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“Mucho ruido y pocas nueces” de William Shakespeare

Enredos sobre el amor a primera vista en el que “los que mucho se pelean, se desean”. Comedia ligera, con su buena dosis de drama, pero en la que no se toman en serio ni la política ni la justicia, pero sí los asuntos morales ligados a los roles de género y a las diferencias de clase. Divertida y recurrente por el uso de la retórica para definir a sus personajes.

No hay guerras al uso en esta obra. El belicismo está antes de su primera página. Tras su fin, el victorioso Don Pedro de Aragón llega a Mesina, a los dominios de Leonato, quien le recibe con alegría y festividad. Parecían conocerse ya de antes, pero no así el adjunto del primero y la hija del segundo, Claudio y Hero, jóvenes y excelsos, con ímpetu, pero aún faltos de experiencia en lo que se refiere a los asuntos de la intimidad. Aunque no todo será fácil. Shakespeare tenía que entretener a su público durante, al menos, un par de horas. Y lo estructura con dos tramas.

Complica el destino de los que parecen hechos el uno para el otro con una intercesión malintencionada y con aires de tragedia. Y complementa esa intensidad con el sarcasmo y la acidez del humor con que se enfrentan verbalmente Benedicto y Beatriz. Guerrero y compañero de Claudio él, ella prima y amiga de Hero. Todo esto hace que la puesta en escena, sea real en un escenario o imaginada con su lectura, de Mucho ruido y pocas nueces conlleve grandes dosis de gestualidad y movimiento con tintes de histrionismo e hipérbole.

Cuanto se plantea está sucintamente afinado para provocar la sonrisa de los que disfrutan con el intento de los malvados, se apiadan de quienes sufren la maledicencia y gozan con los enredos de quienes dicen repeler a aquellos que buscan. En la trampa que sufren Claudio y Hero -y por extensión, Don Pedro y Leonato- se juega con el honor y los celos, y las alianzas y conflictos políticos y sociales (entre padres e hijos, así como también entre hermanos) en torno a estos dos conceptos.

Aprietos sustentados en la diferencia entre el ser y el parecer y en los que se involucra a su espectador, al solo saber él la verdad de la injusticia que supone la acusación contra Hero y la situación imposible en que eso la sitúa frente a su familia y entorno. Shakespeare vuelve a circunstancias que ya había utilizado en Romeo y Julieta (1595) y avanza otras que utilizará de manera más intensa en Hamlet (1601) u Otelo (1603-04). Dicho esto, lo atractivo y sugerente de Mucho ruido y pocas nueces es el divertimento que propone en torno a la iniciación, la manifestación y el reconocimiento de la llamada del amor.

El mismo enredo que en una parte de la función da pie a la confusión y a la confrontación con riesgo de cisma, en la otra es un divertimento con la inteligencia añadida, de que están involucrados, casi los mismos personajes. Los diálogos son incisivos en los retratos con que sus protagonistas se plantean a sí mismos y describen a sus contrarios, y agudos en la formalidad de la retórica con que se despliegan. Su autor despliega recursos como cadenas de símiles que derivan en lógicas de absurdos, o conjunción de significados que se entrelazan para señalar la distancia y cercanía, a la par, que hay entre sus dialogantes. Y como entre ellos, entre el descaro de la indiferencia y la aceptación del amor como un sentimiento basado más en la convicción de compartir una sintonía que en vivir el fuego repentino de la pasión.

Mucho ruido y pocas nueces, William Shakespeare, 1598, Alianza Editorial.

“Grandes preguntas” de Eduardo Mendoza

Divertimento de escritura teatral en el que su autor da rienda suelta a su particular sentido del humor. Situaciones, personajes y diálogos excesivamente livianos, sin mayor propósito que dejarles hacer y entretenerse con sus ocurrencias y desencuentros en una imaginaria entrada, libre de prejuicios y convenciones, en el reino de los cielos.

Cuando nos morimos los buenos van al cielo y los malos al infierno. Promesa católica que seguro Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) escuchó hasta la saciedad durante sus primeras décadas de vida. Asunto al que, al margen de que fuera creyente o no, seguro le dedicó tiempo y de ahí surgió el argumento de Grandes preguntas. ¿Cómo es el momento del Juicio Final? ¿Su escenografía? ¿Quién está presente? ¿Cómo se rinde cuentas, de verdad saldrá todo a la luz, incluso lo nunca contado o confesado?

