“Grandes preguntas” de Eduardo Mendoza

Divertimento de escritura teatral en el que su autor da rienda suelta a su particular sentido del humor. Situaciones, personajes y diálogos excesivamente livianos, sin mayor propósito que dejarles hacer y entretenerse con sus ocurrencias y desencuentros en una imaginaria entrada, libre de prejuicios y convenciones, en el reino de los cielos.

Cuando nos morimos los buenos van al cielo y los malos al infierno. Promesa católica que seguro Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) escuchó hasta la saciedad durante sus primeras décadas de vida. Asunto al que, al margen de que fuera creyente o no, seguro le dedicó tiempo y de ahí surgió el argumento de Grandes preguntas. ¿Cómo es el momento del Juicio Final? ¿Su escenografía? ¿Quién está presente? ¿Cómo se rinde cuentas, de verdad saldrá todo a la luz, incluso lo nunca contado o confesado?

Asunto psicoanalítico al que el también autor teatral de Restauración (1990) y Gloria (1991) se enfrentó como suele ser habitual con él. Con sencillez y parsimonia, resaltando la gracia de los contrastes y haciendo hincapié jocoso en lo cotidiano, sobre aquello aparentemente imperceptible o que consideramos sin importancia.

En su prosa (La ciudad de los prodigios, El asombroso viaje de Pomponio Flato…) Mendoza suele ser mordaz, ácido y agudo desde su papel de narrador, pero en el teatro no tiene esa posibilidad. Sobre un escenario no hay más que las palabras que pronuncian sus personajes, no tienen envoltorio que les presente, explique o amplifique. Y eso provoca que su propuesta no arranque, le falta una base sobre la que anclarse y crecer a partir de ella. Un espectador o lector podría incorporarse a Grandes preguntas a mitad de función y se sentiría en el mismo punto que uno que llevara en ella desde el inicio. No hay una estructura que fluya y que nos indique que el texto evolucione o crezca. Es una y otra vez lo mismo, y sin reglas ni lógicas intrínsecas que nos permitan saber a qué atenernos.

De un lado Daniel, el hombre de mediana edad que ha sido llamado a las alturas para iniciar la otra vida. Frente a él, Tobías, personaje salido de la Biblia, y quien ejerce de recepcionista en la entrada al reino de Dios. El desconcierto del primero frente a la monotonía administrativa del segundo. La modernidad y actualidad de uno versus la incomprensión y el desconocimiento de los usos y costumbres de nuestro tiempo por parte del otro. Mendoza intenta un absurdo interesante, pero la estupefacción e incredulidad que transmiten sus diálogos no cuajan. Convierten a Grandes preguntas en una sucesión atónita de estas, con escasa gracia y originalidad, tediosas incluso.

Las referencias sexuales resultan banales, más aún cuando se las hace protagonistas. Despista cuando los personajes tan pronto entienden las referencias que manejan entre sí como, acto seguido, se comportan como dos extranjeros que nunca antes se vieron. Los quiebros conceptuales son demasiado fáciles, no funciona la lógica con que son presentados. Lo que sí lo hace es la intención desconcertante de muchas de las interrogantes que se plantean, pero presupongo que no con la intención ideada por Eduardo. Cierro con esta obra la trilogía de su Teatro Reunido (Editorial Planeta, 2017) y me vuelvo a sus novelas y reflexiones.   

Grandes preguntas, Eduardo Mendoza, 2004, Editorial Planeta.

“Civil war”, podría ser verdad

Alex Garland escribe y dirige una historia potente y verosímil sobre lo que supondría vernos inmersos en una guerra fratricida. No entra en las causas y los fines de los combatientes, solo expone sus consecuencia: la barbarie y el salvajismo. Y lo muestra adoptando un interesante punto de vista, el de quienes pretende dejar testimonio, resaltando así el papel y el valor del periodismo.

Nuestro deber es documentar y dejar que sean otros los que hagan las preguntas”, esa es la línea de diálogo clave en el guión de Civil war. El comentario sencillo, pero rotundo y clarificador, que en una de las primeras secuencias le hace Lee a Jessie, una sólida y convincente Kirsten Dunst a una pujante y resuelta Cailee Spaeny.

