“Golden child” de David Henry Hwang

Un viaje entre el presente y el pasado de hace tres generaciones, entre la América de origen chino y la China que abrazaba el Cristianismo por influencia extranjera. Una contraposición sugerente que no defrauda, pero que no cumple las expectativas que promete por su excesiva formalidad dramática y por abordar únicamente la religión como un sistema de estructuración social y dejar a un lado la dimensión espiritual que se le supone.

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Golden child comienza con un hombre que duerme junto a su esposa embarazada, temiendo no llegar a ser un buen padre para el hijo que está en camino. En esas se le aparece su madre en sueños para contarle que puede contar con el apoyo de sus ancestros. Acto seguido la escena abandona el hoy del barrio de Manhattan y se convierte en Amoy, una pequeña localidad costera en el sureste de China.

Un ayer en el que sus habitantes no habían tenido contacto hasta entonces con el mundo occidental. Algo que comienza a suceder con la aparición de Tieng-Bing y su doble aportación, los regalos producto del comercio con gentes de otras naciones que le lleva a sus mujeres –un reloj de cuco, instrumental de cocina y un fonógrafo- y el hombre que le acompaña, un misionero que predica el cristianismo. Este, por su parte, se encuentra una sociedad polígama, donde hombres y mujeres tienen papeles muy definidos y los altares no están dedicados a deidades sino a antepasados en un compromiso tan o más fuerte que el que se mantiene con los vivos.

Un planteamiento que presenta por sí mismo un gran potencial de conflicto y sobre el que cabría esperar, más allá de esta trama, otras que confrontaran las personalidades, roles y relaciones –amistosas unas, conflictivas otras- entre sus personajes. Un deseo que no se ve plenamente satisfecho. Henry Hwang opta por ordenar y clarificar sus recuerdos personales –a partir de lo que en su día le contó su abuela- presentando un mapa familiar en un momento de cambio. Algo que hace muy bien, dejando claro que cada uno de sus miembros va mucho más allá de los diálogos que leemos. Pero lo que impide que ese potencial ofrezca los resultados que se esperaría del autor de la genial M. Butterfly es que cede el protagonismo dramático a un conflicto espiritual que apenas boceta.

Deja claro que en la familia tradicional china de principios del siglo XX el hombre se encarga de proveer y la mujer de servir y satisfacer. Sin embargo, el influjo occidental, tomado como moderno, hace que el protagonista crea que el conflicto que le generan aquellos valores o costumbres que no comparte –la cosificación de las mujeres, la imposibilidad de abandonar el lugar en el que se nació por fidelidad a las anteriores generaciones- se pueda ver resuelto adoptando el Cristianismo.

Una alternativa que solo se ve justificada, ni siquiera verdaderamente argumentada, como sistema de organización social, pero que en ningún momento se expone desde el punto de vista espiritual o de las creencias que supone. Es de suponer, por los motivos antes expuestos, que Golden child tiene para su autor un gran valor personal, pena que no haya conseguido trasladarlo a sus lectores.

Golden child, David Henry Hwang, 1996, Theatre Communications Group.

“Canto castrato” de César Aira

La promesa de unas aventuras dieciochescas con hilo musical operístico queda rápidamente desvanecida por un relato que deja a un lado la historia y el arte rococó para optar por la libre asociación de ideas y el avanzar sin rumbo declarado ni deducible, instrumentalizando para ello a sus personajes y dejando muchas preguntas, argumentos y tramas sin resolver.

El viaje comienza en 1734 llegando a Nápoles, con la angustia de un noble austríaco que acude a esta ciudad no sabiendo si dará allí con la persona a la que busca. Un castrato, la mayor estrella musical de Europa, al que representa y que ha desaparecido sin motivación aparente y sin dejar señal alguna. Una intriga que podría derivar en drama o en thriller, sirviéndose para ello del urbanismo, el arte y los secretos de una urbe excitante, convulsa y bulliciosa. Pero no. Las esperanzas se desvanecen comprobando cómo la interrogante se disuelve, más que ser respondida, en una excusa para continuar la narración con unos caracteres de lo más peculiar. Particularidades expuestas de manera desenfocada, haciendo que nos mantengamos a una distancia prudencial de ellos.

