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«Las criadas» de Genet, Luque y Bezerra

Un texto que en su estreno en 1947 despertó escándalo y rechazo, trasladado a un escenario distópico para mostrarnos cuán alienados podemos llegar a estar. Cuanto vemos, escuchamos y sentimos gira en torno al poder de las palabras, a la ambigüedad de los supuestos y los futuribles que estas construyen. Una dirección certera y un acierto de casting gracias a los matices de Ana Torrent y a la hipérbole de Javier Calvo.

El tándem Luis Luque y Paco Bezerra funciona. A la experiencia que ya tuve con El señor Ye ama los dragones (2015), El pequeño poni (2016), Dentro de la tierra (2017) y Fedra (2018), sumo ahora la de Las criadas. La terrenalidad de Jean Genet trasladada a una abstracción en la que más que epatarnos con su literalidad, nos sume en el desequilibrio de sus entre líneas. Los espectadores de hoy en día ya estamos demasiado curtidos en historias de desesperación y pasajes en que los personajes se desbordan con parlamentos que viajan entre lo visceral y lo sagaz. He ahí las voces humanas, las gatas calientes o los largos viajes nocturnos de Jean Cocteau, Tennessee Wiliams y Eugene O’Neill que siguen brillando en los neones de cualquier cartelera teatral.

Adaptador y director han optado por el contraste para llegar a su propósito. Frente al barroquismo que inunda nuestros oídos, un minimalismo resultado de un convergente trabajo de conceptualización y materialización de espacio escénico, vestuario e iluminación. Geometría y color -blanco nuclear, azul Klein, dorado y rosa palo- concebidos como diafanidades que evidencian la crueldad de las descripciones y los juicios, las maldiciones y las sumisiones, que escuchamos. Una ferocidad que no se debe solo al maltrato como manera de relacionarse entre las dos hermanas y la mujer para la que trabajan, sino por el modo en que cada una de ellas huye de sí misma. Un estar en la vida que pasa por evitarse interiormente, proyectando sobre las demás una imagen que, a su vez, buscan destruir.

Esa tensión, la de vivir para someter y, si fuera necesario, aniquilar, es la que define su personalidad y motiva su proceder. De un lado la crueldad de los parlamentos entre Solange y Claire, entre una estoica y dura Alicia Borrachero y una Ana Torrent dotada para revelar, sin mostrar, el grito, el ahogo y el lamento de la humanidad que ambas esconden. Del otro, la violencia que emana de la actitud clasista, tanto en lo verbal y lo corporal, de La señora. Un Jorge Calvo que hace suyo el personaje por afrontarlo ignorando la etiqueta, los supuestos y los constructos sociales del género y enfocarse en lo esencial y verdaderamente importante, en lo que define su modo de pensar y actuar, sus deseos e ilusiones, así como sus capacidades y sus falsedades.

Una decisión de casting y una manera de abordar el trabajo interpretativo que ahonda en la propuesta de traer a la superficie y enfrentar al espectador con el mensaje disruptivo y perturbador de Genet. Estas criadas profundizan y enriquecen su versión literaria poniendo el foco más en la invisibilidad de su psicología y sus soterradas intenciones -esas que podemos intuir, sospechar o imaginar- que en la percepción de su presencia y la constatación de sus manifestaciones.

Las criadas, en las Naves del Español (Madrid).

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«Dolor y gloria» de Pedro Almodóvar

Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

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Dolor y gloria permite al menos tres lecturas. Una por sí misma. Otra como continuación y síntesis de toda la filmografía de Almodóvar. Y una tercera en relación a Pedro, a su persona y su biografía. La primera basta por sí sola para considerarla como una cinta sobresaliente, pero la interconexión que tiene con las otras dos la hace aún más sublime. Se sirve de todo lo que hemos visto y conocemos de él para, sin faltar a su esencia, mostrarlo de manera diferente. Mientras en títulos pasados sumaba su mundo personal a la ficción que nos relataba, esta vez todo parece estar impregnado de él, yendo más allá de lo que ya mostró sobre su infancia bajo la sombra del clero en La mala educación y sobre su juventud en el marco de la movida madrileña en La ley del deseo.

No hay intermediarios entre lo que quiere contar y sus espectadores en esta historia de un director de cine que mira hacia atrás, tanto en lo profesional como en lo personal, para situarse en un presente en el que siente débil, sin ánimo ártistico ni ganas de futuro. No hay mujeres con una presencia visceral y un carácter enérgico ni diálogos con sentencias que se queden grabadas a fuego. Dolor y gloria es extraordinariamente esteta en todo lo creativo (escenografía, banda sonora, grafismos, fotografía,…), pero en lo que incumbe a sus personajes es profundamente serena, fluye sin necesidad de licencias dramáticas, con una emocionalidad plena y una vitalidad auténtica. Hace que conectemos con sus personajes, entendiendo lo que les ocurre, empatizando con lo que sienten y comprendiendo cómo actúan.

Antonio Banderas está perfecto, no solo como alter ego de quien ya le dirigiera en Átame o en La piel que habito, sino como actor. Es extraordinaria la cantidad de matices que es capaz de darle a su personaje con un trabajo tan contenido. Tan asceta en las secuencias en las que aparece él solo, y tan dispuesto a la complementariedad con Asier Etxeandía y la simbiosis con Leonardo Sbaraglia y Julieta Serrano cuando aparece junto a ellos. Tres secundarios de lujo que aportan a Dolor y gloria -tanto con sus personajes como con sus interpretaciones- la montaña rusa de la creatividad artística, la huella de la pasión que no pudo ser y las imperfecciones del amor materno-filial. Y aunque no comparta plano con ninguno de ellos, esto mismo es aplicable a la frescura que Penélope Cruz le aporta en su ir y venir a la historia de Salvador Mallo cada vez que viaja cincuenta años atrás para irse desde el urbanismo de Madrid hasta la ruralidad Paterna.

Dolor y gloria tiene argumentalmente cuanto necesitamos para conocer la intimidad y el momento de su protagonista, así como para entender su relación con las personas que forman y han formado parte de su vida. Un conjunto compacto trasladado a la pantalla con un tono siempre comedido y un ritmo acorde a los acontecimientos y emociones que se están relatando. Aunque haga guiños expresos al melodrama del Hollywood clásico y al lirismo del teatro de Jean Cocteau, Almodóvar vence la barrera del pudor para mostrarse tal y como es y se siente, en línea con lo que decía la Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.