se sabe con cuántos cuerpos haber practicado el desenfreno, el uso y la cosificación. Vemos al actor, pero falta personaje. Apenas se dan unos datos sobre él, pero más encaminados a justificar la estructura del texto que a introducirnos en la vida de una persona con la que conectar y empatizar, con la que confrontarnos y quizás identificarnos. Cuanto se relata sobre la dinámica de los encuentros, el abanico de drogas a disposición de los participantes («guapas, circas o guarras», bien los momentos de humor y hasta cabaret), o las cotas psicológicas y derivas psiquiátricas a las que se llega, resulta más dramatización que dramaturgia.

Bien saltarse la cuarta pared y sentir que se comparte espacio, saber que éste es el monólogo de alguien que sufrió recientemente un desengaño amoroso y que tuvo una infancia que lo ha convertido en un neurótico de presencia gimnasta y mirada barbuda. Mas, desde mi experiencia personal no escuché nada que no haya oído aquí o allá, que me hayan contado participantes o afectados. Y para quien viva lejos de estas circunstancias, creo que esta propuesta se le queda excesivamente sencilla, le falta la emoción que le atrape sin necesidad de pasar por su razón y ejercicio de comprensión.

También puede ser que la propuesta escrita y dirigida por Emma de Martino funcione con unos y otros porque les ofrece cuanto son capaces de digerir y tolerar, sin incomodarlos ni agitarlos. Ejerce más de recordatorio e introducción que de llamada a la responsabilidad y a la acción. Como decía Nietzsche, bien traído a escena, nos debatimos entre el orden de lo apolíneo y la agitación de los dionisiaco.

El Ge, en Nave 73 (Madrid).

“Particulares y patios”, coordenadas de un pequeño universo

El espacio común de todo inmueble compartido como lugar en el que confluyen, se cruzan, encuentran e ignoran sus habitantes y sus historias, sus dramas y sus alegrías. Una propuesta que aúna texto y movimiento, dramaturgia y performance con pasajes meramente narrativos y otros en los que se experimenta, indaga e investiga con las posibilidades de lo escénico.

La Chivata Teatro ha convertido la sala de Nave 73 en un bien catastral en el que intérpretes y espectadores se relacionan como buenos vecinos. Al llegar, los actores interactúan con quienes buscan asiento. Les dan la bienvenida y comparten con ellos fotografías y pinzas. Cuentan que tomaron las imágenes con cámaras de un solo uso durante el proceso de ideación de este montaje. Metateatro y maleabilidad de la cuarta pared. Recurso que ya no nos sorprende, pero mecanismo eficaz con el que solventar la escasez de presupuesto y hacer de la función una burbuja temporal que se adapta libremente al fluir del pulso y la tensión de la atmósfera allí creada y compartida.

Ese es el ánimo que se percibe en Particulares y patios. Su materialización parte del principio de transparencia, mostrar sus costuras narrativas y escénicas, base sobre la que fundamenta su intención de componer un fresco comunitario en el que vemos a mujeres que se asoman a la ventana a recoger la ropa, a solitarios que esperan ansiosos la entrega de un mensajero, parejas en un punto de inflexión de su relación o amigos que comparten lo bueno y se apoyan en lo triste. Cuadros que se suceden, repiten o intercalan con la misma cadencia con que supuestamente se estructuran la cotidianidad y monotonía de nuestras vidas.

El teatro apela a dos de nuestros sentidos: oído y vista. Particulares y patios es mucho más placentero para el segundo que para el primero. Lo que se dice y escucha suena a conocido, a elemento necesario, a introducciones o diálogos inevitables que dan pie al verdadero corazón de la representación. Lo que se ve y observa, en cambio, denota una inspiración, trabajo y dedicación mucho más elaborada y conseguida en que se nota la participación e implicación directa de un elenco compenetrado.

