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Hugo Fontela: “Estoy iniciando una etapa reposada y tranquila, en la que impera más la calma que el impulso”

A pesar de su juventud (Grado, 1986), este joven artista tiene tras de sí una trayectoria sólida de más de quince años en la que ha recibido el reconocimiento de académicos, críticos y coleccionistas. Las «Notas para un paraíso» que ahora muestra en el Museo Esteban Vicente de Segovia demuestran porqué.

Hugo Fontela es “un pintor, sin más, un hombre que pinta”. Así se dio a conocer en 2005 cuando ganó la XX edición del Premio BMW de Pintura. Para entonces ya vivía en Nueva York, a donde se trasladó en 2004 en un giro de guión de lo más arriesgado. En lugar de ingresar en la universidad en su Asturias natal (donde ya había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios de Avilés y en la Escuela de Arte de Oviedo), optó por marchar a la Gran Manzana y matricularse en The Arts Students League a la par que instalaba en Manhattan su estudio-taller. Una etapa de descubrimiento y conocimiento en la que lo más le impresionó fue “la escala, la diversidad y la complejidad del mundo” y constatar que “solo hay un camino, ser fiel a ti mismo”.

A lo largo de este tiempo ha reafirmado su personalidad artística “en torno a las posibilidades de la pintura, que ha sido siempre mi preocupación” hasta llegar a un lugar en que su rumbo está marcado de manera capital por “la observación y la percepción de la naturaleza, así como por mi emoción ante ella. Un punto al que he llegado partiendo de la historia de la pintura, identificando los referentes que me interesan y encontrando el modo de, a pesar de todo lo ya dicho, mostrado y alcanzado, trazar mi propio camino para emocionar utilizando el lenguaje pictórico”. 

Entre los nombres evocados están algunos de los más grandes de la pintura norteamericana del siglo XX como Cy Twombly, Philip Guston o Sean Scully, a los que se puede intuir en los paisajes industriales y las vistas que realizó del puerto neoyorquino que mostró en 2008 en sus primeras exposiciones individuales en España. Después han llegado otras, como las periódicas en la Galería Marlborough -en sus sedes de Madrid, Barcelona y Nueva York- en las que muestra periódicamente su nueva producción, que le han abierto la puerta de más de treinta colecciones privadas e instituciones museísticas de las que hoy forma parte.

La llegada a Madrid en 2015 implicó un punto y aparte, “un concentrarme más en mí mismo, iniciar una etapa más introspectiva, más pendiente de lo que ocurre dentro de mí y del espacio en el que trabajo, que de lo que sucede en el exterior”. En su estudio se percibe ese pálpito interior que determina su producción, generalmente superficies amplias -ya sean lienzos como sobre tabla o papel-, en las que su determinación por la impresión visual y la acotación cromática le sitúan en ese lugar indeterminado en el que unos le juzgan abstracto y otros figurativo, pero a sabiendas de que ninguna de las dos etiquetas es totalmente absoluta. “Yo lo vivo como una tensión natural, unas veces pinto las cosas tal y como las veo y otras según las siento, es un terreno en el que me siento muy cómodo y en cualquier caso actúo así libremente, no porque esté pendiente de lo que los demás puedan esperar o querer de mí”, afirma Fontela. 

Uno de sus últimos proyectos ha sido The nature of painting, una aventura editorial con formato de libro de artista (edición limitada de 196 unidades, interior y cubierta intervenidas por el propio Hugo), que recoge su evolución a lo largo de la última década a través del objetivo fotográfico de Carmen Figaredo y que “al mirar hacia atrás me ha servido para pasar página, notar que cierro una etapa”. Preguntado por hacia dónde se dirige, su respuesta es hacia un estadio más reposado y tranquilo, donde impere más la calma que el impulso. 

Una actitud con la que espera seguir teniendo un sitio propio en la confusión existente entre el mundo del arte y el mercado del arte. “Mi intención es guiarme por mis convicciones y capacidades artísticas para llegar al máximo con mis posibilidades. Soy ambicioso en este sentido y espero no renunciar a una idea por lo que pueda determinar el mercado, ni decantarme por otras solo porque sienta que vayan a ser bien recibidas”.

Fotografía de Hugo Fontela de Carmen Figaredo. Versión actualizada de la entrevista publicada en el número 280 de Descubrir el Arte (junio, 2022).

