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“Mucho ruido y pocas nueces” de William Shakespeare

Enredos sobre el amor a primera vista en el que “los que mucho se pelean, se desean”. Comedia ligera, con su buena dosis de drama, pero en la que no se toman en serio ni la política ni la justicia, pero sí los asuntos morales ligados a los roles de género y a las diferencias de clase. Divertida y recurrente por el uso de la retórica para definir a sus personajes.

No hay guerras al uso en esta obra. El belicismo está antes de su primera página. Tras su fin, el victorioso Don Pedro de Aragón llega a Mesina, a los dominios de Leonato, quien le recibe con alegría y festividad. Parecían conocerse ya de antes, pero no así el adjunto del primero y la hija del segundo, Claudio y Hero, jóvenes y excelsos, con ímpetu, pero aún faltos de experiencia en lo que se refiere a los asuntos de la intimidad. Aunque no todo será fácil. Shakespeare tenía que entretener a su público durante, al menos, un par de horas. Y lo estructura con dos tramas.

Complica el destino de los que parecen hechos el uno para el otro con una intercesión malintencionada y con aires de tragedia. Y complementa esa intensidad con el sarcasmo y la acidez del humor con que se enfrentan verbalmente Benedicto y Beatriz. Guerrero y compañero de Claudio él, ella prima y amiga de Hero. Todo esto hace que la puesta en escena, sea real en un escenario o imaginada con su lectura, de Mucho ruido y pocas nueces conlleve grandes dosis de gestualidad y movimiento con tintes de histrionismo e hipérbole.

Cuanto se plantea está sucintamente afinado para provocar la sonrisa de los que disfrutan con el intento de los malvados, se apiadan de quienes sufren la maledicencia y gozan con los enredos de quienes dicen repeler a aquellos que buscan. En la trampa que sufren Claudio y Hero -y por extensión, Don Pedro y Leonato- se juega con el honor y los celos, y las alianzas y conflictos políticos y sociales (entre padres e hijos, así como también entre hermanos) en torno a estos dos conceptos.

Aprietos sustentados en la diferencia entre el ser y el parecer y en los que se involucra a su espectador, al solo saber él la verdad de la injusticia que supone la acusación contra Hero y la situación imposible en que eso la sitúa frente a su familia y entorno. Shakespeare vuelve a circunstancias que ya había utilizado en Romeo y Julieta (1595) y avanza otras que utilizará de manera más intensa en Hamlet (1601) u Otelo (1603-04). Dicho esto, lo atractivo y sugerente de Mucho ruido y pocas nueces es el divertimento que propone en torno a la iniciación, la manifestación y el reconocimiento de la llamada del amor.

El mismo enredo que en una parte de la función da pie a la confusión y a la confrontación con riesgo de cisma, en la otra es un divertimento con la inteligencia añadida, de que están involucrados, casi los mismos personajes. Los diálogos son incisivos en los retratos con que sus protagonistas se plantean a sí mismos y describen a sus contrarios, y agudos en la formalidad de la retórica con que se despliegan. Su autor despliega recursos como cadenas de símiles que derivan en lógicas de absurdos, o conjunción de significados que se entrelazan para señalar la distancia y cercanía, a la par, que hay entre sus dialogantes. Y como entre ellos, entre el descaro de la indiferencia y la aceptación del amor como un sentimiento basado más en la convicción de compartir una sintonía que en vivir el fuego repentino de la pasión.

Mucho ruido y pocas nueces, William Shakespeare, 1598, Alianza Editorial.

“Incendios” de Wajdi Mouawad

Vidas que comenzaron antes de haber nacido y biografías que no se cierran hasta mucho tiempo después de haber fallecido. La violencia solo engendra violencia y en algún momento habrá que reconvertir toda esa energía en pausa y sacrificio, sosiego y convivencia. Un texto complejo e inteligente, una tragedia trazada con el ingenio de las matemáticas y el lirismo de la poesía.

