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“La madre”, drama, intriga y Aitana Sánchez-Gijón

Más allá del síndrome del nido vacío y de un matrimonio de cara a la galería. Retrato de una mujer frustrada, pero con una ambigüedad bien calculada sobre los motivos de la imagen que transmite y las causas de su comportamiento. Un texto trazado con inteligencia, una puesta en escena sobria que explicita sus tensiones y un elenco compacto que despliega todas sus aristas.

El inicio es convencional. Una mujer espera en casa la llegada de su marido y tras un leve saludo se queja de la desconsideración de su hijo emancipado, de la desconexión de su hija ya autónoma y de la falta de comunicación -por no decir falsedad y lejanía- de quien acaba de llegar de su trabajo. Toques de ironía y acidez disfrazados de humor que generan complicidad y empatía, cercanía con unos personajes que nos resultan familiares, si no por identificación, sí por suposición de los arquetipos del mundo urbano, proletariado y capitalista en el que vivimos. Sin embargo, la sensación de comodidad dura poco.

La dramaturgia de Florian Zeller rápidamente vira para adentrarse en el terreno de las percepciones, obligándonos a preguntarnos si aquello de lo que estamos siendo testigos es tan transparente, sencillo y lógico como habíamos asumido. Un terreno de ocultaciones e invisibilidades que la dirección de Juan Carlos Fisher deja entrever a través de un diseño escénico que más que minimalista, frío y sobrio, resulta revelador en su asepsia, subrayador en su simplicidad e intensificador en el simbolismo de su fractura. Súmese a ello la complementariedad de la iluminación y la amplificación de la ambientación sonora y musical.

Hora y media en la que la narración familiar y el retrato individual se van transformando, afectando incluso al punto de vista desde el que observamos, interrogándonos sobre desde dónde miramos e interpretamos, si lo estamos haciendo desde el lugar y el modo correcto. Qué se nos escapa y qué hemos asumido como lo que no era. Así, La madre y sin dejar atrás sus toques de humor corrosivo, profundiza en su drama adquiriendo tintes de intriga y misterio más propios del thriller y hasta el terror psicológico.

Una introspección bajo un prisma de opresión y agorafobia encarnado por un elenco en el que Aitana Sánchez-Gijón integra con solvencia en su personaje el devenir de las diferentes y superpuestas tramas. La esposa desencantada, la madre Agripina y la mujer abandonada por su pasado y carente de un futuro. Estados emocionales, registros relacionales y versiones alejadas e integradas de sí misma que se despliegan, complementan y confrontan con el buen y acotado trabajo de sus compañeros.

Juan Carlos Vellido compone un marido que nunca termina de estar y que permanece cuando resulta ausente. Alex Villazán es ese hijo obligado a volar solo para sobrevivir y condenado a permanecer para que su verdugo no se convierta en su víctima. Y Júlia Roch destella revelando las indeterminaciones de cuando sucede en La madre, obligando a sus espectadores a tomar parte en la construcción de su absorbente, seductor y conseguido relato.

La madre, en Teatro Pavón (Madrid).

10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.

«Obra maestra» de Juan Tallón

Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

El 18 de enero de 2006 el diario ABC revelaba que la dirección del Museo Reina Sofía desconocía dónde se encontraba una de las dos obras de Richard Serra con que contaba en su colección. Lo sorprendente es que se trataba de cuatro volúmenes que sumaban 38 toneladas de acero. Tres años después integraba en su exposición permanente, con el beneplácito de su autor, una copia de aquella bajo la premisa de que lo original era la idea. Estamos a 2022 y la primera aún no ha aparecido. Años en los que esta extraña historia ha obsesionado a Juan Tallón y a la que dio una y mil vueltas sobre cómo narrarla hasta dar con el planteamiento con que finalmente la leemos. Algo que explica en sus páginas, a modo de metaliteratura, incluyéndose a sí mismo como uno de sus personajes.