«Los hijos» de Gay Talese

Dos siglos de la historia de Italia y de una familia originaria del sur, la del autor, que acabó echando raíces en el este norteamericano. Un ejercicio de investigación para conocer y comprender cómo los grandes acontecimientos políticos, militares y sociales afectaron a la manera de vivir, a las motivaciones y al devenir de las distintas generaciones que le precedieron. Una excepcional síntesis en forma de novela de “no ficción” que une de manera admirable todas las dimensiones, acontecimientos y personas que transitan por sus páginas.

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Desde que la región de Nápoles estaba gobernada por los Borbones hasta el conflicto que muchos italianos nacionalizados estadounidenses vivieron durante la II Guerra Mundial cuando vieron cómo sus padres, hermanos o primos residentes en el viejo continente formaban parte de las tropas del otro bando. Gay Talese firma una obra que demuestra que el mundo no está formado por departamentos estancos sino por personas que nos movemos de unos lugares a otros formando un triángulo –peculiar unas veces, complicado otras- de mestizaje, diálogo con los modos y maneras locales y fidelidad a los valores y costumbres en que fuimos criados.

Su narración se remonta hasta las últimas décadas del siglo XVIII para explicarnos cómo se ganaban la vida sus antecesores en Maida trabajando la tierra y practicando el comercio siendo parte del Reino de las Dos Sicilias, territorio gobernado por la rama española de los Borbones. Posteriormente el Risorgimento les integró en 1861 en el Reino de Italia, un estado que convertiría a sus conciudadanos del sur en pagadores de impuestos, mano de obra barata obligada a emigrar y soldados sin formación ni motivación en grandes conflictos como la I y la II Guerra Mundial.  Muchos de ellos optaron por marchar a EE.UU., como lo hizo Joseph Talese, que acabaría estableciéndose como sastre en Ocean City (Nueva Jersey), ciudad en la que en 1932 nacería su hijo Gay, el periodista y escritor de esta novela y de otras como Honrarás a tu padre.

Los hijos cuenta con pasajes en los que se explica con gran claridad acontecimientos históricos como las guerras contra Napoleón, la figura de Garibaldi, el desarrollo industrial de la costa este estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX, el clima político de Italia en la década de 1920, el ascenso al poder de Mussolini o cómo el ejército americano se apoyó en la Mafia para hacerse con el control de Sicilia en julio de 1943.

Estos episodios sirven para enmarcar la manera de vivir en cada época en la localidad de la que proceden los Talese –o en las que se instalarán posteriormente-, cómo se gestionaban las explotaciones agrícolas y ganaderas, el papel de los padres a la hora de casar a sus hijos, la omnipresencia de la religión, las maneras de vestir o los hábitos sociales a la hora de relacionarse. También el día a día de entrenamiento, lucha, victoria agridulce o amarga derrota de los que se vieron obligados a combatir durante la Gran Guerra. O la manera en que los que emigraron se hicieron su lugar en París o en la costa este, al albor del desarrollo industrial de localidades como Ambler o de las oportunidades de grandes urbes como Filadelfia o Nueva York.

Una complejidad que Talese expone con gran claridad narrativa, compaginando el relato de las personas que forman su árbol genealógico, la descripción del entorno en el que se encuentran y el análisis de las circunstancias que les tocaron vivir. Un brillante crónica familiar y un fantástico ejercicio de literatura de no ficción.

Los hijos, Gay Talese, 1992 (2014 en español), Alfaguara.

“La noche en que Larry Kramer me besó” de David Drake

Monólogo biográfico, activista y retrato generacional, social y político. Relato individual que conecta con lo colectivo ofreciendo un drama duro y sincero, mas con toques de humor que revelan que siempre es posible la esperanza. Escritura concebida para su transmisión oral, exigente para el actor encargado de su interpretación y un regalo para su lector y espectador por los lugares, emociones y realidades en que le integra.

