Archivo de la categoría: Teatro

“Golden child” de David Henry Hwang

Un viaje entre el presente y el pasado de hace tres generaciones, entre la América de origen chino y la China que abrazaba el Cristianismo por influencia extranjera. Una contraposición sugerente que no defrauda, pero que no cumple las expectativas que promete por su excesiva formalidad dramática y por abordar únicamente la religión como un sistema de estructuración social y dejar a un lado la dimensión espiritual que se le supone.

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Golden child comienza con un hombre que duerme junto a su esposa embarazada, temiendo no llegar a ser un buen padre para el hijo que está en camino. En esas se le aparece su madre en sueños para contarle que puede contar con el apoyo de sus ancestros. Acto seguido la escena abandona el hoy del barrio de Manhattan y se convierte en Amoy, una pequeña localidad costera en el sureste de China.

Un ayer en el que sus habitantes no habían tenido contacto hasta entonces con el mundo occidental. Algo que comienza a suceder con la aparición de Tieng-Bing y su doble aportación, los regalos producto del comercio con gentes de otras naciones que le lleva a sus mujeres –un reloj de cuco, instrumental de cocina y un fonógrafo- y el hombre que le acompaña, un misionero que predica el cristianismo. Este, por su parte, se encuentra una sociedad polígama, donde hombres y mujeres tienen papeles muy definidos y los altares no están dedicados a deidades sino a antepasados en un compromiso tan o más fuerte que el que se mantiene con los vivos.

Un planteamiento que presenta por sí mismo un gran potencial de conflicto y sobre el que cabría esperar, más allá de esta trama, otras que confrontaran las personalidades, roles y relaciones –amistosas unas, conflictivas otras- entre sus personajes. Un deseo que no se ve plenamente satisfecho. Henry Hwang opta por ordenar y clarificar sus recuerdos personales –a partir de lo que en su día le contó su abuela- presentando un mapa familiar en un momento de cambio. Algo que hace muy bien, dejando claro que cada uno de sus miembros va mucho más allá de los diálogos que leemos. Pero lo que impide que ese potencial ofrezca los resultados que se esperaría del autor de la genial M. Butterfly es que cede el protagonismo dramático a un conflicto espiritual que apenas boceta.

Deja claro que en la familia tradicional china de principios del siglo XX el hombre se encarga de proveer y la mujer de servir y satisfacer. Sin embargo, el influjo occidental, tomado como moderno, hace que el protagonista crea que el conflicto que le generan aquellos valores o costumbres que no comparte –la cosificación de las mujeres, la imposibilidad de abandonar el lugar en el que se nació por fidelidad a las anteriores generaciones- se pueda ver resuelto adoptando el Cristianismo.

Una alternativa que solo se ve justificada, ni siquiera verdaderamente argumentada, como sistema de organización social, pero que en ningún momento se expone desde el punto de vista espiritual o de las creencias que supone. Es de suponer, por los motivos antes expuestos, que Golden child tiene para su autor un gran valor personal, pena que no haya conseguido trasladarlo a sus lectores.

Golden child, David Henry Hwang, 1996, Theatre Communications Group.

“Los tres usos del cuchillo” de David Mamet

“Sobre la naturaleza y la función del drama” disecciona las claves por las que conectamos con el teatro y porqué la dramaturgia es una de las mejores construcciones artísticas a las que puede llegar el hombre. Didáctico y claro en su exposición, con símiles que permiten una fácil compresión de sus ideas y con los que reflexiona sobre su relación con otros ámbitos de nuestra vida como la política o la religión.

La Lupe tenía razón, “lo tuyo es puro teatro”. Así comienza David Mamet, exponiendo cómo nuestra manera de expresar, narrar y manifestar lo cotidiano está teñida de lo dramatúrgico a la hora de contextualizar lo que nos sucede, caracterizar a las personas con las que interactuamos o dar un sentido trascendental a nuestros pensamientos y reflexiones. De esta manera le imprimimos a nuestro relato verbal un sello emocional con el que generamos una atmósfera en la que pretendemos implicar a nuestros interlocutores, ya sea provocando su empatía y comprensión, ya motivando su rechazo y distanciamiento.