Hay en este apartado originalidad y chispa, una búsqueda y consecución de imágenes y significados que seducen la mirada de quien asiste, embaucado por cómo los seis intérpretes juegan con la diafanidad de la escenografía, el escaso atrezo y modulan sus propios cuerpos para ejercer tanto de personas como de objetos. Llámese coordinación, coreografía o sincronía, o sea una combinación de todo ello, el modo en que manejan las telas y las poleas, o los marcos simulando ventanas o señalando sobre dónde hace zoom su historia, resulta hipnótico y atractivo. Pasajes que funcionan por sí mismos, por el esteticismo y la energía que transmiten.

Ahí es donde está el valor de este montaje, el cauce por el que nos llega el conglomerado de sensaciones, sentimientos y emociones que pretende aflorar, sintetizar y transmitir. El potencial en el que se me ocurre sugerir a La Chivata Teatro que siga buceando para profundizar en el camino en el que está, conseguir objetivos ambiciosos y llegar a las metas que se intuyen desde la platea.

Particulares y patios, en Nave 73 (Madrid).  

10 montajes teatrales de 2022

Estrenos con la mirada puesta en el barroco de Lope de Vega. Pícaras del siglo de oro encarnadas por dos de nuestras mejores actrices. Reivindicaciones políticas, reflexiones filosóficas y un monólogo tan autobiográfico como terapéutico. Coralidades divertidas, sugerentes y sugestivas, y miradas a la adolescencia y a la ligereza de la primera juventud.

Restos del fulgor nocturno (Teatro Clásico). Josep María Miró se deconstruye y se reconstruye sobre el escenario en una suerte de morbo, desnudez y confesión en que revela intimidades, pudores y secretos personales y familiares, conformando una pirámide que crece conceptual y narrativamente formando un corpus cada vez más sólido.

Las que limpian (Centro Dramático Nacional). A Panadaría combina orgullo identitario, capacidad de análisis y finura para transmitir su visión sobre el atropello laboral que sufren tantas mujeres encargadas de limpiar las habitaciones de hotel, condenadas a trabajar en condiciones indignas y por un sueldo aún más miserable que la ética de los empresarios que las contratan.

Los farsantes (Centro Dramático Nacional). Pablo Remón volvió a la actualidad dramática por la puerta grande con dos horas y medias inteligentes y complejas en las que desnudaba la cara oculta del teatro y el cine con unos excelentes Javier Cámara, Bárbara Lennie, Francesco Carril y Nuria Mencía.

Malvivir (Teatro Español). Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón se trasladan bajo la dirección de Yayo Cáceres y la dramaturgia de Álvaro Tato al Siglo de Oro para ofrecernos un recital de gracia, verbo y presencia en el que se reparten y alternan los personajes para hacernos disfrutar con sus andanzas, descaros e impudicias

Los que hablan (Teatro del barrio). Sencillos y espontáneos que dicen lo que piensan, mas nunca piensan lo que dicen. Un cuadro, un fresco, un collage de humanidad en la combinación, la interacción y la unión de las voces, la presencia y la gestualidad de Malena Alterio y Luis Bermejo.

La voluntad de creer (Teatro Español). En el principio estuvo el verbo y la presencia, después la palabra y el cuerpo y finalmente el significado y la experiencia. Ese es el viaje escrito, dirigido y compartido por Pablo Messiez en un argumento que nos sitúa en una reunión familiar en el País Vasco.

La noria invisible (Teatro Español). Comedia dramática y drama risueño a la par, en el que la detallista dirección de José Troncoso se complementa con la retórica de su texto para ofrecer un espectáculo que nos llega, además de por lo que escuchamos y vemos, por la identificación que establecemos con sus personajes.

Tea Rooms (Teatro Fernán Gómez). Una dirección en la que cada personaje está trabajado tríplemente. Por sí mismo, en conexión con los demás y como parte de un protagonista que es el conjunto de todos ellos. Un enfoque que consigue una compenetración total entre texto y actrices, gesto, presencia y palabras.

Elogio de la estupidez (Teatro Español). Decía Forrest Gump que tonto es el que dice tonterías, también hay quien opina que los muy tontos son, en realidad, listos que viven de los tontos que se creen listos. Esta función podría ser utilizada a favor y en contra por partidarios de una corriente y de otra.

