La resurrección interpretativa de Brendan Fraser o cómo iluminar la pantalla con un muy particular testimonio sobre el amor, el compromiso y la dignidad. Un relato con tramas obvias que incluye, con sutil acierto, otras sobre la complejidad del ser humano. Dirección que aprovecha el origen teatral de sus personajes con una puesta en escena que maneja con habilidad, sin esconder, los recursos propios del lenguaje cinematográfico.
Nos gustan las películas en las que sus actores se transforman físicamente. Y en una época en la que la norma es estilizarse marmóreamente o llenarse de músculos y abdominales cual óleo o escultura barroca, llama la atención que un actor que ostentó tal condición se muestre de manera completamente opuesta. Esa puede ser la curiosidad para acercarnos a La ballena, mas la verdadera razón por la que permanecemos atrapados por sus dos horas de duración es porque desde el primer fotograma ofrece una historia en la que lo técnico y artístico, así como lo narrativo y literario, están muy bien ensamblados con la emocionalidad, las motivaciones y la biografía de las personas que la habitan.
Ese apartamento del que apenas se sale en un par de ocasiones, residencia de un profesor de literatura que imparte clases online sin activar nunca la cámara, es visitado por una cuidadora de carácter enérgico, una hija que reaparece tras un silencio de ocho años, un misionero convencido del poder salvador de Dios y un par de caracteres más que revelan tanto la carga teatral del guión -originalmente una obra de Samuel D. Hunter, adaptada por él mismo-, como los elementos ideados para darle dimensión fílmica. Un lugar en el que impacta el sufrimiento desmedido de lo físico e impresiona el enraizado dolor de lo psicológico.
Al igual que hiciera en El cisne negro (2010) o Madre! (2017), Darren Aronofsky se salta los límites de nuestra sensibilidad. En esta ocasión muestra el detalle de la obesidad y sus consecuencias, poniendo a prueba la sinceridad con que aseguramos estar libres de prejuicios ante su visión. Sin embargo, no se queda ahí, aunque esta cuestión está siempre presente, y basa La ballena en dos sólidos pilares.
De un lado, la soberbia combinación de relajada gestualidad, transparente mirada y serena dicción de Brendan Fraser, con que este lleva su trabajo a unas coordenadas que van más allá de superar las limitaciones que supone su caracterización. Y de otro, un aquí y ahora, en el que lo que se va conociendo sobre el pasado y los propósitos de sus personajes sorprende y sobrecoge, generando una extraña y sublime sensación de estar en un cruce de caminos y punto de no retorno que aúna la paz espiritual y la resignación moral bajo una superficie de conflictos familiares (divorcio y duelo), compromisos personales (deberes paternales ) y prejuicios sociales (religión y homosexualidad).
Hay un cierto artificio en todo ello, que va del morbo y la curiosidad de las llagas y la incapacidad que supone lo voluminoso, a la épica de una expresividad epidérmica, pupilar y verbal. La ballena no pretende ser realista, pero sí verosímil, hacernos creer que es posible completar círculos vitales. No busca resolver los errores del pasado, sino destaparlos y enmendarlos y, así, situarse en el camino que permita, sino conseguir, sí soñar con la posibilidad de la redención. Quizás más fantasiosa y apelativa que cotidiana y costumbrista, pero efectiva gracias al sosiego y pausa de su tono, tempo y ritmo dramático.
Netflix estrena “Desparejado”, serie que nos cuenta la vuelta al mundo de la búsqueda de pareja de un hombre al que le ha dejado su novio tras diecisiete años juntos. Ocho capítulos livianos y llenos de clichés, que nos hacen pensar no solo sobre lo que nos gustaría ver en la ficción, sino también en los espacios informativos en estos días en que se pretende vincular nuevamente homosexualidad, enfermedad y problema de salud pública.
Es habitual ver en redes sociales un meme con el texto Give the gays what they want cada vez que un programa de cierta audiencia o personaje público adopta un rol en pro de todo aquello que se supone del agrado de los hombres homosexuales como es el activismo sin tapujos, un despliegue de ademanes catalogables como divismo o la exaltación del hedonismo. Ese es el espíritu de Uncoupled, la serie que se puede ver en Netflix desde el pasado viernes protagonizada por Neil Patrick Harris.
Ficción apropiada para estas fechas, la ligereza de sus guiones es tolerable por encima de los treinta y muchos grados que marcan a diario los termómetros desde hace semanas. Los que no podéis o no os apetece verla, tranquilos, no os perdéis nada. Su planteamiento y desarrollo no llega, ni de lejos, a sucedáneo gay de Sexo en Nueva York. Su decálogo de restaurantes de moda, interiores de lujo y cuerpos masculinos escultóricos bien podría estar tomado de una aleatoria combinación de reels de Instagram. Su sucesión de anécdotas, sarcasmos y giros narrativos suenan a escuchados y fantaseados, reproducidos realísticamente o mal interpretados en un intento de personajismo, una y mil veces, por todos nosotros. Me refiero a ti que eres homosexual o bisexual, si no lo eres, disculpa, no quería ofenderte.
