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Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.

“Elogio del horizonte. Conversaciones con Eduardo Chillida”

Una buena manera de acercarse al hombre que está tras algunas de las esculturas más icónicas de las últimas décadas. Nada mejor que sus propias palabras para intentar comprender su proceso creativo y descifrar sus motivaciones y pretensiones. Un título con el que entrar en el triángulo intelectualidad, técnica y espiritualidad que converge en toda creación artística.

Cuando nos acercamos a la obra de un artista plástico solemos caer en el error de creer que lo que nos ofrece alberga significados que hemos de descifrar, en lugar de dejarnos embaucar por su propuesta, salir de nuestras coordenadas mentales y ser trasladados a un territorio emocional que si no desconocido, si es infrecuente que lleguemos a él por la vía de la observación meditada o la vivencia espontánea. Eduardo Chillida (1924-2002) se exigía a sí mismo no volver a donde ya había estado, a lo que ya sabía hacer, por eso experimentaba y se dejaba llevar por la intuición para alcanzar visiones y sensaciones nunca antes materializadas o habitadas.

En las once entrevistas que contiene este volumen se comprende cuál es la senda personal, vivencial y espiritual que llevó a Eduardo a ese principio. Destaca la tierra en la que nació y el lugar en el que vivió, consideraba sus raíces vascas y ya antes de que su peine del viento se convirtiera en icono de San Sebastián, percibía la capacidad de aquel punto del Cantábrico para generar significados. Posteriormente, su época como portero de la Real Sociedad le valió para experimentar asuntos como la relación entre el espacio, la geometría y la perspectiva. Y siempre, como hilo conductor, de su persona, su particular vivencia y reflexión de la religión católica y la espiritualidad cristiana como sinónimos de entrega y universalidad.

Le atraía lo que siempre parece igual, pero nunca es lo mismo, como los paisajes o el mar. Sentía simbiosis con lo pausado y lo lento, porque ahí es donde lo humano tiene capacidad para expandirse y surgir. Le interesaba la ciencia, pensaba que esta difería del arte en buscar lo cuantitativo y no lo cualitativo. Y todo ello acompañado de una preocupación por la relación entre la materia y el espacio, así como entre la pieza y el ser humano que se acerca a ella.

Lo primero le llevó a no trabajar nunca con vaciados, sino a crear piezas macizas y a manipular elementos con una presencia o posibilidades lumínicas que evocaran las de sus raíces vascas. De ahí su fijación por el hormigón, el hierro, el alabastro o la chamota o su uso tridimensional del papel en sus Gravitaciones. En lo segundo estuvo siempre presente su inquietud filosófica -San Juan de la Cruz, Cioran, Heidegger…-, su sensibilidad musical -Bach, Mozart- o la relación con sus contemporáneos -Braque, Miró, Calder…-.

Y una máxima que aparece constantemente en este volumen, los hombres somos todos iguales, antes de ser de ningún territorio, y compartimos la visión unitaria y igualitaria del horizonte.  Un axioma con el que volver a visitar sus trabajos en múltiples ciudades como Gijón, Madrid, Barcelona o Gernika y disfrutar de la capacidad de Eduardo Chillida para trascender el tiempo y permanecer en la atemporalidad de nuestro presente.

Elogio del horizonte. Conversaciones con Eduardo Chillida, edición a cargo de Susana Chillida, 2003, Ediciones Destino.

John Castro Ospina: entre lo analógico y lo digital, lo físico y lo virtual

«Feo, ceporro con gafas y con gorro» es el título de la exposición con que este joven artista presenta sus esculturas y dibujos, sus textiles, resinas y composiciones digitales en el espacio Corner Gallery & Studio. Y este es el texto de sala, que he tenido el honor de escribir, de elaborar, que acompaña a la muestra.

El 28 de abril se celebra en Colombia el día del niño. Ese día tan señalado, en 1992, fue el elegido por John, vía Cali, para llegar al mundo, y también el espíritu deseoso de conocer e ir a más que impregna su obra, tal y como atestiguan las dos series de Slumber Party que agrupa en Feo, ceporro con gafas y con gorro y los proyectos que tiene en mente. Un hilo conductor imbricado con el de la inquietud tecnológica y la curiosidad por comprender los fundamentos que hacen que un equipamiento técnico, ya sea mecánico o ingenieril, funcione. De hecho, antes que Licenciado en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, John fue alumno de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Informáticos de la Universidad Politécnica de la villa y corte. Pudo la libertad de la expresividad artística, pero integró en su manera de ser y hacer, de pensar y de imaginar, la necesidad de establecer procesos y pautas que le ayuden a fijar su visión.

Antes que creador fue observador, y su fijación la de la animación. Un lenguaje con analogías con lo escultórico. He ahí sus juegos con la tridimensionalidad de los volúmenes, la perspectiva, la iluminación y los colores. Practica el dibujo también, ámbito en el que se desenvuelve dirigido por su lado racional y técnico. El emocional e intuitivo, en cambio, vira en él hacia lo escultórico. Práctica que vive con una pasión que, a su juicio, ralla con la obsesión que demuestran sus muy particulares pautas procedimentales. No siempre entre su imaginación y la materia que formatea mentalmente, a la par que moldea físicamente, hay un dibujo intermedio. Al igual que no va pieza a pieza, sino que lo hace fase a fase del conjunto total corrigiendo y adaptando cuanto considera hasta llegar al resultado que finalmente muestra.