La pandemia de la COVID-19 nos valió para comprobar cómo nos comportamos en ocasiones similares en el pasado. La distancia temporal ha demostrado que la eclosión del VIH y el sida se vio silenciada y profundizada por dos de los males de nuestro tiempo, el individualismo del materialismo neoliberal y la eterna inmoralidad de quienes se sienten superiores, mejores y más merecedores que los demás en base a criterios caprichosos, injustos y nunca cumplidos ni por ellos mismos. Un muro que supuso muerte y dolor para demasiadas personas solo por el hecho de ser homosexuales y contagiarse de un virus hasta entonces desconocido y, desde entonces, tratado en demasiadas ocasiones con el filtro de la homofobia.

David Drake (1963) relata qué supuso sentirse verse rodeado por el sufrimiento de los suyos en las décadas de los 80 y los 90. Se retrotrae para recuperar la génesis de aquellos tiempos, fijándose en sí mismo, y se proyecta en el futuro con un toque humorístico (Barbra Streisand mediante) con el que demuestra la capacidad de ilusión y futuro que siempre ha dado vida a la comunidad LGTBI. Se presenta poniendo el foco en aquello que, siendo ordinario, era extraordinario porque, con la agudeza que dan los años, sabes que te revelaba diferente.

El niño al que miraban raro porque le gustaban los musicales, el adolescente al que castigaban porque quería ser besado por otros chicos. El joven que se ve obligado al autoexilio y abandonar su lugar de origen para aventurarse en el dinamismo y el riesgo, las oportunidades y la oscuridad, de la gran ciudad, de Nueva York.

Un viaje que Drake relata sabiendo extraer lo nuclear de lo anecdótico y extraer lo simbólico de referencias musicales como los Village People o The Supremmes, o lo antropológico en hábitos como ir al gimnasio y el culto al cuerpo. Y apelando literariamente a lo fundamental, a las sensaciones que se graban hondo y a las emociones que surgen con timidez y fragilidad, o cual torrente desbordado, desde donde no se pueden alterar.

Un leitmotiv con el que genera un corpus dramático que no se basa en la obviedad de la descripción en primera persona, sino en saber apelar desde la piel, la mirada y el corazón a aquello que se vio y se grabó, que se escuchó y perdura, que se descifró y desde entonces el mundo ya no es igual. Una cosmovisión también política que ejemplifica cómo los gobiernos y los estados pueden llegar a dar la espalda a sus gentes y cómo estas han de empujar, gritar y visibilizarse, yendo más allá de las convenciones, las lógicas y lo conocido para ser escuchadas, respetadas y consideradas.

Un espíritu activista que enlaza con el también autor que La noche en que Larry Kramer me besó homenajea y recuerda en su título. Un creador que nos dejó grandes obras de teatro como Un corazón normal (1985) y una trayectoria política en la que abrió camino fundando movimientos como Act Up. Un ejemplo que David Drake, también actor y director, sigue con este buen monólogo. Ojalá lo veamos pronto interpretado en español tras la alegría de su traducción por Editorial Dos Bigotes tres décadas después de su escritura original.

La noche en que Larry Kramer me besó, David Drake, 1994 (2024 en español), Editorial Dos Bigotes.

«My Name is Barbra» Streisand

Casi mil páginas con las que conocer a la persona, a la creadora y al personaje. A la niña huérfana y humilde, a la adolescente convencida de que lo suyo era la actuación, a la mujer que se hizo un lugar en la industria del cine y de la música y a la número uno que superó expectativas artísticas, barreras comerciales y rompió techos de cristal. La versión oficial, edulcorada unas veces, sobria y agria otras.

Soy fan de Barbra Streisand (Nueva York, 1942) desde que siendo pre adolescente vi Yentl en televisión. El primer cd que me compré en mi vida fueron sus primeros Greatest Hits. Practiqué el listening en clase de inglés con canciones como People y He touched me y quedé impactado con la fina y delicada sensibilidad que plasmó en El príncipe de las mareas. Por aquellos entonces leí la biografía que le dedicó James Spada y junto con lo que dejaba ver en los interludios de One Concert me quedó claro que Barbra no solo es una persona con un talento que ha sabido cuidar y vehicular, sino también una persona inteligente que ha dedicado esfuerzo y energía a materializar su visión de quién quería ser, qué contar y qué conseguir con ello.

He tenido la suerte de ver en pantalla grande sus primeras películas, Funny Girl y Hello Dolly. Sus interpretaciones son completas, voz, gesto, cuerpo, presencia, mirada. Actúa cuando canta y transmite melodía, ritmo y timbre cuando habla. En las tres películas que ha dirigido se nota que lo suyo es una combinación de intuición y aprendizaje a través de la observación y de la experiencia práctica adquirida cuando se valía de ser intérprete para observar, preguntar y plantear.