Está bien que veamos entretenimiento y fantasía con personajes LGTBI, lo que le vale a Netflix para se considerada una empresa LGTBI friendly. Ya es más de lo que teníamos hace un par de décadas. Podemos debatir si está bien que se haga de una manera tan superficial. Pero en lo que no debemos errar es en creer que con esto nos vale, o de culparle, por su falta de realismo y activismo, de lo que ocurre en nuestras calles, lo que se discute en nuestros parlamentos y se difunde a través de muchos medios de comunicación.
Buena parte del espectro político grita contra la educación en la igualdad de género. Referentes a los que creíamos con criterio aúllan alentando a la discriminación en base a la identidad de género. Y ahora, para colmo, instituciones a las que presuponíamos adalides de la objetividad científica y la sensatez, en pro de la convivencia humana, se erigen como promulgadoras de juicios superficiales con los que exhortan a la estigmatización.
Es el caso de la Organización Mundial de la Salud y su recomendación, días atrás, de reducir el sexo entre hombres como medio con el que evitar la extensión del virus de la varicela del mono. La historia se repite y los prejuicios continúan. Hace cuatro décadas el VIH fue rápidamente considerado una cuestión exclusivamente gay, lo que sirvió no solo para dedicarle escasos recursos a los primeros enfermos que padecieron el sida, sino para culpabilizar, demonizar y despreciar a las personas homosexuales. Ignorancia, injusticia y maldad que aumentaban el daño y el dolor que, ya de por sí, nuestra sociedad ha infligido siempre a quien no se ha manifestado expresamente heterosexual. El tiempo demostró no solo el error en el diagnóstico de la pandemia, sino el horror extra que se había añadido a la tortura física y psicológica que sufren muchas personas cada día en todo el mundo por su orientación sexual.
La barbarie actual está en que la viruela del mono ni siquiera es considerada una enfermedad de transmisión sexual, lleva décadas existiendo en África y ahora que da el salto al primer mundo, sobreactuamos porque los primeros focos conocidos se han dado en ambientes festivos frecuentados por un público homosexual. Señores y señoras, esto huele a no reconocer el espíritu colonialista con el que miramos los asuntos sociales que tienen que ver con aquellos países que no nos importan. A buscar un culpable ante la incapacidad de admitir no ya que la naturaleza está por encima del hombre, sino que estamos actuando deliberadamente en contra de ella con un fin estrictamente avaricioso. A poner de relieve que, a pesar de las legislaciones, políticas y códigos aprobados y difundidos por doquier contra la LGTBIfobia, se quiere seguir estableciendo clases, culpas y penas para diferenciar y separar a unos de otros con el fin de ejercer poder, dominio y sumisión.
A lo mejor son asuntos demasiado serios como para tener cabida en la banalidad de Desparejado. O han saltado a la luz demasiado tarde como para intervenir sobre una producción audiovisual que seguramente quedó perfectamente editada meses atrás. Veámosla si nos apetece, sin esperar de ella más de lo que promete ni exigirle lo que no le corresponde. En lo que, a esto respecta, sigamos sin dejar pasar ni una, practicando el activismo que nuestras coordenadas personales nos permitan y exigiendo a los representantes políticos en los que confiamos y a los legislativos que nos representan -a nivel local, regional, nacional y europeo, y por designación de estos o del poder ejecutivo, en muchas instituciones supranacionales-, que nos respeten, defiendan y protejan tanto con sus palabras y propuestas, como con sus votaciones y manifestaciones públicas.
No es un manual de autoayuda, ni mucho menos. Tampoco un decálogo de reflexiones desde el trono del dogmatismo, la comodidad de aquel a quien la vida le ha tratado bien o al que le ha hecho sufrir. Son reflexiones resultado de la observación y el análisis hasta llegar a la síntesis de la eudemonología, al punto de equilibrio entre la razón y la emoción, así como entre nuestra vida interior y nuestro mundo social.
Este volumen nunca existió como tal en la carrera de Schopenhauer (1788-1860). Las cincuenta reglas en él compiladas están tomadas de distintos escritos elaborados a lo largo de su carrera, lo que denota su interés y preocupación por el tema. No con el ánimo de conseguir la fórmula secreta de la felicidad o la satisfacción, sino con el objetivo de vivir enfocando nuestros sentidos y centrando nuestro pensamiento en el presente, una toma de conciencia que acuña bajo el término de eudemonología. Logro que choca con supeditarnos al vicio de un pasado imposible de recuperar o a la quimera de un futuro inexistente, así como a la obsesión de estar más pendientes de lo que tenemos o no y de lo que los demás piensan o no de nosotros.