Testimonio en primera persona que acompaña a los de varias decenas más -cada uno con un tono diferente y el estilo particular de su enunciador- en torno a tres ejes: lo que se sabe y lo que no sobre la desaparición; la trayectoria, figura y proceso creativo de Richard Serra; y los inicios y evolución de la oficialidad del arte contemporáneo en nuestro país. Base sobre la que, a su vez, construye un completo diagrama de las dimensiones en las que se puede articular el mundo del arte: la imaginativa y la experiencial, la social y la comunicativa, y la institucional y la política.

Sin desvelar qué voces son reales, cuáles adaptadas a sus intereses y qué otras completamente ficción, nos lleva desde el silencio admirativo e interrogador con que se observan las piezas en los museos hasta la atención (des)interesada y utilitarista que se les presta desde las instancias oficiales. Y cuando se introduce en el pensamiento de Serra, en el material de sus obras y en el espacio que ocupan allí donde son expuestas, es cuando revela lo airoso que ha salido del principal riesgo de Obra maestra.

Juan se imbuye del lenguaje ecléctico, abstracto y sinuoso del mundo del arte, de las perífrasis y explicaciones no siempre comprensibles de artistas, críticos, comisarios y galeristas y las convierte en material argumental con múltiples funciones. Con él narra, pero también revela cómo se formula la imagen académica, la reputación social y el valor económico de los artistas, y el modo en que se transmite la subjetividad de esa información, dentro y fuera de esas coordenadas, generando fronteras, distancias y exclusiones entre los que están a uno y otro lado.

A su vez, consigue algo aún más brillante. Fusionar con la materialidad de Equal-Parallel: Guernica-Bengasi cuanto ha tenido que ver con ella a lo largo de estas décadas, ya sea administrativo, judicial o periodístico. Una completa mímesis con lo que Richard Serra dice pretender, que la creación no sea la pieza en sí sino los sentimientos y sensaciones que surgen interactuando física y emocionalmente con ella. Una visión que hace que lo que hoy podemos ver en la sala 102 del Museo Reina Sofía se enriquezca con esta Obra maestra y que sirve también para considerar a su escultura como una digna amplificación de la lectura de esta excelente novela.

Obra maestra, Juan Tallón, 2022, Editorial Anagrama.

«El club del café sueco» de Nuria Calle

Auto ficción en la que su autora combina su experiencia como expatriada que llega a una cultura diferente y la imaginación para darle a sus vivencias una trama paralela propia de novela negra. Novela trazada con un ojo periodístico certero en su mirada y expresión, y bien estructurada en su propuesta de intriga y misterio.

Conocí a Nuria Calle muchos años atrás y aunque hace tiempo que no nos vemos, la magia de las redes sociales hace que, a pesar de no tener contacto directo, no nos perdamos la pista. Expongo esto porque la primera sensación que me ha dejado la lectura de El club del café sueco, su primera novela, es que Nuria sigue siendo Nuria. Su vida ha cambiado, se ha casado, tiene dos niñas y vive ahora a muchos kilómetros del Madrid en el que nos hicimos compañeros de clase primero, amigos después. Sin embargo, y por lo que leo, su manera de relacionarse, de observar y de interpretar lo que ocurre a su alrededor sigue siendo honesta, prudente e inteligente. Una aproximación a lo que le rodea que plasma sobre el papel con la misma coherencia, lo que hace que su lectura sea no solo amena y entretenida, sino también enriquecedora y hasta formativa.

Es evidente el filtro periodista con el que capta, ordena y transmite, lo que resulta determinante para que su escritura sea fluida. Un caudal continuo de información en el que se entrelazan las vivencias más personales, en las que es fundamental el registro emocional, con su mirada como expatriada sobre Gotemburgo -ciudad en la que tiene lugar la acción de esta novela-, y la experiencia de descubrimientos, contrastes y análisis a que esto le da pie.