Ese el propósito de toda la película, agitar nuestra conciencia. La actualidad ha llegado a un punto en el que concebimos que hordas como las que asaltaron el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 podrían derivar en una guerra de todos contra todos, en el que la anarquía y el asesinato sean la norma, la muerte y la destrucción el objetivo final.

Suposición a partir de la cual Garland imagina un grupo de cuatro periodistas que parten de Nueva York hacia la capital norteamericana con la intención de conseguir la primicia de una entrevista con el presidente de los EE.UU., atrincherado en la Casablanca. Civil war resulta no es solo una distopía, un thriller y una película bélica, sino también una road movie que viaja mostrándonos a dónde nos puede llevar la brutalidad cuando desaparecen el civismo y el imperio de la ley. La venganza y la crueldad, los fusilamientos y las fosas comunes, el exterminio y la completa deshumanización de lo que antes habían sido comunidades concebidas desde el diálogo y para la convivencia.   

Haciéndolo a través de la cámara de los fotorreporteros, la cinta resulta aún más creíble en su ánimo por mostrar la posible realidad. El deber del periodista es observar y mostrar, saber mediar recogiendo cuantos elementos intervienen y forman ese instante o episodio que sintetiza con objetividad en una imagen, un clip de vídeo o una crónica. Aunque siempre con esa endeble y sutil línea roja que de un lado dice que no se debe intervenir ni tomar partido en ella, y en el otro sitúa la subjetividad de las emociones y el compromiso con valores como los derechos humanos, así como la relación, cercanía y distancia, entre vocación y experiencia.

Un punto de vista aplicado muy correctamente a una sucesión de avatares lógicos y posibles que se viven desde la butaca con curiosidad e intriga por conseguir que nos identifiquemos con sus protagonistas. Con tensión y ritmo por el dinamismo de su narración. Con estupefacción y miedo en los pasajes en los que el horror físico y psicológico es justificadamente explícito. Con alucinación y asombro por el espectáculo visual que aúna una postproducción sobrada de intervención digital, una banda sonora concebida para significar lo que no muestra la pantalla y un elenco actoral que, a pesar de todo, consiguen que en Civil war tenga cabida la esperanza. Tomémosla como una advertencia más que como una premonición.

“Baumgartner” de Paul Auster

Historia en torno al recuerdo, el amor y cuanto rodea a la creación literaria. Personajes creíbles en tramas fundamentadas que surgen como relatos casi independientes y confluyentes en un todo correctamente compactado. Un título con el que introducirse en las obsesiones de su autor o prolongar la experiencia que ya se tenga de él.

Baumgartner podría ser un alter ego de Paul Auster. Un profesor universitario que convive con el duelo causado por la muerte de su esposa diez años atrás, situación análoga a la que el escritor vivió durante su proceso de escritura al recibir la noticia de su diagnóstico oncológico en enero de 2023. Punto de partida que marca cuanto está por venir.

La disección consciente de los episodios anodinos que constituyen el día a día de la monotonía, la costumbre o el simple hábito. Los viajes al pasado provocados por la chispa de lo anecdótico desvelando personajes, historias y acontecimientos que da igual si fueron trascendentes o no, pero están ahí formando parte del recorrido emocional de su protagonista. La búsqueda de no se sabe bien qué en aquello que siempre había estado al alcance, revelándose para dar contexto, referencia y quién sabe si motivación a su devenir.

Múltiples planos con los que Auster construye y despliega un crisol narrativo. Desde los personajes, a los que describe en su juventud, madurez y ancianidad; los ambientes, mostrando su vida familiar, académica y amorosa; y las coordenadas históricas, reflejando la dureza que siempre enfrentaron los emigrantes llegados a EE.UU., la agitación social de los 60 y el declive de muchas de sus ciudades tras su involución industrial años después. Cómo suele ser habitual en él, utilizando distintas voces, además del narrador en tercera persona y los diálogos con que revela su omnisciencia, están los escritos con tintes biográficos firmados por Anna.

Súmese a ello algunas de las obsesiones propias del autor de títulos geniales como La trilogía de Nueva York (1986), El libro de las ilusiones (2002) o La noche del oráculo (2004). Cuanto rodea al proceso creativo y expresivo de la escritura, su interés por la cultura europea (Kierkegaard y García Lorca en este caso), y su introducción en esa tierra de nadie que está entre lo real y lo onírico, lo que ignoramos cuánto tiene de verdad y cuánto de disociación o desdoblamiento de uno mismo. En esta ocasión estos asuntos no son planteados como tesis con las que interrogarse, sino como medios para conseguir una narración interesante y con cierta hondura, pero, sobre todo, fluida y entretenida.

