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Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.

“Cultura ingobernable” de Jazmín Beirak

Más que un organismo o una institución, unas políticas y una programación, u objetos y experiencias solo al alcance de unos pocos. La cultura es una cuestión transversal que, desde la creación, la expresividad y la comunicación, ayuda a una mejor individualidad y sociedad mediante su impulso del bienestar personal, el espíritu crítico, la toma de conciencia y el conocimiento recíproco. Acertado y bien fundamentado ensayo con propuestas sensatas y necesarias llevar a cabo si queremos consolidar los cimientos de nuestra democracia.

La premisa de Jazmín Beirak es clara. La cultura es algo público y comunitario y, como tal, debe ser sujeto de atención de las instituciones que nos gobiernan. Pero no del modo en que lo hacen. Su acción no debe reducirse a vehicular una serie de materializaciones que no cumplen ni de lejos la premisa democrática que supone su existencia y que, además, condicionan en mucho a los pocos que consiguen apoyarse en ellas para llevar a cabo sus proyectos y conseguir hacer de sus creaciones (plásticas, escénicas, audiovisuales, performativas…) su modo de vida. Y la solución tampoco es confiar en el papel mediador de entidades privadas que se guían por, aunque lícitos, criterios subjetivos y/o intereses económicos.

Dos vías consolidadas, pero que, a todas luces, son insuficientes. No llegan a la mayoría de nuestra sociedad. Solo permiten dedicarse a la cultura a muy pocos. Y conciben la cultura de una manera muy simplista. Un diagnóstico que evidencia que no se practican, tal y como corresponden, los fundamentos constitucionales que nos rigen desde 1978 y que, a pesar de ser un término manoseado por todos, la cultura no se concreta en prácticas que demuestren su transversalidad, importancia y valor.

Y los primeros responsables de ellos son muchos de los dedicados a gobernar, legislar y gestionar, desde el ámbito público, ya sea estatal, regional o local. O la convierten en un elemento de imagen, con el riesgo de derivar en propaganda. O la consideran como algo superfluo, más asociado al ocio y al entretenimiento, o parte del paquete mercantilista en que están convirtiendo el conocimiento y el turismo.

Frente a esto, la propuesta de Beirak concreta lo que algunos movimientos políticos, más cercanos a la calle que a las intrigas de despachos llevan reclamando desde hace tiempo, reforzando así lo que es una demanda de movimientos vecinales, agrupaciones amateurs o la voz de cuantos están alejados de los grandes centros de producción y exhibición. La cultura está en lo cotidiano y no solo en lo puntual. En la expresión y la comunicación y no solo en lo excelso y estético. En lo que promueve que el sujeto se convierta en alguien que se interroga, debata y plantee, que comparta, muestra, interactúe y construya con otros, y no solo en quien es pasivo, escucha, observa y asume o no.

De ahí el acertado adjetivo de Cultura ingobernable. El papel de las administraciones públicas debe estar en crear un marco normativo ágil y facilitador, en lugar del rígido y limitante que tenemos, e incentivar la disposición de infraestructuras con las que cuantos quieran manifestarse a través de la cultura puedan hacerlo. Un medio que no es un fin en sí mismo, sino que también puede ser vehículo para que otras causas como el feminismo, la lucha contra el cambio climático o los derechos humanos lleguen no solo más alto, sino también más profundo entre cuantos podemos convertirnos en audiencia de sus manifestaciones y mensajes.

Cultura ingobernable, Jazmín Beirak, 2022, Editorial Ariel.

10 textos teatrales de 2023

En español y en inglés. Retratando el tiempo en que fueron escritos, mirando atrás en la historia o alegorizando a partir de ella. Protagonistas que antes fueron secundarios, personas que piden no ser ocultados por sus personajes y ciudadanos anónimos a los que se les da voz. Ficciones que nos ayudan a imaginar y a soñar, y también a ir más allá de lo establecido y teóricamente posible.