La parte familiar, en la que los suyos se verán más o menos reflejados, está bien planteada y desarrollada, tanto en sus partes descriptivas como dialogadas, lo que demuestra que Nuria puede lanzarse a otros formatos de escritura que vayan más allá de la noticia, el reportaje o la entrevista. Pero, sin duda alguna, su valor está cuando sale de sí misma y trabaja a partir de la experiencia, las impresiones y las sensaciones que vive, como si se tratara de una página en blanco, en primera persona. Base sobre la que acopla con total naturalidad su propuesta detectivesca de averiguar qué sucedió con una antigua residente de su calle, desaparecida en extrañas circunstancias siete años antes de su llegada a esa ciudad de veranos frescos e inviernos bajo cero.

En esta suerte de tres pilares narrativos, la historia hogareña se percibe como el perímetro de seguridad desde el que se propone como escritora de ficción y en el que ancla los otros dos. De un lado la curiosidad, el deseo de conocer y entender los estándares, valores y razones por los que funciona como lo hace la comunidad y la ciudad en la que ahora reside. Mas sin negar que lo hace desde su condición de española y de adulta que busca, sobre todo, comprender para convivir, dejarse impregnar e influir, pero sin abjurar ni caer en la exaltación de lo propio. Por último, y no menos importante, la capacidad para elaborar una historia propia de una novela negra totalmente convincente, llena de matices y zonas umbrías, así como giros sorprendentes, que enganchan y provocan la necesidad de seguir leyendo para saber qué sucedió y qué ocurrirá.  

El club del café sueco, Nuria Calle, 2021, Autopublicado.

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

«Viejos tiempos» de Harold Pinter

Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

En 1950 Kate y Anne compartían habitación en Londres. Trabajaban, visitaban exposiciones, iban a conciertos y salían de fiesta. Dos décadas después, la segunda viaja desde Sicilia, donde vive ahora, para visitar a su antigua amiga y a su marido, al que no conoce, en su residencia lejos de la capital británica, a la orilla del mar.

La primera frase que se lee/escucha en Viejos tiempos es “Dark”, es lo que dice Kate mirando por el ventanal de su casa. No sabemos si describe la noche exterior o si se está refiriendo a Anne, la persona a la que espera y de la que está hablando con su esposo, Deeley. Una deliberada ambigüedad con la que Harold Pinter articula tanto la reunión y puesta al día de la que vamos a ser testigos, como el pasado -qué hizo que se separaran y no se hayan visto durante todo este tiempo- que presuponemos se compartirá con nosotros.

El autor de la anterior La fiesta de cumpleaños (1957) construye su historia a partir de la contraposición. El bullicio, dinamismo y creatividad londinense evocados frente a la tranquilidad, introversión y casi aislamiento en la que viven actualmente los protagonistas que ejercen de anfitriones. La alegría y felicidad que esperaríamos en un volverse a ver frente a la corrección y diplomacia, casi interrogatorio y sospecha, que observamos entre ellos. Continúa con un mirar atrás, en el que cada personaje se (re)descubre a sí mismo y parece plantearse el sentido y el qué le aporta la relación que tiene con los otros dos. Establece así un enigmático triángulo relacional y un juego de espejos que une y enfrenta, no sabemos muy bien cómo ni por qué, personalidades y biografías al igual que pasado y presente.

Más que una progresión narrativa, asistimos a la densificación de una atmósfera en la que las presunciones, las referencias y las anotaciones humorísticas acaban por desvelar una historia en la que se aúnan la sordidez y la provocación en un juego, no por obvio menos oscuro, de supuesta atracción y sensualidad tan desconcertante como perturbador. Y no por las consecuencias que se pudieran prever de él, sino por las motivaciones y antecedentes del mismo que se intuyen. Que el distanciamiento fue la repuesta a una unión demasiado íntima y que el desconocimiento oculta un encuentro, cuanto menos, morboso.