Marcos similares a los de las historias que vemos representadas sobre un escenario o proyectadas en una pantalla y que nos llegan e impactan por la manera en que sus protagonistas, los héroes de sus dramas y tragedias, combinan lo ambicioso y trascendental de lo macro con lo cercano y tangible de lo micro. La concreción de la misión que cumplir con la abstracción del objetivo que se alcanzará con su consecución. Dimensiones que, según Mamet, conjugan con gran ambigüedad y acierto los líderes políticos, enarbolando horizontes difíciles de concretar y prometiendo materializaciones igualmente paradójicas de materializar. Grandilocuencias que ocultan miedos, debilidades y fracasos de nuestros diferentes modelos de sociedad por nuestra incapacidad de escucha y aceptación de límites.

Relación entre la ficción y la realidad que entrelaza con la estructura en tres actos que tienen casi todos los textos teatrales. Presentación, nudo y desenlace en los que plantear nuestra identificación con el protagonista singular o plural, el conflicto que le generan quienes manipulan las circunstancias y la búsqueda a ciegas y desesperada de los medios con los que conseguir su resolución. Trayecto que nos engancha y apasiona porque nos ofrece posibilidades que no tenemos en este lado. Aquí no podemos acabar con los villanos ni intervenir de manera directa para hacer del mundo un lugar mejor. Lo cual no quiere decir que lo escrito o interpretado sea falso, siempre y cuando esté fundamentado en el impulso, la necesidad y el deseo de solventar lo que nos inquieta, motiva, ilusiona y mueve.

Por eso mismo el autor de American Buffalo (1975), Glengarry Glen Ross (1984), Speed-the-Plow (1988) o El viejo barrio (1997) advierte que la bonanza y el exceso de oferta no es bueno para la creatividad de los artistas ni para el espíritu crítico de los espectadores. La expresividad ha de nacer de la necesidad interior de contar y transmitir algo, la observación de la búsqueda de ser llevado a mundos ajenos, pero en los que sintamos que podemos ser nosotros mismos.

Resulta curiosa la crítica, en 1998, de David Mamet sobre el exceso de canales de televisión y cómo esto estaba convirtiendo lo que antes era arte en mero entretenimiento, y a los escritores en reproductores en serie de historias concebidas única y exclusivamente para completar minutos de emisión susceptibles de atraer suscriptores e inversiones publicitarias. Una visión certera a tenor de lo que hemos vivido desde entonces con la eclosión del streaming y la explosión de las redes sociales.

Los tres usos del cuchillo, David Mamet, 1998, Editorial Alba.

“Particulares y patios”, coordenadas de un pequeño universo

El espacio común de todo inmueble compartido como lugar en el que confluyen, se cruzan, encuentran e ignoran sus habitantes y sus historias, sus dramas y sus alegrías. Una propuesta que aúna texto y movimiento, dramaturgia y performance con pasajes meramente narrativos y otros en los que se experimenta, indaga e investiga con las posibilidades de lo escénico.

La Chivata Teatro ha convertido la sala de Nave 73 en un bien catastral en el que intérpretes y espectadores se relacionan como buenos vecinos. Al llegar, los actores interactúan con quienes buscan asiento. Les dan la bienvenida y comparten con ellos fotografías y pinzas. Cuentan que tomaron las imágenes con cámaras de un solo uso durante el proceso de ideación de este montaje. Metateatro y maleabilidad de la cuarta pared. Recurso que ya no nos sorprende, pero mecanismo eficaz con el que solventar la escasez de presupuesto y hacer de la función una burbuja temporal que se adapta libremente al fluir del pulso y la tensión de la atmósfera allí creada y compartida.

Ese es el ánimo que se percibe en Particulares y patios. Su materialización parte del principio de transparencia, mostrar sus costuras narrativas y escénicas, base sobre la que fundamenta su intención de componer un fresco comunitario en el que vemos a mujeres que se asoman a la ventana a recoger la ropa, a solitarios que esperan ansiosos la entrega de un mensajero, parejas en un punto de inflexión de su relación o amigos que comparten lo bueno y se apoyan en lo triste. Cuadros que se suceden, repiten o intercalan con la misma cadencia con que supuestamente se estructuran la cotidianidad y monotonía de nuestras vidas.