En su producción llama la atención su combinación de materiales. Tras unos coqueteos iniciales con la organicidad de la madera, encontró su sitio en la conjunción del textil con las resinas de poliuretano, acrystal o fibras. El textil está también en la bidimensionalidad de algunos de sus dibujos digitales, impresos con la técnica de la risografía, e intervenidos con pequeños bordados que realiza tal y como aprendió de sus abuelas a uno y otro lado del Atlántico. El resultado es una muy peculiar imbricación de minuciosidad artesana, expresión e investigación estética en la que, unas veces el material justifica el concepto, y otras es el concepto el que determina el material tal y como ha dejado ver en lugares como la Neomudéjar, Casa de América o el Centro de Arte Convento de Santo Domingo de Teguise, o en citas como Art Batallion, Arte Aparte, la Bienal de Valencia o el Festival de Esculturas en Arena de Rab (Croacia).

Una manera de ser y estar, de decidir y transitar, en la que John prima el impulso por ahondar en la definición de su estilo, comprobar y experimentar por dónde y hacia dónde le lleva, más que el hacerse un hueco en el panorama comercial y caer en el riesgo acomodaticio y frívolo de sus derivas decorativas. Tras esa materialización y mirada, en la cabeza de Castro bullen referentes intelectuales como Walter Benjamin y Junichiro Tanizaki, el legado del arte pop y el haber tomado conciencia de sí mismo y de las posibilidades de la animación al albor del manga y del universo Nickelodeon.

Manos analógicas y visión futurista que confluyen en los cuatro estadios que tiene como objetivo recorrer con el análisis psicológico y la muy personal narración de Slumber Party. Una fiesta de pijama que establece un símil y una conexión entre el proceso de maduración y la toma de conciencia de la alteridad por parte de los más pequeños y la supuesta virtualidad del futuro hacia el que vamos.

Los dos primeros conforman los ocho dibujos, tres esculturas, cuatro composiciones y la pieza digital que vemos en esta exposición. Slumber Party I versa sobre los amigos imaginarios, aquellos que ayudan a los niños a procesar lo que les ocurre. Slumber Party II son los acompañantes imaginarios, los objetos a los que dotamos de personalidad cuando aún nos estábamos formando una idea de cómo funciona el mundo en el que vivimos.

En un futuro próximo -que ya comenzó a transitar con un proyecto en torno a la integración de la realidad aumentada en el desarrollo de la obra plástica- llegarán las realidades mixtas de Slumber Party III, las ficciones en las que los aún infantes se introducen convencidos de su veracidad. Por último, Slumber Party IV tratará sobre las realidades imaginarias, mundos al margen de esté en el que estamos y que pueden suponer entrar en el terreno de la psicología o, incluso, en el de la psiquiatría. ¿Nos llevarán ahí los filtros de las redes sociales, la cripticidad de los NFT, la conjunción de individualidad e interacción del metaverso? ¿Cómo encajarán, evolucionarán y dialogarán ahí -y nosotros a través de ellos- los rostros, sonrisas y miradas, la quietud y el aparente sosiego, la introspección que vemos, sentimos y compartimos en Feo, ceporro con gafas y con gorro?

Feo, ceporro con gafas y con gorro, John Castro Ospina, en Corner Gallery & Studio (Madrid) hasta el 13 de abril.

10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.

«Obra maestra» de Juan Tallón

Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

El 18 de enero de 2006 el diario ABC revelaba que la dirección del Museo Reina Sofía desconocía dónde se encontraba una de las dos obras de Richard Serra con que contaba en su colección. Lo sorprendente es que se trataba de cuatro volúmenes que sumaban 38 toneladas de acero. Tres años después integraba en su exposición permanente, con el beneplácito de su autor, una copia de aquella bajo la premisa de que lo original era la idea. Estamos a 2022 y la primera aún no ha aparecido. Años en los que esta extraña historia ha obsesionado a Juan Tallón y a la que dio una y mil vueltas sobre cómo narrarla hasta dar con el planteamiento con que finalmente la leemos. Algo que explica en sus páginas, a modo de metaliteratura, incluyéndose a sí mismo como uno de sus personajes.

Testimonio en primera persona que acompaña a los de varias decenas más -cada uno con un tono diferente y el estilo particular de su enunciador- en torno a tres ejes: lo que se sabe y lo que no sobre la desaparición; la trayectoria, figura y proceso creativo de Richard Serra; y los inicios y evolución de la oficialidad del arte contemporáneo en nuestro país. Base sobre la que, a su vez, construye un completo diagrama de las dimensiones en las que se puede articular el mundo del arte: la imaginativa y la experiencial, la social y la comunicativa, y la institucional y la política.

Sin desvelar qué voces son reales, cuáles adaptadas a sus intereses y qué otras completamente ficción, nos lleva desde el silencio admirativo e interrogador con que se observan las piezas en los museos hasta la atención (des)interesada y utilitarista que se les presta desde las instancias oficiales. Y cuando se introduce en el pensamiento de Serra, en el material de sus obras y en el espacio que ocupan allí donde son expuestas, es cuando revela lo airoso que ha salido del principal riesgo de Obra maestra.