El día que Nawda fallece acumula tras de sí cinco años de silencio, lustro en el que ha fraguado cómo revelar la verdad que llevaba dentro de sí para que sus hijos la integren y se reformulen tras su conocimiento. El proceso comienza con las dos cartas que reciben durante la lectura de su testamento, una para que ser entregada a un padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabían que tenían. Una misión que les hace mirar hacia el Líbano, donde nació su madre, desde Canadá, donde ellos nacieron y viven. Miles de kilómetros y varias décadas de por medio, pero también un abismo cultural. Mientras que para ambos la guerra es algo desconocido, para quien les concibió y parió, la violencia física y psicológica, el enfrentamiento familiar y social, la destrucción de cuanto se conoce y el horror que se graba en los recuerdos fue la tónica.

Son varias las lecturas que propone Mouawad en Incendios. La primera es encontrar la manera de poner fin a ese canibalismo que no soluciona, sino que se convierte en continua génesis, prolongación y maximización de lo que va en contra de nuestra condición de seres humanos. La segunda es entender que los vacíos que se trasladan de padres a hijos no solucionan ni evitan, solo les limitan e impiden la posibilidad de una vida plena y serena. Y la tercera, por parte de los hijos, es que no son víctimas sino herederos de un sistema imperfecto y que está en su mano el intentar sanarlo, pero eso pasa, necesariamente, por conocerlo y comprenderlo. Amor propio, amor al prójimo y amor a la carne de tu carne que son tus padres y tus hijos.

Propósito trazado sobre el papel con el realismo, la desnudez y la crueldad de la tragedia. No hay promesas de resolución y regeneración, sino heridas abiertas y cicatrices visibles que de tan anchas y obvias acaban convirtiéndose en parte del paisaje, coordenadas del entorno y rasgos de la personalidad de todos y cada uno de sus personajes. Un puzle que Mouawad deconstruye en varias localizaciones, a uno y otro lado del mundo, y momentos, según distintas edades de su principal protagonista, enlazándolos con la historia de su país. Haciendo que todos ellos se relaciones con una serie de mecanismos de causas y consecuencias, espejos y continuaciones que revelan no solo las capas, dificultades e imposibilidades de su biografía, sino también la de su familia, su comunidad y su pueblo, la de todas esas personas con las que ha compartido lugares y valores, una cultura y un relato compartido desde el principio de los tiempos.

En la forma, el estilo del posterior autor de Todos pájaros (2018) es de un refinamiento que recuerda a creadores anteriores y contemporáneos más cercanos como Federico García Lorca o Alberto Conejero. Con unos diálogos que oscilan entre la espontaneidad con interjecciones del notario y la austeridad de los hermanos gemelos cuando están en territorio canadiense, a un lirismo altamente poético, mas sin dejar de ser nunca prosaico a la hora de dialogar, procesar y exponer las emociones, las tensiones y las barbaridades que tienen lugar en suelo libanés. Otorga así a lo delicado y doloroso de una belleza y sensibilidad con la que es imposible no conectar y empatizar.

Únase a ello una estructura que, como bien explica en su tercera escena, está tomada de la teoría matemática de los grafos, comenzar por lo cercano y visible y seguir por lo que queda oculto en los ángulos a los que no llegan nuestros ojos para, después, con la experiencia y el conocimiento adquirido, volver a reformular el plano personal y familiar, individual y colectivo, con el que se comenzó en el punto de partida.

Incendios, Wajdi Mouawad, 2003 (2011 en español), KRK Ediciones.

«Tío Vania» de Antón Chéjov

Una casa en mitad del campo es el escenario en el que una familia de supuestos bien avenidos y posición acomodada llevan una vida tranquila y resuelta. Pero la distancia con cualquier núcleo urbano, la convivencia obligada y la soledad interior son armas de doble filo cuando se manifiestan los conflictos no resueltos, las relaciones imposibles y toda clase de neurosis. Como siempre, Chéjov es el maestro que observa y sintetiza los males y vicios de la burguesía de su tiempo.