Sweet Dreams (Nave 73). No es solo un espectáculo individual o un monólogo al uso con distintos actos en el que su único personaje evoluciona, cambia y se enfrenta a sí mismo. Es también un diván, un folio en blanco y un confesionario en el que no hay más cera que la que arde y afirmaciones que las que se escuchan.

“La descomposición de Courtney” y el desmadre de La Tarara

Montaje en el que la realidad no es más que el punto de partida para trascender a un plano paralelo. La esencia de su trama no está en un argumento y unos personajes definidos, sino en su libre devenir. Un sortilegio en el que se le da la vuelta a los mitos y a la cultura popular, se expían obsesiones y pecados, y se desata la imaginación para deleite de intérpretes y espectadores.

Kurt Cobain y Courtney Love se conocieron, se casaron y tuvieron una hija. Fueron felices e infelices hasta que él se suicidó. Un punto de inflexión en la vida de su esposa en el que Marie Delgado se sumerge, igual que la Alicia de Lewis Carroll atravesaba el espejo, para adentrarse en un mundo que se articula y manifiesta de maneras que, desde este lado, podríamos catalogar como surrealistas, dadaístas, anárquicas y absurdas. La descomposición de Courtney es así, pero también es su reverso. Su libertad y fluidez están cargadas de símbolos, de recursos escénicos, textuales y musicales que nos definen y representan.  

De ahí que salte de una supuesta estancia en Seattle a lo que podría ser la descontextualización de una escena felliniana, la recreación de un instante de Berlanga o un cruce antojado entre Viernes 13 y Buñuel. Exceso, histrionismo e hipérboles continuas propias de la cultura pop, como deja claro la tela inspirada en Warhol y Basquiat que preside la escenografía diseñada por José W Paredes. Sin vergüenza ni recato, hablando español, chapurreando italiano y atreviéndose con el inglés como si fueran un spin-off de la coralidad de cualquier película de John Waters protagonizada por Divine. Y sin olvidar el costumbrismo y el humor patrio, ese que está a mitad de camino entre la antropología y la cultura popular.

Una miscelánea que Luis Carlos Agudo, Rubyalex Cortex y la propia Marie llevan a la acción con un desparpajo sin límites, propio de quienes son más animales escénicos que comediantes, de quienes se entregan a su cometido, transformándose, versionándose y dosificándose cuanto haga falta para gloria del texto y disfrute del patio de butacas. Sus cambios de registro son tan explosivos como los de su vestuario y caracterización, y su descaro tanto como el buen gusto de la selección musical. Temas que bailan y versionan en vivo y en directo, aunque mejor si lo hicieran de forma más breve, en el que es el único pero que se me ocurre a la dirección de esta descomposición.

Término que no solo le da un título sugerente a esta propuesta de La Tarara, sino que revela también su intención primera y última, de manera cercana a como lo hizo con El niño adefesio en esta misma sala, en Nave 73, un año atrás. Courtney como medio y excusa con la que diseccionar, revelar y mostrar algunos de los múltiples comportamientos, respuestas y actitudes racionales y emocionales, lógicas e inexplicables con las que se manifiesta la conducta humana. Un sentido que articula la locura, velocidad y albedrío de lo que sucede sobre el escenario y que consigue crear una atmósfera que no responde a porqué, pero que sí ofrece un cómo y un para qué. Dándolo todo, sin límites ni cortapisas, y consiguiendo crear un universo cuyo funcionamiento no necesita de justificaciones ni de explicaciones para resultar creíble y habitable.

La descomposición de Courtney, en Nave 73 (Madrid).

«Los planes de Dios» y la voluntad del hombre

Transgredir. Pero no con el ánimo de provocar o escandalizar. Sino de romper con el presente, cambiar las normas y conseguir que la libertad sea una realidad y no una utopía. Una propuesta que engancha por la buena voluntad de su puesta en escena y por su capacidad de conectar con sus espectadores de una manera completamente performativa.

