Archivo de la categoría: Cine

“Civil war”, podría ser verdad

Alex Garland escribe y dirige una historia potente y verosímil sobre lo que supondría vernos inmersos en una guerra fratricida. No entra en las causas y los fines de los combatientes, solo expone sus consecuencia: la barbarie y el salvajismo. Y lo muestra adoptando un interesante punto de vista, el de quienes pretende dejar testimonio, resaltando así el papel y el valor del periodismo.

Nuestro deber es documentar y dejar que sean otros los que hagan las preguntas”, esa es la línea de diálogo clave en el guión de Civil war. El comentario sencillo, pero rotundo y clarificador, que en una de las primeras secuencias le hace Lee a Jessie, una sólida y convincente Kirsten Dunst a una pujante y resuelta Cailee Spaeny.

Ese el propósito de toda la película, agitar nuestra conciencia. La actualidad ha llegado a un punto en el que concebimos que hordas como las que asaltaron el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 podrían derivar en una guerra de todos contra todos, en el que la anarquía y el asesinato sean la norma, la muerte y la destrucción el objetivo final.

Suposición a partir de la cual Garland imagina un grupo de cuatro periodistas que parten de Nueva York hacia la capital norteamericana con la intención de conseguir la primicia de una entrevista con el presidente de los EE.UU., atrincherado en la Casablanca. Civil war resulta no es solo una distopía, un thriller y una película bélica, sino también una road movie que viaja mostrándonos a dónde nos puede llevar la brutalidad cuando desaparecen el civismo y el imperio de la ley. La venganza y la crueldad, los fusilamientos y las fosas comunes, el exterminio y la completa deshumanización de lo que antes habían sido comunidades concebidas desde el diálogo y para la convivencia.   

Haciéndolo a través de la cámara de los fotorreporteros, la cinta resulta aún más creíble en su ánimo por mostrar la posible realidad. El deber del periodista es observar y mostrar, saber mediar recogiendo cuantos elementos intervienen y forman ese instante o episodio que sintetiza con objetividad en una imagen, un clip de vídeo o una crónica. Aunque siempre con esa endeble y sutil línea roja que de un lado dice que no se debe intervenir ni tomar partido en ella, y en el otro sitúa la subjetividad de las emociones y el compromiso con valores como los derechos humanos, así como la relación, cercanía y distancia, entre vocación y experiencia.

Un punto de vista aplicado muy correctamente a una sucesión de avatares lógicos y posibles que se viven desde la butaca con curiosidad e intriga por conseguir que nos identifiquemos con sus protagonistas. Con tensión y ritmo por el dinamismo de su narración. Con estupefacción y miedo en los pasajes en los que el horror físico y psicológico es justificadamente explícito. Con alucinación y asombro por el espectáculo visual que aúna una postproducción sobrada de intervención digital, una banda sonora concebida para significar lo que no muestra la pantalla y un elenco actoral que, a pesar de todo, consiguen que en Civil war tenga cabida la esperanza. Tomémosla como una advertencia más que como una premonición.

“Los niños de Winton”, el lado bondadoso de la historia

El ayer de 1939 entre Praga y Londres, y una pequeña localidad en el campo británico cinco décadas después. La voluntad, la decisión y el legado del hombre que salvó a 669 niños de morir bajo las fauces del terror nazi. Una narración sencilla que evade la dificultad de las instituciones y las burocracias para centrarse en la emocionalidad de una historia brillantemente encarnada por Anthony Hopkins.

Es uno de esos vídeos breves que de vez en cuando me surge en Instagram cuando estoy perdiendo el tiempo antes de dormir, el momento en que un hombre mayor en un plató de televisión descubre que está rodeado por personas a las que salvó la vida. Un logro producto de su impulso y tesón, mas también de su humildad y convicción. Una historia real, un libro y una biografía después, ahora lo conseguido por Nicky Winton queda plasmado en la gran pantalla confiando su papel a Anthony Hopkins en su versión ya anciana y a Johnny Flynn en la de sus tiempos de juventud. Más íntima y dialogada la primera, más narrativa la segunda, queda claro que la presencia de Hopkins basta para hacer que ver Los niños de Winton sea una experiencia emocionante.  