Quiero y no puedo. Ese es el previo que define antes de la primera escena a los personajes de esta obra. Un mal atemporal con el que no solo se frustran interiormente, sino que les encierra en sí mismos amargándose la vida los unos a los otros en una espiral y madeja difícil de resolver. Algunos se libran desarrollando su interés por el entorno en el que viven, aunque no queda claro si es como manera de evitar lo que atrapa a los primeros o por una motivación verdadera. Cierto es que en el caso del doctor Ástrov el motivo de su atención -el medio ambiente, la falta de progreso rural- termina por convertirse en una preocupación obsesiva, pero al menos refleja una perspectiva menos víctima de sí mismo.

Como en su obra anterior, el autor de La Gaviota (1896) convierte lo que parece una situación idílica, una cómoda y amplia vivienda en una gran finca, en un lugar en el que sus residentes y visitantes se desdoblan hasta terminar mostrando aquello que las normas de la corrección social les impide. Pero aquí no hay personas, emplazamientos o situaciones que permitan tener una alternativa con la que rehuir la aceptación, el aprendizaje o el cambio de actitud con que solventar los escollos que la vida les presenta. Así, lo que podría tomarse como disyuntivas cotidianas acaban tornando en dramas existenciales cuyo principal problema no son los asuntos en sí sobre los que tratan -el amor, el reconocimiento, el trabajo-, sino los cánones en los que se basan unos y otros para condenarse o elevarse.

Una atmósfera presentada con sosiego, pero sin esconder el potencial explosivo que alberga, y con transparencia, mostrando tanto la cara pública como la privada de los hombres y mujeres, mayores y jóvenes de sus habitantes. Vista desde hoy, la formalidad con que se expresan le da un toque naif y esquemático a cómo son presentados y evolucionados, pero la realidad es que constituye un ejercicio de análisis emocional tan sincero como auténtico y comprometido, yendo al centro, al punto neurálgico de las motivaciones y constructos de la burguesía rusa de finales de entre siglos. Y como extrapolación de esta, a la de cualquier grupo social.

Asunto que Chéjov había tratado ya largamente en su producción -que haría evolucionar en su siguiente dramaturgia, Las tres hermanas (1901)- con una maestría por la que ocupa un lugar indiscutible en la historia de la literatura universal. He ahí su estela con rendidos admiradores como el también genial Tennessee Williams, o el cineasta Louis Malle, cuya adaptación cinematográfica de Tio Vania en 1994 recuerdo como mi primer acercamiento a esta obra.

Tío Vania, Antón Chéjov, 1900, Alianza Editorial.

“Oración en el huerto” de Juan Gallego Benot

Espera, entrega y vivencia. Ilusión, trascendencia y plenitud. Ser deseado y amado. Las coordenadas geográficas y ambientales. El entorno social y cultural. La religión vestida de costumbrismo, la espiritualidad mutada en tradición, la creencia convertida en acompañamiento vital. De ese legado y carga, de esa ebullición y eclosión, de esa paz y tranquilidad tratan estos poemas.

Su título advierte lo que incluyen sus páginas. Oración en el huerto evoca fin y principio, punto de inflexión antes de convertir el pasado en legado y transitar hacia lo que perdurará y le dará un sentido nuevo y elevado a lo anterior. Jesús puso fin a su evangelio y se dispuso a concentrarse en sí mismo para trascender su corporeidad. Juan, por su parte, pone orden en la experiencia y la conciencia emocional que vive y comparte a través de su cuerpo, se contextualiza reconociéndose en el aquí que le enmarca para posteriormente adentrarse en sí mismo y mirarse, reflejarse y confrontarse con aquello en lo que cree. Fe que comparte, pero que también singulariza.

Gallego Benot destila gozo, alegría y juventud. Diríase que casi felicidad por descubrir que lo carnal va más allá de lo físico cuando es compartido, correspondido y entra en una elipse en la que no hay marcha atrás ni final. La mejor de las sensaciones, la de estar enmarcado en la verdad. La plenitud en la que no se sabe si lo que se siente es una autenticidad sin fisuras o la hipérbole de la sublimación. No es misticismo porque aun habiendo éxtasis, el protagonista absoluto es el tacto y la devoción es por las características del otro, por su capacidad involuntaria de provocar, embelesar y obnubilar.