Asunto psicoanalítico al que el también autor teatral de Restauración (1990) y Gloria (1991) se enfrentó como suele ser habitual con él. Con sencillez y parsimonia, resaltando la gracia de los contrastes y haciendo hincapié jocoso en lo cotidiano, sobre aquello aparentemente imperceptible o que consideramos sin importancia.

En su prosa (La ciudad de los prodigios, El asombroso viaje de Pomponio Flato…) Mendoza suele ser mordaz, ácido y agudo desde su papel de narrador, pero en el teatro no tiene esa posibilidad. Sobre un escenario no hay más que las palabras que pronuncian sus personajes, no tienen envoltorio que les presente, explique o amplifique. Y eso provoca que su propuesta no arranque, le falta una base sobre la que anclarse y crecer a partir de ella. Un espectador o lector podría incorporarse a Grandes preguntas a mitad de función y se sentiría en el mismo punto que uno que llevara en ella desde el inicio. No hay una estructura que fluya y que nos indique que el texto evolucione o crezca. Es una y otra vez lo mismo, y sin reglas ni lógicas intrínsecas que nos permitan saber a qué atenernos.

De un lado Daniel, el hombre de mediana edad que ha sido llamado a las alturas para iniciar la otra vida. Frente a él, Tobías, personaje salido de la Biblia, y quien ejerce de recepcionista en la entrada al reino de Dios. El desconcierto del primero frente a la monotonía administrativa del segundo. La modernidad y actualidad de uno versus la incomprensión y el desconocimiento de los usos y costumbres de nuestro tiempo por parte del otro. Mendoza intenta un absurdo interesante, pero la estupefacción e incredulidad que transmiten sus diálogos no cuajan. Convierten a Grandes preguntas en una sucesión atónita de estas, con escasa gracia y originalidad, tediosas incluso.

Las referencias sexuales resultan banales, más aún cuando se las hace protagonistas. Despista cuando los personajes tan pronto entienden las referencias que manejan entre sí como, acto seguido, se comportan como dos extranjeros que nunca antes se vieron. Los quiebros conceptuales son demasiado fáciles, no funciona la lógica con que son presentados. Lo que sí lo hace es la intención desconcertante de muchas de las interrogantes que se plantean, pero presupongo que no con la intención ideada por Eduardo. Cierro con esta obra la trilogía de su Teatro Reunido (Editorial Planeta, 2017) y me vuelvo a sus novelas y reflexiones.   

Grandes preguntas, Eduardo Mendoza, 2004, Editorial Planeta.

“La madre”, drama, intriga y Aitana Sánchez-Gijón

Más allá del síndrome del nido vacío y de un matrimonio de cara a la galería. Retrato de una mujer frustrada, pero con una ambigüedad bien calculada sobre los motivos de la imagen que transmite y las causas de su comportamiento. Un texto trazado con inteligencia, una puesta en escena sobria que explicita sus tensiones y un elenco compacto que despliega todas sus aristas.

El inicio es convencional. Una mujer espera en casa la llegada de su marido y tras un leve saludo se queja de la desconsideración de su hijo emancipado, de la desconexión de su hija ya autónoma y de la falta de comunicación -por no decir falsedad y lejanía- de quien acaba de llegar de su trabajo. Toques de ironía y acidez disfrazados de humor que generan complicidad y empatía, cercanía con unos personajes que nos resultan familiares, si no por identificación, sí por suposición de los arquetipos del mundo urbano, proletariado y capitalista en el que vivimos. Sin embargo, la sensación de comodidad dura poco.

La dramaturgia de Florian Zeller rápidamente vira para adentrarse en el terreno de las percepciones, obligándonos a preguntarnos si aquello de lo que estamos siendo testigos es tan transparente, sencillo y lógico como habíamos asumido. Un terreno de ocultaciones e invisibilidades que la dirección de Juan Carlos Fisher deja entrever a través de un diseño escénico que más que minimalista, frío y sobrio, resulta revelador en su asepsia, subrayador en su simplicidad e intensificador en el simbolismo de su fractura. Súmese a ello la complementariedad de la iluminación y la amplificación de la ambientación sonora y musical.