Juan se imbuye del lenguaje ecléctico, abstracto y sinuoso del mundo del arte, de las perífrasis y explicaciones no siempre comprensibles de artistas, críticos, comisarios y galeristas y las convierte en material argumental con múltiples funciones. Con él narra, pero también revela cómo se formula la imagen académica, la reputación social y el valor económico de los artistas, y el modo en que se transmite la subjetividad de esa información, dentro y fuera de esas coordenadas, generando fronteras, distancias y exclusiones entre los que están a uno y otro lado.

A su vez, consigue algo aún más brillante. Fusionar con la materialidad de Equal-Parallel: Guernica-Bengasi cuanto ha tenido que ver con ella a lo largo de estas décadas, ya sea administrativo, judicial o periodístico. Una completa mímesis con lo que Richard Serra dice pretender, que la creación no sea la pieza en sí sino los sentimientos y sensaciones que surgen interactuando física y emocionalmente con ella. Una visión que hace que lo que hoy podemos ver en la sala 102 del Museo Reina Sofía se enriquezca con esta Obra maestra y que sirve también para considerar a su escultura como una digna amplificación de la lectura de esta excelente novela.

Obra maestra, Juan Tallón, 2022, Editorial Anagrama.

Cinco obras de Estampa 2021

No queda otra que adaptarse a las circunstancias, pero lo que está claro es que la mejor manera de disfrutar, vivir y sentir el arte es la presencial, estando físicamente frente a ella. Una pantalla no sustituirá nunca a la experiencia en primera persona del color, la profundidad y la interrelación entre todos los elementos que conforman estas creaciones vistas en la 28 edición de esta feria.

Los arbustos se cimbrean, Guillermo Peñalver (Galería Llamazares). Lo arbóreo como un lugar en el que se citan las ganas, el deseo y la satisfacción con la espontaneidad, la visceralidad y la premeditación. Un encuentro entre la procacidad narrativa y la habilidad para crear una escenografía natural en la que se desarrollan y posan tantas ficciones como miradas. Elementos recortados y superpuestos generando profundidad, formas también conseguidas con relieves y leves toques de color, unos para definir contornos y otros para poner el foco donde más fuertes y rápidas son las pulsaciones.

Papel recortado y grafito sobre papel, 100 x 120 cm, 2021.

La esencia, Diego Benéitez (Galería Rodrigo Juarranz). Pinceladas tan suaves y delicadas que quedan ocultadas por la luz que transmiten. Un atardecer infinito, de esos en los que uno cree vivir en plenitud, sin interrogante alguno por la sensación de infinitud, esencia y eternidad que le genera. Coqueteando con la abstracción monocromática y la espiritualidad expresionista, pero quedándose en el terreno de la figuración con esa leve negritud que sugiere una humanidad en la que la norma, el ritmo y la pauta es fundirse con el paso de las estaciones del año y las horas de cada día.  

Óleo sobre lienzo, 120 x 120 cm, 2020.

White shark, David Morago (Pigment Gallery). Evocador de las ilustraciones de los libros de zoología del siglo XIX, de las películas que han hecho de esa dentadura un elemento con el que paralizarnos hipnóticamente, así como de la provocación de quien convirtió a un ejemplar real en una escultura al sumergirlo en una solución de aldehído fórmico. Un trasfondo sobre el que este espécimen impone su realismo y verosimilitud con las marcas del proceso creativo que lo ha traído hasta aquí. Señales de una capacidad con las que su autor llega a la máxima de la práctica artística, impactar y epatar.  

Grabado, serie de 25, 121 x 292 cm, 2020.

Ahora, Ollalla Gómez Valdericeda (Galería Antonia Puyó). Algo más que un ready-made a partir de un objeto y una práctica universal, el lapicero habitual de los escolares españoles (al menos de los que lo fuimos hace ya tiempo) y el método por excelencia para dejar testimonio de quiénes y cómo somos, de dónde venimos y a dónde vamos, la palabra escrita. Objeto privado de su independencia y unicidad, unido a otros iguales formando un conjunto. Una colectividad indisoluble, irremediablemente vinculada, obligada a encontrar la manera de reflejar un código simbólico que nos codifique y proyecte hacia el futuro.

Escultura formada por 99 lapiceros Staedtler, 20 x 100 cm, 2020.

Judas, Pedro G. Romero (Galería Alarcón Criado). 33 collages que combinan la imagen fijada sobre una película fotográfica y después revelada en color, elabora ex profeso para este proyecto, y la extraída de medios de comunicación impresos. El cuerpo convertido en soporte fechado de un explosivo acompañando a traidores, a personajes que ejercieron la violencia, retiraron la mirada o se pusieron de parte de quienes la ordenaron. El fotoperiodismo, el código mediático y la elaboración en serie como testimonio y denuncia de la realidad política.

Fotografía analógica sobre tabla de madera y barniz alimentario, 33 x 40 cm, 1995-1996

Ha sido una alegría volver a ver tanta creatividad reunida en un mismo lugar. Está por ver qué pasará el día que alcancemos la inmunidad de rebaño (ya podían llamarlo inmunidad comunitaria, que se note que somos humanos), pero estaría bien que se perpetuaran adaptaciones como las vistas estos días en Estampa 2021. Como los espacios amplios y los aforos controlados que ayudan a hacer de la visita una vivencia no solo agradable, sino emotiva y estimulante, tanto para la retina y el alma del espectador, como posiblemente para su bolsillo. A fin de cuentas ese es el propósito de una feria.