Una dicha que torna en versos sostenidos. Gallego Benot se permite dejarse llevar por la pulsión interior, pero no se desboca y cae en la abstracción de la ebullición y el solapamiento. Es capaz de verse desde fuera y ofrecer una imagen de sí mismo, de lo que le sucede y el mundo paralelo en el que se ve envuelto, trazada con discurso. Una realidad en la que se imbrican y sexualizan, pero que supone la paradoja de negarle la posibilidad de otros destinos, convirtiéndolos en fantasías con las que juega a supuestos con los que competir.

La intimidad de Oración en el huerto no es solo amorosa, también hay poemas dedicados a la amistad con la que se dialoga y festeja. Otra dimensión en la que los horizontes se expanden y se amplían lo sensorial, abarcando los fenómenos naturales, los caprichos paisajísticos y el regalo de la luz y de la noche que engrandecen y generan el misterio en el que se materializa la concreción cultural, espiritual, religiosa de lo que estaba antes y lo que nos pervivirá, de lo que nos ha permitido ser y de lo que tomará de nosotros.

Es a través de ello que Juan vuelve a sí mismo. No se sitúa frente a la imaginería o la creencia con ánimo devoto o actitud humilde, sino como la de alguien que se siente en conexión y no se interroga o duda, sino que acepta y comprende, lo vive y se vive. Todo eso es lo que bulle en Oración en el huerto y queda desplegado a lo largo de sus treinta y un poemas.

Oración en el huerto, Juan Gallego Benot, 2020, Ediciones Hiperión.

“The matchmaker” de Thornton Wilder

Una obra maestra del teatro en torno al sentimiento, la vivencia y la búsqueda del amor. Una comedia divertida, con una narración ingeniosa y diálogos ágiles de la mano de unos personajes hilarantes situados en el Nueva York de principios del siglo XX. Situaciones graciosas, por momentos histriónicas, delirantes incluso, en cuatro actos sin un segundo de descanso en un texto cuya puesta en escena plantea múltiples retos a nivel de movimiento, lenguaje corporal y escenografía.

TheMatchmaker

Antes que musical de Broadway (recientemente interpretado por Bette Midler) y cinematográfico (uno de los papeles icónicos de Barbra Streisand), Hello Dolly fue este excepcional texto dramático llevado a escena a mediados de la década de 1950. Un libreto que Thornton Wilder estrenó en 1938 como The merchant of Yonkers, justo después de la conocida Our town, con escaso éxito de crítica y público, y que revisó posteriormente hasta convertirlo en esta gran obra.

Cada línea es un guiño al espectador, convirtiéndole en un personaje más en escena y al que tanto los que hablan como los que escuchan sobre el escenario podrían dirigirse con la mirada buscando su complicidad. Pero si hay algo que The matchmaker provoca constantemente es nuestra sonrisa, inclusos en sus pasajes más conflictivos, aquellos en que la marabunta de sus personajes se lamentan, discuten y se enfrentan, nos hacen reír. Wilder consigue mantener un sólido equilibrio entre el poso de realidad del que parte, la ligereza con que trata temas como la diferencia de clases y entre hombres y mujeres (hoy diríamos desigualdad), y la expresión casi bufa con que se llegan a manifestar.

Apenas unas horas que comienzan a unos cuantos kilómetros de Nueva York y que en un corto viaje en tren nos trasladan desde un comercio de Yonkers a una sombrerería, un restaurante de lujo y una residencia familiar en la gran manzana. Lugares en los que, aunque el personaje de Mrs. Dolly Levy se lleva la palma, el resto de caracteres no se quedan atrás. Cada uno de ellos brilla con luz propia, su función va más allá de darle réplicas a los protagonistas y sustentar las tramas secundarias, lo que los convierte en un reto –a la par que en un auténtico regalo- para los actores encargados de encarnarlos.