Los planes de Dios parte del hecho de haber sido concebida durante el confinamiento que vivimos en la primavera de 2020. Rezuma ganas de escapar, eclosionar y transformar cuanto sea necesario para dar pie a un orden natural, que no nuevo porque cree que ya existe, pero por el que nadie se atreve a luchar de verdad. Su empeño es pasar de la teoría a la práctica arrasando la actual praxis social, política e intelectual. Sin embargo, el texto de José Andrés López, también intérprete y director, es sutil y reflexivo. Argumenta, expone y debate. No parte de afirmaciones contundentes, no arroja miradas concretas y tampoco concluye en juicios absolutos. Solo grita un basta ya, así no, suficiente, que hace confluir su presencia y su verbo con la mirada y la emoción de su espectador.

Su expresión parte de la necesidad. Manifestarse o morir. Gritar o ahogarse. Verbalizar o quedarse mudo de por vida. Y por ello es que la representación sobre el escenario no consiste solo en palabra y cuerpo, sino también en movimiento y energía. Interior unas veces y canalizada con orden. Exterior otras, adueñándose del cuerpo de José Andrés, manipulándolo y formateándolo a su antojo.

Además de personaje, de alguien con identidad propia, él también es el medio que intercede entre nosotros y ese plano más allá que nos hace prisioneros (a través de la enfermedad, los prejuicios o las dependencias), así como con ese otro que nos reclama auténticos. Su físico -guiado por la labor coreográfica de Silvi Mannequeen- es el campo de batalla en el que luchan las exigencias y las imposiciones contra las ilusiones y las posibilidades.

Entre proyecciones audiovisuales y grafismos firmados por Virginia Rota, y una ambientación musical que viaja entre lo hipnótico y lo sensual, de la mano de Carlos Gorbe (Tiananmen), José Andrés se entrega completamente a su cometido. Se transforma física y emocionalmente, metamorfosis en la que se ve acompañado por un vestuario y una caracterización evocadora del movimiento punk. Muy propio para su propósito de plasmar el conflicto, la sumisión y la agresividad que todo individuo vive, siente y transmite a su vez en la distopia en la que está inmerso.

Conflicto que marca tanto su relación consigo mismo como con la sociedad de la que forma parte y con la maquinaria que supuestamente le controla, conduce y determina. Una bomba de relojería que nos deja con la duda de si la suya es una propuesta catártica, un grito ahogado que nos reclama abrir los ojos, ser valientes y actuar, o un ejercicio de escapismo tras el cual volver a la zona de confort de la opresión, la queja y el lamento en el que estamos instalados.

Los planes de Dios, en Nave 73 (Madrid).

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero

Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado. Un viaje y un retrato existencial en el que traspasa el espejo de “La gaviota” de Chejov, para acercarse a construcciones tan hondas, íntimas y desgarradoras como las de los personajes de Tennessee Williams.   

Vi Cliff representado en septiembre de 2015 en Nave 73. Me gustó mucho. Me impresiona cuando una representación lo consigue todo de manera sencilla, únicamente con actores y texto, sin apenas escenografía y con escasos recursos escénicos (iluminación y música en este caso, nada más). Un único intérprete, Carlos Lorenzo, y las palabras de Alberto Conejero, a quien descubrí con esta obra. Ahora que he vuelto a ella, leyéndola, no solo he revivido lo sentido entonces, sino que he disfrutado ahondando en las múltiples capas, prismas y relaciones que expone.

Una escritura que confirma y destruye la imagen que tenemos de Montgomery Clift como una estrella de Hollywood, pero atormentado por ser homosexual en unas coordenadas que lo prohibían, conflicto del que salió derrotado por recurrir al alcohol y las drogas bajo la mirada de colegas y amigos de la profesión como Marlon Brandon y Elizabeth Taylor. La confirma porque es lo que ya sabemos antes de leer o ver Cliff como montaje teatral. La destruye porque no describe una imagen proyectada sobre una pantalla, sino que muestra con la crudeza de la verdad tal cual, sin adjetivos calificativos, la realidad de un ser humano que como tantos otros solo así consiguió alcanzar y mantener el punto de equilibrio entre quien era y lo que los demás le exigían.