El teatro apela a dos de nuestros sentidos: oído y vista. Particulares y patios es mucho más placentero para el segundo que para el primero. Lo que se dice y escucha suena a conocido, a elemento necesario, a introducciones o diálogos inevitables que dan pie al verdadero corazón de la representación. Lo que se ve y observa, en cambio, denota una inspiración, trabajo y dedicación mucho más elaborada y conseguida en que se nota la participación e implicación directa de un elenco compenetrado.

Hay en este apartado originalidad y chispa, una búsqueda y consecución de imágenes y significados que seducen la mirada de quien asiste, embaucado por cómo los seis intérpretes juegan con la diafanidad de la escenografía, el escaso atrezo y modulan sus propios cuerpos para ejercer tanto de personas como de objetos. Llámese coordinación, coreografía o sincronía, o sea una combinación de todo ello, el modo en que manejan las telas y las poleas, o los marcos simulando ventanas o señalando sobre dónde hace zoom su historia, resulta hipnótico y atractivo. Pasajes que funcionan por sí mismos, por el esteticismo y la energía que transmiten.

Ahí es donde está el valor de este montaje, el cauce por el que nos llega el conglomerado de sensaciones, sentimientos y emociones que pretende aflorar, sintetizar y transmitir. El potencial en el que se me ocurre sugerir a La Chivata Teatro que siga buceando para profundizar en el camino en el que está, conseguir objetivos ambiciosos y llegar a las metas que se intuyen desde la platea.

Particulares y patios, en Nave 73 (Madrid).  

“Recordando con ira” de John Osborne

Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

El estreno de este texto de John Osborne debió ser una sacudida para la conciencia de sus primeros espectadores el 8 de mayo de 1956 en Londres. La impresión que hubo de producirles la violencia verbal, física y psicológica, a la que asistieron no tenía parangón alguno. Recordando con ira les había expuesto la desnudez, frialdad y crudeza de la relación entre dos hombres y dos mujeres en su veintena. Un matrimonio y dos amigos con vínculos más basados, aparentemente, en la necesidad y la oportunidad, que en la empatía y el afecto.

Desde el primer minuto se instala una tensión producto de desconocer la razón que sustenta una convivencia en la que el personaje de Jimmy reparte insultos, exabruptos y malas miradas a todos. ¿Por qué es así? ¿Por qué lo soportan su esposa y sus amigos? Interrogantes que articulan los tres actos y los varios meses que transcurren a lo largo de la obra. Un tiempo marcado por la opresión que supone el ático abuhardillado que comparten en una ciudad indeterminada de las Tierras Medias británicas. Por las limitaciones económicas, Jimmy y Alison viven de lo que les da un puesto de dulces. Y por la ambigüedad de sus lazos, ya que su compromiso matrimonial no parece estar reñido con la intimidad con que tratan a Cliff y Helena.

Además, John Osborne comienza la acción sin situarnos, en un contexto aparentemente sin pasado. Apenas unas referencias para saber que los dos protagonistas provienen de entornos sociales diferentes, él más humilde y ella más acomodada. Sin embargo, entre el ruido, progresivamente va surgiendo información que sitúa sus vidas en coordenadas muy diferentes a las de los conflictos bélicos que vivieron sus figuras paternas, uno como voluntario del banco republicano en la Guerra Civil española, el otro como responsable del fin de la ocupación colonial británica de la India. A su vez, nos da claves sobre los sistemas familiares en los que se criaron y algunas de las graves consecuencias que ha tenido para ambos la unión, combinación y confrontación de sus caracteres.

Osborne no tiene piedad con ellos. Rápidamente lleva a lo alto su irritabilidad y pusilanimidad, al tiempo que las liga, en su expresión verbal, movimiento y gestualidad, a la sagacidad y contención que caracteriza a cada uno, convirtiéndoles en una suerte de psicópata y pasiva agresiva que conforman con Cliff y Helena sendos extraños triángulos. Mas aún por el hecho de que llegan a superponerse, pues aun estando los dos en escena, la interacción entre ellos es mínima y casi nunca directa. Un ambiente en el que, a pesar de su furia y dolor, de su ferocidad y sus heridas, se habla sobre el amor, se invoca el deseo y se propone un futuro, lo que hace todo aún más despiadado y enfermo.

Recordando con ira, John Osborne, 1956, Faber Books.