Un desasosiego fundamentado en la sencillez de una propuesta escenográfica y lumínica sin apenas elementos. Tan solo un gran ventanal, que sirve como vía de escape, y tres posiciones de asiento. Y en la asertividad con que se comunican los tres protagonistas. Diálogos plagados de frases cortas y algunas interlocuciones prolongadas con aire de monólogo abstraído, que suenan más a pensamiento en off que a intercambios verbales. Una seriedad y corrección formal en la que los momentos musicales tensan más que relajan y los de humor extrañan y disturban. Así es como lo que comenzaba como un aparente escenario costumbrista se va transformando en un atractivo e hipnótico cuadro de misterio y ansiedad, más cercano a la intriga y el thriller, en el que es imposible no verse atrapado e implicado.

Viejos tiempos, Harold Pinter, 1971, Methuen Books.

«El diario de Edith» de Patricia Highsmith

Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

Patricia Highsmith es sinónimo de suspense y aunque pudiera parecer que esta es una novela costumbrista, que lo es, también responde a lo que se espera de ella. Desde el principio hay algo difícil de definir que hace desconfiar de la corrección con que se muestran los estadounidenses que se hicieron adultos entre el fin de la II Guerra Mundial y la dimisión de Richard Nixon. Ese es el objetivo de la también autora de El talento de Mr. Ripley, detectar y mostrar por dónde hace aguas una satisfacción que no es tal y sobre todo, qué efectos tiene en esa oscuridad, su ocultación y la imposición de un ejercicio continuado de sobreactuación para mantener el status quo del sueño y la supuesta identidad norteamericana.

El diario de Edith comienza con la mudanza de una joven pareja y su joven hijo desde su piso en Nueva York a una casa individual con parcela y camino de entrada en una pequeña población del estado de Pennsylvania. Lo que se presupone un hito en el progreso como clase media acomodada se convierte, poco a poco, en unas coordenadas de lo más opresivas a medida que dejan de verse materializadas unas expectativas que son, tal y como muestra Highsmith muy sutilmente, exigencias sistémicas.  

En el terreno profesional, Edith aspira a ser una periodista de opinión, pero su alto sentido crítico sobre las políticas liberales -a nivel nacional- e intervencionistas -en el plano internacional- de su gobierno no parece tener buena acogida ni entre los medios a los que ofrece sus artículos ni entre los lectores del diario local que pone en marcha. Con el tiempo, incluso, ni siquiera entre sus vecinos y los que ella consideraba sus amigos.

En lo familiar, su vástago poco a poco se revela como un joven sin intenciones ni motivaciones, convirtiéndose en algo así como la versión realista del esperpéntico Ignatius Reilly (el protagonista de La conjura de los necios), con quien Cliffie coincide en el tiempo (aquel fue escrito en 1962), pero que Highsmith no conocía porque la novela de John Kennedy Toole no sería publicada hasta 1980, tres años después que la suya. Súmese a ello un marido precoz en el cliché de hombre maduro que se fija en mujer joven y que huye haciendo un sangrante punto y aparte en su vida, dejándole a ella, incluso, con las cargas -en forma de tío mayor en cama- que le corresponden.

Una realidad de decepción frente a la que Edith intenta mantenerse firme, corrección que le provoca una doble reacción que Highsmith presenta con la asertividad propia del género de misterio sin llegar a desvelarnos la motivación que hay tras ella. Si el diario que escribe es producto de una mente bipolar o de una imaginación escapista. O si la de su distanciamiento con los que la rodean es la propia de alguien que se va haciendo asocial o la de una mujer valiente y una feminista pionera con opiniones avanzadas a su tiempo -y por ello incomprendida, contrariada y hasta perseguida- sobre asuntos como el aborto, la eutanasia, el adulterio, el divorcio, la homosexualidad, las drogas o el alcoholismo.

El diario de Edith, Patricia Highsmith, 1977, Editorial Anagrama.