Para ello, Conejero se adentra a través de las cicatrices físicas y espirituales de su retratado mostrándonos cómo toma conciencia de su dolor, las sangrantes luchas internas y los escandalosos conflictos externos que este le provoca y el difícil equilibrio en el que se sustentaba su existencia. Un drama que conecta con el ser o no ser de Hamlet y la tragedia griega y sus máscaras, artefacto mediador entre la persona y el personaje, evocación que Conejero utiliza para exponer la otra interpretación de Montgomery Clift, no la que realizaba ante las cámaras por su profesión, sino tras estas como resultado de la misma.  

Un recurso clásico, el de la máscara, sobre el que construye esta historia, tomando como punto de partida el accidente de automóvil en el que el 12 de mayo de 1956 Monty casi destrozó su rostro. Continúa con el alcohol que le distanciaba y protegía de cuanto le rodeaba, los cuerpos masculinos en los que huía del amor que no se permitía entregar ni recibir y concluye con su deseo de catarsis, renacimiento y salvación, interpretando en el teatro a Tréplev, el joven dramaturgo de La gaviota (1896) de Chéjov.

Un hilo a partir del cual, y con la vibrante pulcritud emocional de su escritura, Alberto despliega una estructura meta teatral de múltiples prismas. De un lado, el juego de espejos entre Clift y el protagonista chejoviano. Y del otro, los paralelismos entre Antón y Conejero construyendo historias sobre artistas que se buscan a sí mismos a través de sus creaciones. Una relectura que, a su vez, hace que el también autor de La piedra oscura o Ushuaia se refleje en uno de sus referentes, Tennessee Williams, quien también ahondó, como él, en este texto hasta hacer su propia reescritura del mismo en 1980 en The notebook of Trigorin.

Cliff, Alberto Conejero, 2011, Fundación Autor.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«Mauthausen. La voz de mi abuelo»

Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

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Por mucho tiempo que pase los testimonios en primera persona de cuantos vieron sus vidas arrasadas por la II Guerra Mundial seguirán agitando nuestras conciencias. Cierto es que cabe el riesgo de que acabemos, si no lo estamos ya, inmunizados y nos suenen todos iguales, de que nos parezcan más el argumento de una ficción que algo que no solo pasó, sino que puede volver a ocurrir (parafraseando a Primo Levi). Mauthausen tiene la virtud de sorprendernos aun contándonos una historia que en líneas generales ya conocemos, de emocionarnos a pesar de haber escuchado y visto anteriormente narraciones similares.

Y lo logra porque no pretende mitificar a su protagonista, sino mostrarlo con veracidad, no como un héroe, sino como alguien que no tuvo más opción que sobrevivir. Una y otra vez, porque no fue en una única ocasión, un momento puntual, en que vio su vida peligrar. La Guerra Civil española le pilló en La Línea de la Concepción, su llegada a nado a Gibraltar para huir de los fusilamientos aleatorios, el paso andando al otro lado de los Pirineos a mediados de 1939, estar prisionero en una playa en la que tenía que cocinar con agua del mar, enrolarse en el ejército francés para hacer frente al enemigo alemán y ser abandonado por los mandos, verse en un vagón de mercancías, en un barracón lleno de piojos, tras una alambrada electrificada con una simple camisa a muchos grados bajo cero.

Acontecimientos que transmite sin imposturas físicas ni discursos reformulados a posteriori para impresionar, sino trasladándose hasta aquel duro entonces con el gesto y con la piel, con la verosimilitud de las imágenes que quedaron grabadas en sus retinas. Evocando a la manera de Viktor Frankl (El hombre en busca de sentido), con buen humor y sencillez, las conversaciones cotidianas que surgían en esas circunstancias, pero recordando también tanto lo salvaje crudeza de sus verdugos como las valentías anónimas de las que muchos fueron capaces. Ya fuera por no perder la esperanza de salir de aquella, por dejar prueba de lo que estaba ocurriendo o por mantener la ilusión de volver a vivir algún día en paz y libertad.

La dirección de Pilar G. Almansa se centra en lo nuclear, en que lo que Manuel cuenta sea lo protagonista, pero asegurándose de que nos llega y entendemos su magnitud, tanto la que compartimos todos, la humana, la de la civilización a la que pertenecemos, como la suya propia, la individual, la de la experiencia que le marcó y que supo superar e integrar tanto en su bagaje de vida como en su personalidad. La continua transformación del escenario en cuanto es necesario gracias al uso de la luz, la música, los efectos sonoros y unos escasos elementos escenográficos (una escalera, una silla, una mesa, unos pares de zapatos, una alambrada, unos palos y unos focos) solo se puede definir como exitosamente inteligente.

