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10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.

«Insomnia» de Stephen King

Demasiados cientos de páginas para una historia bien estructurada pero luego desarrollada a golpe de redacción sin alma. Una lectura con momentos de intriga, tensión e incertidumbre, pero también de tedio, inercia y provocadora de alguna interjección en señal de sorpresa e incredulidad. Una de esas ocasiones en que el autor parece haberse puesto frente al papel como profesional de la escritura y no como creador con entusiasmo e ilusión y teniendo algo que contar y compartir.

Necesitaba una novela que me entretuviera y enganchara como si no existiera otra cosa más en mi vida. Como cuando era adolescente y nombres como Stephen King conformaron con el disfrute de muchos de sus títulos el trazado lector de mis veranos analógicos. Teniendo ese referente y recuerdo en mi memoria, no le di más vueltas al asunto y me decidí por esta novela firmada por el maestro del terror de la que no conocía ni el argumento ni las valoraciones que desde el momento de su publicación pudiera haber recibido.  

¿Me encontraría con personajes como los de Carrie o Misery? ¿Con tramas tan alucinantes como las de El misterio de Salem’s Lot o Christine? ¿Con mundos con tantas capas como los de It o Apocalipsis? Casi ochocientas páginas después la respuesta es no. Estos últimos días pasarán por mi mente como un vahído, como una de esas largas tardes estivales en que el reloj registra el paso de las horas pero el termómetro se mantiene inerte, en pausa, aplastando la realidad con la condena de sus dígitos en cotas inamovibles.

Hay escritores a los que imagino como un conductor con las dos manos al volante teniendo claro a dónde quieren llegar, pero decidiendo paso a paso sobre la marcha la ruta a seguir. A otros, como me ha sucedido esta vez con King, con una hoja de ruta trazada con detalle desde el principio y completada después a base de método, procedimiento y disciplina. Como él mismo explicaba en Mientras escribo (2012), llegar al resultado final es una combinación de talento y dedicación que, añado yo, no todos tienen o trabajan suficientemente.

En Insomnia hay destellos de lo primero, las líneas generales argumentales son sólidas -un hombre mayor que queda viudo y el insomnio que se apodera de él resulta la puerta de entrada a un mundo paralelo al nuestro- y están bien planteadas, al igual que los personajes y las relaciones entre ellos -el héroe mundano, Ralph Roberts, y su círculo de amigos, vecinos y conocidos de Derry, localidad alterada por el conflicto entre activistas a favor y en contra del aborto-.

Pero en lugar de buscar la manera de que ese punto de partida progrese y crezca, Stephen opta por conformarse, dando por hecho que con prolongar esas bases nos sorprenderá y entusiasmará. Y a partir de ahí ha aplicado el método del procedimiento, el de pasar horas frente al teclado hasta completar la línea de puntos que se había propuesto. Su base costumbrista y cotidiana está lograda, los giros hacia la ciencia-ficción resultan una deriva casi naufragante (aunque no tanto como, años después, en 22/11/1963), el terror solo está técnicamente bien aplicado en los momentos álgidos y las referencias literarias (Tolkien y El señor de los anillos) transmiten más ocurrencia que valor alguno. Una narración que acaba resultando un chicle sin sabor y textura que no se abandona por respeto a su creador. Y es que todos tenemos derecho a fallar alguna vez, hasta Stephen King.

Insomnia, Stephen King, 1994, DeBolsillo.

“La señora March” de Virginia Feito

Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

Son muchos los logros de La señora March. Tras ellos está la capacidad de su autora para dosificar la información y no alejarse nunca del registro con el que la expone. Su escritura es constante y tenaz, tan obsesiva como su retratada, igual de meticulosa y precisa. No hay una sola página en que se salga de su senda, en que caiga en la debilidad de explicarse en exceso o de acelerarse y adelantarse a los acontecimientos. Su valor está en la calculadora asepsia y frialdad de su labor mediadora, entre su lector y la mujer de un escritor no se sabe bien si insatisfecha y amargada o depresiva y perturbada.  