“Usted también podrá disfrutar de ella” de Ana Diosdado. Exposición sobre la cara oculta del periodismo, la avaricia y la crueldad con que entroniza y defenestra a las personas de las que se sirve para pautar la actualidad e influir en la opinión pública. Personajes oscuros, entrelazados en una historia sobre las esperanzas personales y los sueños profesionales, que va y viene en el tiempo para indagar en cuanto la condiciona hasta sorprender con su redondo final.

“Recordando con ira” de John Osborne. Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

“La coartada” de Fernando Fernán Gómez. El esplendor de la Florencia de los Medici y su conflicto con la Roma papal. Un complot organizado por una familia vecina y la institución católica para acabar con la vida de los hermanos Lorenzo y Julián. Un folletín en el que su autor maneja con acierto la deconstrucción temporal, la simbiosis entre la fe y la corrupción y la distancia entre la pasión terrenal y el anhelo de la elevación espiritual.

«Un soñador para un pueblo» de Antonio Buero Vallejo. Sólida recreación histórica que nos traslada al momento político y social en que tuvo lugar el famoso motín de Esquilache. Una dramaturgia perfectamente estructurada que recrea el ambiente y los escenarios madrileños de aquel 23 de marzo de 1766. Diálogos excelentes que reflejan el carácter y las trayectorias personales de sus protagonistas en tramas que aúnan lo terrenal y lo aspiracional.

«Don´t drink the water» de Woody Allen. Antes que director de cine, Allen es un buen escritor y esta obra teatral estrenada en 1966 es una muestra de ello. Parte de una trama principal bien planteada de la que surgen varias secundarias habitadas por unos personajes aparentemente realistas, pero con unos comportamientos y unas respuestas tan absurdas como ingeniosas. Y aunque muchos de sus guiños son referencias muy concretas al momento en que fue escrita, su sentido del humor sigue funcionando.

“El chico de la última fila” de Juan Mayorga. Vuelta de tuerca a la metaliteratura, y al género del realismo, atravesada por la lógica de las matemáticas y la búsqueda continua de respuestas de la filosofía. Planos en los que se entrecruzan la observación del fluir de la vida, la implicación emocional con su devenir y la distancia juiciosa de la racionalidad. Escenas, diálogos y personajes perfectamente definidos, trazados, relacionados y concluidos.

“Peter and Alice” de John Logan. El niño del país de nunca jamás y la niña del de las maravillas. Personajes literarios que se inspiraron en personas reales que vivieron siempre bajo esa impronta y que, ya como un hombre de 30 años y una mujer de casi 80, se conocieron un día de 1932 en la trastienda de una librería de Londres. Un encuentro verdad y una conversación imaginada por John Logan en la que se contraponen los recuerdos como adultos con las ilusiones infantiles.

«Anillos para una dama» de Antonio Gala. Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

“En mitad de tanto fuego” de Alberto Conejero. Monólogo en el que la universalidad de la Ilíada queda unida a los muchos frenos que el hoy pone al amor, a la paz y al deseo. Lirismo dotado de una fuerza que mueve su narrativa desde la acción hasta la revelación de la más profunda intimidad. Palabras escogidas con precisión y significados manejados con certeza, generando emociones que perduran tras su lectura.

“Supernormales” de Esther Carrodeguas. Acertadamente reivindicativa y desvergonzadamente incorrecta. Plantea preguntas sin ofrecer respuestas perfectas en torno a la discapacidad y la sexualidad, dos filtros con que negamos la voz en nuestra insistencia por ocultar con dogmas las necesidades emocionales. Retrato ácido y socarrón, crítico y mordaz, alejado de sentencias y que da en la clave de la respuesta, antes que qué hay que hacer, está el para quién.