No deseamos ser parte de su acción, pero sí nos convierte en espectadores curiosos, deseosos de conocer qué es de Baumgartner. Qué le preocupa o le obsesiona hoy o con qué momento del pasado enlaza desde el presente y qué agitación anímica le provoca esa traslación. En paralelo, la siempre eficaz construcción literaria de su creador, capaz de transmitir lo trascendente con la sencillez de lo cotidiano y de hacer de la casualidad el instante que explique, sintetice y concentre cuanto ha ocurrido anteriormente y provoque un giro argumental que de nueva y renovada fluidez a lo que viene después.

Baumgartner, Paul Auster, 2024, Editorial Seix Barral.   

“La madre”, drama, intriga y Aitana Sánchez-Gijón

Más allá del síndrome del nido vacío y de un matrimonio de cara a la galería. Retrato de una mujer frustrada, pero con una ambigüedad bien calculada sobre los motivos de la imagen que transmite y las causas de su comportamiento. Un texto trazado con inteligencia, una puesta en escena sobria que explicita sus tensiones y un elenco compacto que despliega todas sus aristas.

El inicio es convencional. Una mujer espera en casa la llegada de su marido y tras un leve saludo se queja de la desconsideración de su hijo emancipado, de la desconexión de su hija ya autónoma y de la falta de comunicación -por no decir falsedad y lejanía- de quien acaba de llegar de su trabajo. Toques de ironía y acidez disfrazados de humor que generan complicidad y empatía, cercanía con unos personajes que nos resultan familiares, si no por identificación, sí por suposición de los arquetipos del mundo urbano, proletariado y capitalista en el que vivimos. Sin embargo, la sensación de comodidad dura poco.

La dramaturgia de Florian Zeller rápidamente vira para adentrarse en el terreno de las percepciones, obligándonos a preguntarnos si aquello de lo que estamos siendo testigos es tan transparente, sencillo y lógico como habíamos asumido. Un terreno de ocultaciones e invisibilidades que la dirección de Juan Carlos Fisher deja entrever a través de un diseño escénico que más que minimalista, frío y sobrio, resulta revelador en su asepsia, subrayador en su simplicidad e intensificador en el simbolismo de su fractura. Súmese a ello la complementariedad de la iluminación y la amplificación de la ambientación sonora y musical.

Hora y media en la que la narración familiar y el retrato individual se van transformando, afectando incluso al punto de vista desde el que observamos, interrogándonos sobre desde dónde miramos e interpretamos, si lo estamos haciendo desde el lugar y el modo correcto. Qué se nos escapa y qué hemos asumido como lo que no era. Así, La madre y sin dejar atrás sus toques de humor corrosivo, profundiza en su drama adquiriendo tintes de intriga y misterio más propios del thriller y hasta el terror psicológico.

Una introspección bajo un prisma de opresión y agorafobia encarnado por un elenco en el que Aitana Sánchez-Gijón integra con solvencia en su personaje el devenir de las diferentes y superpuestas tramas. La esposa desencantada, la madre Agripina y la mujer abandonada por su pasado y carente de un futuro. Estados emocionales, registros relacionales y versiones alejadas e integradas de sí misma que se despliegan, complementan y confrontan con el buen y acotado trabajo de sus compañeros.

Juan Carlos Vellido compone un marido que nunca termina de estar y que permanece cuando resulta ausente. Alex Villazán es ese hijo obligado a volar solo para sobrevivir y condenado a permanecer para que su verdugo no se convierta en su víctima. Y Júlia Roch destella revelando las indeterminaciones de cuando sucede en La madre, obligando a sus espectadores a tomar parte en la construcción de su absorbente, seductor y conseguido relato.

La madre, en Teatro Pavón (Madrid).