Una doble labor que se compenetra a la perfección con Inma González. Sea por su capacidad como actriz, sea por su deseo de honrar, homenajear y dar voz a su abuelo, su interpretación es excelente. La habilidad con que maneja los recursos que tiene a su alcance y la fluidez cercana a la danza con que se mueve sobre el escenario, sumada al amplio abanico de estados de ánimo que transmite, convierten la experiencia de ser espectador de Mathausen en algo vibrante y profundamente emocionante. La voz de mi abuelo consigue esa magia que solo el teatro sobresaliente es capaz, fusionar el alma y el corazón de Manuel con la de aquellos que han ido a conocerle.

Mathausen. La voz de mi abuelo, Nave 73 (Madrid).

«Una noche como aquella»

Amistad, cariño, atracción, sexo, amor, dos hombres, una mujer y música en directo. Combínese todo con interpretaciones frescas y diálogos que hacen sonreír y agítese durante setenta minutos para obtener como resultado una historia sobre cómo evolucionan las relaciones a través de un amplio y fluido muestrario de situaciones de pareja y convivencia.

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Un chico, otro chico y una chica. Amigos que una noche se dejan llevar y se convierten en trio. ¿O es más adecuado decir “pareja de tres”? Normalmente “trio” se entiende como algo sexual, pero “Una noche como aquella” no trata de esto. Tres personas que se llevan bien, que se conocen desde hace mucho tiempo, una relación en la que, sin ponerse etiquetas, cada uno de ellos siente atracción física y emocional por los otros dos, entonces,  ¿por qué no probar? Superada la barrera de un primer encuentro de desnudo físico, todo es comenzar a rodar y ver hasta dónde se llega.

Si dejamos a un lado que aquí son tres en lugar de dos, nos vamos a encontrar con un catálogo de situaciones de pareja similar al de cualquier otra. Tener un sitio en el que vivir juntos, las reglas de la convivencia, las presentaciones en familia o quién habla y quién calla frente al televisor, entre otras. Algunas cuestiones con sus peculiaridades, porque si a veces acompasar los ritmos sexuales entre dos puede ser complicado, entre tres da pie a imaginar muchos castillos de naipes.

De fondo, dos hilos conductores, humor cargado de optimismo y naturalidad sin prejuicios. Las sonrisas llegan provocadas por situaciones en las que cualquiera podríamos vernos, momentos que se resuelven de manera solvente sin caer en debates, polémicas o chistes de mejor o peor gracia sobre cualquier asunto relacionado con el sexo (orientación, identidad o género). Un relax que deja fuera cualquier posible influencia distorsionadora, como son las cuestiones morales, y que hace que el texto escrito por Nacho Redondo se centre en lo realmente importante, en mostrar la posible complejidad de una relación únicamente a partir de los elementos que la forman, los deseos y aspiraciones de sus integrantes.

A esta lograda intención de ser sencillo sin ser simple, hay que sumarle la buena definición que tiene cada personaje –y el notable trabajo de los actores que los encarnan-, componiendo en su conjunto un triángulo equilátero en términos de protagonismo e intervención sobre el escenario. Un puzle de tres piezas en continuo movimiento, como si de figuras de un tetris se tratara, que su directora, Chos, hace fluir de manera más o menos rápida según el pasaje, pero siempre hacia adelante. A destacar también que lo hace sumando, cuanto acontece aporta a lo que está por venir, el presente de cada escena tiene tras de sí el pasado de lo vivido, de lo ya visto y escuchado.

Las canciones en directo de Ana Pi son la guinda a este menú teatral de buenas materias primas (reparto y libreto) y cuidada elaboración y presentación que sus espectadores probablemente recuerden por su fácil digestión y el buen sabor de boca que les dejó.

«Una noche como aquella» en Teatro Lara y Nave 73 (Madrid).