La base de este logro está en las situaciones en que confluyen y en la propuesta de uso del espacio escénico, con puertas y trampillas por las que se entra y sale continuamente. O con ventanas que dirigen nuestra atención hacia algo o alguien a quien no vemos, generando una tensión que nos deja gratamente a merced de los acontecimientos teatrales en que estamos inmersos.

Mientras tanto, y sobre el escenario, una pequeña comunidad de extraordinaria locuacidad (dicción excepcional, otro requisito más para sus intérpretes) y múltiples registros con los que expresar -en armonía con la confusión y situaciones de enredo en que confluyen y se relacionan-  frustración laboral, necesidad de cambio, anhelo de sentirse escuchado, bloqueo ante lo que no se comprende y pudor ante lo que va más allá de sus principios, miedo a lo desconocido, atracción por la belleza, enfado ante la intolerancia, pero sobre todo y por encima de todo y a la vez que todo ello, el deseo de amar y de ser amado.

The matchmaker, Thornton Wilde, 1954, Samuel French, Inc.

10 textos teatrales de 2023

En español y en inglés. Retratando el tiempo en que fueron escritos, mirando atrás en la historia o alegorizando a partir de ella. Protagonistas que antes fueron secundarios, personas que piden no ser ocultados por sus personajes y ciudadanos anónimos a los que se les da voz. Ficciones que nos ayudan a imaginar y a soñar, y también a ir más allá de lo establecido y teóricamente posible.

“Usted también podrá disfrutar de ella” de Ana Diosdado. Exposición sobre la cara oculta del periodismo, la avaricia y la crueldad con que entroniza y defenestra a las personas de las que se sirve para pautar la actualidad e influir en la opinión pública. Personajes oscuros, entrelazados en una historia sobre las esperanzas personales y los sueños profesionales, que va y viene en el tiempo para indagar en cuanto la condiciona hasta sorprender con su redondo final.

“Recordando con ira” de John Osborne. Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

“La coartada” de Fernando Fernán Gómez. El esplendor de la Florencia de los Medici y su conflicto con la Roma papal. Un complot organizado por una familia vecina y la institución católica para acabar con la vida de los hermanos Lorenzo y Julián. Un folletín en el que su autor maneja con acierto la deconstrucción temporal, la simbiosis entre la fe y la corrupción y la distancia entre la pasión terrenal y el anhelo de la elevación espiritual.

«Un soñador para un pueblo» de Antonio Buero Vallejo. Sólida recreación histórica que nos traslada al momento político y social en que tuvo lugar el famoso motín de Esquilache. Una dramaturgia perfectamente estructurada que recrea el ambiente y los escenarios madrileños de aquel 23 de marzo de 1766. Diálogos excelentes que reflejan el carácter y las trayectorias personales de sus protagonistas en tramas que aúnan lo terrenal y lo aspiracional.

«Don´t drink the water» de Woody Allen. Antes que director de cine, Allen es un buen escritor y esta obra teatral estrenada en 1966 es una muestra de ello. Parte de una trama principal bien planteada de la que surgen varias secundarias habitadas por unos personajes aparentemente realistas, pero con unos comportamientos y unas respuestas tan absurdas como ingeniosas. Y aunque muchos de sus guiños son referencias muy concretas al momento en que fue escrita, su sentido del humor sigue funcionando.

“El chico de la última fila” de Juan Mayorga. Vuelta de tuerca a la metaliteratura, y al género del realismo, atravesada por la lógica de las matemáticas y la búsqueda continua de respuestas de la filosofía. Planos en los que se entrecruzan la observación del fluir de la vida, la implicación emocional con su devenir y la distancia juiciosa de la racionalidad. Escenas, diálogos y personajes perfectamente definidos, trazados, relacionados y concluidos.

“Peter and Alice” de John Logan. El niño del país de nunca jamás y la niña del de las maravillas. Personajes literarios que se inspiraron en personas reales que vivieron siempre bajo esa impronta y que, ya como un hombre de 30 años y una mujer de casi 80, se conocieron un día de 1932 en la trastienda de una librería de Londres. Un encuentro verdad y una conversación imaginada por John Logan en la que se contraponen los recuerdos como adultos con las ilusiones infantiles.