Feito no plantea un conflicto, sino que nos imbuye en él. A nuestra interpretación queda la objetividad y realismo de lo que leemos, o el posible filtro -quizás científico, quizás literario- con que es plasmado. Lo excitante es que la incomodidad que provoca es tan interna, la sensación de que hay algo más que no acertamos a dilucidar está tan sólidamente planteada, que no nos lleva a buscar las fisuras, el recurso o el truco de su propuesta sino a avanzar en sus capítulos deseando conocer, descubrir y averiguar hasta dónde pretende hacernos llegar. Una curiosidad cada vez más capciosa, un camino en el que cuanto más se conoce, más evidente se hace la pesadumbre y el conflicto entre lo constatado y lo imperceptible que no se sabe si está escondido entre líneas o en la necesidad de nuestra imaginación.

Virgina lo consigue dando muchos datos, pero nunca los suficientes como para situarnos con exactitud. Nos describe las estaciones del año, pero no nos dice de cuál, aunque debemos presuponer que de varias décadas atrás porque no hay internet ni teléfono móvil, pero sí tarjetas de crédito. Maneja la imagen, personalidad y características propias de la ciudad de Nueva York, sobre todo su magnitud y fría racionalidad, con la precisión que necesita en cada episodio. Ya sea para garantizar el anonimato de La señora March, certificar su manera de mirar y de procesar lo captado, o provocar las circunstancias que nos hagan testigos de su comportamiento.     

Buena parte de su inteligencia está en la naturalidad con que elude dar respuesta a los interrogantes que plantea y que utiliza como motor y guía de su progresión. He ahí el inicial,  ¿se inspiró el señor March en su esposa para construir el personaje de la prostituta despreciable de su última y exitosa novela? A partir de ahí un castillo de naipes que nunca se pone en duda y en el que se puede intuir a Shirley Jackson, Patricia Highsmith, Alfred Hitchcock o hasta a Stephen King. Referencias a cuya altura no solo demuestra estar La señora March, sino tener algo que aportar y decir por sí misma.   

La señora March, Virginia Feito, 2022, Editorial Lumen.

23 de abril, un año de lecturas

365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.

Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.  

Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social en El naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?

Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.

Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).

Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.

Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.

Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.

Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.

La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.   

Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.

Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.

23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.

«Mientras escribo» de Stephen King

Podría haberlo titulado “cómo convertirte en un escritor superventas”, pero no hubiera sido honesto ni realista, que es lo que promulga el rey del terror literario a lo largo de todas sus páginas. Su receta tiene tres ingredientes, mucha dedicación, más paciencia y ganas de pasarlo bien. Un ensayo apto tanto para los fans del autor de “It” o “La torre oscura” como para los que sueñan con convertirse en escritores y más aún para los que cumplen ambos requisitos.

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Leer mucho y escribir otro tanto. Todo se reduce a esto. Sin práctica no hay manera de pulirse, mejorar y avanzar. Sin adentrarse en las creaciones de otros autores es imposible conocer otros puntos de vista, otras maneras de construir historias, personajes y tramas. La narrativa puede ser arte o entretenimiento, pero en cualquier caso es un oficio que según Stephen King exige un compromiso formado por un compendio de hábito –las musas no vienen a buscarte, solo aparecen tras esperarlas trabajando durante mucho tiempo-, método –cada escritor tiene el suyo, no hay fórmulas mágicas- y diálogo con aquello que estás trayendo al mundo real desde la oscuridad de tu imaginación para dejar que tome su propia forma.

Mientras escribo está dividido en tres bloques. En el primero King cuenta a modo de autobiografía cómo se inició en la escritura como diversión infantil en su humilde Maine natal en la década de los 50. Posteriormente convirtió este hábito en un hobby adolescente que con perseverancia y gracias al éxito de Carrie, su primera novela publicada en 1974, acabó convirtiéndose en su profesión y su manera de ganarse la vida. Un punto de inflexión en una biografía cuyos pilares han sido hasta el día de hoy –al menos hasta que este título vio la luz en el año 2000- un matrimonio sólido, la escritura de muchos best-sellers y un mundo interior en el que la creatividad convivió durante mucho tiempo con el consumo de alcohol y cocaína.