“Yerma” de Federico García Lorca

La maternidad vista como una tragedia más que como una alegría. La auto imposición del rol de madre sobre el de esposa o el de persona independiente y la incapacidad de aceptar lo que el destino dispone. La culpa en todas sus manifestaciones, como acusación y rencor, como castigo y remordimiento, también como miedo y fracaso. Tensión e intensidad combinadas con ruralidad, bucolismo y fantasía con tintes de superchería.

En ese análisis y síntesis de la actitud, valores y modos relacionales y comunicativos de la sociedad española que es parte de la obra teatral de Federico, unida con su acervo intelectual y su capacidad imaginativa y estética, Yerma es una estación fundamental. Escrita en 1934, y tras La zapatera prodigiosa (1930) y Bodas de sangre (1933), en ella vuelve a buscar, investigar e indagar en el sentido de los votos matrimoniales. En cuál debe ser la motivación por la que dos personas decidan unirse y construir un proyecto conjunto. Si por connivencia para hacerse compañía, porque se da entre ellos una pasión irrefrenable o si es obligatorio para cumplir los objetivos que impone la educación, reflejo de la moral que enmarca y condiciona cuanto hacemos, decimos y pensamos. 

Su protagonista, mujer inquieta porque aún no es madre tras llevar esposada dos años, depresiva porque sigue sin serlo meses después y enajenada y dispuesta a cuanto haga falta cuando ya ha transcurrido un lustro, resulta antecesora de Doña Rosita la soltera (1935). Al igual que ella después, la insatisfacción, frustración y obsesión de Yerma reside en su incomprensión de lo que está viviendo. El porqué la naturaleza no se pone de su parte y le niega la maternidad que desea, condenándola a una soledad magnificada por un marido con el que la incomunicación, el desapego y el rechazo es la norma. La desesperación, y la convicción de que no hay salida ni posibilidad de escapatoria ante lo que se siente como una condena injusta que, en la línea de Mariana Pineda (1927), tiñe su relato y su vivencia de principio a fin.  

Subyace el mandamiento de la honra, el cuidado con el qué dirán y la supeditación a la figura masculina, tal y como volverá a exponer en La casa de Bernarda Alba (1936). Aunque manejados de manera diferente, ambos títulos comparten la claustrofobia de los espacios interiores y la huida a ninguna parte de los exteriores. Campo en el que se cultivan las tierras de labranza, sustento alimenticio, laboral y patrimonial que también pone de manifiesto la animalidad que afecta al comportamiento humano. Plataforma, a su vez, para los ritos paganos basados en los elementos de la naturaleza, los ciclos estacionales y los cambios meteorológicos.

Este es uno de los elementos más potentes de Yerma, y en el que están presentes tanto el conocimiento de García Lorca de los coros del teatro clásico y de las comedias de William Shakespeare, como su gusto por el esteticismo del surrealismo que ya había practicado, especialmente en El público (1930). Se sobrentiende el papel invisible de la religión en todo lo que expone, pero las situaciones que, en cambio, hace visibles en determinadas escenas, son las de prácticas que aúnan la incredulidad y el desaliento con la brujería disfrazada de curandería. Manifestaciones cargadas unas veces de una presencia hipnótica y otras de una sensorial sensualidad.

Podría parecer que Yerma es la menos trágica de las tragedias de Lorca, que su argumento es más anímico o existencial, a diferencia de Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba donde el conflicto parte de las diferentes intenciones de sus protagonistas. Pero lo que revela su lectura es que, en la caverna de toda desgracia, en el reflejo platónico de la realidad que estas son siempre, la mente humana no rehúye nunca el abismo que pone en duda su estabilidad y en riesgo su propia vida.

Yerma, Federico García Lorca, 1934, Editorial Austral.

“Italianeses”, ni de aquí ni de allí

Italiano en Albania y albanés en Italia. Un episodio de la historia reciente desconocido para muchos que demuestra el dolor de las fronteras, el artificio de las identidades nacionales y el poder de los sistemas ideológicos que moldean la geopolítica. De la niñez a la adultez y vuelta recordando los cimientos emocionales, interrogando los vínculos familiares y buscando la manera de convivir en el mundo presente.