«Anillos para una dama» de Antonio Gala. Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

“En mitad de tanto fuego” de Alberto Conejero. Monólogo en el que la universalidad de la Ilíada queda unida a los muchos frenos que el hoy pone al amor, a la paz y al deseo. Lirismo dotado de una fuerza que mueve su narrativa desde la acción hasta la revelación de la más profunda intimidad. Palabras escogidas con precisión y significados manejados con certeza, generando emociones que perduran tras su lectura.

“Supernormales” de Esther Carrodeguas. Acertadamente reivindicativa y desvergonzadamente incorrecta. Plantea preguntas sin ofrecer respuestas perfectas en torno a la discapacidad y la sexualidad, dos filtros con que negamos la voz en nuestra insistencia por ocultar con dogmas las necesidades emocionales. Retrato ácido y socarrón, crítico y mordaz, alejado de sentencias y que da en la clave de la respuesta, antes que qué hay que hacer, está el para quién.

“Esplendor en la hierba” de William Inge & F. Andrew Leslie

El éxito cinematográfico que encumbró a Natalie Wood y Warren Beatty en 1961, convertido años después en un fantástico texto teatral. Una historia sobre las frustraciones que, entre el fin de la adolescencia y el inicio de la adultez causan los códigos sociales y las expectativas de los padres en el interior estadounidense en el antes y el después al crack bursátil de 1929. Un libreto que fluye gracias a su perfecta estructura, a la elocuencia de sus diálogos y la distribución y uso que propone del espacio escénico.

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Esplendor en la hierba se presenta bajo el archiconocido preámbulo de chico y chica que se gustan y, con el beneplácito de sus familias, se convierten en pareja. La tensión en el desarrollo de su historia llega por los condicionantes de la sociedad estadounidense de la década de 1920: los impulsos de la naturaleza, el objetivo del matrimonio, la pureza femenina, la condescendencia con los deseos masculinos,… Todo ello presentado con absoluta transparencia por la manera en que en que Mrs. Looomie le habla a Dennie y el rico Ace a su hijo Bud, y reforzado por los referentes histórico-literarios que se estudian en el instituto y por los mensajes que se escuchan los domingos en la iglesia.

Conflictos con una triple dimensión, la intergeneracional, la de la diferencia de clases y la asumida e indiscutible separación entre hombres y mujeres. Ellos son los que mandan y desean y ellas las que obedecen y cumplen, de igual manera que hacen los padres con sus hijos. Drama hiperbolizado por la condición adolescente de los dos protagonistas, lo que suma a su situación la rebeldía propia de su edad, la revolución hormonal y la falta de experiencia de vida. Una asfixia que se complementa por la trama secundaria de Ginny, la insubordinada hermana de Bud que no cumple ninguno de los papeles que tanto la sociedad como sus padres le tienen adjudicado sin que ella se haya pronunciado.

Un gran texto desde el punto de vista dramático, pero sobre el que el paso del tiempo ha hecho mella haciendo que su romanticismo nos resulte añejo y trasnochado. Aunque esto le quite fuerza presente, no le resta valor como pieza representativa del concepto del amor en la época en que fue tanto escrito –los idílicos 50 del american way of life– como ambientado –los ingenuos 20 en que parecía que todo iría siempre bien-. Sería difícil que consideráramos actual un texto en el que se presenta a la mujer loca de amor, entregada en cuerpo y alma a su hombre hasta llegar a perder la razón, o que muestra la pérdida de la virginidad fuera del matrimonio como una mancha perenne en la dignidad femenina.

En cuanto a lo técnico, la adaptación teatral de F. Andrew Leslie del guión cinematográfico de William Inge destaca especialmente por su propuesta de uso del espacio escénico, escenográficamente desnudo y convertido gracias al uso de la luz –a veces hasta de manera simultánea- en lugares tan variados como dos residencias familiares, la ribera de un río, una granja, un salón de baile, un aula o un hospital. Esto proporciona a la lectura/representación de Esplendor en la hierba gran agilidad y dinamismo, dotándola de esa fuerza y solidez que solo tienen las buenas dramaturgias.