Hora y media en la que la narración familiar y el retrato individual se van transformando, afectando incluso al punto de vista desde el que observamos, interrogándonos sobre desde dónde miramos e interpretamos, si lo estamos haciendo desde el lugar y el modo correcto. Qué se nos escapa y qué hemos asumido como lo que no era. Así, La madre y sin dejar atrás sus toques de humor corrosivo, profundiza en su drama adquiriendo tintes de intriga y misterio más propios del thriller y hasta el terror psicológico.

Una introspección bajo un prisma de opresión y agorafobia encarnado por un elenco en el que Aitana Sánchez-Gijón integra con solvencia en su personaje el devenir de las diferentes y superpuestas tramas. La esposa desencantada, la madre Agripina y la mujer abandonada por su pasado y carente de un futuro. Estados emocionales, registros relacionales y versiones alejadas e integradas de sí misma que se despliegan, complementan y confrontan con el buen y acotado trabajo de sus compañeros.

Juan Carlos Vellido compone un marido que nunca termina de estar y que permanece cuando resulta ausente. Alex Villazán es ese hijo obligado a volar solo para sobrevivir y condenado a permanecer para que su verdugo no se convierta en su víctima. Y Júlia Roch destella revelando las indeterminaciones de cuando sucede en La madre, obligando a sus espectadores a tomar parte en la construcción de su absorbente, seductor y conseguido relato.

La madre, en Teatro Pavón (Madrid).

“Incendios” de Wajdi Mouawad

Vidas que comenzaron antes de haber nacido y biografías que no se cierran hasta mucho tiempo después de haber fallecido. La violencia solo engendra violencia y en algún momento habrá que reconvertir toda esa energía en pausa y sacrificio, sosiego y convivencia. Un texto complejo e inteligente, una tragedia trazada con el ingenio de las matemáticas y el lirismo de la poesía.

El día que Nawda fallece acumula tras de sí cinco años de silencio, lustro en el que ha fraguado cómo revelar la verdad que llevaba dentro de sí para que sus hijos la integren y se reformulen tras su conocimiento. El proceso comienza con las dos cartas que reciben durante la lectura de su testamento, una para que ser entregada a un padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabían que tenían. Una misión que les hace mirar hacia el Líbano, donde nació su madre, desde Canadá, donde ellos nacieron y viven. Miles de kilómetros y varias décadas de por medio, pero también un abismo cultural. Mientras que para ambos la guerra es algo desconocido, para quien les concibió y parió, la violencia física y psicológica, el enfrentamiento familiar y social, la destrucción de cuanto se conoce y el horror que se graba en los recuerdos fue la tónica.

Son varias las lecturas que propone Mouawad en Incendios. La primera es encontrar la manera de poner fin a ese canibalismo que no soluciona, sino que se convierte en continua génesis, prolongación y maximización de lo que va en contra de nuestra condición de seres humanos. La segunda es entender que los vacíos que se trasladan de padres a hijos no solucionan ni evitan, solo les limitan e impiden la posibilidad de una vida plena y serena. Y la tercera, por parte de los hijos, es que no son víctimas sino herederos de un sistema imperfecto y que está en su mano el intentar sanarlo, pero eso pasa, necesariamente, por conocerlo y comprenderlo. Amor propio, amor al prójimo y amor a la carne de tu carne que son tus padres y tus hijos.

Propósito trazado sobre el papel con el realismo, la desnudez y la crueldad de la tragedia. No hay promesas de resolución y regeneración, sino heridas abiertas y cicatrices visibles que de tan anchas y obvias acaban convirtiéndose en parte del paisaje, coordenadas del entorno y rasgos de la personalidad de todos y cada uno de sus personajes. Un puzle que Mouawad deconstruye en varias localizaciones, a uno y otro lado del mundo, y momentos, según distintas edades de su principal protagonista, enlazándolos con la historia de su país. Haciendo que todos ellos se relaciones con una serie de mecanismos de causas y consecuencias, espejos y continuaciones que revelan no solo las capas, dificultades e imposibilidades de su biografía, sino también la de su familia, su comunidad y su pueblo, la de todas esas personas con las que ha compartido lugares y valores, una cultura y un relato compartido desde el principio de los tiempos.

