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Adiós Terrence

Ayer falleció Terrence McNally, uno de los dramaturgos más importantes de las últimas décadas y al que debo mucho de lo que el teatro significa para mí. Un espacio y un tiempo en el que buscar y encontrar la verdad de quiénes y cómo somos en tramas y personajes que nos han servido para tomar conciencia de realidades como el VIH y la homofobia, sentir lo alto y lejos que nos puede llevar la música y entender y comprender el valor del amor y la amistad.

Qué irónico que en estos días de pandemia, el coronavirus se haya llevado a sus 81 años a quien lucho con su saber hacer literario contra el estigma social que supuso para muchos una catástrofe sanitaria anterior, la del sida. Nada más tener conocimiento de la noticia, mi mente viajó hasta aquella tarde del verano de 1997 en que en una de las salas del Palacio de la Música vi la adaptación cinematográfica de Love! Valour! Compassion! (a quien tuviera la brillante idea de estrenarla en España como Con plumas y a lo loco que sepa que además de absurdo, le quedó muy homófobo el cliché).

Un amigo propuso ir al cine y aquella fue la cinta elegida, no tenía ni idea de qué íbamos a ver, pero dos horas después, cuando acabó la proyección, no quería irme, no quería salir de la proyección, de la pantalla, me dolía separarme de los diálogos que había escuchado, de lo que allí se había contado, expuesto y tratado. Aquellos ocho hombres -parejas, exes, amigos, ligues- no solo me hablaron sobre amor y amistad, cariño y empatía, sino también sobre lo difícil, pero tremendamente enriquecedor, que es liberarse de lo que se convierte en una carga pesada cuando nos lo guardamos y torna en liviano cuando lo compartimos.  

Aun consciente de que lo que había visto era una película, tenía claro que lo que me había llegado no eran solo los fotogramas, sino sus personajes y sus diálogos. Pero como no soy un erudito del teatro, me acerco a él como si fueran ventanas en las que mirar y disfrutar, proyectándome unas veces, fantaseando otras, lo dejé estar y ahí se quedó mi flechazo. Hasta que en mi primer viaje a San Francisco en 2001 me acerqué en la calle Castro a A different light, librería hoy desaparecida, y compré el texto teatral original, estrenado en 1994 y en el que se basaba lo que había visto (y cuya adaptación estaba también firmada por McNally).

Me gustó volver con las palabras a donde había estado con las imágenes, pero lo que verdaderamente me impactó fue la libertad interior que sentí al leer la honestidad, sinceridad y sencillez con que allí se hablaba de emociones como miedo, rabia, ira, impotencia, cariño, entrega, deseo o amor. Y no de manera aislada, sino en ese totum revolutum con que hacen acto de presencia tanto en los momentos importantes como en la cotidianidad de cualquier persona, de cualquiera de nosotros. Y como extra, aquel volumen incluía otra obra más escrita un año antes, A Perfect Ganesh, una historia sobre dos amigas de viaje en la India que recuerdan cómo se sienten en deuda con sus hijos.

Tema que me recuerda a una de sus últimas creaciones, Mothers and sons (2013), el encuentro entre una mujer que perdió a su único hijo por culpa del sida y quien fuera su pareja, dolida porque él haya rehecho su vida y ella siga anclada al vacío en que la ha anclado su muerte. La culpa se ha adueñado de esa madre que despreció a su vástago décadas atrás por ser homosexual, remordimiento que le impide aceptar que su viudo haya sido capaz de continuar sin olvidarse del hombre al que amó. Un trasfondo cristiano en el que McNally había profundizado ya en Corpus Christi (1997), libreto en el que a partir de un asesinato homófobo se traslada hasta la biografía de Jesucristo planteándose cómo habría sido recibido su mensaje y su misión de haber sido, tanto él como sus apóstoles, homosexuales.

En el terreno de la comedia es imposible no sonreír recordando Frankie y Johny en el claro de luna (1987), el encuentro de dos solitarios con pavor a entregarse, a amar y ser amados por el pánico que les produce la idea de no ser aceptados por su pasado o sus inseguridades o, peor aún, sentirse maltratados al no ser correspondidos o verse abandonados. Ni sé la de veces que he visto la película (también escrita por él) protagonizada por Michelle Pfeiffer y Al Pacino, pero no dejo de imaginar lo grande que tuvo que ser su representación en el off-Broadway neoyorkino contando con Kathy Bates y F. Murray Abraham como pareja protagonista.

Otro tanto sucede con It´s only a play (1985), vodevil sobre cómo se vivía el tiempo de espera entre el estreno de una función y la publicación de las primeras críticas en la prensa escrita cuando no existían internet ni las redes sociales. Una locura de personajes, enredos y absurdos perfectamente coreografiada, con un ritmo tan sin descanso como las sonrisas que provocan, revelando con ironía y acidez la trastienda de egos, materialismos e intereses de todo tipo del mundo teatral.