Una predicación del aquí y ahora y del sentir interior que recuerda a corrientes del pensamiento oriental como el budismo y que referencia a filósofos anteriores como Aristóteles, Platón o Kant. Schopenhauer no aboga por renunciar a lo material ni a la influencia de los demás, pero sí tener claro que cualquier vínculo relacional comienza por uno mismo, por conocerse sin filtros, reconocerse con honestidad y mirar transparentemente desde el punto en el que se está. Todo lo que no comience así traerá consigo malestar y enfermedad en el plano interior, insatisfacción y enfrentamiento en el exterior.
Su apuesta pasa por huir de la búsqueda del éxito y la alegría y enfocarnos en saber adaptarnos a las circunstancias que nos toque vivir y a lo que estas lleven aparejado. No se trata de instalarnos en el rechazo estoico de la posibilidad positiva, sino de ser realistas y asumir que la perfección no existe y que cuantas más ilusiones o fantasías proyectemos en lo que supuestamente está por venir, así como relecturas del pasado hagamos intentando encontrarle una lógica satisfactoria, más energía malgastaremos alejándonos de lo verdaderamente auténtico y real, el presente.
Pero Schopenhauer no es un predicador del fatalismo y la resignación. Su propósito es poner el foco en lo que considera vital, en que hemos de ser conscientes de que somos una pieza más en un engranaje de causas y efectos que no están supeditados a nosotros. No lo controlamos todo como creemos -he ahí las muestras meteorológicas o víricas de la naturaleza- y por eso una y otra vez nos vemos superados y arrastrados sin permiso ni clemencia por el torrente de la naturaleza y el paso del tiempo. Un caudal en el que nuestra labor consiste en saber mantenernos a flote y obtener lo mejor de allí por donde el destino nos lleve. Afrontarlo con actitud nutriente, y no como un proyecto en el que conseguir unos objetivos cuantificables pronosticados antes siquiera de haber comenzado su tránsito, hará que, quizás, seamos más felices.
El arte de ser feliz, Arthur Schopenhauer, 2018, Nórdica Libros.
Hemos doblegado la curva, la desescalada será asimétrica y gradual, ya podemos salir a la calle y hay que pensar en reactivar la economía. Pensamos en cómo será nuestra vida tras la pandemia del coronavirus y, por el momento, las respuestas tienen mucho más de elucubración que de certeza. Quizás mirar atrás, a las vivencias y reflexiones serias, duras y dolorosas pero también banales, escapistas y costumbristas de este último mes y medio, encontremos algunas de las claves que nos permitan -tanto a nivel individual como colectivo- reinventarnos y liberarnos de la incertidumbre.
10/03. Se suspenden las clases. A partir de mañana, #teletrabajo y #quédateencasa si puedes.
11/03. No está de más volver a leer La peste de Albert Camus.
12/03. Efectos del cambio climático, coronavirus… por mucho que nos empeñemos, la naturaleza tiene su propio ritmo y se impone a nuestro de deseo de control y de poder sobre ella.
13/03. Aplausos a las ocho, #GraciasSanitarios.
14/03. Lo del «estado de alarma» va camino de ser «estado de alarma en diferido».
15/03. La globalización no es solo viajar a donde quieras y que lo que tienes sea fabricado en el tercer mundo para que te resulte más barato. La globalización es también que otros lleguen hasta donde vives tú y que los males del tercer mundo también te afecten a ti.
16/03. Medios de comunicación: ¿qué tal sustituir el «Urgente» por «Última hora»?
17/03. Cada vez que miro a la calle desde el balcón me siento como James Stewart en La ventana indiscreta.
18/03. El mensaje de Felipe VI hubiera valido el sábado o el domingo (pero estaba en otras cosas). Ha llegado tarde y con una retórica vacía.
19/03. ¿Cuánto € nos hemos ahorrado con los recortes en sanidad pública realizados desde hace diez años? ¿Cuál será el sobrecoste ocasionado por la pandemia? Los que propugnaban su privatización seguro que no querrán responder a la segunda cuestión.
20/03. Cuando todo esto pase, habrá tortas para coger hora en la peluquería.
21/03. #DíaMundialDeLaPoesía, excusa perfecta para volver a Roma, peligro para caminantes con los versos, los sonetos y las canciones de Rafael Alberti.
22/03. El padre de Jorge, uno de los casi 400 fallecidos de hoy. Ingresó el viernes, en solo dos días el virus le venció.
23/03. El primo Filiberto, uno de los 2.696 fallecidos hasta hoy. No pudieron enterrarle hasta nueve días después.
24/03. Triste noticia, se nos va Terrence McNally, uno de los mejores dramaturgos.
25/03. El hermano de Reme, 66 años, uno de los 738 fallecidos de hoy.