“Las mujeres detrás de Picasso” de Eugenia Tenenbaum

Tanto él como los historiadores del arte las han fagocitado de tal manera que quedaron convertidas en nada, en instrumentos necesarios para su desahogo emocional y carnal. Sin embargo, tuvieron vida propia -antes, al margen y después de él-, existencias válidas por sí mismas y en algunos casos merecedoras de ser, incluso, conocidas por su valía artística. Ensayo interesante, que juega a la literatura para que entendamos su propósito y nos acerquemos a sus protagonistas.

Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, frase popular que se utiliza como premio de consolación para justificar que ellas renunciaran a lo suyo y sirvieran a lo de ellos. Sin embargo, en el caso de Picasso no es aplicada porque él lo ocupaba todo, a su alrededor no quedaba tiempo, espacio ni energía para ser alguien junto a él. Cuantos le trataron resultaron subyugados por su carácter, su obra o cuanta literatura se ha generado ad infinitum desde el momento en que comenzó a ser reconocido como el gran renovador de las artes plásticas del siglo XX.

Pocas veces la bibliografía y la museografía se han acercado a quienes fueron soporte, acompañantes, inspiración y víctimas de quien, además, se sirvió de su imagen para apuntalar su reputación como genio. El reconocimiento y reivindicación de Tenenbaum pasa por acercarse a ellas de una manera diferente.

En Las mujeres detrás de Picasso hay investigación y documentación, pero también una voluntad, conseguida, de alejarse de la sombra y de la preposición “de” con la que siempre han sido tratadas. Eugenia hace que sean protagonistas por sí mismas, lejos de él. Lo consigue huyendo de la exposición y el relato académico, buscando la estética y la formalidad de distintos géneros literarios. La elegía en el caso de Jacqueline Roque, la unidireccionalidad de lo epistolar en el de Olga Khokhlova, la dramaturgia en el de Françoise Gilot, el monólogo interior en el de Fernande Olivier convertida en escultura, o la prosa con la que recoge el drama de Eva Gouel, la emocionalidad de Marie-Thérèse Walter y la tortura psiquiátrica a la que fue sometida Dora Maar.

Ánimo pedagógico con el que demuestra que es necesario aplicarle un punto de vista feminista y de género también a la historia del arte. La historia es la ciencia que nos hace entender qué y cómo ocurrió, y siempre es necesario volver a ella para comprender aspectos diferentes que nos ayuden a enriquecer nuestro presente, no con el fin de cambiar lo anterior, pero sí percatarnos de cómo somos el resultado de subjetividades que, en demasiadas ocasiones, han sido injustas con quienes nos precedieron.

Como nota final, señalar la reflexión abierta de Eugenia en las páginas dedicadas a Geneviève Laporte. Mujer de quien no ha conseguido saber nada que no tenga que ver con Picasso, lo que le lleva a explicitar el ánimo que articula este volumen. Cómo podemos llegar a ser cosificados e instrumentalizados, hasta el punto de ser negados como personas independientes, seres individuales, y mutados en brevedades o meras anotaciones para dar continuidad al hilo narrativo de quien se supone superior y mejor que nosotros.

Las mujeres detrás de Picasso, Eugenia Tenenbaum, 2023, Lunwerg Editores.

"Anillos para una dama" de Antonio Gala

Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

España Una, Grande y Libre se hartó de señalar al Cid Campeador como uno de sus referentes. A Rodrigo Díaz de Vivar como un antecesor de esa figura del caudillo que lucha exitosamente contra viento y marea, y cualquier enemigo que le haga frente, para salvar a su país de las ideas, principios, actitudes y comportamientos sacrílegos que pongan en riesgo su integridad espiritual. Nada más y nada menos que contra ese pilar de la identidad nacional, del Imperio que una vez fuimos y que volvíamos a ser desde 1939, escribió Antonio Gala esta obra que estrenó en 1973.