“Maricas malas” de Christo Casas

¿Avanzar en derechos supone mejorar nuestras vidas o subirnos al carro de la satisfacción en el corto plazo para, después, seguir igual? ¿Hemos progresado o caído en la trampa de creernos tratados como iguales cuando el mundo que nos rodea sigue regido por el poder y la jerarquía del heteropatriarcado? ¿Se puede ser libremente LGTBI en nuestra sociedad?

Imagino que preguntas así pasaron insistentemente por la mente de Christo Casas y tanto le rondaron que leyó, se informó y debatió hasta finalmente ponerse manos al papel y darles respuesta en Maricas malas. Un título provocador y un ensayo no diplomáticamente correcto. Casas hace autocrítica de lo que supuso la aprobación legal del matrimonio igualitario, analiza con la distancia transcurrida lo que supuso y si materializó las reivindicaciones con las que el activismo español salió a la calle en los años 70 y 80. Y, por último, recorre hasta dónde hemos evolucionado desde un punto de vista legal y social en derechos LGTBI y enuncias los retos que, a su juicio, presenta el momento actual.

Varios frentes que comienzan con la tesis de que el matrimonio homosexual fue una estrategia del sistema para integrarnos ahora que las estructuras de poder se basan en la necesidad de mano de obra y capital que alimente el consumismo en el que unos ganan y otros no llegan. Darnos la opción de ser familia para, a su vez, dividirnos. Quien no se atiene a este modelo en el que prima la carátula del amor y no la del derecho a ser, es el extraño, el outsider y, por tanto, a quien se mira mal, se arrincona y expulsa. Se nos ofrece aceptación, pero si no adoptamos el canon y lo cumplimos de manera estricta, se nos castiga, nos convertimos en Maricas malas. Seguimos siendo tratados como una minoría, igual que sucede por motivos de raza, origen, sexo…

Primero atentamos contra la moral, después contra la ciencia médica y finalmente contra el capitalismo. Este parece habernos vencido, fagocitándonos incluso, he ahí el pinkwashing que realizan grandes corporaciones y hasta el utilitarismo de algunos exponentes de la ultraderecha en su cruzada xenófoba. ¿Qué podemos hacer? Maricas malas mira atrás para chequear si el matrimonio igualitario fue el éxito que asumimos en 2005. Y su conclusión es que no.

En las tres décadas de democracia que culminaron ese día dejamos por el camino la voluntad de romper los moldes y de considerar otras maneras de vivir y de relacionarnos, sin obligación de adoptar convencionalismos que, en demasiados casos, ocultan deberes (estar en pareja para poder llegar a final de mes), maquillan miedos (creer que somos menos por no dormir acompañados) y anulan el libre desarrollo de la personalidad (negamos cómo nos sentimos para no correr el riesgo de ser juzgados).

Ahí es donde Casas propone volver y sentirnos orgullosos no de ser LGTBI, sino de serlo de una manera que no se atiene a lo esperado. Una visión que pasa no solo por la reivindicación identitaria, sino por la reclamación de un horizonte en el que además de la igualdad y la libertad, primen la transversalidad de la empatía y el diálogo. Suena a utópico, pero su “amariconar la sociedad” no deja de ser una aspiración que ya vimos en el pasado como germen del estado del bienestar y que hemos escuchado más recientemente como economía de los cuidados. Algo que nos beneficiaría a todos por igual, sin importar nuestra identidad ni nuestra orientación sexual.

Maricas malas, Christo Casas, 2023, Ediciones Paidós.   

Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.

“Incendios” de Wajdi Mouawad

Vidas que comenzaron antes de haber nacido y biografías que no se cierran hasta mucho tiempo después de haber fallecido. La violencia solo engendra violencia y en algún momento habrá que reconvertir toda esa energía en pausa y sacrificio, sosiego y convivencia. Un texto complejo e inteligente, una tragedia trazada con el ingenio de las matemáticas y el lirismo de la poesía.

El día que Nawda fallece acumula tras de sí cinco años de silencio, lustro en el que ha fraguado cómo revelar la verdad que llevaba dentro de sí para que sus hijos la integren y se reformulen tras su conocimiento. El proceso comienza con las dos cartas que reciben durante la lectura de su testamento, una para que ser entregada a un padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabían que tenían. Una misión que les hace mirar hacia el Líbano, donde nació su madre, desde Canadá, donde ellos nacieron y viven. Miles de kilómetros y varias décadas de por medio, pero también un abismo cultural. Mientras que para ambos la guerra es algo desconocido, para quien les concibió y parió, la violencia física y psicológica, el enfrentamiento familiar y social, la destrucción de cuanto se conoce y el horror que se graba en los recuerdos fue la tónica.