En My name is Barbra ella misma explica, describe y analiza la materialización de esa trayectoria, su progresión en las coordenadas y posibilidades en que se construyó, así como las ilusiones y objetivos que consiguió, a la par que las objeciones y barreras que encontró. Hilvana lo profesional y lo personal porque en ella están íntimamente unidos, y enlaza con ello lo político. Para la Streisand las emociones no son solo una experiencia interior que exteriorizar y compartir, sino también que causar o enmendar en la vida real desde la empatía, el compromiso y la acción individual según las propias posibilidades.

Todo eso es lo que relata de manera detallada, denotando un trabajo de documentación que revela que además de ser una persona sagaz, ha sabido rodearse de un buen equipo. Aunque no siempre fue fácil, fueron múltiples los obstáculos que encontró en su carrera. A pesar de los éxitos, los premios y los hitos conseguidos, la suya ha sido siempre una evolución y progresión a pesar de los elementos, en la que el viento no ha soplado tan a favor como pareciera cuando se observa un currículo como el suyo.  

Una biografía en la que además de cantante, compositora, guionista, directora y productora ha compartido tiempo, experiencias y hasta proyecto de vida con multitud de personas. Familia, amigos, colegas y parejas de las que habla siempre con respeto, aunque a algunas les dedica cariño y admiración y a otras asertividad y distancia. Con menos tapujos de lo esperado, con alguna que otra caprichosa licencia personal, My name is Barbra revela también el carácter de quien se sabe excepcional, pero a la par se manifiesta humilde, de quien no reniega de dónde viene pero que tampoco se avergüenza de las posibilidades pecuniarias y sociales que le ha permitido el estatus y el prestigio conseguido.

En definitiva, mil páginas con las que profundizar en el conocimiento de un corpus artístico y creativo que merece respeto, admiración y aplausos; además de deleitarse con la cercanía, la sencillez y los excesos de una persona única y un personaje legendario. Barbra Streisand, the voice, the one and only.

My Name is Barbra, Barbra Streisand, 2023, Viking Books.

“The matchmaker” de Thornton Wilder

Una obra maestra del teatro en torno al sentimiento, la vivencia y la búsqueda del amor. Una comedia divertida, con una narración ingeniosa y diálogos ágiles de la mano de unos personajes hilarantes situados en el Nueva York de principios del siglo XX. Situaciones graciosas, por momentos histriónicas, delirantes incluso, en cuatro actos sin un segundo de descanso en un texto cuya puesta en escena plantea múltiples retos a nivel de movimiento, lenguaje corporal y escenografía.

TheMatchmaker

Antes que musical de Broadway (recientemente interpretado por Bette Midler) y cinematográfico (uno de los papeles icónicos de Barbra Streisand), Hello Dolly fue este excepcional texto dramático llevado a escena a mediados de la década de 1950. Un libreto que Thornton Wilder estrenó en 1938 como The merchant of Yonkers, justo después de la conocida Our town, con escaso éxito de crítica y público, y que revisó posteriormente hasta convertirlo en esta gran obra.

Cada línea es un guiño al espectador, convirtiéndole en un personaje más en escena y al que tanto los que hablan como los que escuchan sobre el escenario podrían dirigirse con la mirada buscando su complicidad. Pero si hay algo que The matchmaker provoca constantemente es nuestra sonrisa, inclusos en sus pasajes más conflictivos, aquellos en que la marabunta de sus personajes se lamentan, discuten y se enfrentan, nos hacen reír. Wilder consigue mantener un sólido equilibrio entre el poso de realidad del que parte, la ligereza con que trata temas como la diferencia de clases y entre hombres y mujeres (hoy diríamos desigualdad), y la expresión casi bufa con que se llegan a manifestar.

Apenas unas horas que comienzan a unos cuantos kilómetros de Nueva York y que en un corto viaje en tren nos trasladan desde un comercio de Yonkers a una sombrerería, un restaurante de lujo y una residencia familiar en la gran manzana. Lugares en los que, aunque el personaje de Mrs. Dolly Levy se lleva la palma, el resto de caracteres no se quedan atrás. Cada uno de ellos brilla con luz propia, su función va más allá de darle réplicas a los protagonistas y sustentar las tramas secundarias, lo que los convierte en un reto –a la par que en un auténtico regalo- para los actores encargados de encarnarlos.