Pero no lo hizo atacándolo directamente ni poniendo en duda su personalidad ni ninguno de sus logros, sino abriendo el debate sobre cómo se escribe la Historia y la subjetividad editora que hay tras ella. Una reflexión en la que entremezcla otro punto de vista que fue el que, probablemente, le valió la ignorancia de un régimen acomodado en su poltrona y el aplauso del público, el de dónde quedan las personas tras los oropeles, las fanfarrias y los títulos nobiliarios de la vida pública. El verbo de Jimena es audaz, crudo, desnudo y sincero, visceral, pero también honesto y auténtico, el propio de las mujeres deseosas de vivir, sentir, descubrir y gozar de la literatura de Gala (imposible no evocar otras que vendrían después como las de La truhana, La pasión turca o Más allá del jardín).

Una demanda de libertad en la que, desde hoy, se intuye una huella feminista en la lucha de Jimena por ser considerada por sí misma y no por el rol que ejerció como esposa y al que le quieren condenar como viuda tanto sus gobernantes como sus hijas. Y no basta con que de manera aguda y sagaz señale las incongruencias, sinsentidos e injusticias del medio del que se sirven para condenarla, de un sistema donde los hombres tienen primacía sobre las mujeres y su deber es el derecho de ellos a ser halagados, servidos y hasta mitificados ciega, sorda y mudamente por ellas.

Ahí es donde su autor toca la llaga de una sociedad belicista y católica y, por tanto, tradicional e inmovilista, que vive bajo el yugo de unas normas que obligan a buena parte de sus integrantes, no solo a renunciar a la posibilidad de ser felices, sino a resignarse a ser desgraciadamente infelices. Señalar, por último, el uso del lenguaje por parte de Gala, comenzando con un estilo aparentemente formal, acorde a la época en que está ambientada la historia, para hacerla evolucionar hasta expresiones, vocablos e interjecciones de hoy. Un recorrido en el que no queda solo patente su buen hacer, sino la atemporalidad de su mensaje.

Anillos para una dama, Antonio Gala, 1973, Castalia ediciones.

“Las buenas compañías”

Mejor resuelta en su trama sociopolítica que en la emocional, pero aun así Silvia Munt consigue transmitirnos la dificultad de sentir, vivir y transmitir un punto de vista feminista en la España de 1977. Le falta fluidez en su guion y puesta en escena, mas es capaz de hacernos pensar sobre los riesgos de posturas actuales contrarias al aborto y a la independencia de la mujer.

Antes que el concepto de memoria democrática estuvo el de memoria histórica, su propósito era el de no olvidar y poner el foco no en quienes dañaron sino en quienes sufrieron. Hay una correlación lógica entre memoria histórica y memoria democrática, una vez que hemos rescatado de las sombras, debemos devolver su dignidad a quienes fueron ignorados, apartados y expulsados. Una misión no solo de las instituciones o del mundo académico, legislando o investigando, promoviendo y divulgando, sino también del conjunto de la población, recordando y escuchando, conociendo y reconociendo.

Ahí es donde la industria del cine puede desarrollar un papel fundamental y donde se sitúa Las buenas compañías. Toma como punto de partida a Las 11 de Basauri, otras tantas mujeres de esta localidad vizcaína acusadas de, entre 1976 y 1985, haber abortado, decisión y actuación en contra del código penal entonces vigente.

En el guión original escrito por Silvia Munt y Jorge Gil Munarriz la acción tiene dos líneas. La que nos sitúa en Rentería en 1977, en unas coordenadas de industrialización y cielos grises y un ambiente en el que, tras el 20 de noviembre de 1975, el deseo de libertad lucha contra la omnipresencia totalitarista del nacionalcatolicismo. Y la de los personajes que han supuesto, mujeres humildes y trabajadoras, luchadoras y reivindicativas, pero también humanas y débiles, con interrogantes e incertidumbres también sobre su propia identidad y proyecto de vida en el marco de la coyuntura económica, social y política de su presente.