26/03. Hay más gente haciendo directos en instagram que seguidores viéndoles.
28/03. El padre de Juan, uno de los 27 fallecidos en menos de un mes en la residencia de ancianos de Ciempozuelos en la que vivía. No pudo acompañarle ninguno de sus tres hijos.
29/03. Toda crisis tiene momentos en que parece que más que hacia la solución se va hacia el desastre, #Resiliencia.
30/03. Si después de las vacaciones es cuando más parejas rompen, ya verás tú tras el confinamiento. El algoritmo de las apps de ligue va a echar humo.
31/03. ¿Qué nos está salvando, aliviando, esperanzando, entreteniendo y motivando a muchos? El cine, los libros, el teatro, la música, las exposiciones on line… La cultura.
01/04. #DíaDelLibroLGTB, excusa perfecta para volver a recomendar Nos acechan todavía de Ramón Martínez, un ensayo con el que entender los retos, dificultades y agentes que hacen frente en la actualidad al movimiento LGTBI.
02/04. Tenemos que cuidar la salud para que la economía vuelva a ser lo primero, dice el Ministro de Sanidad. ERROR. La prioridad debemos ser siempre las personas. ¿Cómo? A través de los pilares del llamado estado del bienestar (sanidad, educación, cultura, derechos laborales…). Quizás el ERROR está en haber depredado esas áreas de actuación política supeditándolas a la economía bajo términos como gasto, coste, productividad u oferta y demanda.
03/04. ¿Por qué gritan algunos periodistas en las conexiones en directo?
04/04. A lo mejor la deslocalización industrial dando por hecho que el grifo del made in Asia se abriría cada vez que quisiéramos no fue tan buena idea.
05/04. No había usado chándal tantos días seguidos desde que estudiaba la EGB.
06/04. En estos días de incertidumbre, hay una imagen que viene una y otra vez a mi cabeza, la del Perro semihundido que Goya pintara allá por 1820 y que se puede ver en el Museo Nacional del Prado.
07/04. Los ERTEs no parecen afectar a los diseñadores, redactores y distribuidores de bulos y fake news.
09/04. La nevera vacía y Mercadona cerrado, en un acto de subversión voy a comprar a Supersol. Llueve, luzco un chándal rojo y el único impermeable que tengo es verde, parezco la bandera de Portugal.
10/04. El Gobierno se da por enterado del #apagóncultural, ahora falta lo importante, que lleguen los hechos.
11/04. Entre la fatal comunicación y argumentación de unos y la inquina y el griterío de los otros, #AsíNo.
12/04. ¿Se podría hacer un recopilatorio de los bulos y fakes que cada medio de comunicación ha inventado y/o ayudado a difundir?
13/04. #DíaInternacionalDelBeso, ¿cómo besarse evitando el contacto físico?
15/04. #DiaMundialDelArte, jornada perfecta para recordar y reivindicar una vez más a #KeithHaring, un creador fresco, ingenioso y comprometido que dio imagen y estilo a los años 80.
16/04. He bajado a tirar la basura y me he sentido como un inocente que, tras actuar en defensa propia, intentaba no ser pillado en el momento en que se deshacía de las pruebas incriminatorias.
17/04. Escucho decir a un tertuliano en un programa de televisión: «sobre ese tema no puedo opinar, no tengo criterio«.
18/04. Dejar salir a los niños a la calle durante el confinamiento, ¿debate psicopedagógico o excusa para el enfrentamiento político?
19/04. Por qué cada vez que aparece un político de la oposición ya sabemos, antes de que abra la boca, qué va a decir y en qué tono. Porque solo se quejan de la acción del Gobierno sin aportar propuesta o medida alguna.
20/04. ¿Volverán a poner en duda que la tierra es redonda gritando que es plana? ¿Negarán la evolución de las especies afirmando que tienen pruebas de que llegaron en el arca de Noé? #TodoEsPosible.
21/04. Que los promotores y defensores de la ley mordaza pongan ahora el grito en el cielo porque la Guardia Civil investigue el uso delictivo y malintencionado que se pueda hacer de las RR.SS.
22/04. Espero que la pandemia haga ver lo importante que es realizar una correcta comunicación por parte de AAPP, partidos políticos, empresas e instituciones; que no se puede improvisar y exige contar con profesionales expertos en la materia.
23/04. #DíaDelLibro, jornada en la que recordar que los libros nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.
24/04. Me fascinan la burbuja de egofantasía y el vacío existencial que transmiten los influencers.
25/04. Los titulares de la mayoría de los periódicos y los tuits de todos los políticos estaban ya escritos antes de la comparecencia del Presidente del Gobierno.
27/04. La salida de los niños a la calle, ¿ayuda para sobrellevar el confinamiento o inicio de la desescalada? Pensaba que era lo primero, pero parece que la mayoría se lo ha tomado como lo segundo.