Semanas después los volvemos a encontrar en Viena. El atractivo de la capital del imperio austro húngaro queda aguado en descripciones que la tildan de soporífera, aburrida y meramente arquitectónica. ¿Cuál es su encanto entonces? Según la imaginación de César Aira todo aquello que acontece a espaldas de la vida pública y lo que es cotilleado, susurrado y dicho en clave en sus salones, recepciones y eventos públicos sobre cuestiones no necesariamente de interés político. Entran en liza algunos personajes nuevos, que prometen ser interesantes, pero nuevamente esa esperanza se desvanece progresivamente a medida que se revelan hasta un poco tostón. Para colmo, la estructura narrativa vuelve a incluir excursiones a lugares misteriosos que lo único que aportan son páginas bien escritas, pero con escaso interés argumental.

San Petersburgo podría ser la oportunidad final. Sin embargo, comienza dejándose atrás a uno de los protagonistas como excusa para que le sean dirigidas las cartas de los dos remitentes en que se basa la estructura narrativa de esta etapa de Canto castrato. Unas con prisma familiar y otras con tintes subordinados. Las primeras resultan tediosas, como quien las firma y las aventuras absurdas, incongruentes y con escasa lógica en que se ve envuelta. Las segundas, afortunadamente, resultan ordenadas y precisas, un oasis en esta lectura tan poco estimulante. Ambas se complementan, hasta el punto de contar lo mismo desde distintos puntos de vista, convirtiendo al lector en un juez obligado a dictaminar cuál es la versión correcta y los posibles motivos, argumentos o excusas de quien falta a la verdad.  

Canto castrato es de esas lecturas que te planteas dejar pero que no abandonas creyendo que tarde o temprano encontrarás alguna joya entre tanta paja. Aira sabe escribir e hilvanar ideas, pero lo hace en modo automático, sin mirar nunca atrás y valorar o enmendar lo que ha elaborado, sin mayor propósito que el de rellenar páginas hasta alcanzar un destino al que parece darle igual llegar solo que acompañado.  

Canto castrato, César Aira, 1984, Literatura Random House.

“Los tres usos del cuchillo” de David Mamet

“Sobre la naturaleza y la función del drama” disecciona las claves por las que conectamos con el teatro y porqué la dramaturgia es una de las mejores construcciones artísticas a las que puede llegar el hombre. Didáctico y claro en su exposición, con símiles que permiten una fácil compresión de sus ideas y con los que reflexiona sobre su relación con otros ámbitos de nuestra vida como la política o la religión.

La Lupe tenía razón, “lo tuyo es puro teatro”. Así comienza David Mamet, exponiendo cómo nuestra manera de expresar, narrar y manifestar lo cotidiano está teñida de lo dramatúrgico a la hora de contextualizar lo que nos sucede, caracterizar a las personas con las que interactuamos o dar un sentido trascendental a nuestros pensamientos y reflexiones. De esta manera le imprimimos a nuestro relato verbal un sello emocional con el que generamos una atmósfera en la que pretendemos implicar a nuestros interlocutores, ya sea provocando su empatía y comprensión, ya motivando su rechazo y distanciamiento.

Marcos similares a los de las historias que vemos representadas sobre un escenario o proyectadas en una pantalla y que nos llegan e impactan por la manera en que sus protagonistas, los héroes de sus dramas y tragedias, combinan lo ambicioso y trascendental de lo macro con lo cercano y tangible de lo micro. La concreción de la misión que cumplir con la abstracción del objetivo que se alcanzará con su consecución. Dimensiones que, según Mamet, conjugan con gran ambigüedad y acierto los líderes políticos, enarbolando horizontes difíciles de concretar y prometiendo materializaciones igualmente paradójicas de materializar. Grandilocuencias que ocultan miedos, debilidades y fracasos de nuestros diferentes modelos de sociedad por nuestra incapacidad de escucha y aceptación de límites.