La postproducción, el steadicam y un montaje ágil y dinámico son las claves con que se trasladan las dificultades organizativas y los elementos estructurales en contra del mensaje y la acción feminista en favor de un aborto seguro, legal y gratuito. Las personalidades y las relaciones, en cambio, están basadas en los diálogos y las interacciones visuales y corporales. Y uniendo uno y otro campo, una dirección de producción marcada por ambientes siempre nubosos, interiores de escenografía recargada y la casi constante presencia de la imaginería. Un story board que funciona, pero al que en pantalla le falta el aliento que convierta la recreación en realidad sin duda alguna sobre su autenticidad.

Las buenas compañías se sostiene por el sólido, aunque quizás excesivamente contenido, trabajo de sus actrices. Destacar a la joven Alicia Falcó, la protagonista que tiene claro qué mundo quiere, pero que a la par descubre el suyo interior, situándole ambas circunstancias frente a un entorno de diferencia de clases, heteropatriarcado y abusos, así como de ignorancia y represión. Muy bien acompañada por Itziar Ituño, en un registro muy diferente a aquel con el que llenó la pequeña pantalla en Intimidad (2022) o por otras intervenciones más secundarias, pero igualmente eficientes, como la de María Cerezuela, a quien ya viéramos en Maixabel (2021).       

“El hombre que no deberíamos ser” de Octavio Salazar

Los convencidos dirán que lo que su autor cuenta es justo y necesario. Los reaccionarios que su redacción está plagada de generalidades y va en contra de lo que ha sido norma y tradición. Así es como entre unos y otros le dan la razón a su intención pedagógica y a su visión sobre lo desigual que es nuestra sociedad mientras siga definiéndose en términos de masculino y femenino.

Es curioso como la Constitución Española habla de españoles, personas e individuos sin hacer distinción de género. Eran otros tiempos y probablemente sus redactores no tuvieron más intención que seguir la norma de la RAE que dice que el plural se forma utilizando el masculino del sustantivo a utilizar, el tan manido masculino genérico. Pero hay algo que, quizás, también estuvo en su inconsciente y es que tanto antes, como más allá de las imágenes que creamos, transmitimos e interpretamos de nosotros mismos, somos personas. El género es algo que nos describe a posteriori, pero previo a esta construcción somos conciudadanos, seres humanos iguales y diferentes a los otros miles de millones que habitamos este planeta.

Punto de partida de lo que es la humanidad. Sin embargo, negado desde su mismo principio, situándolo no ahí -y ni siquiera en otras peculiaridades como la raza, la cultura o la religión- sino en el resultado del filtro que nos divide en hombres por un lado y mujeres por otro, y asignándonos unos roles con deberes y derechos inamovibles. Encorsetándonos en una injusticia y desigualdad donde ellas son más víctimas que ellos, pero donde lo masculino también resulta herido y mancillado por la falta de libertad a la que se ve condenado. La diferencia está en que en ambos casos quien genera daño y dolor es el hombre, por el sometimiento físico y psicológico que ejerce sobre las mujeres y por el estrechamiento conductual que se impone a sí mismo.

Como bien señala Octavio, los concienciados estamos de acuerdo en que transitamos desde hace tiempo por el largo, lento y tortuoso camino que algún día nos llevará a la igualdad real y del que en algunos momentos vemos destellos que nos hacen sentir que lo tenemos al alcance de la mano. Pero hay algo que evidencia que aún queda mucho por recorrer, y es que prácticamente todo lo logrado ha sido gracias a la insistente reclamación y lucha de las mujeres. Y que parte de lo que creemos conseguido es resultado de las estrategias de marketing del voraz consumismo impulsado por el neoliberalismo. La supuesta sensibilidad del metrosexual y la feminización de algunos puestos directivos esconden en la mayor parte de los casos una nueva visión de la exigencia de transmitir poderío físico y la exaltación de comportamientos fríos y agresivos.