28/04. Decían que el Estado no era quién para indicarles cómo educar a sus hijos y ahora, si alguien no respeta la distancia social, acusan al Estado de no haberles explicado correctamente cómo se hace, #CriticarPorCriticar.
29/04. 45 días seguidos comiendo pizza, método Díaz Ayuso para mantenerte sano y en forma.
30/04. La vida por fases y horarios, #LaNuevaNormalidad (26.771 fallecidos hasta hoy).
Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…
Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.
Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.
Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.
Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.
Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.
Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.
Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.
Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.
La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.
El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.
Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.
Que Joker no es una película para todos los públicos lo deja claro el que no sea recomendada para menores de 18 años. Por lo que muestra y lo que plantea. Gotham no es lugar para aquel que no tenga una cuenta corriente y una red social que le permita resistir los envites de una sociedad materialista y privatizada hasta el extremo. La ambientación callejera nos sitúa en finales de los 60 (en la marquesina de un cine se ve anunciada Blow up de Antonioni), pero también podemos ver en ello un escenario distópico que, cuando la tensión eclosiona, recuerda a los disturbios que por motivos políticos, sociales o económicos vemos cada día en muchas ciudades de todo el mundo.
Un ruido y una distorsión que Todd Phillips plasma en imágenes de una manera maestra, dominando a la perfección todos los medios para ello (dirección de producción, fotografía, efectos visuales y de sonido, edición…), pero lo que es más importante, dejando claras las circunstancias en las que se ha criado y habita en la actualidad una personalidad como la de Arthur Fleck. Un hombre extraño en su apariencia, enfermo en su interior y críptico en su manera de comunicarse y relacionarse. Evidentemente desequilibrado, al que el mundo en el que vive prefiere anularle farmacológicamente que asistirle psicológicamente, pero también profundamente dolido por cómo ha sido tratado -afectiva y socialmente- durante toda su vida.
Esa herida es la clave de Joker, el prisma desde el que Todd Phillips ha escrito y construido su película y las coordenadas desde las que surge la interpretación de Joaquín Phoenix. Un guión, una dirección y una actuación que nacen de las entrañas del sufrimiento y la desesperación y nos muestran la deriva por la que cae el futuro antihéroe cuando no puede más al sentirse aislado, abandonado y vilipendiando una y otra vez por el mundo en el que vive. Una evolución que recuerda lejanamente a películas como Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) y un retrato psicológico que va mucho más allá de casos como el de de Henry, retrato de un asesino (John McNaughton, 1986).
Pero con Robert De Niro como secundario y la saturada nocturnidad de Joker es inevitable evocar a Taxi Driver (1976), con la que la ganadora del León de Oro del último Festival de Venecia comparte incluso algunos hilos narrativos (personaje solitario, la presencia de una chica, elecciones políticas de por medio). Sin embargo, ni Phillips ni Phoenix se quedan ahí. El primero hace completamente suyas esas coordenadas que una vez fueron de Scorsese, dándoles a su vez una ironía, sarcasmo y acidez que acentúan aún más la cruel sinceridad y la nula corrección política de su relato. El segundo, por su parte, deja claro –una vez más– su capacidad, alcance, entrega y poderío interpretativo, transformación física incluida, en una expresión cinematográfica de eso que Freud llamaba “matar al padre” con respecto a De Niro y situándole en la categoría de genio frente a la cámara.
Señoras, señores, Joker es de lo mejor que nos va a ofrecer la cartelera cinematográfica de 2019 y una señal de que, cuando se deja a un lado el ruido y las coacciones, aún hay creatividad y saber hacer a lo grande en Hollywood. Películas como esta, con su propuesta argumental y su exposición narrativa, son las que necesitamos tanto para entreternos y disfrutar como para reflexionar y tomar conciencia de las consecuencias de lo que quizás ya seamos o de aquello en lo que podemos convertirnos.
Propuesta gráfica sobre cómo se vivió el comienzo de la pandemia del VIH cuando aún no se sabía lo que era y Nueva York había dejado de ser la ciudad que nunca duerme para convertirse en una urbe oscura, sórdida y carente de humanidad. Un relato –por momentos diferente, aunque finalmente desemboca en terreno conocido- sobre cómo una pequeña parte de la sociedad se organizó para hacer frente a la enfermedad y al dolor.
Ha pasado mucho tiempo desde que Randy Shilts publicara en 1987 And the band played on, excepcional ensayo en el que detallaba cómo fueron los primeros años de lo que inicialmente se llamó el cáncer gay. Curiosamente, mientras se mantuvo aquella denominación, la inacción de las administraciones públicas, de la industria farmacéutica y del conjunto de la sociedad fue casi absoluta. Tan solo los allegados dotados de esa virtud que es la empatía dejaban a un lado los prejuicios y el desconocimiento para atender y cuidar a los afectados. Uno de esos casos, el número 24, es el que se cruza en la vida del enfermero Ray. Su particular vivencia de lo que sucedió a partir de entonces es lo que le narra décadas después a Joyce Brabner, un flashback que ella ha convertido en esta novela gráfica.