Son varias las lecturas que propone Mouawad en Incendios. La primera es encontrar la manera de poner fin a ese canibalismo que no soluciona, sino que se convierte en continua génesis, prolongación y maximización de lo que va en contra de nuestra condición de seres humanos. La segunda es entender que los vacíos que se trasladan de padres a hijos no solucionan ni evitan, solo les limitan e impiden la posibilidad de una vida plena y serena. Y la tercera, por parte de los hijos, es que no son víctimas sino herederos de un sistema imperfecto y que está en su mano el intentar sanarlo, pero eso pasa, necesariamente, por conocerlo y comprenderlo. Amor propio, amor al prójimo y amor a la carne de tu carne que son tus padres y tus hijos.

Propósito trazado sobre el papel con el realismo, la desnudez y la crueldad de la tragedia. No hay promesas de resolución y regeneración, sino heridas abiertas y cicatrices visibles que de tan anchas y obvias acaban convirtiéndose en parte del paisaje, coordenadas del entorno y rasgos de la personalidad de todos y cada uno de sus personajes. Un puzle que Mouawad deconstruye en varias localizaciones, a uno y otro lado del mundo, y momentos, según distintas edades de su principal protagonista, enlazándolos con la historia de su país. Haciendo que todos ellos se relaciones con una serie de mecanismos de causas y consecuencias, espejos y continuaciones que revelan no solo las capas, dificultades e imposibilidades de su biografía, sino también la de su familia, su comunidad y su pueblo, la de todas esas personas con las que ha compartido lugares y valores, una cultura y un relato compartido desde el principio de los tiempos.

En la forma, el estilo del posterior autor de Todos pájaros (2018) es de un refinamiento que recuerda a creadores anteriores y contemporáneos más cercanos como Federico García Lorca o Alberto Conejero. Con unos diálogos que oscilan entre la espontaneidad con interjecciones del notario y la austeridad de los hermanos gemelos cuando están en territorio canadiense, a un lirismo altamente poético, mas sin dejar de ser nunca prosaico a la hora de dialogar, procesar y exponer las emociones, las tensiones y las barbaridades que tienen lugar en suelo libanés. Otorga así a lo delicado y doloroso de una belleza y sensibilidad con la que es imposible no conectar y empatizar.

Únase a ello una estructura que, como bien explica en su tercera escena, está tomada de la teoría matemática de los grafos, comenzar por lo cercano y visible y seguir por lo que queda oculto en los ángulos a los que no llegan nuestros ojos para, después, con la experiencia y el conocimiento adquirido, volver a reformular el plano personal y familiar, individual y colectivo, con el que se comenzó en el punto de partida.

Incendios, Wajdi Mouawad, 2003 (2011 en español), KRK Ediciones.

«Los hijos» de Gay Talese

Dos siglos de la historia de Italia y de una familia originaria del sur, la del autor, que acabó echando raíces en el este norteamericano. Un ejercicio de investigación para conocer y comprender cómo los grandes acontecimientos políticos, militares y sociales afectaron a la manera de vivir, a las motivaciones y al devenir de las distintas generaciones que le precedieron. Una excepcional síntesis en forma de novela de “no ficción” que une de manera admirable todas las dimensiones, acontecimientos y personas que transitan por sus páginas.

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Desde que la región de Nápoles estaba gobernada por los Borbones hasta el conflicto que muchos italianos nacionalizados estadounidenses vivieron durante la II Guerra Mundial cuando vieron cómo sus padres, hermanos o primos residentes en el viejo continente formaban parte de las tropas del otro bando. Gay Talese firma una obra que demuestra que el mundo no está formado por departamentos estancos sino por personas que nos movemos de unos lugares a otros formando un triángulo –peculiar unas veces, complicado otras- de mestizaje, diálogo con los modos y maneras locales y fidelidad a los valores y costumbres en que fuimos criados.