La antropología y la cultura dan fe de cómo ha sido así desde hace siglos, y la sociología atestigua cómo sigue ocurriendo, pero como bien afirma el también autor de Autorretrato de un macho disidente, contamos con un instrumento muy útil con el que transformar el sexismo de nuestra sociedad, la política. Dimensión múltiple en la que se actúa no solo delegando vía voto, sino con el ejemplo personal. Pidiendo que se actúe en campos como el de la educación afectiva y sexual de los más jóvenes y que se ponga el foco no solo en ayudar a las mujeres maltratadas y explotadas sino en prevenir que haya hombres violentos y proxenetas.

Algo en lo que todos y cada uno de nosotros podemos y debemos actuar en nuestro día a día y sea cual sea el ámbito en el que nos movamos y actuemos a nivel laboral, familiar y social. Informándonos para tomar conciencia de cómo seguimos teniendo comportamientos machistas que nos impiden mostrarnos atentos, cercanos y empáticos con quienes nos relacionamos. Denunciando los relatos y prácticas excluyentes en los que se fundamenta el heteropatriarcado -basta acudir a una juguetería para comprobarlo-, y rehuyendo cualquier coordenada en la que se cosifique, mancille o violente a las mujeres -como es la pornografía- por el mero hecho de ser tales.

El hombre que no deberíamos ser, Octavio Salazar, 2018, Editorial Planeta.

“Casa de muñecas” de Henrik Ibsen

Disección de los artificios, convenciones, exigencias y formalidades sobre las que se construye el modelo de pareja patriarcal, amparado en las presiones sociales y religiosas, y el papel instrumental e inferior en el que coloca a la mujer. Biografías, tramas y comportamientos estructurados en círculos, vasos comunicantes y espejos con los que su autor confronta a la sociedad de su tiempo -y a la de hoy- con sus hipocresías y contradicciones.  

No hay mayor riesgo de que las cosas se tuerzan que en el momento previo a que comiencen a ir bien. Después de tanto tiempo esperando, anhelando y deseando que los astros, los esfuerzos y las ilusiones se alineen para que, entonces, la realidad se muestre cruda, sincera y honesta y no te quede otra que reconocer la mentira de ayer y hoy para entregarte a la verdad de siempre. Eso es lo que le sucede a Nora. Tras perder hace años a su padre, y casi a su esposo por una terrible enfermedad, y no haber disfrutado la vida como le hubiera gustado, se prepara para llegar a final de mes sin problemas una vez que su marido asuma en breve la dirección del banco en el que ya trabaja como abogado.

Para mayor simbolismo, el cielo diáfano y despejado de sus coordenadas se nubla en una fecha tan señalada como es la de Nochebuena. Jornada cargada de simbolismo familiar, de amor puro y honesto, de humanidad empática, respetuosa y dadivosa. Algo que, a pesar de las sonrisas, las formas y la buena disposición, queda patente que es más artificio y fachada que la experiencia del día a día. Del pasado surgen una amiga a la que no ayudó como se merecía y un hombre del que se fio sin pensar los riesgos que para su matrimonio y su familia suponía comprometerse contractualmente con él. Los límites de lo moral y lo legal, con lo afectivo de por medio, quedan así expuestos y siendo cruzados a su vez, con la honra y los supuestos jerárquicos e intelectuales por los que un hombre es más que una mujer.

Al igual que había hecho en su obra anterior, Los pilares de la sociedad (1877), Ibsen realiza nuevamente un retrato objetivo de la sociedad de su tiempo. Inicia Casa de muñecas mostrando los roles masculinos y femeninos que se presuponen en el tiempo de su escritura, de manera que sus lectores/espectadores se sientan cómodos con su propuesta. La sacudida llega después cuando expone con total asertividad las fisuras de una construcción que a ellas las coarta, infantiliza y anula y a ellos les ensalza y obliga. Si hasta entonces sus diálogos, situaciones e interacciones habían sido certeros para mostrar lo que pretendía, en el tercer acto su validez y solidez resultan ser maestros por su atemporalidad y las múltiples lecturas que permiten, no solo dramatúrgica, sino también política y filosófica.