William Inge & F. Andrew Leslie, Esplendor en la hierba, 1966, Dramatist Play Service.

“Rojo, blanco y sangre azul”, los colores del amor

Fantasía sobre el amor homosexual. Alegoría en torno al auto conocimiento, la visibilidad y la aceptación de los demás. Fábula romántica edulcorada hasta límites insospechados. En la línea roja que separa una mala película de una cinta que prioriza el activismo y la pedagogía. Más apta para quienes nunca se han planteado interrogantes que para quienes hemos ofrecido ya demasiadas respuestas.

Dícese de americanos y británicos que mantienen una extraña relación admirativa. Los primeros son fieles seguidores de la familia real de los segundos, y estos consideran a los EE.UU. como un spin-off de su imperio. Excusa para imaginar lo que ocurriría si sucediera lo que presuponemos improbable. Rojo, blanco y sangre azul lo hace combinando grandes dosis de corrección política y multitud de tópicos sobre el amor romántico. EE.UU. gobernado por una mujer, casada con un hombre de origen latino, y con un hijo que parece el remedo bisexual y de piel morena de John-John Kennedy. Del otro lado, una monarquía con vástagos de epidermis extra blanca, que parecen habitar las páginas de cualquier título de Jane Austen, y en la que nadie se ha declarado hasta ahora incumplidor de la exigencia de heterosexualidad.

Con un arranque cómico, a caballo entre Princesa por sorpresa (2001) y lo que podría haber sido un remedo de la hilaridad de Barbra Streisand, Goldie Hawn, Steve Martin o Kevin Kline, esta producción de Amazon Studios rápidamente se diluye para ir de cliché en cliché hasta completar sus excesivas dos horas de duración. Matthew López sorprendió como escritor con la dramaturgia de The inheritance (2018), con lo que el resultado que ofrece de esta adaptación de la novela de Casey McQuiston solo es interpretable como inexperiencia en la complejidad del séptimo arte o empeño testarudo en querer contar demasiado de forma inadecuada.

Los cuentos de hadas no pueden ser realistas, pero han de ganarse la complicidad de su espectador para conseguir una burbuja de verosimilitud. López no lo consigue. El inicio de su historia suena a patio de colegio, los que mucho se pelean se desean. Tras volverse adolescente con una postproducción que integra las redes sociales, se olvida de ello para ponerse romántico, pastel, ñoño, azucarado, almibarado, naif, conservador y hasta virginal… Como añadido, la comedia que les envuelve es previsible, fácil, banal y recurrente, sin ápice de originalidad alguna.

Otro tanto ocurre con Taylor Zakhar Perez y Nicholas Galitzine. Ambos resultan en su gestualidad, así como sus personajes en su proceder, más que adultos, niños grandes embaucados por la belleza de la emoción y el preciosismo de los sentimientos. No ayuda tampoco que estén tan diferente y complementariamente caracterizados. Moreno y rubio. Musculoso y fibrado. Casual y formal. Espontáneo y correcto. Gracioso y sensible. Aptos tanto para la gran pantalla como para el streaming de la pequeña o cualquier formato publicitario de perfumes, moda o cuanto les exija transmitir glamour y sensualidad.

Tan livianos y simples en sus expresiones y argumentos que dudo que consigan su propósito de poner de uñas a republicanos estadounidenses y monárquicos británicos. Por esto y por los Razzies que se merece Uma Thurman y Stephen Fry como mandamases del despacho oval y del palacio de Buckingham, Rojo, blanco y sangre azul es tramposa. A solas exhausta y dan ganas de tirar la toalla de su visionado, aunque no lo haces porque detectas su intención de ser comentada y reída en compañía. Da igual si a favor o en contra porque tratándose de algo tan etéreo y omnipresente como el amor -sea concepto, vivencia o McGuffin para sobrellevar nuestro presente-, todos tenemos algo que decir.