Sin alardes literarios, pero como sucede con sus ficciones, siendo efectivo y estimulante, enganchando, Stephen King explica a continuación cuáles son los pilares técnicos, las herramientas tal y como él las denomina, sobre los que fundamenta su manera de escribir. Conocer el lenguaje y la gramática es la base, después está el ser capaz de utilizarlos sobre el papel de la misma manera en que se hace en la realidad. Lo que se lee tiene que sonar como cuando dialogamos con otros o reflexionamos interiormente, a la par que creamos un estilo propio y le damos a la historia que estamos elaborando el ritmo que esta requiere.

Hasta aquí lo relativo a los elementos a manejar, pero no basta con ello, escribir es una labor ardua, de largo recorrido, que según el padre de Jack Torrance (El resplandor) y Paul Sheldon (Misery) exige constancia, autocrítica y visión a largo plazo para llegar a dar resultados positivos.

Él lo ha hecho fijando en su casa un sitio de trabajo en el que se sienta todos los días a la misma hora, cerrando la puerta y poniendo música heavy a todo volumen para dejar las distracciones del mundo exterior al otro lado y no levantarse hasta muchas horas después y habiendo escrito un mínimo de muchas palabras. Y tan importante como esto son los procesos de corrección que comienzan por uno mismo y continúan por confiar en el criterio de personas de confianza.

Un proceso que Stephen King comparte apuntando que cada aspirante a escritor debe modificar y adaptar estas guías genéricas, si las considera útiles, hasta hacerlas suyas. Pero sin olvidar que la ruta que quizás le haga llegar a conseguir resultados –concluir una novela, que después sea editada y posteriormente leída- sea la de la auto motivación, tal y como le sucedió a él con esta obra tras el fatídico atropello que sufrió durante su escritura.

“22/11/63”, Stephen King prueba el relato histórico-sociológico

El rey del terror intenta con sus habilidades narrativas una historia que aun con elementos fantásticos resulta más una crónica anodina de una época en que los americanos se consideraban incapaces de ser suspicaces, preventivos o malintencionados.

Martin A. La Regina

Stephen King lleva mucho tiempo deleitando a devotos y espantando a detractores. Para los primeros es literatura fresca, ágil y capaz de llegar a públicos lejanos a los entornos académicos. Para los segundos un autómata de las palabras que produce títulos en serie con el denominador común de un reducido lenguaje y repertorio de historias que buscan impresionar  lectores escapistas recurriendo al lado oscuro y oculto del ser humano, unas veces salvaje y violento, otras yéndose al lado de lo paranormal o lo racionalmente inexplicable. “Carrie”, “It”, “El misterio de Salem’s Lot”, “Christine”, “Cujo” o “Misery” son títulos que le situaron hace ya tres décadas en la élite de los escritores –esos pocos que viven de su trabajo y son traducidos a múltiples idiomas-, que han entretenido a muchos y apasionado a otros tantos desde entonces a través de las nuevas ficciones que ha lanzado al mercado, así como por sus adaptaciones cinematográficas y televisivas.

En “22/11/63” King propone la fantasía de un viaje en el tiempo al EE.UU. de finales de los 50 y principios de los 60 del siglo XX. Ahí es donde se desarrolla la mayor parte de esta ficción en una doble secuencia narrativa: el seguimiento del hombre que supuestamente iba a asesinar al político más poderoso del mundo junto con el arraigo emocional y afectivo que el hombre llegado de 2011 experimenta desde 1958 hasta 1963.

Años narrados a lo largo de varios cientos de páginas en un entramado que tiene como punto central el intento de evitar que Lee Harvey Oswald acabe con la vida de John Fitzgerald Kennedy en aquel fatídico día en Dallas y que de esta manera EE.UU. no intervenga bélicamente en Vietnam como lo haría tiempo después (conflicto que acabó con la vida de miles de estadounidense y cuyo coste económico y psicosocial supuso el fin del sueño americano para muchos). Capítulo tras capítulo se nos cuenta desde la perspectiva de hoy cómo se vivía hace más de medio siglo: los productos que comprar y consumir, las expresiones coloquiales, el modo de viajar, las modas, la segregación racial, el nivel tecnológico alcanzado, las maneras de relacionarse a nivel de vecinos, amigos y amantes,… En el plano de análisis histórico-político se ahonda en el individuo, entorno y vida familiar y social de Oswald como manera de plantear una postura sobre las múltiples teorías conspirativas del magnicidio.