En la forma, el estilo del posterior autor de Todos pájaros (2018) es de un refinamiento que recuerda a creadores anteriores y contemporáneos más cercanos como Federico García Lorca o Alberto Conejero. Con unos diálogos que oscilan entre la espontaneidad con interjecciones del notario y la austeridad de los hermanos gemelos cuando están en territorio canadiense, a un lirismo altamente poético, mas sin dejar de ser nunca prosaico a la hora de dialogar, procesar y exponer las emociones, las tensiones y las barbaridades que tienen lugar en suelo libanés. Otorga así a lo delicado y doloroso de una belleza y sensibilidad con la que es imposible no conectar y empatizar.

Únase a ello una estructura que, como bien explica en su tercera escena, está tomada de la teoría matemática de los grafos, comenzar por lo cercano y visible y seguir por lo que queda oculto en los ángulos a los que no llegan nuestros ojos para, después, con la experiencia y el conocimiento adquirido, volver a reformular el plano personal y familiar, individual y colectivo, con el que se comenzó en el punto de partida.

Incendios, Wajdi Mouawad, 2003 (2011 en español), KRK Ediciones.

«Un delicado equilibrio» de Edward Albee

El círculo más íntimo, la familia y los amigos, como alegoría en la que dirimir los conflictos que afectan al ser humano. Personajes hondos y diálogos potentes en un escenario único en el que el día y la noche, la sobriedad y el alcohol, lo obvio y lo oscuro se unen, alternan y confrontan en una dramaturgia sin un segundo de descanso para deleite, angustia y proyección de sus lectores.

Un matrimonio. Con una hija que se separa por cuarta vez y un hijo que se quedó en el pasado. La hermana de ella y una pareja de amigos que acuden buscando refugio. Seis personajes en busca de razón por la que seguir y de destino al que dirigirse. Acechados por la insatisfacción que caracteriza a cuantos habitan las ficciones de Edward Albee, rondados por el alcohol que les torna ácidos, irónicos y socarrones, y con una relación nunca transparente con el sexo. Por eso Un delicado equilibrio resulta valiente y transgresora considerando el año en que se estrenó, 1967.

Porque en este texto ganador del Pulitzer se habla de sexo antes del matrimonio, de adulterio y proxenetismo, hasta de homosexualidad o bisexualidad, de hombres que rehúyen el encuentro con su mujer y que rehuyeron depositarse en ellas. Albee no tiene pudor alguno respecto a lo relacional y lo emocional. Sin embargo, su expresionismo no es meramente visceral, tiene mucho de análisis, estudio y muestra del comportamiento humano, de buscar causas que se escapan a la lógica de los convencionalismos y de suponer consecuencias que van más allá de los registros de lo que se permite manifestar.

Al igual que en The zoo story (1958), The american dream (1961) o en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1962), Edward vuelve a profundizar en el porqué de los vínculos que establecemos. Cuáles se deben a circunstancias que nos anteceden, como los biológicos, y cuáles dejaron de sustentarse en la libre elección para deberse al miedo a la soledad o al imperativo de la subyugación. Y unido a esto, el insospechado precio que se paga, tanto en primera instancia como a largo plazo, por no vernos frente al abismo de la nada.

Y todo ello en situaciones que pudieran parecer poco realistas por lo que tienen de simultaneidad de calma y tensión, de parecer cotidianas mientras traslucen algo tan nuclear que sus lectores y espectadores no están dispuestos a permitirse a sí mismos fuera de sus páginas o su escenario. Respuestas cortas, interjecciones y frases sencillas. Mas también intercambios en los que se bordea el conflicto que no se sabe cómo afrontar, cambios de humor y registro en los que ellos y ellas se ven superados por lo que llevan dentro, aunque nunca tanto como para dejarse vencer y derrotar.

Un delicado equilibro trata igualmente sobre el instinto de supervivencia, a quién buscamos cuando sentimos que no podemos seguir y cómo reclamamos nuestra independencia cuando vemos en peligro nuestra individualidad. Paradojas y conflictos que no responden solo al momento, sino que se repiten, prolongan y retroalimentan en unas coordenadas en las que hay insultos, desprecios y malas formas, pero también un amor, un cariño y una estima tan dolorosa como inevitable. Un micro universo en el que, de manera velada, se puede ver el reflejo de la sociedad estadounidense de los años 60, la que intuía que el sueño americano no concedía lo que prometía.

Un delicado equilibrio, Edward Albee, 1967, Samuel French, Inc.