La base de este logro está en las situaciones en que confluyen y en la propuesta de uso del espacio escénico, con puertas y trampillas por las que se entra y sale continuamente. O con ventanas que dirigen nuestra atención hacia algo o alguien a quien no vemos, generando una tensión que nos deja gratamente a merced de los acontecimientos teatrales en que estamos inmersos.

Mientras tanto, y sobre el escenario, una pequeña comunidad de extraordinaria locuacidad (dicción excepcional, otro requisito más para sus intérpretes) y múltiples registros con los que expresar -en armonía con la confusión y situaciones de enredo en que confluyen y se relacionan-  frustración laboral, necesidad de cambio, anhelo de sentirse escuchado, bloqueo ante lo que no se comprende y pudor ante lo que va más allá de sus principios, miedo a lo desconocido, atracción por la belleza, enfado ante la intolerancia, pero sobre todo y por encima de todo y a la vez que todo ello, el deseo de amar y de ser amado.

The matchmaker, Thornton Wilde, 1954, Samuel French, Inc.

“Biografía del hambre” de Amélie Nothomb

Una autora peculiar y un relato sencillo en la forma, pero complejo en su exposición sobre la falta, la ausencia, la necesidad y la ansiedad de no tener nunca suficiente. Un viaje a la autenticidad y la perturbación en la conformación de su identidad a través de la experiencia directa, el aprendizaje y la reflexión.  

Una de nuestras necesidades básicas es la alimentación, medio por el que le aportamos a nuestro cuerpo los nutrientes que nos dotan de la energía que necesitamos para mantenernos activos. Una literalidad que también puede ser tomada como un símil de aquellas otras facetas sobre las que erigimos nuestra personalidad y nuestros intereses en la vida. En el caso de Nothomb son el conocimiento y la comprensión, el impulso de ir más allá de lo establecido y lo admitido para comprobar y descubrir otros posibles equilibrios y sentidos de la identidad humana y de los cánones por los que se rige nuestra colectividad.

Biografía del hambre tiene como telón de fondo el periplo mundial en el que Amélie siguió a su padre diplomático durante sus dos primeras décadas de vida -Japón, Pekín, Nueva York, Bangladesh- hasta hacerse mayor de edad como una belga apátrida en Bruselas (donde comenzaría a escribir) y desde donde volvería posteriormente al país del sol naciente (experiencia que daría como resultado Estupor y temblores, 1999). El hilo conductor de su escritura es la transcripción literaria de su mirada sobre el mundo que la rodeaba y cuanto descubre, experimenta y reflexiona. Ya sea sobre la irracionalidad de las relaciones humanas, la particularidad de las dinámicas sociales en cada marco político o la evolución tanto de su propio cuerpo como de los vínculos afectivos con las personas que conforman su núcleo familiar.

Una aproximación espontánea en sus planteamientos, libre de lógicas convencionales, fiel a la escala y el prisma de la edad en que queda enmarcado cada pasaje, como si se trataran de entradas de una suerte de autobiografía, de algo similar a una colección de recuerdos o un diario escrito a posteriori. Una escritura salpicada de referencias literarias -Rimbaud, Tintín, Simon Leys, Colette, Mishima (El pabellón de oro), Stendhal (La cartuja de Parma), Montherlant (Les jeunes filles) o Kafka (La metamorfosis)- que, de alguna manera, no solo la enmarcan y la definen, sino que también plantean un juego plagado de ironías y máscaras con el que atrae y repele, a la par, a su lector.

Por esto mismo, su lectura no es cómoda. Su sucesión de estridencias resultado de su auto didactismo, sus creencias sobre el futuro o la interacción con los lugares en los que vive y los que visita, impactan y rechinan en el momento de deslizar los ojos sobre ellas. Pero a medida que su relato se asienta en nuestra mente suscita una extraña conexión empática y una leve admiración por ser capaz de liberar con semejante naturalidad esa parte oscura, tétrica y también humana que fue -y que al igual que ella, hemos sido todos los demás- en los años en que daba forma a su identidad y personalidad y se hacía un lugar propio en el mundo en el que vivía. Tanto en aquel más pequeño conformado por el hogar familiar y el entorno que lo enmarcaba como, con el tiempo, aquel otro desconocido, pero posible, que estaba más allá y al que no había más vía de introducción que, la curiosidad primero y la experiencia directa después.