Se puede ver en ello una intención humanista, en contra de la cosificación de la mujer, que entroncaría con un enfoque feminista adelantado a su época. Aunque en este sentido hay que destacar que, más que igualdad, lo que Ibsen reclama es el derecho a ser uno mismo, a no ser manipulado, para de esa manera ser más auténtico y tener una vida mucho más serena y profunda en lo individual, y comprensiva e íntima en lo relacional. En cualquier caso, una visión en la que entran en juego valores como la honestidad, la lealtad y la fidelidad en los que seguiría ahondando en textos posteriores como Un enemigo del pueblo (1882).

Casa de muñecas, Henrik Ibsen, 1879, Editorial Losada.

“Molly Bloom”, una mujer de ayer y de hoy

Femenina y feminista, costumbrista y reivindicativa, singular y símbolo de tantas otras, sexual y reflexiva, consciente de sí misma y harta de la incoherencia, la hipocresía y la desigualdad. Salida de las páginas del “Ulises” de Joyce, esta mujer se expresa tal y como piensa y siente y se da voz a sí misma con una universalidad atemporal. Un personaje que Magüi Mira hizo suyo hace cuarenta años y con el que sigue demostrando su capacidad absoluta como intérprete.

La Historia cuenta que en 1980 Mira revolucionó el panorama teatral en nuestro país con un monólogo en el que su personaje explicitaba su vida sexual. Tanto la real como la deseada, entrando en detalles, verbalizando aspectos que, incluso en intimidad, muchos y muchas eludían afrontar con naturalidad. Los cien años de la publicación de la obra cumbre de James Joyce son la excusa perfecta para volver a extraer de sus páginas a Molly Bloom y llevarla nuevamente a los escenarios. Un ejercicio que deja patente la expresividad del texto, la vigencia de su mensaje y la suerte que tenemos de contemplar a la misma actriz resolviendo sus retos de manera sobresaliente.

El paso de la narrativa a la dramaturgia que José Sanchis Sinisterra realizó hace cuatro décadas está concebido como teatro puro: voz, gesto y presencia. La puesta en escena de 2022 va más allá de lo minimalista o lo diáfano. La sobriedad de la iluminación y la escasez escenográfica -la estructura de una cama compuesta por su somier y su colchón-, además de ayudar a unos reducidos costes de producción, nos centran en lo verdaderamente importante y valioso. En el testimonio con el que su enunciante profundiza en sí misma. En las posibilidades en que está basada su vida marital, en los elementos físicos, sexuales y afectivos que la rodean y transgreden, así como en las convenciones que la limitan.

Molly Bloom es consciente de que lo que verbaliza no son solo impulsos y necesidades corporales, sino también anhelos afectivos y morales, la exigencia de sentirse reconocida y valorada, escuchada, permitida y atendida sin tener que pedir permiso para ello. Por eso va de lo frívolo y lo divertido, como manera de atraer la atención, a lo triste y lo frustrante, aunque lo adorne con ironía, asertividad y realismo, cuando ya ha establecido la empatía que le permite compartirse abiertamente y a su espectador verse reflejado en ella.

Joyce camufló la crudeza de la exposición de Molly presentándola como transcripción de su pensamiento, recurso con el que trasladaba su escándalo a su lector por inmiscuirse en coordenadas imposibles de alcanzar en la vida real. Sanchis Sinisterra y Magüi Mira debieron exaltar a muchos en plena transición, ahí ya era ella quien se manifestaba abiertamente, quien verbalizaba su interior. A unos por pretender seguir en la pacatería que se habían autoimpuesto desde hacía décadas, y a otros por comprobar que era posible alzarse con sinceridad.