«Tío Vania» de Antón Chéjov

Una casa en mitad del campo es el escenario en el que una familia de supuestos bien avenidos y posición acomodada llevan una vida tranquila y resuelta. Pero la distancia con cualquier núcleo urbano, la convivencia obligada y la soledad interior son armas de doble filo cuando se manifiestan los conflictos no resueltos, las relaciones imposibles y toda clase de neurosis. Como siempre, Chéjov es el maestro que observa y sintetiza los males y vicios de la burguesía de su tiempo.

Quiero y no puedo. Ese es el previo que define antes de la primera escena a los personajes de esta obra. Un mal atemporal con el que no solo se frustran interiormente, sino que les encierra en sí mismos amargándose la vida los unos a los otros en una espiral y madeja difícil de resolver. Algunos se libran desarrollando su interés por el entorno en el que viven, aunque no queda claro si es como manera de evitar lo que atrapa a los primeros o por una motivación verdadera. Cierto es que en el caso del doctor Ástrov el motivo de su atención -el medio ambiente, la falta de progreso rural- termina por convertirse en una preocupación obsesiva, pero al menos refleja una perspectiva menos víctima de sí mismo.

Como en su obra anterior, el autor de La Gaviota (1896) convierte lo que parece una situación idílica, una cómoda y amplia vivienda en una gran finca, en un lugar en el que sus residentes y visitantes se desdoblan hasta terminar mostrando aquello que las normas de la corrección social les impide. Pero aquí no hay personas, emplazamientos o situaciones que permitan tener una alternativa con la que rehuir la aceptación, el aprendizaje o el cambio de actitud con que solventar los escollos que la vida les presenta. Así, lo que podría tomarse como disyuntivas cotidianas acaban tornando en dramas existenciales cuyo principal problema no son los asuntos en sí sobre los que tratan -el amor, el reconocimiento, el trabajo-, sino los cánones en los que se basan unos y otros para condenarse o elevarse.

Una atmósfera presentada con sosiego, pero sin esconder el potencial explosivo que alberga, y con transparencia, mostrando tanto la cara pública como la privada de los hombres y mujeres, mayores y jóvenes de sus habitantes. Vista desde hoy, la formalidad con que se expresan le da un toque naif y esquemático a cómo son presentados y evolucionados, pero la realidad es que constituye un ejercicio de análisis emocional tan sincero como auténtico y comprometido, yendo al centro, al punto neurálgico de las motivaciones y constructos de la burguesía rusa de finales de entre siglos. Y como extrapolación de esta, a la de cualquier grupo social.

Asunto que Chéjov había tratado ya largamente en su producción -que haría evolucionar en su siguiente dramaturgia, Las tres hermanas (1901)- con una maestría por la que ocupa un lugar indiscutible en la historia de la literatura universal. He ahí su estela con rendidos admiradores como el también genial Tennessee Williams, o el cineasta Louis Malle, cuya adaptación cinematográfica de Tio Vania en 1994 recuerdo como mi primer acercamiento a esta obra.

Tío Vania, Antón Chéjov, 1900, Alianza Editorial.

“La noche en que Larry Kramer me besó” de David Drake

Monólogo biográfico, activista y retrato generacional, social y político. Relato individual que conecta con lo colectivo ofreciendo un drama duro y sincero, mas con toques de humor que revelan que siempre es posible la esperanza. Escritura concebida para su transmisión oral, exigente para el actor encargado de su interpretación y un regalo para su lector y espectador por los lugares, emociones y realidades en que le integra.

La pandemia de la COVID-19 nos valió para comprobar cómo nos comportamos en ocasiones similares en el pasado. La distancia temporal ha demostrado que la eclosión del VIH y el sida se vio silenciada y profundizada por dos de los males de nuestro tiempo, el individualismo del materialismo neoliberal y la eterna inmoralidad de quienes se sienten superiores, mejores y más merecedores que los demás en base a criterios caprichosos, injustos y nunca cumplidos ni por ellos mismos. Un muro que supuso muerte y dolor para demasiadas personas solo por el hecho de ser homosexuales y contagiarse de un virus hasta entonces desconocido y, desde entonces, tratado en demasiadas ocasiones con el filtro de la homofobia.

David Drake (1963) relata qué supuso sentirse verse rodeado por el sufrimiento de los suyos en las décadas de los 80 y los 90. Se retrotrae para recuperar la génesis de aquellos tiempos, fijándose en sí mismo, y se proyecta en el futuro con un toque humorístico (Barbra Streisand mediante) con el que demuestra la capacidad de ilusión y futuro que siempre ha dado vida a la comunidad LGTBI. Se presenta poniendo el foco en aquello que, siendo ordinario, era extraordinario porque, con la agudeza que dan los años, sabes que te revelaba diferente.