Biografía del hambre, Amélie Nothomb, 2004, Editorial Anagrama.

“Cuaderno de Nueva York” de José Hierro

Músicos y literatos como intermediarios de un deseo de hacer balance vital y establecer un antes, un legado para quienes vengan. La convicción de que lo que hoy es todo mañana no será nada. Las coordenadas únicas, abstractas y superlativas de la ciudad de los rascacielos como espacio de serenidad y sosiego. Versos otoñales, expresión liviana que describe y transmite, analiza y comparte, dialoga y ofrece.

Es imposible escapar a la honda impresión que produce la visión de las anchas y prolongadas avenidas y calles de la gran manzana, el espectáculo de acero y cristal de sus edificios y la evolución de su ritmo con el paso de las horas y las variaciones de la actividad humana a lo largo del día. A partir de todo ello José Hierro hilvana impresiones y reflexiones en las que aúna lo intelectual y lo emocional, lo existencial y lo espiritual. Concreta la capacidad transformadora del hombre en la tridimensionalidad de la arquitectura, la capacidad de síntesis de la literatura y la evocación sensorial de la música.

Menciona a autores anteriores como Machado, Lope de Vega o Quevedo y dedica poemas a contemporáneos como Ezra Pound o Gloria Fuertes. A su vez, manifiesta admiración por compositores como Alma Mahler, Beethoven o Schubert. Siente y traslada Nueva York sumergiéndose en las atmósferas que provocan la interpretación de sus partituras.

En su primera parte, Engaño es grande, Cuaderno de Nueva York está apegado a la ciudad que le da título. Se puede concretar en el relieve de su callejero y su orografía de tierra y mar las escenas que su creador propone, a la par que sus palabras nos trasladan a su muy particular mundo interior, a un lugar en el que reina la paz y el equilibrio, la comunión con el lugar en el que está, tanto en su dimensión física y visible como energética e invisible. Pecios de sombra es introversión y costumbrismo, existencialismo y mitología, el capítulo más universal de los tres. Por no acordarme vuelve a transmitir el contraste entre lo que es Nueva York y lo que provoca, entre lo que alberga y le da identidad y la imagen y experiencia que se crea de ella quien llega tras haber sorteado un océano y acumula vivencias igual o más impactantes que esa travesía.

Un exterior a partir del cual busca, encuentra y se muestra. Sus coordenadas están marcadas por el recuerdo infantil de la aspereza de su padre, la fijación por el agua en todas su formas -en la naturaleza, en su convivencia con lo urbano y en su domesticación en tuberías- y la asimilación de títulos como Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll) o El Rey Lear (William Shakespeare). Bagaje de la persona que en estos treinta y tres poemas se deleita con la voz de Mahalia Jackson, pasea por Broadway y Times Square y visita la Frick Collection y el medievo español que contiene Los Claustros del Metropolitan Museum.     

En el Nueva York de Hierro el pasado se esconde, refugia y convive con el presente. Dos dimensiones del tiempo que el poeta busca unir para hacer vigente lo que fue y dar origen y raíces a lo que es, aunque comprueba que no siempre es posible, como sucede con las víctimas del holocausto. Aúna recuerdos e imágenes que no se sabe si fueron, son recreadas o inventadas, pero que le sirven para hacer balance vital desde una posición de relativización y toma de conciencia de que le queda poco futuro por recorrer. Porvenir que asume como un ejercicio de aceptación de lo transitado, así como de cesión y transmisión.

Cuaderno de Nueva York, José Hierro, 1998, Ediciones Hiperión.

«La edad de la inocencia» de Edith Wharton

Ha pasado un siglo desde su publicación, pero esta novela sigue manteniendo la fuerza y visión que su autora le imprimió, haciendo que a pesar del tiempo transcurrido siga resultando actual.  Por la belleza, riqueza y hondura con que describe, califica y explica la banalidad y la complicación del mundo en el que se adentra. Y por el retrato que realiza de la alta sociedad neoyorkina de 1870, del inmovilismo de sus costumbres, de la desigualdad entre hombres y mujeres, y de la hipocresía y el cinismo tras todo ello.