Relación entre la ficción y la realidad que entrelaza con la estructura en tres actos que tienen casi todos los textos teatrales. Presentación, nudo y desenlace en los que plantear nuestra identificación con el protagonista singular o plural, el conflicto que le generan quienes manipulan las circunstancias y la búsqueda a ciegas y desesperada de los medios con los que conseguir su resolución. Trayecto que nos engancha y apasiona porque nos ofrece posibilidades que no tenemos en este lado. Aquí no podemos acabar con los villanos ni intervenir de manera directa para hacer del mundo un lugar mejor. Lo cual no quiere decir que lo escrito o interpretado sea falso, siempre y cuando esté fundamentado en el impulso, la necesidad y el deseo de solventar lo que nos inquieta, motiva, ilusiona y mueve.

Por eso mismo el autor de American Buffalo (1975), Glengarry Glen Ross (1984), Speed-the-Plow (1988) o El viejo barrio (1997) advierte que la bonanza y el exceso de oferta no es bueno para la creatividad de los artistas ni para el espíritu crítico de los espectadores. La expresividad ha de nacer de la necesidad interior de contar y transmitir algo, la observación de la búsqueda de ser llevado a mundos ajenos, pero en los que sintamos que podemos ser nosotros mismos.

Resulta curiosa la crítica, en 1998, de David Mamet sobre el exceso de canales de televisión y cómo esto estaba convirtiendo lo que antes era arte en mero entretenimiento, y a los escritores en reproductores en serie de historias concebidas única y exclusivamente para completar minutos de emisión susceptibles de atraer suscriptores e inversiones publicitarias. Una visión certera a tenor de lo que hemos vivido desde entonces con la eclosión del streaming y la explosión de las redes sociales.

Los tres usos del cuchillo, David Mamet, 1998, Editorial Alba.

“Particulares y patios”, coordenadas de un pequeño universo

El espacio común de todo inmueble compartido como lugar en el que confluyen, se cruzan, encuentran e ignoran sus habitantes y sus historias, sus dramas y sus alegrías. Una propuesta que aúna texto y movimiento, dramaturgia y performance con pasajes meramente narrativos y otros en los que se experimenta, indaga e investiga con las posibilidades de lo escénico.

La Chivata Teatro ha convertido la sala de Nave 73 en un bien catastral en el que intérpretes y espectadores se relacionan como buenos vecinos. Al llegar, los actores interactúan con quienes buscan asiento. Les dan la bienvenida y comparten con ellos fotografías y pinzas. Cuentan que tomaron las imágenes con cámaras de un solo uso durante el proceso de ideación de este montaje. Metateatro y maleabilidad de la cuarta pared. Recurso que ya no nos sorprende, pero mecanismo eficaz con el que solventar la escasez de presupuesto y hacer de la función una burbuja temporal que se adapta libremente al fluir del pulso y la tensión de la atmósfera allí creada y compartida.

Ese es el ánimo que se percibe en Particulares y patios. Su materialización parte del principio de transparencia, mostrar sus costuras narrativas y escénicas, base sobre la que fundamenta su intención de componer un fresco comunitario en el que vemos a mujeres que se asoman a la ventana a recoger la ropa, a solitarios que esperan ansiosos la entrega de un mensajero, parejas en un punto de inflexión de su relación o amigos que comparten lo bueno y se apoyan en lo triste. Cuadros que se suceden, repiten o intercalan con la misma cadencia con que supuestamente se estructuran la cotidianidad y monotonía de nuestras vidas.

