El individuo contra el sistema y el ciudadano frente al poderoso. También una mujer ante un hombre y la piedad negada por la ley. Tragedia clásica y universal por la atemporalidad de sus conflictos y el carácter de sus personajes. Un escenario en el que mirarnos para entender cuál debe ser el papel de los gobernantes y la justicia en un mundo habitado por personas guiadas por sus vínculos y sus emociones.

Antígona ha osado hacer algo que nadie se planteaba en Tebas, no cumplir la ley dictada por Creonte, su rey. Sus dos hermanos, Etéocles y Polínices resultaron muertos combatiendo el uno contra el otro en diferentes bandos tras el conflicto que comenzó tras la muerte de su padre, Edipo, anterior monarca de la ciudad. Como castigo por su posicionamiento al frente de los foráneos, Polínices no será enterrado como manda la tradición, sino que, por decisión real, su cuerpo quedará a pie de calle al capricho depredador de los animales. Lo que parecía el epílogo al drama bélico se convierte en la llama iniciadora de una tragedia aún más grande. Negar el eterno descanso no va solo contra la costumbre, es revancha y venganza, una prolongación cruel y bárbara de la guerra.
Un planteamiento complejo con el que Sófocles plantea en el año 441 a. C. interrogantes y posibilidades que tienen, quizás, más de utopía e idealismo que de realidad, pero que surgen siempre que nos interrogamos a qué responden y a dónde nos llevan los pilares de los sistemas de gobierno bajo los que vivimos y los propósitos de las personas que los definen y gestionan. Reglas establecidas por los hombres y no por los dioses, con el ánimo de facilitar la convivencia y no supeditarnos a un más allá abstracto y voluble. Sin embargo, hay que respetar lo establecido, aquellas maneras de hacer y proceder intrínsecas a las personas, las que tienen como fin darle un sentido a su existencia y un imaginario sobre el que sustentar su pasado y su trascendencia.
Ahí es donde falla Creonte, creyéndose dogma, centro y cetro y convirtiéndose en tirano y justiciero sin mayor argumento que su deseo y su ego, en lugar de ejercer como representante, líder y guía. Automáticamente sus gobernados desconectan de él, su anterior ejemplaridad es ahora miedo y amenaza, y así no hay sociedad que viva cohesionada y en armonía. Pero a pesar de esa tenebrosidad, hay quien es capaz de alzar la voz y no dejarse apesadumbrar por las consecuencias que le pueda ocasionar su insolencia o valentía. Antígona siente más fuertes sus convicciones y su pálpito interior que la coacción de cualquier norma o sanción, sin mayor fin que el de impedir e imposibilitar, que le pueda costar la vida.
Su deber está con los suyos, con su familia, más aún cuando se trata de dar digno adiós y asegurar el reencuentro en el más allá con aquellos a los que uno pertenece. Su actitud es una mezcla de tristeza y seguridad. Dolor por la muerte de sus hermanos y verse sola, y certidumbre por saberse en lo cierto, en la convicción de que no hay ley humana que le pueda negar lo que le corresponde, acompañar a su hermano en su tránsito al más allá. Impresiona la certeza y aplomo con que se enfrenta a Creonte, en un interrogatorio en el que resulta evidente la grandeza de cada uno de ellos y el poder con el que cuentan, pero también la solidez de los argumentos y el fundamento de las motivaciones de ella.
Y no menos importante, aquello a lo que Sófocles da también espacio y protagonismo. La soberbia y el empecinamiento en el error tienen derivadas que van más allá de sus consecuencias directas y pueden generar un clima de destrucción que no entiende de jerarquías ni de clases, ante el que no valen prebendas ni privilegios. De alguna manera, la justicia, a pesar de que desconfiemos de ella, acaba por hacerse presente y dictar sentencia. No se puede confiar siempre en el destino, pero no está de más tener en el pensamiento la propuesta de Sófocles y la apostura con que Antígona defiende sus principios.
Antígona, Sófocles, 441 a. C., Penguin Libros.