LaEdadDeLaInocencia

La aparición de Ellen Olenska en un palco de la ópera de Nueva York revoluciona a cuantos están más pendientes de los asistentes que de la representación sobre el escenario. Entre ellos, Newland Archer que ve cómo la recién llegada se sitúa junto a la joven con la que espera casarse, May Welland, quien resulta ser prima de aquella.

La recién llegada de Europa, separada de su marido por voluntad propia, despierta un revuelo que no deja indiferente a nadie. Todos opinan, critican y juzgan no solo su decisión, sino también su actitud, dispuesta a ejercer vida social por sí misma, y no del brazo de un prometido, un marido, un padre o un hermano. Su sola presencia se convierte en una afrenta para aquellos que basan su imagen pública en la rigurosa demostración, que no necesariamente cumplimiento, de unos cánones relacionales, matrimoniales y familiares. Una recepción y enfrentamiento que no afecta a sus convicciones y seguridad personal, lo que la otorga un inquietante atractivo que resulta de lo más estimulante para Newland Archer.

Un ambiente y un triángulo de personajes que Edith Wharton maneja con maestría para mostrarnos el conservadurismo que regía la vida de la gente bien posicionada en el Nueva York de finales del siglo XIX. Una pequeña comunidad que aspiraba a diferenciarse de las grandes ciudades europeas del momento (París, Londres) en una ciudad que aún no quería ser la de las oportunidades, sino un enclave cerrado que daba la espalda a todos los que no acataran sus dictados, fueran acaudalados y contaran con un apellido reconocido.

Con Newland Archer como guía -entre Ellen Olenska como referente de lo que seduce hasta atrapar y de May Welland de lo que da la seguridad de tener un lugar-, Wharton nos cuenta con absoluta fineza y precisión las formalidades que conllevaban los noviazgos y los rituales de la vida matrimonial, los detalles a tener en cuenta a la hora de recibir invitados y las maneras de vestir más apropiadas en cada momento del día. Su narrativa no deja escapar nada, combinando la descripción de la belleza intrínseca de los elementos utilizados (florales, artísticos, mobiliarios,…) y de los lugares elegidos (paisajes a la vera del mar, el incipiente gran urbanismo estadounidense, los clubs sociales o las residencias de estilo colonial), con la explicación divulgativa del uso encorsetado que se hacía de los mismos (plagados de simbolismo y metáforas de estatus).

Una prosa de extraordinaria riqueza en la que conviven –simultáneamente incluso, pero sin llegar a diluirse entre sí- la asertividad del narrador omnisciente, la acidez del que sabe que el fruto tiene más matices de sabor de los que aparenta y el cálculo de quien deja que sean los hechos los que hablen por sí mismos. Así, lo que comienza como la descripción de la parte visible, de los usos y costumbres, de los valores y exigencias de la que se autoconsidera alta sociedad, poco a poco va tornando en un viaje lleno de avatares hacia todo lo que conlleva el deseo cuando combina la reciprocidad y la imposibilidad.

Así es como La edad de la inocencia va más allá de la localización y tiempo en que está ambientada y se desvela como una novela genial sobre la lucha por ser fiel a uno mismo, el sufrimiento por las exigencias del entorno y la impotencia por no encontrar la manera de conciliar el impulso interior con la convivencia exterior.

La edad de la inocencia, Edith Wharton, 1920, Tusquets Editores.

10 novelas de 2022

Títulos póstumos y otros escritos décadas atrás. Autores que no conocía y consagrados a los que vuelvo. Fantasías que coquetean con el periodismo e intrigas que juegan a lo cinematográfico. Atmósferas frías y corazones que claman por ser calefactados. Dramas hondos y penosos, anclados en la realidad, y comedias disparatadas que se recrean en la metaliteratura. También historias cortas en las que se complementan texto e ilustración.

«Léxico familiar» de Natalia Ginzburg. Echar la mirada atrás y comprobar a través de los recuerdos quién hemos sido, qué sucedió y cómo lo vivimos, así como quiénes nos acompañaron en cada momento. Un relato que abarca varias décadas en las que la protagonista pasa de ser una niña a una mujer madura y de una Italia entre guerras que cae en el foso del fascismo para levantarse tras la II Guerra Mundial. Un punto de vista dotado de un auténtico –pero también monótono- aquí y ahora, sin la edición de quien pretende recrear o reconstruir lo vivido.