El teatro apela a dos de nuestros sentidos: oído y vista. Particulares y patios es mucho más placentero para el segundo que para el primero. Lo que se dice y escucha suena a conocido, a elemento necesario, a introducciones o diálogos inevitables que dan pie al verdadero corazón de la representación. Lo que se ve y observa, en cambio, denota una inspiración, trabajo y dedicación mucho más elaborada y conseguida en que se nota la participación e implicación directa de un elenco compenetrado.

Hay en este apartado originalidad y chispa, una búsqueda y consecución de imágenes y significados que seducen la mirada de quien asiste, embaucado por cómo los seis intérpretes juegan con la diafanidad de la escenografía, el escaso atrezo y modulan sus propios cuerpos para ejercer tanto de personas como de objetos. Llámese coordinación, coreografía o sincronía, o sea una combinación de todo ello, el modo en que manejan las telas y las poleas, o los marcos simulando ventanas o señalando sobre dónde hace zoom su historia, resulta hipnótico y atractivo. Pasajes que funcionan por sí mismos, por el esteticismo y la energía que transmiten.

Ahí es donde está el valor de este montaje, el cauce por el que nos llega el conglomerado de sensaciones, sentimientos y emociones que pretende aflorar, sintetizar y transmitir. El potencial en el que se me ocurre sugerir a La Chivata Teatro que siga buceando para profundizar en el camino en el que está, conseguir objetivos ambiciosos y llegar a las metas que se intuyen desde la platea.

Particulares y patios, en Nave 73 (Madrid).  

“Recordando con ira” de John Osborne

Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

El estreno de este texto de John Osborne debió ser una sacudida para la conciencia de sus primeros espectadores el 8 de mayo de 1956 en Londres. La impresión que hubo de producirles la violencia verbal, física y psicológica, a la que asistieron no tenía parangón alguno. Recordando con ira les había expuesto la desnudez, frialdad y crudeza de la relación entre dos hombres y dos mujeres en su veintena. Un matrimonio y dos amigos con vínculos más basados, aparentemente, en la necesidad y la oportunidad, que en la empatía y el afecto.

Desde el primer minuto se instala una tensión producto de desconocer la razón que sustenta una convivencia en la que el personaje de Jimmy reparte insultos, exabruptos y malas miradas a todos. ¿Por qué es así? ¿Por qué lo soportan su esposa y sus amigos? Interrogantes que articulan los tres actos y los varios meses que transcurren a lo largo de la obra. Un tiempo marcado por la opresión que supone el ático abuhardillado que comparten en una ciudad indeterminada de las Tierras Medias británicas. Por las limitaciones económicas, Jimmy y Alison viven de lo que les da un puesto de dulces. Y por la ambigüedad de sus lazos, ya que su compromiso matrimonial no parece estar reñido con la intimidad con que tratan a Cliff y Helena.

Además, John Osborne comienza la acción sin situarnos, en un contexto aparentemente sin pasado. Apenas unas referencias para saber que los dos protagonistas provienen de entornos sociales diferentes, él más humilde y ella más acomodada. Sin embargo, entre el ruido, progresivamente va surgiendo información que sitúa sus vidas en coordenadas muy diferentes a las de los conflictos bélicos que vivieron sus figuras paternas, uno como voluntario del banco republicano en la Guerra Civil española, el otro como responsable del fin de la ocupación colonial británica de la India. A su vez, nos da claves sobre los sistemas familiares en los que se criaron y algunas de las graves consecuencias que ha tenido para ambos la unión, combinación y confrontación de sus caracteres.