Al inicio de la II Guerra Mundial, Mussolini mandó invadir Albania. Años después, tras la derrota, la dictadura comunista encerró en campos de concentración a los soldados y civiles llegados previamente del otro lado del Adriático que no consiguieron huir. Muchos de ellos permanecieron en ellos hasta que cayó el régimen en 1991. Décadas de anhelo, espera e ilusión que se dieron de bruces con el olvido, la ignorancia y el desdén con que su país de origen -que muchos ni siquiera conocían por haber llegado al mundo en ese recinto- y su gente les recibió a su vuelta. Un monólogo que se atiene a fechas, lugares y circunstancias concretas, pero que también trata cuestiones que no conseguimos superar. La libertad como tránsito a la desigualdad. La llamada a la unidad mutada en establecimiento de clases e injusticia moral.

Un repaso a cuarenta años de vida que comienza por la ingenuidad, la sencillez y la transparencia de la infancia, despertando el recelo de que lo que suceda sobre el escenario tenga puntos en común con el néctar cinematográfico de La vida es bella de Benigni. Afortunadamente el temor desaparece pronto, como la posibilidad de que aquello tampoco es una variante de la introspección ensayística de El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl.

La dirección de María Gómez De Castro y Riccardo Rigamoni no pretende encontrar un más allá dentro de sí mismo que le permita situarse, esenciarse y visualizarse. Su discurso solo busca mostrar el trayecto vital que ha recorrido, el que le ha hecho ser quién es a partir de lo que le dieron y le limitaron en el pequeño lugar en el que nació y creció, así como de los contrastes y conflictos que le surgieron esperando conocer lo que había fuera de las alambradas y cuando finalmente lo hizo viajando a la nación de la que, no solo era ciudadano emocional, sino también legal.  

Un texto bien estructurado con diversas líneas narrativas convenientemente combinadas: la familia y sus componentes, las reglas por las que se regía la convivencia tras las concertinas, y entender el funcionamiento de un entorno social diferente a su vuelta a Italia. Se mueve entre ellas, captando y manteniendo la atención de su espectador, mostrándole cómo están relacionadas y unidas en un todo imbricado que conforma la personalidad, la biografía y el carácter de su protagonista.

Profundidad que se concreta sobre el escenario con la delicada y diáfana -a la par que apelativa y detallista- gestualidad, corporeidad y oralidad de Rigamonti. Trabajo interpretativo apoyado en una escenografía desnuda, un ambiente sonoro subrayador y una iluminación minimalista, elementos que ayudan a comprender eficazmente las distintas tramas argumentales y las transiciones entre unas y otras.

Italianeses, en Teatro del Barrio (Madrid).

“Usted también podrá disfrutar de ella” de Ana Diosdado

Exposición sobre la cara oculta del periodismo, la avaricia y la crueldad con que entroniza y defenestra a las personas de las que se sirve para pautar la actualidad e influir en la opinión pública. Personajes oscuros, entrelazados en una historia sobre las esperanzas personales y los sueños profesionales, que va y viene en el tiempo para indagar en cuanto la condiciona hasta sorprender con su redondo final.

Si Ana Diosdado siguiera entre nosotros hubiera visto como lo que su imaginación fraguó en 1973 continúa vigente. Le hubiera bastado incluir en la trama de esta obra la inmediatez del poder de las redes sociales, y sustituir los teléfonos de sobremesa por los móviles inteligentes y las máquinas de escribir por portátiles conectados a internet, para plasmar una de tantas historias que unen escándalos empresariales, cortinas de humo, ciudadanos anónimos cosificados y profesionales de la información entregados al más vacuo y especulativo entretenimiento. No llevamos las manos a la cabeza cuando nos cuentan la historia del juguete roto al que todos acusamos equivocadamente de ser malvado y atroz, pero no reflexionamos sobre cómo nos manipularon para que lanzáramos nuestra ira en la dirección equivocada.

Al igual que en su ópera prima, Olvida los tambores (1970), Diosdado evidencia en este texto su capacidad para viajar fluidamente entre lugares y momentos sobre el escenario, así como para analizar los resortes de la sociedad de su tiempo yendo más allá de lo que se ve en primera instancia. En las notas iniciales señala que el atrezo ha de ser mínimo, lo justo para que se deduzca el entorno en el que sitúa a los personajes y no influir en la impresión que nos hemos de crear sobre ellos. Así, y sin más transiciones que las que marquen la iluminación y la ambientación sonora, nos lleva de un domicilio particular a una redacción periodística, a un piso en una comunidad de vecinos, incluido el ascensor que articula su escalera y hasta a una discoteca y el despacho de un forense.  