A pesar de lo mucho que se ha relatado sobre aquellos días tan duros y complicados para la comunidad homosexual, todavía quedan muchas pequeñas historias por contar de lo que sucedió. En este sentido, Trapicheos en la Segunda Avenida complementa perfectamente desde el punto de vista bibliográfico el relato humano de textos teatrales como The normal heart de Larry Kramer o Angels in America de Tony Kushner. Y aunque no entre en ello en profundidad, también deja ver el momento social y político estadounidense en que está enmarcado su relato, coordenadas similares a las de películas recientes como la británica Pride o la francesa 120 pulsaciones por minuto.
El tándem Brabner & Zingarelli nos trasladan inicialmente a antes de aquel entonces en que los gays y lesbianas que habían salido del armario vivían su condición con orgullo tras la visibilidad alcanzada con los disturbios de Stonewall en 1969. Un mar de tranquilidad que se vio roto por una incertidumbre en el que la desinformación hizo creer que un fármaco llamado ribavirina podía ser la solución médica a la hecatombe, pastillas cuya consecución implicaban ir hasta México y salvar el obstáculo de las aduanas. A partir de este momento Trapicheos se centra en aquellos viajes al otro lado del Río Bravo y en el compromiso que Ray y su novio Ben asumieron con la causa y en todo lo que hicieron para mejorar las condiciones de vida de aquellos a los que el destino sentenció con lo que después se denominó como SIDA.
Lo que había comenzado como algo relajado y como el retrato de la vida de una pareja va adquiriendo, a medida que se conocen las casuísticas de las personas de su entorno, tintes cada vez más dramáticos. Un drama que resulta real por las circunstancias que complicaban cada una de esas tragedias, ya fuera la inmigración ilegal, el rechazo familiar, el mensaje apocalíptico de las organizaciones religiosas o la falta de medios económicos. Pero a medida que estas tramas se suceden, la de la ribavirina se va desdibujando haciendo que las viñetas de Segunda Avenida se conviertan en terreno conocido, compartiendo mensaje activista y reivindicativo –pero no fuerza narrativa-, con títulos como los antes referidos.
Escenarios en los que se desvelan pasados familiares insospechados, páginas que relatan la España de los inicios de los 80 y el Nueva York de los 90, clásicos de la literatura universal, textos inteligentes y apasionados en los que el alma humana muestra su rabia y sus anhelos, sus pesares y sus alegrías.
«Buried child» de Sam Shepard. Tras la foto idílica de muchas familias se esconde un pasado de zonas oscuras y un presente lleno de silencios. Así sucede entre los residentes de esta casa en un lugar indeterminado del interior americano en la que Shepard disecciona sus ilógicos y anacrónicos comportamientos para acceder a un brutal y oculto secreto que asfixia cualquier posibilidad de dignidad y relación afectiva entre todos ellos.
«Tan solo el fin del mundo» de Jean-Luc Lagarce. Muchas voces unidas en un único discurso. Una genialidad que amalgama lo que se dijo, lo que se recuerda, lo que se pensó, se escuchó y se interpretó. Todo a la vez, como una cacofonía sordamente ruidosa, pero con un eco que retumba y te atraviesa sin dejarte escapatoria. Un texto brutal, una bofetada en la cara, un estrangulamiento en la boca del estómago, un campo de lucha en el que no hay más salida que el hacerle frente.
«Otelo» de William Shakespeare. Cuando alguien triunfa y es reconocido, también despierta la envidia de los que están dispuestos a lo que sea con tal de llegar a ese puesto de liderazgo que consideran les corresponde a ellos. La estrategia es atacar al odiado en su flanco más débil, en este caso, en el de su inseguridad en el terreno del amor. Todo ello en el marco de una historia que viaja de Venecia a Chipre y nos habla, entre otros aspectos, sobre cómo se gestionaba el poder político, el sentido de las campañas bélicas y los roles de hombres y mujeres a principios del siglo XVII en la Serenísima República.
«Bajarse al moro» de José Luis Alonso de Santos. Han pasado más de 30 años desde su estreno y aunque han cambiado muchas cosas, este texto sigue siendo tan gracioso y tan profundamente realista como el primer día en que se puso en escena. Su perfecta estructura y la frescura de sus diálogos crean una atmósfera que va más allá de sus páginas y del escenario de su representación. Una obra que nos deja ver también qué temas eran los que preocupaban a una España que intentaba ser moderna tanto en su manera de pensar como en su modo de actuar.