Estampa 2021, Feria de Arte Contemporáneo, del 8 al 11 de abril en Madrid.

«Reencuentro» en el Museo del Prado

La pinacoteca madrileña reabrió sus puertas este sábado dejando claro que la mejor manera de sobreponernos a lo que nos ha pasado los últimos meses es mostrando lo mejor de nosotros mismos. Mirándonos desde diferentes puntos de vista, dejando ver facetas rara vez compartidas y evidenciando relaciones que evidencian que somos un todo interconectado, un hoy creativo resultado de un ayer artístico y un presente innovador que ayudará a dar forma a un futuro aún por concebir.

La puerta de Goya del Museo del Prado resultaba este 6 de junio más solemne que nunca. Tenía algo de alfombra roja, de escalinata grandiosa, de preparación para una experiencia que genera recuerdo. La institución bicentenaria se ha propuesto hacer arte del arte y lanzarnos un mensaje a través de este montaje que reúne una selección de 250 de sus obras maestras. Aunque volvamos a visitarlo con mascarilla, como medio de prevención y de recuerdo de que la amenaza vírica no ha desaparecido, somos también como el ave fénix. Tras la oscuridad, surgimos más fuertes y conscientes, más presentes y capaces.

Como muestra la pieza que nos recibe, la escultura de Leo Leoni de Carlos V, venciendo al furor. Se le ha retirado su armadura y se erige fuerte, vigoroso, hercúleo, clásico y apolíneo, humanidad renacentista, como si fuera él quien también impartiera justicia en la dimensión de lo mitos y hubiera sentenciado a Ixión y Ticio a, respectivamente, girar eternamente una rueda y a ser devorado por los buitres, tal y como lo hacen en los óleos barrocos de José de Ribera que le acompañan.

La escultura de Leo Leoni y los lienzos de José de Ribera.

La entrada en la galería central es el esplendor de la vida. Al igual que en la Biblia, en ella los primeros humanos son Adán y Eva (representados por Durero, y a quienes más adelante nos volvemos a encontrar de la mano de Tiziano y, siguiendo su modelo, Rubens). Y como todo principio tiene su final, no hay mayor alegoría que la vida de Jesucristo. La anunciación de Fra Angélico a la derecha y a la izquierda El descendimiento de la cruz de Van Der Weyden, dos espectáculos de color y composición acompañados, entre otros, por el Cristo muerto de Messina. Y para que no se nos olvide gracias a quiénes estamos aquí, a los pintores, los autorretratos de Tiziano y Durero junto al trabajo (El cardenal) de otro maestro, Rafael.

Vista de la Galería Central del Museo del Prado con el montaje de «Reencuentro»

Entre periodistas realizando sus piezas, redactores que solicitaban sus impresiones sobre la nueva normalidad a los primeros visitantes, cámaras con trípodes que aprovechaban el espacio que quedaba libre por la reducción de aforo y fotógrafos que buscaban encuadres que después veremos en revistas y periódicos reflejando este día tan especial, los maestros de los Países Bajos -El Bosco, Brueghel y Patinir- captaban, cautivaban e hipnotizaban la atención de los que se introducían en su campo visual con su fineza, sutileza y precisión. Tesoros que siguen en salas laterales como la 9A, escenario del poder ascendente de la pincelada manierista de El Greco. Súmese a la agrupación de seis de sus retratos (incluido El caballero de la mano en el pecho), el encontrarse con Tomas Moro antes de pasar a la sala 8B y allí tener juntos el Agnus Dei de Zurbarán, el San Jerónimo de Georges de la Tour y el David vencedor de Goliat de Caravaggio.

El caballero de la mano en el pecho, San Jerónimo leyendo una carta y David contra Goliat.

De vuelta al núcleo arquitectónico del Palacio de Villanueva y viendo como su Director, Miguel Falomir, iba de aquí para allá con mirada supervisora y el Presidente de su Patronato, Javier Solana, paseaba con actitud meditativa, percibiendo la vibración atmosférica que se creaba entre la exposición y sus observadores, me encontré con el esplendor de la escuela veneciana del s. XVI. La disputa con los doctores de Veronés y El lavatorio de Tintoretto son dos instantes que guardan tras de sí una narración llena de personajes y momentos tan impactantes como los diálogos de esas conversaciones que no escuchamos pero que el lienzo nos transmite. Un festival italiano complementado por Carraci, Guido Reni, Gentileschi y Cavarotti.

¿Qué sentiría Velázquez si entrara en la sala de Las Meninas y la viera convertida en la máxima manifestación de su genio y excelencia? ¿Qué pensaría Felipe IV al ver los trabajos de su pintor de cámara (Las hilanderas, Los borrachos)? ¿Y todos los Austrias allí retratados si pudieran observar cómo les miramos? ¿Y los bufones? ¿Y Pablo de Valladolid? ¿Y su suegro, Francisco Pacheco? Que curioso que el Museo del Prado haya vuelto a abrir sus puertas el mismo día en que en 1599 Diego nacía en Sevilla, y un día después, pero en 1625, tuviera lugar La rendición de Breda, esa magnífica escena repleta de soldados que se puede ver en un espacio contiguo junto al impresionismo de sus vistas de la Villa Medicis. Y por si no bastaba con todo esto, dos lienzos más, epítomes de la carnalidad, La fragua de Vulcano, y la corporeidad, el Cristo crucificado.

