La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

Cate Blanchett es un comodín. Su sola presencia basta para darle una oportunidad a la cinta que protagoniza. Si no es buena, al menos habremos comprobado su fotogenia, magnetismo y versatilidad. Si tras ella hay un guion con un personaje repleto de matices como el que encarna en esta ocasión -una directora de orquesta reputada, una esposa en una relación consolidada y una madre unida a su hija- y una estructura trazada con inteligencia, y a eso se añade una dirección capaz de construir atmósferas sólidas y sostenidas, y una tensión que se acrecienta y se hace más profunda a medida que avanza la proyección, entonces estamos ante una muestra de porqué el cine es considerado el séptimo arte.
Tar es eso gracias a la interpretación de Blanchett y a su fusión con el guion y la dirección de Todd Field. El control, la rectitud y la sobriedad marcan tanto lo que encuadra la cámara como el ritmo y el propósito que guían su posterior edición. La muy bien planteada fotografía de Florian Hoffmeister va de los exteriores otoñales, caducos y nubosos, ambientes plúmbeos que matizan los rasgos y la expresión, a los interiores de líneas depuradas. Grisáceos cuando son individuales y recuerdan la tensión de la pintura de Whistler, solo relativamente cálidos y acogedores cuando enmarcan la gestión musical, el encuentro social y la convivencia familiar.
Y transitando entre un mundo y otro, una mente brillante y sagaz, fría y asertiva, habituada a captar e intuir lo que muy pocos son capaces de sentir. Esa distancia que la identifica, diferencia y ensalza es, a la par, la que la separa de quienes la acompañan, aísla en sus percepciones y aleja de la realidad. Una confrontación que Phillips acierta mostrando a Lydia a través de sus consecuencias en los otros. Cuidado y corrección, desconcierto y sospecha, desconfianza y fiscalización. Una mujer a la que Cate Blanchett hace intelectual y fría, a la par que sensible y enérgica, y que tiene su eco tanto en el absolutista silencio de muchos planos como en una banda sonora que aúna las cuerdas de Hildur Guðnadóttir (ganadora del Oscar por Joker) y la espectacularidad de la quinta sinfonía de Mahler, entre otras piezas.
Tar evoluciona del retrato personal y el costumbrismo descriptor de la labor de una directora de orquesta a un híbrido entre drama existencial y thriller psicológico en el que entran en conflicto la imagen que ella tiene de sí misma con la experiencia, puntual y acotada por su carácter y las circunstancias de su profesión, que le devuelven los demás. Una complejidad -apoyada en unos puntuales y muy contenidos secundarios- reflejada en la pantalla con una asepsia que deja al espectador a solas consigo mismo y su capacidad para indagar, deducir y suponer qué está ocurriendo en la vida y en la consciencia de la mujer a la que sigue en cada secuencia.