La película comienza con él, y le bastan esos primeros minutos para transmitir el carácter de su personaje e imprimir el tono de la película, incluso cuando no es él quien está en pantalla y lo narrado se remonta a los meses que transcurrieron desde que Hitler invadió los sudestes checoslovacos en octubre de 1938 e inició la II Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939. El guion no entra en cuestiones políticas ni geoestratégicas y la dirección de James Hawes opta por plasmar visualmente, por crear imágenes descriptivas. Hace bien en eludir sentimentalismos, ya sabemos las múltiples formas que tomó aquel horror, aunque le hubiera venido bien un diseño de producción más ambicioso, más allá de la corrección estilística.

El final de los 80, las secuencias protagonizadas por Hopkins, sí goza de esa naturalidad que amplifica aún más la sencillez de su conflicto, cómo desprenderse, con el respeto que merecen, de los recuerdos documentales de ese pasado tan poderoso. Flashbacks en los que se agradece la presencia de Helena Bonham Carter, su teatralidad y fotogenia logran que lo lineal del guion en esos pasajes torne explicativo y moralmente didáctico. Las escenas televisivas son, quizás, las menos conseguidas desde un punto visual, aunque paradójicamente resultan las más emocionantes por la combinación de sobriedad y hondura expresiva de quien nos deslumbrara de la misma manera en El silencio de los corderos (1991) Lo que queda del día (1993) o Tierras de penumbra (1993).

La sensación que queda al final es que esta no es solo una película sobre la II Guerra Mundial, sino también sobre cómo cualquiera de nosotros, por muy anónimo e individual que sea, puede actuar para intentar que el mundo en el que vivimos, la sociedad de la que formamos parte, sea más empático, comprensivo, dialogante, acogedor y receptivo con aquel que lo necesita. Más aun cuando se encuentra en una situación de indefensión ante una violencia siempre injustificable. Ayer los niños que se encontraban en Praga, hoy los pequeños que están en…

“Desconocidos” en la abstracción de la soledad

Drama y fantasía en una historia sobre cómo nos anclamos en las heridas que no cerramos. Da igual cuán adultos seamos, la niñez pervive en nuestro interior impidiéndonos avanzar y vivir una completa madurez. Actualidad y años 80 alternados y personajes apenas trazados, pero muy bien definidos y mejor interpretados por Andrew Scott y Paul Mescal.

La mega urbanidad de Londres -como la de otras tantas grandes ciudades- tiene algo de distópico. Millones de personas en un mismo emplazamiento, y buena parte de ellas con una sensación de soledad infinita, residiendo en edificios con multitud de viviendas, mas aislados por las barreras que suponen nudos de carreteras, vías ferroviarias y túneles. El escenario al que muchos huyeron esperando encontrar libertad, igualdad, respeto y consideración y que ha acabado convertido en una falsa promesa, atrapándoles sin, aparentemente, darles otra opción que volver al punto de inicio.

Ese es Adam, el adulto escritor de guiones de cine y televisión que vive en un rascacielos con vistas envidiables, pero que por dentro es el niño al que sus compañeros de colegio despreciaban por mariquita y al que su padre no abrazaba aun cuando le escuchaba llorar. Un mundo en el que la única persona con la que interactúa es Harry, un vecino que aparece de la nada con la propuesta no explícita de conocerse y acompañarse, de dejarse llevar sin definir rumbo ni destino.

Pasado y presente alternados en una narración que se apoya en la hondura de los silencios, el brillo de las miradas y la frialdad de hoy y calidez de ayer de sus ambientaciones. Espacios de confluencia entre personajes y espectadores construidos, expuestos y desarrollados por Andrew Haigh, muy en su estilo -basta recordar 45 años (2015)-, dejando que sea el eco de las emociones el que dibuje, concrete y dinamice cuanto vemos, percibimos e interpretamos.

Tras un inicio sobrio con visos melodramáticos, rápidamente expone su conjugación de drama contemporáneo y fantasía con intención sanadora. Volver atrás no para justificar o comprender, sino para conseguir nuestra empatía sin necesidad de planteamientos racionales. No analiza ni explica, relata fusionando los ojos del adulto con los del niño que fue, ese que fuimos todos, resultando tierno y convincente. Si, además, has vivido en tu piel o conocido en la de alguien a quien quieres la homofobia en sus múltiples variantes -escolar, familiar, social y política-, eres capaz de ver cómo todo eso está tras la presencia, la atención y las respuestas de Harry y Adam.