The Lisbon Traviata (1989) es otro de esos títulos que permanece grabado en mi memoria. Dos amigos intercambian grabaciones en vinilo de óperas, incluyendo algunas no oficiales, como la de La Traviata de Verdi que Maria Callas realizó en Lisboa en 1957. Un libreto que trata sobre la esencia de la amistad y el después del amor con el trasfondo del repliegue social al que vio obligada la comunidad homosexual en el Nueva York de finales de los 80 por el clima social de culpabilización que generó el VIH. Un texto en el que se menciona, incluso, a Almodóvar y un hecho, el de la Callas actuando en el Teatro Don Carlo, que en ocasiones le mencionaba a mi amigo Rafa, melómano como pocos. Cuál fue mi sorpresa cuando en el verano de 2018 me encontré con dicha grabación (en cd, son otros tiempos) caminando por Chiado y pude regalárselo en uno de nuestros últimos encuentros.

McNally volvería a Maria Callas en 1995 en el que es uno de sus títulos más grandes, Master Class. En él fantasea convirtiendo a la diva de la ópera, ya retirada de los escenarios, en una exigente profesora que repasa los sacrificios que ha de hacer, así como las habilidades, competencias y capacidades que ha de tener, una figura del bel canto para dar cada día a su público más de lo que éste espera. En algún momento he leído que se estaba preparando una adaptación cinematográfica con Meryl Streep. Veremos. Hasta entonces me quedo con la vibrante impresión que dejó en mis retinas Norma Aleandro interpretando este fantástico papel en 2013 en los Teatros del Canal de Madrid.

Desde que le conocí he leído sobre él, los premios que ha recibido y su labor como activista, tomando buena nota de lo que transmitía sobre el reconocimiento de nuestras emociones y los deberes que tenemos con todos los demás como miembros de una misma y única sociedad que somos. Me quedan muchas obras suyas que leer por primera vez y volveré a releer las ya conocidas.

Muchas gracias Terrence McNally por lo que nos diste, muchas gracias por el legado que nos dejas.  

(Fotografía tomada de Allarts.org)

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«Dolor y gloria» de Pedro Almodóvar

Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

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Dolor y gloria permite al menos tres lecturas. Una por sí misma. Otra como continuación y síntesis de toda la filmografía de Almodóvar. Y una tercera en relación a Pedro, a su persona y su biografía. La primera basta por sí sola para considerarla como una cinta sobresaliente, pero la interconexión que tiene con las otras dos la hace aún más sublime. Se sirve de todo lo que hemos visto y conocemos de él para, sin faltar a su esencia, mostrarlo de manera diferente. Mientras en títulos pasados sumaba su mundo personal a la ficción que nos relataba, esta vez todo parece estar impregnado de él, yendo más allá de lo que ya mostró sobre su infancia bajo la sombra del clero en La mala educación y sobre su juventud en el marco de la movida madrileña en La ley del deseo.

No hay intermediarios entre lo que quiere contar y sus espectadores en esta historia de un director de cine que mira hacia atrás, tanto en lo profesional como en lo personal, para situarse en un presente en el que siente débil, sin ánimo ártistico ni ganas de futuro. No hay mujeres con una presencia visceral y un carácter enérgico ni diálogos con sentencias que se queden grabadas a fuego. Dolor y gloria es extraordinariamente esteta en todo lo creativo (escenografía, banda sonora, grafismos, fotografía,…), pero en lo que incumbe a sus personajes es profundamente serena, fluye sin necesidad de licencias dramáticas, con una emocionalidad plena y una vitalidad auténtica. Hace que conectemos con sus personajes, entendiendo lo que les ocurre, empatizando con lo que sienten y comprendiendo cómo actúan.

Antonio Banderas está perfecto, no solo como alter ego de quien ya le dirigiera en Átame o en La piel que habito, sino como actor. Es extraordinaria la cantidad de matices que es capaz de darle a su personaje con un trabajo tan contenido. Tan asceta en las secuencias en las que aparece él solo, y tan dispuesto a la complementariedad con Asier Etxeandía y la simbiosis con Leonardo Sbaraglia y Julieta Serrano cuando aparece junto a ellos. Tres secundarios de lujo que aportan a Dolor y gloria -tanto con sus personajes como con sus interpretaciones- la montaña rusa de la creatividad artística, la huella de la pasión que no pudo ser y las imperfecciones del amor materno-filial. Y aunque no comparta plano con ninguno de ellos, esto mismo es aplicable a la frescura que Penélope Cruz le aporta en su ir y venir a la historia de Salvador Mallo cada vez que viaja cincuenta años atrás para irse desde el urbanismo de Madrid hasta la ruralidad Paterna.