10 películas de 2018

Cine español, francés, ruso, islandés, polaco, alemán, americano…, cintas con premios y reconocimientos,… éxitos de taquilla unas y desapercibidas otras,… mucho drama y acción, reivindicación política, algo de amor y un poco de comedia,…

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120 pulsaciones por minuto. Autenticidad, emoción y veracidad en cada fotograma hasta conformar una completa visión del activismo de Act Up París en 1990. Desde sus objetivos y manera de funcionar y trabajar hasta las realidades y dramas individuales de las personas que formaban la organización. Un logrado y emocionante retrato de los inicios de la historia de la lucha contra el sida con un mensaje muy bien expuesto que deja claro que la amenaza aún sigue vigente en todos sus frentes.

Call me by your name. El calor del verano, la fuerza del sol, el tacto de la luz, el alivio del agua fresca. La belleza de la Italia de postal, la esencia y la verdad de lo rural, la rotundidad del clasicismo y la perfección de sus formas. El mandato de la piel, la búsqueda de las miradas y el corazón que les sigue. Deseo, sonrisas, ganas, suspiros. La excitación de los sentidos, el poder de los sabores, los olores y el tacto.

Sin amor. Un hombre y una mujer que ni se quieren ni se respetan. Un padre y una madre que no ejercen. Dos personas que no cumplen los compromisos que asumieron en su pasado. Y entre ellos un niño negado, silenciado y despreciado. Una desoladora cinta sobre la frialdad humana, un sobresaliente retrato de las alienantes consecuencias que pueden tener la negación de las emociones y la incapacidad de sentir.

Yo, Tonya. Entrevistas en escenarios de estampados imposibles a personajes de lo más peculiar, vulgares incluso. Recreaciones que rescatan las hombreras de los 70, los colores estridentes de los 80 y los peinados desfasados de los 90,… Un biopic en forma de reality, con una excepcional dirección, que se debate entre la hipérbole y la acidez para revelar la falsedad y manipulación del sueño americano.

Heartstone, corazones de piedra. Con mucha sensibilidad y respetando el ritmo que tienen los acontecimientos que narra, esta película nos cuenta que no podemos esconder ni camuflar quiénes somos. Menos aun cuando se vive en un entorno tan apegado al discurrir de la naturaleza como es el norte de Islandia. Un hermoso retrato sobre el descubrimiento personal, el conflicto social cuando no se cumplen las etiquetas y la búsqueda de luz entre ambos frentes.

Custodia compartida. El hijo menor de edad como campo de batalla del divorcio de sus padres, como objeto sobre el que decide la justicia y queda a merced de sus decisiones. Hora y media de sobriedad y contención, entre el drama y el thriller, con un soberbio manejo del tiempo y una inteligente tensión que nos contagia el continuo estado de alerta en que viven sus protagonistas.

El capitán. Una cinta en un crudo y expresivo blanco y negro que deja a un lado el basado en hechos reales para adentrarse en la interrogante de hasta dónde pueden llevarnos el instinto de supervivencia y la vorágine animal de la guerra. La sobriedad de su fotografía y la dureza de su dirección construyen un relato árido y áspero sobre esa línea roja en que el alma y el corazón del hombre pierden todo rastro y señal de humanidad.

El reino. Ricardo Sorogoyen pisa el pedal del thriller y la intriga aún más fuerte de lo que lo hiciera en Que Dios nos perdone en una ficción plagada de guiños a la actualidad política y mediática más reciente. Un guión al que no le sobra ni le falta nada, unos actores siempre fantásticos con un Antonio de la Torre memorable, y una dirección con sello propio dan como resultado una cinta que seguro estará en todas las listas de lo mejor de 2018.

Cold war. El amor y el desamor en blanco y negro. Estético como una ilustración, irradiando belleza con su expresividad, con sus muchos matices de gris, sus claroscuros y sus zonas de luz brillante y de negra oscuridad. Un mapa de quince años que va desde Polonia hasta Berlín, París y Splitz en un intenso, seductor e impactante recorrido emocional en el que la música aporta la identidad del folklore nacional, la sensualidad del jazz y la locura del rock’n’roll.