Hoy las coordenadas son diferentes. Hemos evolucionado. Supuestamente tenemos inquietudes más específicas y demandas más precisas, pero en el fondo sigue habiendo un contexto que dificulta la expresión, el debate y el diálogo que propone Molly Bloom. Una propuesta en la que es fácil introducirse por la estructura del texto, así como por la manera en que la dicción, las pausas y los cambios de entonación de Mira nos guían en la progresión, fases e intenciones de su confesión. Una mujer que reclama ser considerada por sí misma, tener voz y voto tanto en lo nimio como en lo importante y, en consecuencia, ser siempre tratada de igual a igual.

Molly Bloom, en el Teatro Quique San Francisco (Madrid).

«La masa enfurecida» de Douglas Murray

“Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura” analiza la manera en que el discurso público de los activismos homosexual, feminista, racial y transexual se ha ido supuestamente de madre, hasta el punto de que los colectivos que dicen defenderlos actúan con la misma intolerancia que aquellos a los que critican. ¿Es así? Un correcto punto de partida, pero un desarrollo el que su autor cae en las mismas simplificaciones que aquellos a los que acusa.

Habrá quien esté de acuerdo y quién no y ambas respuestas encontrarán mil y un ejemplos con los que argumentar su punto de vista. La cuestión doble, como en todo debate, es cuán representativo es el ruido que escuchamos de uno y otro lado, y dónde está el punto medio en el que reconocer lo que hemos progresado y al tiempo asumir lo que nos queda por recorrer para ser una sociedad verdaderamente igualitaria y respetuosa con su diversidad. Interrogantes a las que se podrían añadir otras como en qué medida este debate supone una evolución o una exacerbación del comportamiento de nuestra sociedad; cuáles son las coordenadas, el tono y los puntos de vista en torno a los cuales se ha de desarrollar y cómo se puede reconducir lo que se esté alejando peligrosamente de los lugares de encuentro.

A los que no seguimos la actualidad social, mediática y académica con la exhaustividad y minuciosidad que exige tener una opinión crítica formada, nos faltan estas propuestas en el análisis -entre sociológico y político- de Douglas Murray. Más que una hipótesis argumentada y contrastada hasta llegar a una tesis, su exposición resulta una teoría edificada a base de casos concretos -aunque no por ello despreciables- que no permiten saber cuán frecuentes y significativos son, haciendo de la suya una exposición cercana a la manera en que supuestamente lo hacen aquellos a los que señala.

Su planteamiento es acertado, quedan prejuicios, mitos y falsedades que eliminar y corregir para que la igualdad sea una realidad, y cuanto más cerca estamos de ella más nos damos cuenta de los detalles que aún quedan por reconducir, muchos de ellos subjetividades tan establecidas que se han hecho sistémicas. Cuestiones que antes, con una visión macro, resultaban secundarias, pero ahora, producto de ser las protagonistas, son convertidas por el primer plano con el que son tratadas en la máxima representación de asuntos que quizás debieran ser gestionados con una perspectiva, al contrario de como se hace, más pedagógica que política. Más aún cuando se combina este enfoque con el reduccionismo populista y el ánimo polarizador de nuestro tiempo, a lo que se suman métodos cercanos al totalitarismo como la censura, la práctica de la cancelación o el secretismo de los algoritmos, aprovechando el sobredimensionamiento y la visceralidad que fomentan y transmiten a una velocidad inusitada las redes sociales.

Sin embargo, Murray no va más allá de señalar estos excesos, lo que hace que su exposición caiga en la retórica de la sátira, la hipérbole y la repetición, si proponer cómo reconducirla. Se echa en falta que la contraste con la visión de agentes que sí actúen como él cree que debiera hacerse y al no hacerlo, surge la duda de si realmente tiene una propuesta -más allá de la generalidad liberal de dejar que las cosas encuentren por sí mismas su cauce o hacer de la debilidad, oportunidad, y no seña de identidad- con la que conseguir el propósito de que llegue el día en que nuestras diferencias externas (como el sexo, la orientación sexual, la identidad de género o el color de piel) dejen de ser algo que nos califique, separe y jerarquice.

La masa enfurecida, Douglas Murray, 2020, Ediciones Península.