Carlos V vuelve a caballo (en la batalla de Mühlberg) de la mano de Tiziano para recordarnos que los Austria fueron emperadores y grandes mecenas. Dinastía a la que debemos otro de los espectáculos de este recorrido y de la autoría de un importante número de obras de valor incalculable de los fondos del Museo del Prado, Peter Paul Rubens. Cada uno de los doce rostros de su apostolado es una efigie en sí mismo, la Lucha de San Jorge con el dragón te transmite la épica, el nervio y la adrenalina del conflicto, el Duque de Lerma tiene una autoridad sin par y el Cardenal Infante Fernando de Austria el temple de los que se saben vencedores. Su Adoración de los Reyes Magos es pura monumentalidad y los hombres y mujeres de sus escenas mitológicas (Diana y Calixto, Perseo y Andrómeda o Las tres gracias) son de lo más exuberante, rotundo y seductor.

Y en otro giro museográfico llega un momento dramático y cargado de tensión. Saturno devorando a su hijo (1636) visto por Rubens y por Goya (1819-1823), contiguos, juntos, acompañándose el uno al otro dando pie a comparaciones, lecturas paralelas y contrastadas sobre variantes de cómo interpretar y resolver un mismo tema, si el primero influyó en el segundo y cómo este se diferencia y qué aporta con respecto a aquel.

Saturno devorando a su hijo, visto por Rubens y por Goya.

Aunque el Museo del Prado sigue prohibiendo tomar fotografías en sus salas, algunos vigilantes hacían la vista gorda, serían los nervios, el revuelo y la ilusión de la reapertura Situación que algunos atrevidos aprovechaban para llevarse en su móvil instantáneas de Van Dyck, Alonso Cano y Murillo o de esa escena por la que confieso tener especial debilidad, El embarco de Santa Paula Romana de Claudio de Lorena. Un escenario de reminiscencias clásicas y un atardecer dorado en el que dan ganas de quedarse a vivir.

La familia de Carlos IV nos da la bienvenida al espacio en el que el protagonista máximo es el de Fuendetodos, Francisco de Goya y Lucientes. Además de disfrutar de su genio histórico (2 y 3 de mayo) y su trabajo al servicio de la Corte (Carlos III), de los aristócratas (Los duques de Osuna y sus hijos) y los intelectuales de su tiempo (Gaspar Melchor de Jovellanos), también podemos ver la que fuera su primera obra documentada (Aníbal vencedor, 1771), sus apuntes sobre Madrid (La ermita de San Isidro el día de fiesta) e, incluso, conocer a los suyos (Una manola: Leocadia Zorrilla).

Gaspar Melchor de Jovellanos, autorretrato de Francisco de Goya y Una manola: Leocadia Zorrilla.

Entrados en el siglo XIX y antes de llegar a la fecha límite de 1881 en que el nacimiento de Pablo Picasso estableció que la Historia del Arte debía seguir siendo contada (con sus excepciones) en el Museo Reina Sofía, se disfruta a lo grande con la pincelada suelta del viejo y los infantes de Mariano Fortuny, los Niños en la playa de Joaquín Sorolla, los fondos de tonalidades ocre de los retratados por Eduardo Rosales y la vista granadina de Martin Rico. Junto a todos ellos, la cuarta mujer de la exposición (tras Clara Peeters y Artemisa Gentileschi y Sofonisba Anguissola, que compartían la sala 9A junto a el Greco), Rosa Bonheur y El Cid, ese león de mirada poderosa que muchos descubrimos en La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, la muestra organizada hace tres años con motivo del Word Pride Madrid LGTB y que desde julio pasado cuenta con un lugar en la exposición permanente.

Y cerrando el goce, disfrute, sueño y magnitud de este recorrido de 250 obras, La paz de Antonio Capellani. Mármol de Carrara esculpido neoclásicamente simbolizando el triunfo del bien sobre el mal, la victoria de la luz y la esperanza sobre la discordia y el enfrentamiento. Una interpretación artística materializada en 1811 que también nos puede valer como intención social y propósito político de nuestro tiempo. Que así sea.

Reencuentro, Museo del Prado, hasta el 13 de septiembre.

Volver a Roma

Los años hacen que la víspera de un viaje no estés tan excitado como cuando eras niño y a duras penas conseguías dormir. Lo que sí provoca el paso del tiempo es que mientras haces la maleta pongas al día la imagen que tienes del lugar que vas a visitar. Cuando ya has estado, hasta en tres ocasiones como es mi caso con Roma, fluyen los recuerdos, las emociones y sensaciones de lo allí conocido y vivido con la alegría de saber que en apenas unas horas estaré allí de nuevo.