Dolor y gloria tiene argumentalmente cuanto necesitamos para conocer la intimidad y el momento de su protagonista, así como para entender su relación con las personas que forman y han formado parte de su vida. Un conjunto compacto trasladado a la pantalla con un tono siempre comedido y un ritmo acorde a los acontecimientos y emociones que se están relatando. Aunque haga guiños expresos al melodrama del Hollywood clásico y al lirismo del teatro de Jean Cocteau, Almodóvar vence la barrera del pudor para mostrarse tal y como es y se siente, en línea con lo que decía la Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.

¡Dame teatro que me da la vida!

“Si te gusta leer no puedes dejar de ir a Half Price Books”, me dijeron. Y allá que fui a recorrer estanterías, a mirar nombres y títulos, a descubrir más de autores ya conocidos o a hojear a algunos no leídos hasta ahora. Después de perder la noción del tiempo largo rato y tomarme un café rodeado de libros –¡qué gran idea esa de una cafetería dentro de una librería!- salí con Arthur Miller, Tennessee Williams, Thornton Wilder y Terrence McNally bajo el brazo.

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Mundos impresos no solo de tinta, sino también de las vivencias de aquellos que ya los leyeron. Así son los libros de segunda mano. Visto así, hacerte con un volumen que ya pasó por las manos de otra persona tiene algo de ilusorio, de película de fantasía para adolescentes. Como si a lo que te produzca el autor, le sumaras, quizás enriqueciendo quizás contaminando, lo que le suscitó al que antes que tú fuera dueño de esas páginas.

Un gran espacio, una gran nave industrial, así es Half Price Books. Pero muy acogedora. Sus altos techos, lo diáfano del lugar, el paso tranquilo de sus visitantes, la pose relajada de sus dependientes, los carteles que cuelgan del techo dando nombre a cada una de las secciones, invitan a pasear por ella sin rumbo fijo. El simple placer de dejarse llevar. Primero el color de los cómics, después la grafía nipona de los mangas, más allá novelas de todas las temáticas (románticas, policíacas, históricas,…) hasta llegar a la zona solemne de los clásicos con Edith Warton y su “La edad de la inocencia” como destacado de la semana. Del otro lado, en la no ficción, la oferta es tanta como intereses tiene la vida (arte, viajes, economía, cocina, educación,…). Pero por ahí no va lo que busco, vuelvo al lado de la literatura hasta dar con el letrero que dice drama,  teatro en inglés.

Se siente el latido, a medida que me acerco aumenta la intensidad del boom que palpita desde las estanterías de lo que siento es el centro de este lugar, el motivo que me llama, por el que he venido hasta aquí. Bajo el cartel un pasillo sin salida que me despierta la mayor de las sonrisas, como la que provocaba la paga de los domingos cuando era niño ante la avalancha de chuches que esta traería consigo. Este es el momento en que me dejo a mí mismo a un lado y paso a ser las emociones, los sentimientos, las reacciones, las lágrimas y las sonrisas, los lloros, los miedos, los gritos, las ironías, las verdades y las confesiones que están en todas estas páginas llenas de diálogos, monólogos, soliloquios y conversaciones. Situaciones y momentos planteados en lugares y tiempos que da igual que sean reales, imaginados o supuestos.

Un repertorio de sensaciones que emanan los volúmenes que rozo con la yema de los dedos mientras recorro de arriba abajo y de izquierda a derecha cada una de las baldas de las estanterías. En los títulos ya leídos o ante autores conocidos el sentido del tacto se activa como si fuera una prolongación del corazón. Ahí quedan los hombres duros de la oficina de “Glengarry Glen Ross” de David Mamet, o su visión de lo que es el teatro en “Three uses of the knife”. Un poco más abajo el profundo ejercicio de introspección y absurdo de Samuel Beckett en “Esperando a Godot”. Hojeo “Murder in the catedral” de T.S.Eliot, pero no me atrevo con él, parece un inglés demasiado elaborado, voy a emplear más tiempo en descifrarlo que en disfrutarlo.

Llegando a la eme -a David Mamet le colocaron por la d- surge Arthur Miller, el hombre dotado de una extraordinaria delicadeza para diseccionar las dinámicas familiares: “Panorama desde el puente”, “Muerte de un viajante”,Todos los hijos” o “El precio”, sin olvidar esa ácida, incisiva y despiadada crítica a la caza de brujas que fueron “Las brujas de Salem”. Miller parece ser esa clase de autores que a base de escuchar, observar y fijarse en cuanto sucede a su alrededor es capaz de llegar a la esencia de lo auténtico y después mostrarlo. Pensando esto aparece “Después de la caída” entre sus títulos, en el que dicen que cuenta cómo fue su matrimonio con Marilyn Monroe. Quizás en esta ocasión la inspiración le vino de las propias vivencias. Me lo llevo.