Su narración se remonta hasta las últimas décadas del siglo XVIII para explicarnos cómo se ganaban la vida sus antecesores en Maida trabajando la tierra y practicando el comercio siendo parte del Reino de las Dos Sicilias, territorio gobernado por la rama española de los Borbones. Posteriormente el Risorgimento les integró en 1861 en el Reino de Italia, un estado que convertiría a sus conciudadanos del sur en pagadores de impuestos, mano de obra barata obligada a emigrar y soldados sin formación ni motivación en grandes conflictos como la I y la II Guerra Mundial.  Muchos de ellos optaron por marchar a EE.UU., como lo hizo Joseph Talese, que acabaría estableciéndose como sastre en Ocean City (Nueva Jersey), ciudad en la que en 1932 nacería su hijo Gay, el periodista y escritor de esta novela y de otras como Honrarás a tu padre.

Los hijos cuenta con pasajes en los que se explica con gran claridad acontecimientos históricos como las guerras contra Napoleón, la figura de Garibaldi, el desarrollo industrial de la costa este estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX, el clima político de Italia en la década de 1920, el ascenso al poder de Mussolini o cómo el ejército americano se apoyó en la Mafia para hacerse con el control de Sicilia en julio de 1943.

Estos episodios sirven para enmarcar la manera de vivir en cada época en la localidad de la que proceden los Talese –o en las que se instalarán posteriormente-, cómo se gestionaban las explotaciones agrícolas y ganaderas, el papel de los padres a la hora de casar a sus hijos, la omnipresencia de la religión, las maneras de vestir o los hábitos sociales a la hora de relacionarse. También el día a día de entrenamiento, lucha, victoria agridulce o amarga derrota de los que se vieron obligados a combatir durante la Gran Guerra. O la manera en que los que emigraron se hicieron su lugar en París o en la costa este, al albor del desarrollo industrial de localidades como Ambler o de las oportunidades de grandes urbes como Filadelfia o Nueva York.

Una complejidad que Talese expone con gran claridad narrativa, compaginando el relato de las personas que forman su árbol genealógico, la descripción del entorno en el que se encuentran y el análisis de las circunstancias que les tocaron vivir. Un brillante crónica familiar y un fantástico ejercicio de literatura de no ficción.

Los hijos, Gay Talese, 1992 (2014 en español), Alfaguara.

“La invención de la tradición” de Eric Hobsbawm y Terence Ranger

El simbolismo de estados como el Reino Unido tiene mucho de recreación e invención. No todo es tan ancestral y milenario como repiten hasta la saciedad los periodistas en cuanto tiene que ver con la imagen pública de instituciones como la monarquía. Cuestiones sobre las que se ancla el poder tanto en el mundo occidental como en sus antiguas colonias y acerca de las cuales aún queda por desvelar desde múltiples puntos de vista (cultural, social, político…).

Hobsbawm es sinónimo de argumentación razonada, claridad expositiva y conclusiones que resuelven preguntas a la par que plantean otras que evidencian que la historia es un corpus nunca concluso, sea porque nunca es un pasado cerrado, sea porque siempre hay nuevos enfoques y datos por descubrir con los que acercarse a ella. En este volumen, acompañado de otros especialistas, se propone revelar la realidad de los elementos con que asociamos en nuestro imaginario a las cuatro naciones que componen el Reino Unido. También cómo esos mecanismos fueron aplicados tanto por ellos como por sus gobernados en los territorios que controlaban en Asia y África, y el modo en que se extendieron por Europa a lo largo del siglo XIX y hasta el principio de la I Guerra Mundial en 1914.

Lo curioso de leer títulos como este es descubrir que aquello que tomabas por indudable no es así. Escocia no fue el vecino fuerte, recio y peculiar de Inglaterra durante muchos siglos, sino el hermano menor de una Irlanda del norte culturalmente poderosa donde los hombres utilizaban diseños textiles que les cubrían todo el cuerpo. El kilt no se definió como tal hasta el siglo XVIII y la supuesta costumbre de identificar a cada familia por un diseño específico fue algo que surgió aun después y bajo criterios que podríamos considerar cercanos a las técnicas del marketing.