Agosto de 2006. Mientras llegaba a Ciampino en el primer vuelo low cost de mi vida (Ryanair desde Santander), Madonna llegaba en su jet privado a Fiumicino para actuar ante 70.000 personas en la parada local de su Confessions Tour. Mi primera impresión fue que aquella ciudad era un desastre. Los apenas quinientos metros a pie -arrastrando maleta- que hice desde Termini hasta la Plaza de la República me parecieron más neorrealistas que cualquier película de este género. La ciudad eterna me recibía con un tráfico caótico y ruidoso, con unas aceras que te ponían a prueba con sus desniveles y su adoquinado, además de con una remarcable suciedad y un comité de bienvenida de mendicidad. Como colofón, el hotel que había reservado por internet había perdido una estrella, tenía tres en su página web y solo dos en su puerta. El desayuno del día posterior nos demostró a mis amigos y a mí que su interior era de solo una.  

Al margen de estas anecdóticas primeras horas, todo fue a mejor a partir de ahí y la capital del Imperio Romano me deslumbró. Entrar por primera vez en tu vida en el Panteón (¡esa cúpula!), en los Museos Vaticanos (¡el Laocoonte!) o en el Coliseo es una experiencia inolvidable. Más que estético, resulta espiritual el modo en que cuanto te rodea consigue que te evadas de ti mismo y te sumerjas en una dimensión artística e histórica que no actúa como testimonio de un pasado lejano, sino diciéndote que, en buena medida, cuanto eres y como eres se vio en su día ideado y fraguado aquí, en esas vías que ahora transitas y en esos lugares y piezas que observas con admiración. La escultura alcanza otra dimensión después de sentir la presencia de las figuras barrocas de Bernini y las neoclásicas de Antonio Cánova y qué decir de la arquitectura tras entrar en basílicas como las de San Pedro, San Juan de Letrán o Santa María la Mayor.  

Haber estado semanas antes en la Toscana me hizo disfrutar aún más de cuanto descubría sobre Miguel Angel (el Moisés y la Piedad, la basílica de Santa María de los Ángeles). Confirmé que la pizza, la pasta o el queso mozzarella que había probado durante toda mi vida no eran gastronomía italiana como me habían hecho creer. Súmese a eso el limoncello y la gracia -era la moda entonces- de encontrarte en todos los kioskos el calendario merchandising del Vaticano del año siguiente con sus doce meses ilustrados por otros tantos supuestos sacerdotes que parecían tener como fin provocar hordas de confesiones (Madonna estuvo muy acertada con el título de su gira).  

Agosto de 2011. Pasado el tiempo, el recuerdo de lo visitado cinco años antes se había diluido hasta quedarse en tan poco más que una toma de contacto, una introducción. Me quedó mucho por ver y me apetecía rever buena parte de lo visitado entonces. Entre lo primero, los antiguos estudios Cinecittá (hoy reconvertidos en museo) y los decorados en los que Elizabeth Taylor se convirtió en Cleopatra y Charlton Heston en Ben-Hur, en los que Martin Scorsese rodó Gangs of New York y en cuya parte expositiva se podía ver la primera prueba de cámara que grabó Rafaella Carrá simulando perfectamente una conversación telefónica. Se quedó por el camino una actriz muy resuelta, pero el mundo del espectáculo ganó una gran cantante y una espléndida show-woman.

En la Galería Doria-Pamphili quedé abrumado por esa colección expuesta de manera tan avasalladora y eclipsado por el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X (normal que Francis Bacon se obsesionara con él). Volví a buscar el Renacimiento de Miguel Angel en la Capilla Sixtina (disfruté mucho siendo capaz de descifrar todas las escenas y personajes de la bóveda) y el claroscuro de Caravaggio en San Luis de los Franceses y Santa María del Popolo. Imaginé la terraza con vistas a la Plaza de España y sus escaleras en la que el cine situó la vivienda de La primavera romana de la Señora Stone de Tennessee Williams y paseé de principio a fin el Paseo del Gianocolo para observar desde su punto más alto su vista de postal sobre la ciudad.

Me quedé con las ganas de entrar en la Real Academia de España y contemplar de cerca el templete renacentista de Bramante. Pero era ferragosto, esos días del año en que casi todos los romanos están de vacaciones y huyen de las altas temperaturas y el bochorno del asfalto. Intentando emularles, el amigo con el que viajé propuso ir un día hasta Bomarzo a visitar el parque de los monstruos. Pero no contábamos con la huelga ferroviaria que nos lo impidió. Los medios de comunicación suelen hablar de lo drásticos que son los franceses en este tema, pero nuestros vecinos italianos no lo son menos y cuando llegamos a la mastodóntica estación de Termini los indicativos avisaban que de allí no iba a salir ni un solo tren. Hubiera sido ideal aprovechar esas jornadas de escaso tráfico para alquilar una vespa y emular a Gregory Peck y Audrey Hepburn, pero me faltó valor. Desde entonces lo tengo anotado en mi lista de deseos vitales, como el ir una noche de fiesta a la vía Veneto y soñar que me encuentro a Sofia Loren, a Anna Magnani y a Gina Lollobrigida y me pego con ellas una juerga tan excesiva y escotada como las de La dolce vita.