Quién te cantará. Un misterio redondo en una historia circular que cuando vuelve a su punto inicial ha crecido, se ha hecho grande gracias a un guión perfecto, una puesta en escena precisa y unas actrices que están inmensas. Una cinta que evoca a algunos de los grandes nombres de la historia del cine pero que resulta auténtica por la fuerza, la seducción y la hipnosis de sus imágenes, sus diálogos y sus silencios.

Vivir “Sin amor” es brutal

Un hombre y una mujer que ni se quieren ni se respetan. Un padre y una madre que no ejercen. Dos personas que no cumplen los compromisos que asumieron en su pasado. Y entre ellos un niño negado, silenciado y despreciado. Una desoladora cinta sobre la frialdad humana, un sobresaliente retrato de las alienantes consecuencias que pueden tener la negación de las emociones y la incapacidad de sentir.

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Lo que comienza siendo un drama costumbrista, la resolución de un matrimonio en el que no queda rastro alguno de la supuesta felicidad que un día debió existir, deriva en un sorprendente thriller sobre la búsqueda de un niño en paradero desconocido en una gran ciudad rusa. Paradójicamente, éste se hace más protagonista cuando deja de estar presente. Cuando la realidad ofrece a sus padres lo que ellos querían, que desapareciera de sus vidas, estas comienzan forzosamente a girar en torno a él. Pero no con el equilibrio de un sistema heliocéntrico, sino con la ansiedad de verse absorbidos por el vacío de un desconcertante agujero negro.

Uno de los aciertos de Sin amor es explicitar únicamente las motivaciones y comportamientos de los dos divorciantes. A los espectadores no se nos revela nada que vaya más allá de Zhenya y Boris, compartimos los mismos límites y alcances que ellos, los de su egoísmo. Pero mientras que la ya ex pareja lo vive con la arrogancia de la exigencia, nosotros lo hacemos con el encorsetamiento de la imposición. Ella se mueve entre la evasión de las redes sociales y el hedonismo de su cuerpo, él va de la estabilidad laboral a la satisfacción de sus necesidades –alimento, entretenimiento y sexo- en ese emplazamiento al que por inercia llamamos hogar o residencia familiar. Un rotundo materialismo con el Andrey Zvyagintsev ofrece una cruda visión de nuestra realidad, un mundo en el que parecemos más seres vivos, animales, que seres humanos, personas. Una intriga existencial que se une a la del misterio de no saber qué ha ocurrido con el pequeño Alyosha.

Una elaborada alegoría que se manifiesta con una gélida narrativa audiovisual conformada por una serie de elementos aparentemente anodinos, ambientales, pero que uno a uno se van apoderando del espectador hasta dejarle paralizado, abandonado y a merced de la invisible crueldad de los elementos.

El hieratismo de los planos generales que recogen la arquitectura soviética de grandes bloques geométricos y sin detalle estético alguno. El débil pulso cardíaco de la época invernal en que se suceden los acontecimientos. La dureza gestual que imprimen a sus personajes Maryana Spivak y Aleksey Rozin se extiende al resto de papeles en todo momento. La secuencia en que visitan a la madre de ella y el viaje de vuelta son de una dureza extrema por la asustante normalidad con que se la viven sus participantes. La nula conexión con la realidad del ruido mediático (corrupción, guerra de Ucrania,…) que suena de fondo en algunas secuencias. El milimétrico orden y distribución, pero sin belleza alguna, de los espacios concurridos.

Por último, destacar los pausados movimientos de cámara con los que acaban determinados planos generales y los acordes de una banda sonora que no pretenden mostrar o ambientar sino apelar a la angustia que sentimos, diciéndonos también que llevamos dentro de nosotros la capacidad de causarla.