Una larga sucesión de acontecimientos pequeños y cotidianos correctamente presentados que conforman una completa fotografía de aquellos años retratados como más humanos y relajados, a la par que conservadores y ya profundamente liberales. Quizás el sentido de este profuso retrato de una época está para conformar posibles respuestas a la frecuente diatriba de Jake Epping, el narrador en primera persona de “22/11/63”, ¿cómo sería el futuro –mi presente- si cambio el pasado?

Queda claro, sin duda, alguna que Stephen King sabe escribir y contar historias en las que unir a múltiples caracteres, cada uno con su propio pasado, estableciendo vínculos individuales y grupales entre ellos en historias que se pueden dilatar a lo largo del tiempo. Pero, ¿con qué fin? Su fuerte es crear atmósferas y episodios de tensión que hagan que nuestro corazón lata a velocidad de vértigo y disponga a nuestro sistema de nervioso en situación de alerta página tras página, desde la primera hasta la última en muchas ocasiones. Sin embargo, esto sucede aquí en muy contados momentos, nos encontramos con un relato bien estructurado y habitado por personajes que podrían dar más de sí, pero en un ambiente en el que sucedieran acontecimientos que dieran pie a una narración y diálogos con mucha más intriga. Algo que aquí ocurre, quedándonos tan solo en una lectura de mero entretenimiento. Los contrarios a Stephen King se verán reafirmados y sus fans seguro que le perdonarán este momento valle en su trayectoria.

“El mar llegaba hasta aquí” de Alex Pler

Mágico y realista a la par, tan ilusionante como veraz, no se lee, se vive, se siente.

ElMarLlegabaHastaAqui

Leo desde hace tiempo a Alex con frecuencia, sea por entretenimiento de manera casi diaria a través de twitter o de vez en cuando, buscando un momento de evasión de la rutina, en su blog “Sombras de neón”. En el recuerdo tengo también la alegre sorpresa que fue descubrir el recopilatorio de posts de su bitácora digital anterior, “La noche nos alumbrará”. Meses atrás ya dejó leer para todo aquel que lo quisiera el primer capítulo de la que desde el pasado 13 de enero es la ficción “El mar llegaba hasta aquí”. Tras finalizarlo le hice llegar vía mensaje mi impresión: “ganas de más”.

Ahora que ya es una novela lanzada al mundo y cobrando vida al margen de su autor, pasando a ser moldeada por las impresiones de sus lectores, diré que aquellas páginas iniciales son la puerta de entrada a un universo mágico y realista a la par. Siguiendo el símil de su título, bucear en esta creación literaria es ilusión para el espíritu y realismo para la piel de los que se decidan a sumergirse en sus aguas. “El mar llegaba hasta aquí” no se lee, trasciende el código de las palabras y sus estrictos significados y va más allá, se vive, se siente.

En su manera de relatar Alex va más allá de concatenar hechos y reflexiones, sino que entra dentro de de las motivaciones y las causas de sus personajes, dotando a sus narraciones y diálogos de una gran sensibilidad. Aunque sus protagonistas puedan actuar por lo que les dicte su cabeza o los convencionalismos, Pler plasma con gran delicadeza las emociones que fluyen por su interior, tanto aquellas que llegan a expresar como las que no son capaces de dejar fluir. Así es como Leo, Adán, Javi o Verónica se hacen grandes, completos, humanos, haciendo que la identificación o la proyección con ellos de sus lectores surja de manera casi instantánea.