Osborne no tiene piedad con ellos. Rápidamente lleva a lo alto su irritabilidad y pusilanimidad, al tiempo que las liga, en su expresión verbal, movimiento y gestualidad, a la sagacidad y contención que caracteriza a cada uno, convirtiéndoles en una suerte de psicópata y pasiva agresiva que conforman con Cliff y Helena sendos extraños triángulos. Mas aún por el hecho de que llegan a superponerse, pues aun estando los dos en escena, la interacción entre ellos es mínima y casi nunca directa. Un ambiente en el que, a pesar de su furia y dolor, de su ferocidad y sus heridas, se habla sobre el amor, se invoca el deseo y se propone un futuro, lo que hace todo aún más despiadado y enfermo.

Recordando con ira, John Osborne, 1956, Faber Books.

“The Quiet Girl”, la elocuencia de la mirada infantil

Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.   

En las familias numerosas los hijos intermedios supuestamente pasan desapercibidos. Dícese que es a los que menos caso les hacen. Si, además, sus padres son personas frustradas y amargadas que no se hablan entre sí, que consideran a sus vástagos como cargas que mantener y apenas disponen de lo justo para no pasar frío y hambre, no es de extrañar que Cáit sea una niña de nueve años introvertida e inexpresiva, herida en su corporeidad y dolida en su interior.

Cuando llegado el verano la mandan a casa de unos primos, un matrimonio adulto sin hijos, que no conoce para que se hagan cargo de ella, se abre un abismo a sus pies. Sin embargo, lo que podría ser el fin, resulta un principio, una oportunidad con la que, en la Irlanda rural de principios de los 80, descubre que hay otras formas de vivir y de relacionarse, de tratarse e, incluso, cuidarse.

El valor de esta cinta rodada en gaélico (lo que la ha llevado a ser nominada a los Oscar de este año en la categoría de mejor película internacional) es que nunca ofrece causas ni conclusiones. Muestra los hechos, las reacciones e impresiones y deja que todo ello hable por sí mismo. Un enfoque en el que la que la fotografía torna fundamental, tanto por recoger los ritmos lumínicos del estío irlandés y la perennidad de su naturaleza, como por los encuadres en los que lo que deja fuera se hace más presente, precisamente, por no ser mostrado.

Dentro de plano, lo destacable e importante son las miradas. El modo en que los ojos manifiestan la impresión que produce lo observado y lo escuchado, lo razonado y lo intuido, y la labor de filtro y contención que ejercen para nunca salirse de la zona de seguridad emocional. Aun así, lo no verbalizado, los secretos, acaban por manifestarse y reivindicarse, claman por ser conocidos y liberados. Serán la prueba que sacudan la estabilidad individual, los compromisos acordados tiempo atrás y los lazos aún en proceso de consolidación.

La grandeza con la que The quiet girl consigue que su historia nos llegue es la quietud expresiva de sus intérpretes. Una contención que, más que freno a una potencial locuacidad, resulta epítome de la cultura y los valores de vecindad y catolicismo, de la economía de subsistencia y equilibrios entre roles masculinos y femeninos, de la tradición y el costumbrismo que les une entre sí y con su entorno. Una atmósfera que acoge, estructura y condiciona, y que Colm Bairéad ha sabido vehicular como medio etéreo, pero también espiritual que marca el ánimo y la voluntad individual de sus personajes, así como el encuentro y los vínculos establecidos entre ellos.

“La noche del 12”, la mejor película francesa de 2022

Galardonada con 6 premios César hace dos días, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

Una cuarta parte de las investigaciones que la policía francesa inicia tras un asesinato quedan sin resolver. No se consigue saber quién lo hizo y porqué, dejando en suspenso una memoria que reparar y un compromiso que cumplir. Tanto los allegados de las víctimas como los agentes que le dedicaron tiempo y esfuerzo a intentar saber qué ocurrió no logran cerrar una herida que se convierte en parte de ellos. Les sigue y les persigue. Les condiciona y les lastra. La noche del 12 no narra un caso concreto, sino que supone uno que se inspira en todos esos. Una joven es quemada viva, las opiniones y comentarios en torno a ella son contradictorios y la realidad es que no hay pista alguna que aclare cuál fue la motivación ni señale a un sospechoso.