Abril de 2016. Semana Santa en Roma y a unos padres católicos no se le puede negar intentar ver al Papa en persona, así que la noche del viernes santo nos plantamos en primera fila del Vía Crucis presidido por el Santo Padre. La espera y el frío merecieron la pena, a unos la experiencia les llegará por su sentido religioso, a mí me gustó por la teatralidad de su localización (entre el Coliseo y el Foro), la cantidad de participantes, la musicalidad del latín, la iluminación de las antorchas… Otro tanto tiene la Iglesia de Jesús, excelencia barroca donde las haya en la que si no eres creyente saldrás tan ateo como entraste, pero te quedará claro que hay mentes que son capaces de emular a Dios con sus creaciones.

Qué belleza la de las fuentes de Roma -la Fontana di Trevi, la de la Piazza Navona, las que te encuentras aquí y allá-, por muy discretas y funcionales que intenten ser, hacen que creas que el agua es en ellas algo ornamental y no su razón de ser. Las escalinatas que te suben hasta la basílica de Santa María en Aracoeli resultan tan gimnásticas como impresionantes de ver (tanto desde abajo como desde arriba). Visitar los Museos Capitolinos y observar desde ellos el Foro Romano e imaginar cómo debía ser aquello cuando no era un parque arqueológico sino un lugar presente, urbanizado, transitado y vivido. Asistir el domingo de resurrección a la misa en Santa María la Mayor (también llamada de las Nieves por estar construida donde la Virgen dijo que nevaría un 5 de agosto) y volver a sentirte en una performance teatral, esta vez con olor a incienso y con un coro eclesiástico dándole tono y timbre al asunto.

Cómo es Roma que hasta el blanco y marmóreo monumento a Vittorio Emmanuele II resulta agradable de ver. Aunque más lo es acercarse desde allí a ver la Columna de Trajano o caminar todo recto hasta la Piazza del Popolo siguiendo la vía del Corso, hacerlo sin rumbo por el Trastevere, atravesar la isla Tiberina, aparecer junto al Teatro Marcello, seguir el curso del Tíber, cruzar de noche el puente Sant’Angelo o tomarte un helado en la Plaza de España junto a la Embajada española ante la Santa Sede recordando bizarrismos modernos allí celebrados como desfiles de moda (el homenaje a Versace tras su asesinato) o disculpando actuaciones (uno tiene sus debilidades) como la de Laura Pausini y Lara Fabian cantando a duo La solitudine. Y las catacumbas, ¡no me dio tiempo a visitar las catacumbas de los primeros cristianos!

Mañana. ¿Qué tendría Roma para que Alberti la considerara en 1968 un “peligro para caminantes”? ¿Lo seguirá teniendo? ¿Lo seguirá siendo?

“Picasso” de Patrick O’Brian

Una profusa biografía en la que se tratan los distintos planos –individual, familiar, social, profesional- de un hombre que fue también artista y genio. Un relato excelso sobre un ser profundamente mediterráneo, con un temperamento impulsivo y reflexivo a partes iguales,  pero también entregado y generoso con todo aquello que conformara su mundo –personas, lugares e ideas- siempre que estos fueran fieles a sus convicciones. Un ensayo muy trabajado en el que lo único que se echa en falta son imágenes que ilustren los pasajes en que se habla sobre su obra y se describen sus creaciones.

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A lo largo de sus 92 años de trayectoria vital Pablo se convirtió en uno de los principales motores de la evolución de la pintura y la escultura, llevándolas hasta cotas que aún no han sido superadas. Picasso no solo creaba imágenes y figuras, sino que investigó el uso que se podía hacer de todos sus recursos formales (dibujo, línea, color, composición, volumen, perspectiva,…), técnicas (óleo, acuarela, grabado, litografía, cerámica,…) y materiales (lienzo, cartón, papel, yeso, madera, metal, bronce,…) con que experimentó. No hubo un día de su vida en que no trabajara, ya fuera dando una pincelada, tomando un apunte o moldeando aquello que tuviera entre manos, con ánimo final o como medio de llegar a un continuo más allá que persiguió de manera obsesiva.

Gracias a este impulso interior al que siempre fue fiel dinamitó la evolución de la pintura tras el postimpresionismo para trasladarla a otra dimensión, el cubismo. Una vez conseguido esto profundizó en ella para conseguir nuevos resultados de elementos ya conocidos –como las proporciones clásicas (Ingres o Poussin), las luces barrocas (Rembrandt o Rubens) o las atmósferas románticas (Delacroix). Supo convivir con el surrealismo y la abstracción, coqueteando incluso con ambos movimientos, pero sin dejarse atrapar por sus dimensiones extra artísticas. Trasladó todos estos planos conceptuales a la escultura, rompiendo las reglas y límites en que había sido practicada este entonces, dándole también un aire fresco e innovador que sigue resultando actual hoy.

Y aun cuando su nombre se había convertido ya en una marca y una etiqueta que atraía a miles de personas a las retrospectivas que le dedicaban en los años 50 y 60 en Londres, París, Nueva York o Tokio, él no dudó un solo segundo en seguir, hasta el último día de su biografía, su viaje personal hacia un destino creativo, emocional e intelectual por descubrir. Una búsqueda que desde sus inicios forjó un carácter sin casi punto medio. De una fuerza y tesón sin límites cuando aquello que estaba entre sus manos, o surgía en su camino, apelaba directamente a su corazón, pero también de una frialdad aplastante cuando no empatizaba con las demandas de quienes se acercaban o vivían junto a él.