Ante su narración en primera persona es inevitable preguntarse cuánto de autobiográfico hay a lo largo de sus trescientas páginas. Mi apuesta es que mucho, quizás no todo vivido por Alex, pero sí a su alrededor, experiencias que le habrán llegado a través de sus propias vivencias o del relato de otros cercanos a él. El conjunto que forman es de un gran realismo, sin crudezas ni excesos ni gratuidades, la vida tal cual ha sido o podido ser hasta ahora para aquellos que hoy nos consideramos jóvenes aunque la niñez quede ya lejos, aunque aún miremos hacia ella más veces que hacia el futuro por venir. Y para darle continente a ese contenido vital no faltan referencias literarias (Tom Spanbauer, David Foster Wallace, Stephen King, Michael Crichton,…), musicales (Whitney Houston, Madonna, Céline Dion, Alanis Morissette, Rihanna, Fangoria,…)  o cinematográficas (El mago de Oz, Lost in translation, Smoke, Mi vida sin mí, Azul oscuro casi negro,…),  además de cómics, programas de tv y redes sociales que componen un completo marco generacional.

El vértice en el que confluyen autenticidad, sensibilidad y verismo es en la fluidez y espontaneidad con que van evolucionando los acontecimientos que con el sexo, el amor y la amistad junto a las ganas de crecer y descubrir como telón de fondo se desarrollan en el triángulo Barcelona-Granada-Madrid. De ahí la historia salta a Japón y con esa distancia geográfica su ficción adopta nuevas coordenadas no solo geográficas sino evolutivas. Se dejan las coordenadas espacio-temporales como cuadro de escena para adoptar modos orientales, como los de Haruki Murakami cuando confronta en sus novelas el mundo en el que estamos físicamente con otro paralelo y aparentemente irreal en  el que nos sentimos vivir de manera más plena, completa y auténtica. Se pasa de lo lineal a un caleidoscopio de emociones, un salto que supone una inicial bajada de ritmo que despierta dudas sobre hacia dónde quiere llevarnos Alex Pler, pero resituados en las nuevas coordenadas narrativas en que nos coloca está clara que su intención es llevarnos hacia la alegría, el positivismo, el tener fe y empeño. Su intención es que disfrutemos con su lectura de igual manera que hemos de hacerlo con la vida, tanto cuando miramos hacia atrás como cuando miramos hacia delante desde el hoy en el que estamos.

«Musarañas»

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La película arranca con una banda sonora (Joan Valent) y unos títulos de crédito (Barfutura) que resultan hipnóticos, recordando lejanamente al trabajo que Bernard Herrmann y Saul Bass realizaron para el “Vertigo” de Alfred Hitchcock. Será una de las muchas referencias a títulos y autores que nos han sobrecogido, asustado y angustiado desde la pantalla en muchas ocasiones. Todas ellas elegidas con precisión, homenajeando –que no copiando- a través de una exquisita reelaboración artesanal a títulos como “Los otros”, “Carrie”, “El resplandor” o “Misery”, y tras ellos a escritores como Stephen King y Henry James. El resultado es una factura técnica excelente en términos de fotografía, efectos especiales, maquillaje, vestuario, decorados,…

Un puzzle de piezas que nos lleva hasta la católicamente retrógrada España de los años 50, conservadora, castrante y claustrofóbica. El espíritu de una época, recalcitrante y oscura, soberbiamente encarnado por Macarena Gómez. Ella misma se convierte en el reflejo de una época y una atmósfera que interpreta con una desbordante expresividad y riqueza gestual en sus ojos, sus manos, sus andares,… La capacidad interpretativa de su lenguaje no verbal resulta tan fascinante como admirable, digno de ser considerado como uno de los mejores trabajos actorales de los últimos tiempos. Junto a ella, Nadia de Santiago y Luis Tosar, su hermana y su padre en la ficción, se hacen dueños de la cámara causando entre los espectadores pupilas dilatadas, bocas abiertas y manos que se agarran a la butaca.

Por detrás de ellos una historia con buenos personajes y una correcta trama principal con apoyos secundarios, pero que se queda corta para llegar a ser un largometraje de 90 minutos. Queda compensado con la resuelta producción y los excelentes trabajos actorales que en algunos momentos constituyen por sí mismos el elemento central de la película, haciendo de esta más que una narración, una construcción estética. Entre unos y otros quedan momentos de hipérbole que son lo que hacen que la película no decaiga y que en su conjunto acabe dejándonos la impresión de que “Musarañas” es un buen trabajo cinematográfico. Se nota la pasión de sus directores, Esteban Roel y Juan Fernando Andrés, y su deseo por hacer disfrutar, a la par que sufrir, a sus espectadores.

Musarañas