Dominik Moll inicia la proyección mostrando ese cruel asesinato con la misma sobriedad con que sería descrito en una sentencia judicial. No hay detalle alguno que nos permita contar con más información que la que irán buscando, descubriendo y valorando los policías encargados de dar con quien quizás actuó por celos o venganza, con quien pudiera ser un psicópata o alguien a quien el asunto se le fue de las manos. En esa intrigante búsqueda de hechos y pruebas, de visitas e interrogatorios, surgen comentarios que revelan una prejuiciosa visión del mundo y de las relaciones sexoafectivas entre hombres y mujeres. Una imagen que surge sin que el guión ni la dirección la fuercen, con la misma y escandalosa naturalidad con que sucede en nuestra vida diaria. Se pregunta, se da por hecho, qué pudo hacer ella para provocar lo que le aconteció.  

Una vez que llegamos a esa aplastante verdad, nos damos cuenta de que La noche del 12 nos refleja, nos muestra cómo somos sin necesidad de alegatos ni arengas. Un mundo en el que los hombres suponen cómo actúan las mujeres, convirtiendo sus hipótesis en conclusiones teñidas de su pobreza y dificultad, su limitación y elusión emocional. Junto a esto, y también sin generar dramatismos artificiales, revela la traición que supone para el fin de las instituciones públicas -como los cuerpos y fuerzas de seguridad y el poder judicial- no contar con los recursos humanos, técnicos y económicos necesarios para realizar su trabajo. Una crítica certera, y una denuncia eficaz, por la manera en que está planteada, por la parquedad con que plasma sus consecuencias.  

Además de mejor película y director, La noche del 12 se llevó el pasado viernes los premios César a mejor guión adaptado, actor revelación y secundario, además del de sonido. Es de agradecer que los académicos franceses hayan galardonado una cinta cuyo máximo y muy conseguido objetivo es el de la credibilidad y la verosimilitud. Sorprende que en España no pasara por las salas, supongo que por falta de distribuidor que confiara en sus posibilidades comerciales, y se estrenara directamente en Filmin, donde podemos verla y disfrutarla.

“Otra vida por vivir” de Theodor Kallifatides

Ensayo, reflexión y auto ficción sobre la evolución de las democracias occidentales en las últimas décadas, así como sobre qué supone ser inmigrante en Suecia y emigrante en Grecia. La identidad individual y el encaje de su autor, ayer y hoy, en la sociedad y cultura en que nació y en aquella que le acogió. Una prosa sencilla y sosegada, sobre el peso de la vida y las vías de la inspiración, que envuelve a su lector en sus atmósferas, emociones y estados del alma.

No hay una experiencia más agradable cuando se está leyendo que verse superado por la amalgama de sensaciones, descubrimientos y ecos que siembra en nosotros el título que tenemos en nuestras manos. Eso es lo que me ha ocurrido con mi primer Kallifatides. Otra vida por vivir es un volumen breve, apenas me ha requerido dos días, pero tengo la impresión de haber realizado un profundo viaje desde la idiosincrasia del hoy, del aquí y ahora que todo lo puede, envuelve y ciega hasta las claves de la historia de mediados del siglo XX. Traslado temporal con el que he accedido a la realidad que se esconde tras la imagen y los tópicos actuales del norte y el sur de Europa. 

A pesar de su contenido número de páginas, la verdad de lo personal, la sinceridad de lo íntimo y el acierto analítico de su visión sobre cómo éramos y en qué nos hemos convertido, hace que quiera conocer más sobre la vida y obra literaria de Theodor Kallifatides (Molaoi, 1938). En Otra vida por vivir su experiencia es el camino que nos guía por la transformación política y económica, así como en la mutación de los valores y modelo de convivencia del mundo occidental desde mediados del siglo XX.