El niño al que miraban raro porque le gustaban los musicales, el adolescente al que castigaban porque quería ser besado por otros chicos. El joven que se ve obligado al autoexilio y abandonar su lugar de origen para aventurarse en el dinamismo y el riesgo, las oportunidades y la oscuridad, de la gran ciudad, de Nueva York.

Un viaje que Drake relata sabiendo extraer lo nuclear de lo anecdótico y extraer lo simbólico de referencias musicales como los Village People o The Supremmes, o lo antropológico en hábitos como ir al gimnasio y el culto al cuerpo. Y apelando literariamente a lo fundamental, a las sensaciones que se graban hondo y a las emociones que surgen con timidez y fragilidad, o cual torrente desbordado, desde donde no se pueden alterar.

Un leitmotiv con el que genera un corpus dramático que no se basa en la obviedad de la descripción en primera persona, sino en saber apelar desde la piel, la mirada y el corazón a aquello que se vio y se grabó, que se escuchó y perdura, que se descifró y desde entonces el mundo ya no es igual. Una cosmovisión también política que ejemplifica cómo los gobiernos y los estados pueden llegar a dar la espalda a sus gentes y cómo estas han de empujar, gritar y visibilizarse, yendo más allá de las convenciones, las lógicas y lo conocido para ser escuchadas, respetadas y consideradas.

Un espíritu activista que enlaza con el también autor que La noche en que Larry Kramer me besó homenajea y recuerda en su título. Un creador que nos dejó grandes obras de teatro como Un corazón normal (1985) y una trayectoria política en la que abrió camino fundando movimientos como Act Up. Un ejemplo que David Drake, también actor y director, sigue con este buen monólogo. Ojalá lo veamos pronto interpretado en español tras la alegría de su traducción por Editorial Dos Bigotes tres décadas después de su escritura original.

La noche en que Larry Kramer me besó, David Drake, 1994 (2024 en español), Editorial Dos Bigotes.

“En mitad de tanto fuego”, entre el deseo y la guerra

La palabra de Alberto Conejero, la conceptualización de Xavier Albertí y el cuerpo y el verbo de Ruben de Eguía. Un monólogo brillante que habla de la verdad de lo íntimo, una puesta en escena en la que menos es más y una interpretación en la que la presencia aúna el mito de ayer, el anhelo de hoy y la esperanza del futuro.

El lirismo de su expresión, la desnudez emocional de sus personajes y la universalidad de su discurso son la tónica en la escritura de Alberto Conejero, ya sea en su teatro, en su poesía o en su conversación a nivel más personal. En todos ellos resulta auténtico, a la par que muestra de quién parte en su creación. En mitad de tanto fuego nace de la Ilíada de Homero, toma el personaje de Patroclo y su relación con Aquiles y sin abandonar ese mundo clásico, lejano y mitológico, se adentra en la esencia del ser humano para construir un monólogo que versa sobre la autenticidad de los sentimientos, la fuerza del deseo y los constructos de la masculinidad para destruir cuanto ponga en riesgo su soberanía.

Diafanidad, inmensidad y rotundidad que Xavier Albertí formatea en un escenario sin elementos que distraigan nuestra atención, más parco aún de lo que Conejero sugiere en la edición literaria de su texto (Editorial Dos Bigotes, 2023). Un vacío que no es ausencia, sino núcleo de lo que pretende recrear, transmitir y generar. Apenas unos focos cálidos bien dirigidos con los que construye una atmósfera que contagia el misterio y la congoja, la alegría y la ilusión, la desazón y la frustración de Patroclo. Un alrededor formateado por la energía que emana de su pecho y reclamado, a su vez, por él mismo como como bálsamo con el que calmar la ausencia de Aquiles.

Sobre esas bases, Ruben de Eguía despliega una interpretación virtuosa por la manera en que moldea la complejidad de lo escrito por Alberto, y su carga de significados, y el modo en que hace de la falta de apoyos y sombras de su escenografía, el horizonte en el que despliega la solemnidad de su físico y los múltiples registros por los que transita su mirada y su voz. Tonalidades con las que muestra y manifiesta lo que se agita dentro de él, con las que describe y canaliza lo que sucede ante sus ojos, con las que se zambulle en la universalidad y atemporalidad de la historia y funde tiempos y lugares para denunciar la violencia, la barbarie y la destrucción de la guerra.