Otras supuestas tradiciones surgieron como reacción a la preponderancia de aquellos a los que se consideraban ajenos. Algo así vivió Gales con la expansión de la revolución industrial inglesa, lo que dio pie a que algunos de sus ciudadanos más sensibles comenzaran a reivindicar -para lo cual tuvieron que darles forma- elementos que hasta entonces había ignorado como su paisaje y su lengua. El movimiento cultural del romanticismo y el político del nacionalismo, así como las convulsiones que sufrieron los imperios y los intentos monárquicos en la segunda mitad del XIX influyeron mucho en este sentido. Es entonces cuando nace la pompa británica e instrumentos que apelan a la ciudadanía como sellos, medallas y actos públicos con los que ganar visibilidad.

Fundamental en esta última etapa es el papel de los medios de comunicación, primero la prensa escrita y su poder como comentarista y analista, y después la televisión retransmitiendo en directo funerales y coronaciones. Involucrando no solo a los pertenecientes a la dinastía sino también las emociones que suscitan entre sus súbditos y el público en general. Medios y efectos que muchos estados han utilizado en su favor, valiéndose de vehículos como el deporte (las selecciones nacionales), la música (los himnos) o toda clase de símbolos institucionalizados (personajes esculpidos, banderas ondeando…).

La invención de la tradición, Eric Hobsbawm y Terence Ranger, 1983, Editorial Planeta.  

“Los niños de Winton”, el lado bondadoso de la historia

El ayer de 1939 entre Praga y Londres, y una pequeña localidad en el campo británico cinco décadas después. La voluntad, la decisión y el legado del hombre que salvó a 669 niños de morir bajo las fauces del terror nazi. Una narración sencilla que evade la dificultad de las instituciones y las burocracias para centrarse en la emocionalidad de una historia brillantemente encarnada por Anthony Hopkins.

Es uno de esos vídeos breves que de vez en cuando me surge en Instagram cuando estoy perdiendo el tiempo antes de dormir, el momento en que un hombre mayor en un plató de televisión descubre que está rodeado por personas a las que salvó la vida. Un logro producto de su impulso y tesón, mas también de su humildad y convicción. Una historia real, un libro y una biografía después, ahora lo conseguido por Nicky Winton queda plasmado en la gran pantalla confiando su papel a Anthony Hopkins en su versión ya anciana y a Johnny Flynn en la de sus tiempos de juventud. Más íntima y dialogada la primera, más narrativa la segunda, queda claro que la presencia de Hopkins basta para hacer que ver Los niños de Winton sea una experiencia emocionante.  

La película comienza con él, y le bastan esos primeros minutos para transmitir el carácter de su personaje e imprimir el tono de la película, incluso cuando no es él quien está en pantalla y lo narrado se remonta a los meses que transcurrieron desde que Hitler invadió los sudestes checoslovacos en octubre de 1938 e inició la II Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939. El guion no entra en cuestiones políticas ni geoestratégicas y la dirección de James Hawes opta por plasmar visualmente, por crear imágenes descriptivas. Hace bien en eludir sentimentalismos, ya sabemos las múltiples formas que tomó aquel horror, aunque le hubiera venido bien un diseño de producción más ambicioso, más allá de la corrección estilística.

El final de los 80, las secuencias protagonizadas por Hopkins, sí goza de esa naturalidad que amplifica aún más la sencillez de su conflicto, cómo desprenderse, con el respeto que merecen, de los recuerdos documentales de ese pasado tan poderoso. Flashbacks en los que se agradece la presencia de Helena Bonham Carter, su teatralidad y fotogenia logran que lo lineal del guion en esos pasajes torne explicativo y moralmente didáctico. Las escenas televisivas son, quizás, las menos conseguidas desde un punto visual, aunque paradójicamente resultan las más emocionantes por la combinación de sobriedad y hondura expresiva de quien nos deslumbrara de la misma manera en El silencio de los corderos (1991) Lo que queda del día (1993) o Tierras de penumbra (1993).

La sensación que queda al final es que esta no es solo una película sobre la II Guerra Mundial, sino también sobre cómo cualquiera de nosotros, por muy anónimo e individual que sea, puede actuar para intentar que el mundo en el que vivimos, la sociedad de la que formamos parte, sea más empático, comprensivo, dialogante, acogedor y receptivo con aquel que lo necesita. Más aun cuando se encuentra en una situación de indefensión ante una violencia siempre injustificable. Ayer los niños que se encontraban en Praga, hoy los pequeños que están en…