Lo hace con una prosa sencilla y humilde que demuestra su claridad de ideas, su compromiso humanista y su ánimo positivo y generoso por ser comprendido. Desde la aceptación de ser uno entre muchos, de alguien para quien prima la igualdad como base de la libertad, la justicia y la pluralidad ideológica. Motivo por el que se califica como un socialdemócrata que no entiende la vorágine individualista, consumista y cosificadora que se ha apoderado de la esencia de nuestras democracias, y cómo esto nos ha devuelto escenas de ruinas personales, rechazo xenófobo y clasismo pecuniario que creíamos estar minimizando.

Visión que complementa con su reflexión identitaria, sobre si sigue siendo griego tras más de medio siglo viviendo en Escandinavia, y cuán sueco es si no nació allí y teniendo en cuenta que su brújula interior sigue apuntando al Peloponeso. Asunto que hilvana con su infructuosa búsqueda de inspiración a la hora de ponerse a escribir en un determinado momento de su vida. Cuestiones que le sirven para hablar sobre su familia y el lazo que le une con su mujer después de tanto tiempo, el vínculo que mantiene con las amistades que dejó en su tierra de origen y con las que comparte lugar de procedencia en Estocolmo, y la divagación sobre el concepto de legado viendo cómo muchos de sus allegados van llegando a su hora final.

Otra vida por vivir, Theodor Kallifatides, 2018, Galaxia Gutenberg.

“¿Qué es la calidad en el arte?” de Alejandro Vergara Sharp

Cuestión delicada que despierta suspicacias según el gusto, la experiencia y la formación de cada observador. Pregunta difícil de responder, pero asunto definible si se sigue un procedimiento reflexivo como el que propone su autor. Un ensayo breve sobre estética, apto tanto para entendidos sobre arte como para aficionados deseosos de dotar de razón a sus argumentos.

Unos dirán que la tiene si les atrae o no lo que ven. Otros se basarán en criterios ajenos como la cotización del autor, el prestigio de la entidad que atesora sus creaciones o los adjetivos con que los medios de comunicación divulgan su obra. Pero tras todo ello, tal y como afirma el Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte hasta 1700 del Museo Nacional del Prado, debe haber algo observable que, consensuado, nos permita tener un criterio común sobre qué es bueno y qué no. Su disertación no pretende establecer una regla estricta, matemática, pero sí una hoja de ruta con la que argumentar convincentemente porqué consideramos que una pintura, escultura o edificio tiene ese algo que lo hace valorado y, por tanto, digno de ser preservado, estudiado y divulgado.

Vergara Sharp inicia su reflexión advirtiendo sobre un concepto anterior al de calidad, el de cualidad. Primero qué ha de tener una obra de arte. Y segundo, en qué medida, no basta si no tiene el nivel suficiente. Ahora bien, ¿cuáles son esas cualidades? Depende del momento y el lugar. Respuesta que ejemplifica situándose en el período que domina, en la Europa que va desde el siglo XV hasta el XVIII, largo período sintetizado bajo el término de neoclasicismo.

Mas una vez trasladados allí lanza varios interrogantes. ¿Cuál era la cultura visual del común de los ciudadanos? ¿Cómo se formaban entonces los creadores? ¿Qué papel cumplían las distintas disciplinas artísticas en la sociedad que alumbraba sus producciones? Eso es lo que determina las cualidades en que nos hemos de fijar. Y tratando sobre pintura, él propone dos, idealismo y verosimilitud. Lo que se solicitaba y observaba debía estar conectado con la realidad, pero siendo más excelso que ella sin que esa sublimación afectara a su credibilidad. Aunque se fuera consciente de que lo que se contemplaba era una ilusión, los espectadores habían de sentir, percibir e interpretar lo que veían como verosímil.

