Drama y fantasía en una historia sobre cómo nos anclamos en las heridas que no cerramos. Da igual cuán adultos seamos, la niñez pervive en nuestro interior impidiéndonos avanzar y vivir una completa madurez. Actualidad y años 80 alternados y personajes apenas trazados, pero muy bien definidos y mejor interpretados por Andrew Scott y Paul Mescal.
La mega urbanidad de Londres -como la de otras tantas grandes ciudades- tiene algo de distópico. Millones de personas en un mismo emplazamiento, y buena parte de ellas con una sensación de soledad infinita, residiendo en edificios con multitud de viviendas, mas aislados por las barreras que suponen nudos de carreteras, vías ferroviarias y túneles. El escenario al que muchos huyeron esperando encontrar libertad, igualdad, respeto y consideración y que ha acabado convertido en una falsa promesa, atrapándoles sin, aparentemente, darles otra opción que volver al punto de inicio.
Ese es Adam, el adulto escritor de guiones de cine y televisión que vive en un rascacielos con vistas envidiables, pero que por dentro es el niño al que sus compañeros de colegio despreciaban por mariquita y al que su padre no abrazaba aun cuando le escuchaba llorar. Un mundo en el que la única persona con la que interactúa es Harry, un vecino que aparece de la nada con la propuesta no explícita de conocerse y acompañarse, de dejarse llevar sin definir rumbo ni destino.
Pasado y presente alternados en una narración que se apoya en la hondura de los silencios, el brillo de las miradas y la frialdad de hoy y calidez de ayer de sus ambientaciones. Espacios de confluencia entre personajes y espectadores construidos, expuestos y desarrollados por Andrew Haigh, muy en su estilo -basta recordar 45 años (2015)-, dejando que sea el eco de las emociones el que dibuje, concrete y dinamice cuanto vemos, percibimos e interpretamos.
Tras un inicio sobrio con visos melodramáticos, rápidamente expone su conjugación de drama contemporáneo y fantasía con intención sanadora. Volver atrás no para justificar o comprender, sino para conseguir nuestra empatía sin necesidad de planteamientos racionales. No analiza ni explica, relata fusionando los ojos del adulto con los del niño que fue, ese que fuimos todos, resultando tierno y convincente. Si, además, has vivido en tu piel o conocido en la de alguien a quien quieres la homofobia en sus múltiples variantes -escolar, familiar, social y política-, eres capaz de ver cómo todo eso está tras la presencia, la atención y las respuestas de Harry y Adam.
Con más texto que acción, el guion plantea escenas casi siempre interiores y nocturnas, con una luz fluorescente que transmite una desnudez escenográfica y anímica, tornando en expresionista las pocas ocasiones en que se plantea traducciones visuales de la tristeza y esperanza de su trasfondo psicológico. Un buen trabajo de dirección de fotografía de Jaime Ramsay complementado por la banda sonora compuesta por Emilie Levienaise-Farrouch y una selección de canciones entre las que destacan por lo apropiado de sus letras, su ritmo y su simbolismo generacional, The power of love de Frankie goes to Hollywood y Always on my mind de Pet Shop Boys.