«Other people» de Christopher Shinn. Lo que nos hace personas es el contacto y el establecimiento de lazos afectivos con aquellos que el destino pone en nuestro camino. Pero cuando esos vínculos no surgen o se deshacen una y otra vez, nuestro sitio en el mundo y nuestra percepción de nosotros mismos se tambalea. Mark, Petra y Stephen son todo lo que podemos ser –amigos, amantes, profesionales- y lo que ocurre cuando no lo somos –soledad, adicciones,…-.
“The search for signs of intelligent life in the universe” de Jane Wagner. Un monólogo redondo que cuadra en una única historia varios personajes tan lejanos en su carácter como dispares en su comportamiento. Un texto inteligente, divertido y corrosivo, con mucha comedia, pero también con una ácida crítica social. Un gran reto para la actriz encargada de llevarlo a escena, algo que Lily Tomlin solventó con gran éxito de crítica y público en su estreno en 1985.
“Anna Christie” de Eugene O’Neill. El dramaturgo ganó su segundo premio Pulitzer gracias a una obra en la que mostraba buena parte de sus fantasmas. Los símiles son tan evidentes que este fantástico texto no ha de ser leído solo como la gran ficción que contiene, sino también como una descarnada exposición de su biografía personal y familiar. Las relaciones emocionales entre hombres y mujeres y padres e hijos con el telón de fondo del papel del mar como medio de ganarse la vida en una propuesta en la que no hay espacio ni tiempo para el sosiego.
“La rosa tatuada” de Tennessee Williams. Trágica y dramática pero también cómica y divertida. Serafina delle Rose es un huracán que lo invade todo a golpe de carácter, valores católicos y tradición siciliana. Una intensidad que solo se doblega ante el poder de una aparición masculina que reúna presencia física con voluntad amorosa. Uno de los grandes textos de su autor y una oportunidad única para cualquier actriz encargada de protagonizarlo.
“The normal heart” de Larry Kramer. Un brutal ejercicio literario en forma teatral, un relato sociológico sobre los primeros años de la epidemia del VIH y el SIDA, una declaración política contra la discriminación asesina de las administraciones públicas estadounidenses sobre el colectivo homosexual. Una obra maestra del género dramático, un texto dotado de una fuerza extraordinaria que sigue sacudiendo la conciencia de sus espectadores y lectores a pesar de las más de tres décadas transcurridas desde su estreno en 1985.
“Un marido ideal” de Oscar Wilde. Da igual que seas hombre que mujer, maduro o joven, soltero o casado, comprometido o irresponsable, siempre y cuando formes parte de los altos círculos sociales, tanto de manera natural como por accidente, Wilde tendrá un momento de verdad, acidez y corrosivo humor para ti. Una manera de hacer moderno, fresco, cercano y divertido un vodevil que gira en torno a dos temas universales, el amor y el poder.
Un brutal ejercicio literario en forma teatral, un relato sociológico sobre los primeros años de la epidemia del VIH y el SIDA, una declaración política contra la discriminación asesina de las administraciones públicas estadounidenses sobre el colectivo homosexual. Una obra maestra del género dramático, un texto dotado de una fuerza extraordinaria que sigue sacudiendo la conciencia de sus espectadores y lectores a pesar de las más de tres décadas transcurridas desde su estreno en 1985.
Las primeras noticias lo llamaban el cáncer gay por su especial afectación entre este público en sus primeros meses. No se sabía qué lo causaba ni cómo tratarlo, todo apuntaba a que los contagiados eran hombres con una intensa y promiscua vida sexual, sus síntomas eran muy visibles y la muerte solía llegar en cuestión de pocos meses. Momentos de una dura incertidumbre que rápidamente aumentó el estigma de la discriminación que el colectivo LGTBI ha sufrido históricamente. Algo con lo que no contaban aquellos que consideraban que los disturbios de Stonewall en junio de 1969 habían supuesto el punto de inflexión a partir del cual se progresaría hasta hacer realidad el sueño de la visibilidad y la normalización.
Ese es el momento de 1981 en que se sitúan las primeras escenas de The normal heart, plasmando con gran crudeza el desconocimiento de los médicos que no sabían determinar el origen ni las consecuencias de lo que estaba ocurriendo, la negación del colectivo homosexual que no quería reconocer lo que estaba sucediendo por ver en ello la exigencia de abandonar la libertad sexual que consideraban habían ganado una década atrás, y la ignorancia del resto de la sociedad que no solo se veía ajena a esta situación, sino que parte de ella juzgaba lo que pasaba como un castigo bíblico merecido por los desviados del camino de la corrección moral.
