El 13 de noviembre de 2015 la vida de muchas personas quedó marcada por la barbarie en la sala Bataclan de París. Sin eludir la masacre terrorista, esta cinta se centra en la digestión psicológica de lo allí visto, escuchado y sentido. Un prisma que la hace aparentemente reiterativa, cuando lo que esto demuestra es su solidez y consistencia gracias a un guion preciso, unos actores comedidos y una dirección atenta siempre a lo invisible.

Cada vez que tiene lugar algo que nos sacude colectivamente como una catástrofe meteorológica, un accidente de un medio de transporte o un atentado terrorista, consideramos fundamental que se preste asistencia psicológica a cuantos se han visto afectados por ello. En primer lugar, a los allí presentes, especialmente si han resultado heridos o perdido a quienes les acompañaban, y tras ellos a sus familiares y amigos. Pero pasan las semanas, los meses, y nos olvidamos de ellos. Aplicamos la compasión y verbalizamos el hay que pasar página. Pero, además de que no es fácil, en muchas ocasiones es imposible.
Ese es el mensaje principal que subyace en la propuesta de Isaki Lacuesta, unido al de la incapacidad de precisar cuáles son los recuerdos exactos que quedan de aquel día, la dificultad de concretar las cicatrices psicológicas que aquella vivencia provoca y la destreza que requiere identificar correctamente los síntomas con que éstas se manifiestan. Esas son las premisas de un guion que en su posterior fijación en imágenes da la impresión de que se repite en determinados pasajes. Deduzco que algo buscado intencionadamente para transmitir, provocar y contagiar la sensación de bucle infinito en que, supongo, se ven atrapadas las personas que han vivido algo por lo que nunca imaginaron que iban a pasar.
Sin embargo, a pesar de todo lo que vimos y escuchamos en su momento en los medios de comunicación, el relato de Ramón y Céline es novedoso. Es sosegado y sincero. Su propósito no es epatarnos, sino revelarnos lo que hay tras la primera impresión de su mirada y sus gestos, el desajuste entre su proceder y sus motivaciones, la desconexión entre su expresión exterior y su sentir interior. Lacuesta nos acerca lo que les impacta a través de lo que se quedó fijado, enganchado y enclaustrado en su psique.
Nos lo muestra dándoles espacio y tiempo para que se revelen a su ritmo. La narración gira en torno a ellos y no a nosotros, de ahí que Un año, una noche avance de la misma manera en que lo hace su estado psicológico, pasando por las mismas fases y sensaciones, escurridizas y difíciles de definir, acotar y describir. De una manera muy interesante, planos distantes a través de ventanas y cristales, cortos con la cámara en movimiento y detalles que rozan la abstracción con una muy cuidada fotografía y delicada banda sonora.
Algunas secuencias son, aparentemente, redundantes, discordantes y hasta chirrían. ¿Es así porque no están bien concebidas, porque no son necesarias o porque transmiten cómo actúan sus personajes? Me inclino por lo último porque lo que se vive en la butaca es desazón, a la par que se siente mínima en comparación a la que debe ser la suya. Una atmósfera quizás creada por las muy buenas interpretaciones de Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant, quizás previa a ellos y a la que se adaptan perfectamente. Sea como sea, un estado de ánimo en el que nos envuelven para acompañarles en su desasosiego, su incapacidad y su frustración, pero también en sus ganas, su esperanza y su esfuerzo por superarse a sí mismos e integrar el pasado.