Frente a él, el autor que parece ser todo vísceras y pasión primaria, Tennessee Williams. Su nombre, con tantas letras duplicadas, ya transmite insistencia e intensidad. Un clásico del siglo XX que hace genial a quien sabe estar a su altura. He ahí a Almodóvar sirviéndose de “Un tranvía llamado deseo” como hilo narrativo en “Todo sobre mi madre” con Huma Rojo tirada sobre el escenario buscando su corazón o Marisa Paredes diciéndole a Cecilia Roth en un garaje eso de “quien quiera que seas, siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”. Sus frases nacen de donde lo hace la vida, poco hay tan profundo, desgarrador y liberador, tan sufrido y clamando libertad como los hijos de “El zoo de cristal”, el reverendo de “La noche de la iguana” o el matrimonio de “La gata sobre el tejido de zinc caliente”. Estos últimos no solo ante las convenciones sociales de los estados del sur de EE.UU., sino entre ellos y cada uno ante sí mismo. Parece que a través de ellos el señor Williams gritaba lo que él no era capaz de decir o aquello en lo que no se sentía escuchado por los suyos. Los títulos mencionados son algunos de sus grandes clásicos, lo único que conozco de él. Supongo que por eso “The notebook of Trigorin” con el añadido de “a free adaption of Anton Chekhov’s The Sea Gull” hace que me llame la atención. Me lo llevo.

Van dos, dos conocidos, dos que ya he leído, dos que ya he visto representados en diversas ocasiones sobre el escenario y adaptados en el cine. Toca también buscar algo nuevo, que no conozca, que me haga descubrir, que me pueda sorprender de manera que no pueda prever. Recurro primero a aquellos de los que he leído solo un título en el pasado, pero no veo nada de David Henry Hwang (“M. Butterfly” o la relación durante 20 años de un diplomático francés en China con una mujer que resultó ser un hombre, un basado en hechos reales con sentencias como “solo un hombre sabe cómo debe comportarse una mujer”), Tony Kushner (“Angels in America” y su genial visión de los fantasmas que el sida genera) o de Eugene O’Neill (“Largo viaje del día hacia la noche”, otra de familias con padres caníbales de sus hijos). Así que toca alguien a quien no haya leído nunca antes. Entre los nombres y apellidos enfrente de mí enfoco Thornton Wilder y “Our town”. ¿Merecerá la pena? Habrá que comprobarlo. Me lo llevo.

Con tres obras en la mano me doy por satisfecho, pero por el rabillo del ojo veo algo de cuya existencia sabía pero que no esperaba encontrar y que no puedo evitar sentirlo en las manos. “15 obras cortas de Terrence McNally”. Él fue el responsable de que comenzara a leer teatro. Cuando en 1997 vi en pantalla grande su adaptación de “Love! Valour! Compassion!” (¿quién fue el brillante distribuidor que en España la tituló “Con plumas y a lo loco”?) quise introducirme en esa historia en la que ocho hombres homosexuales convivían durante un fin de semana en las afueras de Nueva York. 48 horas llenas de amor y desamor, rechazo y amistad, compromiso y fin, miedo y aceptación,… Tardé un poco en llegar a su texto, entonces no existía el comercio electrónico. Sería cuatro años después en mi primer viaje a San Francisco donde lo conseguí, en la ya desaparecida A different light bookstore en el barrio del Castro. Y aquello fue mágico, maravilloso, de esas cosas que el tiempo dirá, pero que tras catorce años es ya uno de esos recuerdos que forman parte de mi bagaje vital. A continuación llegaría “Frankie and Johnny in the clair of moon” que él mismo adaptó también para el cine, dos torpes incapaces de darle una oportunidad al amor delicadamente interpretados por Michelle Pfeiffer y Al Pacino. Maria Callas debe ser una obsesión para él, por dos veces la ha hecho protagonista de sus historias. En “The Lisbon traviata” dos amigos discutían por una grabación de la genial griega en la capital portuguesa. En “Masterclass” la suponía ya retirada y como dura profesora de voces por formar, un papel que recientemente interpretó con maestría Norma Aleandro en los Teatros del Canal en Madrid y que parece ser es el que está en estos momentos rodando Meryl Streep. El texto de McNally y las dotes para la interpretación de la Streep, motivos lógicos para la expectación. Con todo esto en la cabeza, hojeo estas quince obras cortas. Decidido. Me las llevo.

Ahora sí. Ahora siento que la misión está cumplida. Satisfecho, sonriente. Con los cuatro libros en las manos como si fueran algo aún indefinido pero que acabará convirtiéndose en parte de mí me dirijo a la caja y pago los 13,09$ que me piden.

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(Fotografías tomadas en Dallas el 1 de julio de 2015)