En el apartado más intelectual, denuncia la intención oscura con que se construyen y difunden algunas de las imágenes y conceptos que conforman nuestro imaginario social. Una realidad, la de la manipulación -ya sea por intereses políticos o empresariales- y sus efectos sobre las personas -lo que hoy denominamos polarización y cultura de la cancelación- que integra plenamente en la escenografía, en los diálogos y en los acontecimientos que determinan el devenir de sus protagonistas. Impacta antes incluso de que se inicie la función, con el telón que oculta la caja escénica reproduciendo, como si se tratara de una gran lona tapando las obras de cualquier edificio emblemático, la imagen promocional de una colonia.

Una chica desnuda sobre la que cae, estratégicamente, una lluvia de pétalos. Una evocación de sensualidad y sexualidad, en un momento aún de dictadura, tras la que encontraremos una realidad triste y el temor de un futuro oscuro. Un gancho visual tras el que Diosdado monta después un drama totalmente creíble. Ojalá algún productor se atreva nuevamente con él, ya sea en su versión original, ya sea adaptándolo a cómo funcionan hoy en día los medios de comunicación y el ecosistema de la información, con un reparto tan imponente como el de su estreno el 20 de septiembre de 1973 en el Teatro Infanta Beatriz de Madrid. Nada más y nada menos que Fernando Guillén, Mercedes Sampietro, Emilio Gutiérrez Caba y María José Goyanes.  

Usted también podrá disfrutar de ella, Ana Diosdado, 1973 (2015), Fundación SGAE.

“El pato salvaje” de Henrik Ibsen

Los ideales como elementos que estructuran una vida, pero también como motivo que la echan a perder. El destino uniendo, relacionando y confrontando lo que es y no es para gloria de los privilegiados y desgracia de los más humildes. Dramaturgia ágil y personajes bien definidos para permitir que el texto evolucione hacia el conflicto planteado por su autor y una resolución que supera las expectativas.

Ibsen era un perfecto analista de la sociedad noruega de finales del siglo XIX. Tanto en lo que concierne a sus asuntos públicos, he ahí Los pilares de la sociedad (1877) o Un enemigo del pueblo (1882), como a la relación entre sexos en la intimidad, dejando clara su postura contraria a convenciones y falsas moralidades como revela el soberbio tercer acto de Casa de muñecas (1879). Escrita cinco años después de esta obra, El pato salvaje vuelve a ahondar en qué suponen los valores. Si guías que han de orientar las decisiones y relaciones que una persona establece a lo largo de su vida, o si exigencias inflexibles que le llevan a auto condenarse ante la posibilidad de conseguir su utópico cumplimiento. Una presentación tras la que se esconde otra lectura más profunda y perversa, quién establece y perpetúa esos principios, y con qué fines.

El planteamiento es el de dos familias que se reflejan en su unión y su distancia. Ligadas en el pasado por la asociación empresarial entre sus líderes masculinos, vinculadas hoy por el encuentro idealista por los hijos de aquellos. Podría parecer que el salto generacional les permite sellar un puente de justicia moral entre ambas con el que recomponer lo que, por razones extrañas y ajenas a ellos, se rompió en el pasado. Sin embargo, queda la duda de si no es en realidad una traslación del mismo esquema de lucha de clases, donde el mando y la sumisión, la suerte y el dolor se reparten siempre de igual manera. Un entramado en el que, además, las mujeres están sometidas a lo que se disponga de ellas, ya sea heridas por el engaño del adulterio, ya señaladas por el delito del pecado carnal.

Intenciones que marcan el desarrollo, más crítico que argumental de la trama principal, y que condicionan el papel de las secundarias para que la apoyen en su propósito. La calidad literaria de El pato salvaje es indudable, al igual que la solidez de sus personajes y la verosimilitud del diferente tono expresivo de cada uno de ellos, pero es evidente hacia dónde quiere llevarnos Ibsen. No son ellos los que guían o provocan los acontecimientos, sino que son estos los que marcan su conducta, las cuestiones que plantean y las respuestas con las que se proyectan y defienden.