Patrick O’Brian entreteje este largo camino basándose en su propia experiencia y en testimonios de primera mano. Desde una perspectiva alejada de la de los historiadores del arte, al darle tanta importancia al legado de Picasso –más de 15.000 obras según una fuentes, hasta más de 40.000 según otras- como a todo aquello que formaba parte de su vida en cada momento. Las ciudades en las que residió (Málaga, Coruña, Barcelona, Madrid,…) y los viajes que realizó, las parejas que tuvo y las familias que con ellas creó, los amigos a los que dejó formar parte de su círculo más íntimo, los artistas con los que interactuó (Braque, Matisse, Rousseau,…) o los compromisos ideológicos –más que políticos- que mantuvo a lo largo del siempre convulso –y muchas veces bélico- siglo XX, son tan consecuencia de su arte como motivos argumentales y causas del mismo.

Casi 45 años después de su muerte en 1973 y más de 40 desde la primera edición de este ensayo en 1976, la figura de Picasso sigue siendo apasionante y este volumen una gran fuente para conocerle. Una guía básica que se convierte en fundamental si su lectura se acompaña de las búsquedas en Google para encontrar las imágenes que ilustren los muchos pasajes de sus páginas dedicados a describir las obras que no se reproducen en ellas.

“La agonía y el éxtasis”, la vida de Miguel Angel según Irving Stone

Hay personalidades cuyos nombres son un referente universal por los logros que llegaron a conseguir. Así es el de este artista del Renacimiento italiano, considerado uno de los mejores escultores y pintores de todos los tiempos desde que comenzara a dar rienda suelta a su creatividad y a mostrar sus obras a finales del s. XV. ¿Pero quién y cómo era el hombre tras el genio que ha llegado hasta nosotros?

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El David, la Piedad, el Moisés, los frescos de la Capilla Sixtina,…, y así un largo suma y sigue, ¿quién no tiene grabada en su cabeza la imagen de alguno de los fantásticos trabajos de Miguel Angel Buonarrotti (1475-1564)? Hace más de cinco siglos que algunos de ellas vieron la luz y resulta deslumbrante pensar que lo consiguió, no solo por estar dotado de un excepcional talento, sino por una capacidad aún mayor de esfuerzo y dedicación, de compromiso y tenacidad con un único fin, la perfección.

A lo largo de seiscientas páginas, que quizás corresponde calificar más como una novela biográfica que como una biografía novelada, Irving Stone –partiendo del que parece un gran trabajo de documentación para ambientar y contextualizar cuanto nos cuenta- avanza con ritmo constante sobre esa línea en la que se juntan el genio y la figura, la creación y las vivencias, la vida pública y la intimidad de Miguel Angel. Desde que comenzara como aprendiz de pintor en el taller de Ghirlandaio a la temprana edad de doce años en su Florencia natal, la ciudad que rescató los cánones artísticos e intelectuales de la Grecia clásica, hasta que falleciera con casi 90 en Roma, la capital del cristianismo, como arquitecto jefe de una de las grandes construcciones del mundo occidental, la Basílica de San Pedro.

Según el relato de Stone, una vida fuertemente marcada por el espíritu de continua superación, no solo de sí mismo, sino también de los logros técnicos y expresivos de cuanto hubiera creado el hombre con sentido estético y espiritual hasta entonces. Miguel Angel es presentado como alguien que no considera sus dones como algo que le diferencia y le sitúa por encima de los demás hombres, sino como un deber, un encargo de Dios con el que dar a conocer su mensaje de igualdad entre todos los seres humanos, así como de transmitir la luz y la hermosura de lo creado a su imagen y semejanza. Una visión que chocó en muchas ocasiones con el oscurantismo católico y la manipulación vaticana, medios para, dejando a un lado las creencias religiosas, ostentar el poder político y militar.

Si un término describe a este título escrito hace ya más de cincuenta años es el de pasión. Apasionada es la vida de Miguel Angel, en la que lo personal queda reducido casi exclusivamente a la familia y a varias tentativas amorosas ante las que decidió mantenerse impertérrito, entregando siempre su tiempo y energía a dialogar con el mármol para extraer de él las figuras que albergaba en su interior, a dibujar sin parar horas infinitas para descubrir sobre el cuerpo humano tanto como el sumo creador, a observar su entorno para llegar a desarrollar maneras de ingeniero con las que trazar caminos, defender murallas y levantar edificaciones. Pasión por la manera en que Irving Stone lo ha escrito, con descripciones profusas con un gran poder evocador y diálogos en los que sus personajes se expresan de manera clara y rotunda. En definitiva, una narrativa que transforma en palabras la épica, el lirismo y la belleza que hay en la vocación artística, el proceso creativo y el resultado estético de a cuanto dio forma el protegido por Lorenzo de Medici y trabajador al servicio de varios Papas (Julio II, León X, Clemente VII o Pío IV, entre otros).

Pasión que se contagia a un lector que se inicia movido por la curiosidad y que a medida que progresa en “La agonía y el éxtasis” se convierte en un deseoso de conocer los cuándos y los dóndes, los cómos, los con quién y los porqués que no solo contextualicen, sino que expliquen qué tuvo de único un tiempo, una personalidad y un legado considerado desde entonces un súmmum de la historia de la humanidad, de sus capacidades y sus logros.