“La señora March” de Virginia Feito. Un personaje genuino y una narración de lo más perspicaz con un tono en el que confluyen el drama psicológico, la tensión estresante y el horror gótico. Una historia auténtica que avanza desde su primera página con un sostenido fuego lento sorprendiendo e impactando por su capacidad de conseguir una y otra vez nuevas aristas en la personalidad y actuación de su protagonista.

«Obra maestra» de Juan Tallón. Narración caleidoscópica en la que, a partir de lo inconcebible, su autor conforma un fresco sobre la génesis y el sentido del arte, la formación y evolución de los artistas y el propósito y la burocracia de las instituciones que les rodean. Múltiples registros y un ingente trabajo de documentación, combinando ficción y realidad, con los que crea una atmósfera absorbente primero, fascinante después.

«Una habitación con vistas» de E.M. Forster. Florencia es la ciudad del éxtasis, pero no solo por su belleza artística, sino también por los impulsos amorosos que acoge en sus calles. Un lugar habitado por un espíritu de exquisitez y sensibilidad que se materializa en la manera en que el narrador de esta novela cuenta lo que ve, opina sobre ello y nos traslada a través de sus diálogos las correcciones sociales y la psicología individual de cada uno de sus personajes.

“Lo que pasa de noche” de Peter Cameron. Narración, personajes e historia tan fríos como desconcertantes en su actuación, expresión y descripción. Coordenadas de un mundo a caballo entre el realismo y la distopía en el que lo creíble no tiene porqué coincidir con lo verosímil ni lo posible con lo demostrable. Una prosa que inquieta por su aspereza, pero que, una vez dentro, atrapa por su capacidad para generar una vivencia tan espiritual como sensorial.

“Small g: un idilio de verano” de Patricia Highsmith. Damos por hecho que las ciudades suizas son el páramo de la tranquilidad social, la cordialidad vecinal y la práctica de las buenas formas. Una imagen real, pero también un entorno en el que las filias y las fobias, los desafectos y las carencias dan lugar a situaciones complicadas, relaciones difíciles y hasta a hechos delictivos como los de esta hipnótica novela con una atmósfera sin ambigüedades, unos personajes tan anodinos como peculiares y un homicidio como punto de partida.

“El que es digno de ser amado” de Abdelá Taia. Cuatro cartas a lo largo de 25 años escritas en otros tantos momentos vitales, puntos de inflexión en la vida de Ahmed. Un viaje epistolar desde su adolescencia familiar en su Salé natal hasta su residencia en el París más acomodado. Una redacción árida, más cercana a un atestado psicológico que a una expresión y liberación emocional de un dolor tan hondo como difícil de describir.

“Alguien se despierta a medianoche” de Miguel Navia y Óscar Esquivias. Las historias y personajes de la Biblia son tan universales que bien podrían haber tenido lugar en nuestro presente y en las ciudades en las que vivimos. Más que reinterpretaciones de textos sagrados, las narraciones, apuntes e ilustraciones de este “Libro de los Profetas” resultan ser el camino contrario, al llevarnos de lo profano y mundano de nuestra cotidianidad a lo divino que hay, o podría haber, en nosotros.

“Todo va a mejorar” de Almudena Grandes. Novela que nos permite conocer el proceso de creación de su autora al llegarnos una versión inconclusa de la misma. Narración con la que nos ofrece un registro diferente de sí misma, supone el futuro en lugar de reflejar el presente o descubrir el pasado. Argumento con el que expone su visión de los riesgos que corre nuestra sociedad y las consecuencias que esto supondría tanto para nuestros derechos como para nuestro modelo de convivencia.

“Mi dueño y mi señor” de François-Henri Désérable. Literatura que juega a la metaliteratura con sus personajes y tramas en una narración que se mira en el espejo de la historia de las letras francesas. Escritura moderna y hábil, continuadora y consecuencia de la tradición a la par que juega con acierto e ingenio con la libertad formal y la ligereza con que se considera a sí misma. Lectura sugerente con la que descubrir y conocer, y también dejarse atrapar y sorprender.