Sin embargo, esto no anula la emocionalidad de sus biografías ni la intensidad de los puntos de inflexión a los que se ven abocados, dejando espacio para su reivindicación de la espontaneidad, el perdón y el olvido, aunque asumiendo que estas oportunidades no están al alcance de todos. Una suma de posibilidades y contrariedades que eclosionan en un final en el que el Ibsen dramaturgo se posiciona sobre el ciudadano contestario que albergaba dentro de sí.

El pato silvestre, Henrik Ibsen, 1884, Alianza Editorial.

10 montajes teatrales de 2022

Estrenos con la mirada puesta en el barroco de Lope de Vega. Pícaras del siglo de oro encarnadas por dos de nuestras mejores actrices. Reivindicaciones políticas, reflexiones filosóficas y un monólogo tan autobiográfico como terapéutico. Coralidades divertidas, sugerentes y sugestivas, y miradas a la adolescencia y a la ligereza de la primera juventud.

Restos del fulgor nocturno (Teatro Clásico). Josep María Miró se deconstruye y se reconstruye sobre el escenario en una suerte de morbo, desnudez y confesión en que revela intimidades, pudores y secretos personales y familiares, conformando una pirámide que crece conceptual y narrativamente formando un corpus cada vez más sólido.

Las que limpian (Centro Dramático Nacional). A Panadaría combina orgullo identitario, capacidad de análisis y finura para transmitir su visión sobre el atropello laboral que sufren tantas mujeres encargadas de limpiar las habitaciones de hotel, condenadas a trabajar en condiciones indignas y por un sueldo aún más miserable que la ética de los empresarios que las contratan.

Los farsantes (Centro Dramático Nacional). Pablo Remón volvió a la actualidad dramática por la puerta grande con dos horas y medias inteligentes y complejas en las que desnudaba la cara oculta del teatro y el cine con unos excelentes Javier Cámara, Bárbara Lennie, Francesco Carril y Nuria Mencía.

Malvivir (Teatro Español). Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón se trasladan bajo la dirección de Yayo Cáceres y la dramaturgia de Álvaro Tato al Siglo de Oro para ofrecernos un recital de gracia, verbo y presencia en el que se reparten y alternan los personajes para hacernos disfrutar con sus andanzas, descaros e impudicias

Los que hablan (Teatro del barrio). Sencillos y espontáneos que dicen lo que piensan, mas nunca piensan lo que dicen. Un cuadro, un fresco, un collage de humanidad en la combinación, la interacción y la unión de las voces, la presencia y la gestualidad de Malena Alterio y Luis Bermejo.

La voluntad de creer (Teatro Español). En el principio estuvo el verbo y la presencia, después la palabra y el cuerpo y finalmente el significado y la experiencia. Ese es el viaje escrito, dirigido y compartido por Pablo Messiez en un argumento que nos sitúa en una reunión familiar en el País Vasco.

La noria invisible (Teatro Español). Comedia dramática y drama risueño a la par, en el que la detallista dirección de José Troncoso se complementa con la retórica de su texto para ofrecer un espectáculo que nos llega, además de por lo que escuchamos y vemos, por la identificación que establecemos con sus personajes.

Tea Rooms (Teatro Fernán Gómez). Una dirección en la que cada personaje está trabajado tríplemente. Por sí mismo, en conexión con los demás y como parte de un protagonista que es el conjunto de todos ellos. Un enfoque que consigue una compenetración total entre texto y actrices, gesto, presencia y palabras.

Elogio de la estupidez (Teatro Español). Decía Forrest Gump que tonto es el que dice tonterías, también hay quien opina que los muy tontos son, en realidad, listos que viven de los tontos que se creen listos. Esta función podría ser utilizada a favor y en contra por partidarios de una corriente y de otra.

Sweet Dreams (Nave 73). No es solo un espectáculo individual o un monólogo al uso con distintos actos en el que su único personaje evoluciona, cambia y se enfrenta a sí mismo. Es también un diván, un folio en blanco y un confesionario en el que no hay más cera que la que arde y afirmaciones que las que se escuchan.

10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.