Podría parecer que su inmovilidad le condena al hieratismo, sin embargo, el helenismo de su encarnación resulta dinámico y expresivo, excelso y sensual, elegante y marmóreo. Su bien gestionada economía gestual le convierte, no en el canal o mediador del monólogo al que asistimos, sino en su propietario y administrador. Conecta, atrae y atrapa a su espectador hasta convertirle más que en oyente de sus vicisitudes y testigo de sus vivencias, en compañero de sus batallas en el lecho compartido con Aquiles y en la intemperie, ante las murallas de Troya, así como en víctima de la injusticia, la ignorancia, el odio y la crueldad proyectados sobre el indefenso y el diferente.

En mitad de tanto fuego, en los Teatros del Canal (Madrid).

“Muero porque no muero. La vida doble de Santa Teresa” de Paco Bezerra

Semblanza y reinterpretación de una de las grandes mujeres de la historia literaria y religiosa de nuestro país. Contraponiendo quien supuestamente fue con la imagen que tenemos de ella, y trasladando a nuestro tiempo actual su visión sobre cómo vivir espiritualmente el compromiso con Dios padre omnipotente. Texto audaz por los escenarios y situaciones que propone, y acertado en su intención tal y como certifica la polémica que lo ha rodeado.

Cuando convertimos a alguien en mito lo mutamos en un personaje que quizás tenga poco que ver con la persona que fue. Ya sea porque él o ella lo incentivaron, ya sea porque hubo a quien le convino valerse de él o ella para configurar su propia imagen. Ese es el caso de Santa Teresa de Jesús, mujer que leyó y escribió cuando muy pocas podían hacerlo, y que se erigió como fémina independiente y con criterio propio, lo que le llevó, incluso, al enfrentamiento con la santa Inquisición. Episodio en el que se puede profundizar teatralmente leyendo La lengua en pedazos (2012) de Juan Mayorga y, de paso, comprobar el muy diferente enfoque de Bezerra.

En Muero porque no muero lo que importa no es tanto la formalidad, la escenografía y la retórica, sino el contacto directo que plantea entre la que monologa y el público que la escucha. Por eso da igual su edad, Paco propone entre 16 y 65, y la materialización de los lugares y atmósferas que describe. Basta su verbo para sentir la paradoja, la incomprensión y la incoherencia, así como la calle, la suciedad y la degradación física y psíquica. Paco se ha propuesto no ejercer de mediador de la fisicidad de Teresa de Jesús, presentar un panegírico, sino de su espiritualidad.

El subtítulo de La doble vida de Santa Teresa remite a la lectura que su autor realiza de ella y que parte de una pregunta de difícil y abierta respuesta. ¿Podría surgir hoy un personaje como la nacida en Ávila en 1515? Y de ocurrir, ¿por dónde le llevarían los derroteros del destino? ¿Cómo se nos daría a conocer y cómo la recibiríamos? Bezerra elucubra y supone, imagina y traspone las coordenadas de hace cinco siglos a la actualidad. Fuerza y transgrede, pero no se queda en un estéril juego de artificio, sino que nos sitúa donde pretende, frente a la misión humanista, la reflexión filosófica y el compromiso cristiano promulgado y encarnado por Teresa.

Literariamente Muero porque no muero es interesante. Dramatúrgicamente es arriesgado por el recorrido textual, ambiental y tonal que dibuja a lo largo de su recorrido. De la convención inicial al shock para acabar en una liturgia bien fundamentada en las más actuales formas de misticismo. Quizás resulten redundantes ciertas concreciones que suenan más a activismo y posicionamiento político, pero, a fin de cuentas, esta es la Santa Teresa de Jesús que ve y proyecta su devoto y seguidor, su estudioso y compañero en la suposición de una realidad paralela y simultánea a esta que habitamos y por la que transitamos manipulando y prostituyendo la biografía, el mensaje y el objetivo de quienes se atrevieron a ir más allá de los límites y las posibilidades de su tiempo.

Muero porque no muero. La doble vida de Teresa, Paco Bezerra, 2022, Fundación SGAE.