Un resultado que no surgía sin más y que tiene que ver tanto con el papel del arte en la sociedad de aquel momento como con la capacidad de percepción e interpretación inherente al hombre, pero que también se moldea con la experiencia y se educa según los círculos de los que se forme parte. Asunto sobre el que, como bien apunta Vergara Sharp, le dedicaron escritos y reflexión nombres de la Grecia clásica como Platón, Aristóteles o Sócrates o del Renacimiento italiano como Leonardo da Vinci o Leon Battista Alberti.

Hoy somos capaces de detectar los mecanismos por los que conseguían sus logros grandes autores como Caravaggio, Mantegna, Tiziano o Rubens. Un reto que exigía dominio técnico, intuición y sensibilidad para llegar a unas cotas que sorprendían y hasta abrumaban, y que en la actualidad seguimos admirando. Una buena manera y ejemplificación de cómo se puede detectar y valorar la calidad de las piezas de un determinado período y, en consecuencia, un método extrapolable y aplicable a las creaciones de otros tiempos, producto de otros condicionantes y objetivos, que es necesario conocer, para así realizar un juicio justo de las mismas.

¿Qué es la calidad en el arte?, Alejandro Vergara Sharp, 2022, Editorial Tres Hermanas.

“El triángulo de la tristeza” y la estupidez de la especie humana

Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

En The Square (2017) Ruben Östlund nos hizo partícipes de la tontería que puede llegar a rodear al mundo del arte. Personajes a los que la expresividad y emocionalidad, búsqueda y experimentación, diálogo y comunicación que conlleva cualquier creatividad bien planteada, resuelta y mostrada les importa un comino. Lo único relevante es el culto a su ego, sentirse el centro de atención y adulación. El problema es que necesitan de algo externo a ellos, la pieza artística, la aprobación de la crítica, la aceptación de la institucionalidad y el aplauso o estupefacción del público para -gracias a su posición económica y/o relacional- alcanzar o mantenerse en esa dimensión artificial en la que se creen más porque hay quienes les envidian y siguen, sirven y soportan.

Ahora en El triángulo de la tristeza Östlund da un paso más en ese análisis del ser humano dejando a un lado los objetos intermedios para mostrar y desgranar su banalidad. El castin de modelos masculinos de la primera secuencia da cuenta de que H&M o Balenciaga no buscan únicamente caras bonitas y fotogénicas, fenotipos que transmitan, sino tipos que se presten a ser la encarnación de un artificio cuyo único objetivo es embaucar a su público en una falsedad que les haga percibirse como no son. Guapos o sexys, más guapos o sexys que los demás. Y estaría bien si esos adonis tersos y sin grasa abdominal fueran conscientes de que solo son una fachada, pero no, interiorizan lo que escuchan y ven hasta sentirse verdaderamente superiores, representantes de una clase elegida que dicta y exige, juzga y sentencia.

Ese es el gancho con el que este director nos introduce en unas coordenadas en las que la vida no se rige por las reglas que nos guían al común de los mortales. No hay empatía, responsabilidad ni moral, solo dinero, capricho y ostentación. De ahí que las conversaciones y las miradas, las actitudes y las respuestas que escuchamos y vemos a lo largo de toda la película sean simples y absurdas, aparentemente carentes de lógica y sensibilidad, y fundamentadas incluso en supuestos principios muy reveladores de los códigos y propósitos de los seres con que nos embarca en un viaje tan estrambótico y esperpéntico como sorprendente y frenética.

Únase a ese guion minucioso, fino y detallista en su observación de individualidades y detección de elementos comunes, una dirección que, a su mirada crítica, irónica y burlesca, suma su capacidad de reflejar las contraposiciones, reales y supuestas, entre comunismo y neoliberalismo, meritocracia y aristocracia, juventud y madurez, etnocentrismo y racismo. Mas tras esa apariencia de sátira con episodios disparatados -la cena con el capitán del barco es delirante-, El triángulo de la tristeza es también una fábula sobre si la tortilla de la estructura social puede llegar a dar la vuelta y en ese caso, cómo y con qué consecuencias.