Esa impotencia, rabia y dolor es el que mueve a la acción al personaje de Ned Weeks en Nueva York, el activista alter ego de Larry Kramer que apunta con gran claridad en sus intervenciones que toda reivindicación social es también política, que el tiempo vivido sin tener los mismos derechos civiles que el resto de tus conciudadanos –matrimonio, educación, sanidad- es tiempo robado a tu vida, y que no hay otra opción más que la de la lucha y hacerse notar ante aquellos –líderes políticos, administraciones públicas y medios de comunicación- que no respetan tu existencia ni reconocen la diversidad de nuestra sociedad.
Circunstancias que parecen haber cambiado en sus aspectos más formales –el reconocimiento legal-, pero que esconden tras de sí aspectos como los que muestran con gran crudeza los diálogos y situaciones elegidas por Kramer. Circunstancias con las que seguimos conviviendo y que hacen que este texto duela, agite y escueza, como la crueldad de la homofobia que puede aparecer en cualquier momento en nuestro entorno, el daño perenne sufrido por muchas personas por la no aceptación plena de sí mismos, el anhelo vital de ser escuchados y comprendidos y la necesidad humana de amar y ser amados.
El recorrido temporal que propone este gran dramaturgo en este ejercicio de concienciación acaba en 1984, cuando los EE.UU. ya habían reconocido oficialmente que el virus de inmunodeficiencia humana, ese que arrasa con nuestro sistema inmunitario, se transmitía también por la sangre, que no discriminaba por razón sexual (género u orientación) ni de edad y que se había extendido por todos los rincones del mundo. Para entonces miles de personas ya habían muerto de SIDA y muchas más se habían infectado de VIH sin que la administración Reagan, ni la de muchos otros países, hubiera hecho nada para evitarlo.
Literatura de alto nivel, exquisita y elevada, pero accesible para todos los públicos. Por su protagonista, un niño árabe criado por una antigua meretriz judía, ahora metida a regente de una pequeña residencia de hijos de mujeres que ejercen la que fuera su profesión. Por su punto de vista, el del menor, espontáneo en sus respuestas y aplastantemente lógico en sus planteamientos. Pero sobre todo por la humanidad con que el autor nos presenta las relaciones entre personas de todo tipo, los retos cotidianos que supone el día a día y las dificultades de vivir al margen del sistema en el París de los años 60.
Romain Gary sorprendió al establishment literario de Francia a finales de los 70. En 1975 ganó el Goncourt con esta novela que se dio a conocer como escrita por Émile Ajar, su sobrino. La verdad de su autoría se conocería tras el suicidio de Gary, en 1980. Una manera de reírse de la crítica que le acusaba de no haber sabido evolucionar lo suficiente tras haber ganado este galardón por primera vez en 1956. Una burla con la que también jugaba una vez más a cambiar de registro en una biografía personal que comenzó en Rusia en 1914, le llevó a París en 1928, a luchar del lado francés en la II Guerra Mundial para posteriormente convertirse en diplomático, carrera que dejó por la dirección cinematográfica y la escritura. Una trayectoria rica en miserias y riquezas, momentos altos y bajos, y seguro que profusa en encuentros de todo tipo y momentos de introspección en los que conoció y descubrió cosas de sí mismo que posteriormente reflejó en páginas como las de La vida ante sí.
Tras diez años de estancia en casa de la señora Rosa, el pequeño Mohammed, un hijo de puta tal y como él se dice a sí mismo, es ya más que un inquilino, es casi familia de esta madame que se gana la vida cuidando a hijos e hijas de mujeres que se ganan la vida en la calle. Viven en un sexto piso que pone a prueba la resistencia física de una dama que está más cerca de su final que de su principio tras haber sufrido los vapuleos de clientes, proxenetas y los campos de exterminio nazi que no acabaron con ella. Ella llegó de Polonia, a él le han contado que es hijo de argelinos y sus vecinos son marroquíes, tunecinos, senegaleses y negros del África Subsahariana. Allí cada uno aporta lo que tiene, lo que es y lo que sabe. Desde las tradiciones y valores que ha traído de su lugar de origen a sus trucos para subsistir en el callejero parisino.
Una ciudad en la que Momo, así es como le gusta a él que le llamen, se desenvuelve sin pudor, conociendo por sí mismo el mundo que le rodea, sin haber sido antes instruido por sus mayores y ayudándose para ello únicamente de los conocimientos que ya tiene, de los descubrimientos que realiza y de lo que aprende escuchando a los demás. Un variado panorama de situaciones –la convivencia en el piso y en el edificio, encuentros a pie de calle o en vías más lejanas, de día y de noche- que Romain Gary teje con precisión y detalle, pero siempre desde un lado humano, cercano al corazón, a la vivencia, a ese tesoro que son las emociones para aquellos que no tienen ni aspiran a nada en lo material. Un mapa en el que se mira al mundo con los ojos bien abiertos a pocos palmos del suelo y se ve que la vida es una combinación de amor, convivencia, respeto a los mayores, referentes culturales, enfermedad, deseo de pertenencia y aceptación de la muerte.