Con más texto que acción, el guion plantea escenas casi siempre interiores y nocturnas, con una luz fluorescente que transmite una desnudez escenográfica y anímica, tornando en expresionista las pocas ocasiones en que se plantea traducciones visuales de la tristeza y esperanza de su trasfondo psicológico. Un buen trabajo de dirección de fotografía de Jaime Ramsay complementado por la banda sonora compuesta por Emilie Levienaise-Farrouch y una selección de canciones entre las que destacan por lo apropiado de sus letras, su ritmo y su simbolismo generacional, The power of love de Frankie goes to Hollywood y Always on my mind de Pet Shop Boys.

«20 días en Mariúpol», periodismo sobresaliente

Periodismo de verdad, el que se introduce en la realidad para contárnosla tal cual es. El que no se limita a mirar y reflejar pasivamente, sino que observa, busca e indaga para descubrir qué hay más allá de los hechos y cuál puede ser su devenir. Imágenes crudas sobre cómo Rusia invadió Ucrania, que demuestran cuán necesario es el cuarto poder para cimentar la democracia.   

Curioso capricho del destino, dícese que el fotoperiodismo nació durante la guerra de Crimea (1853-1856) y ahora, no muy lejos de allí, el ataque que la ciudad de Mariúpol sufrió a finales de febrero de 2022 ha dado pie a una película documental con mimbres de convertirse en un hito del periodismo de guerra. Mstyslav Chernov es el creador involuntario y la mente sagaz de esta cinta que surge de la vocación y compromiso que transmite como corresponsal audiovisual de The Associated Press.

El periodista en zona de conflicto no tiene horarios, su tiempo está marcado por lo que sucede a su alrededor, y cuando las tropas rusas comienzan la invasión de Ucrania asediando la ciudad de Mariupol, Chernov entiende que tiene una misión, una obligación moral. Un deber que siente aún más medular cuando comprueba que lo que allí está ocurriendo va más allá de un conflicto armado y se están cometiendo crímenes de guerra, premeditados y deliberadamente atroces, contra la población civil.

Los noventa minutos de 20 días en Mariupol se sustentan en su dominio técnico y narrativo, sabe recoger y editar el conglomerado de lo visible, la destrucción material, y lo invisible, el terremoto emocional que sacude a los habitantes de la ciudad ante el infierno, la violencia, la crueldad y la muerte en la que se ven sumidos. Y aun cuando su objetivo no es la precisión argumental ni la impresión estética, consigue ambos, evidenciando que hay una maestría que le permite no solo informar, sino también concienciar sin necesidad de pararse a convencer.

Muchas de las secuencias ya fueron transmitidas en su momento por televisiones de todo el mundo, dejándonos atónitos al comprobar que se estaba disparando indiscriminadamente contra simples viandantes, sepultando niños al bombardear edificios de viviendas y atacando hospitales en los que había mujeres embarazadas. Al verlas ahora unidas cronológicamente, y ligadas entre sí con la propia vivencia y reflexión de Mstyslav, ese profesional que, a priori, no debe desvelarse como tal ante su lector, oyente o espectador, queda aún más patente el ejercicio de comunicación y de mediación que supone ser periodista y que él encarna con rigor.

20 días en Mariúpol impacta por lo que pasó allí y entonces, por lo que sabemos que sigue ocurriendo en Ucrania y en otros muchos lugares del mundo y porque, a la par, nos hace plantearnos qué podemos hacer cada uno de nosotros, desde la pequeñez e insignificancia de nuestras vidas, para impedirlo. También, qué caprichosamente afortunados somos muchos de nosotros que, por ahora, este tipo de circunstancias nos son lejanas. Veremos si se lleva el Oscar a mejor largometraje documental el próximo 10 de marzo, sería una buena manera de amplificar su mensaje.

10 películas de 2023

Ganadoras y nominadas. Personajes únicos, protagonistas de historias cotidianas, pero también cargadas de simbolismo. Cintas de bajo presupuesto y producciones sin límite. Títulos que el tiempo dirá si se quedan atrás o se convierten en apuntes de la historia del séptimo arte.

«Tar». La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

«Almas en pena de Inisherin». El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

«El triángulo de la tristeza». Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

«La noche del 12». Galardonada con 6 premios César, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

«The Quiet Girl». Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.

«Blue Jean». El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

«20.000 especies de abejas». Dos horas en las que la vida pide seguir su propio curso, dejando a un lado prejuicios y miedos, poniendo fin a los silencios y a las imágenes que no quisimos ver y hagamos frente a la verdad. Las relaciones intergeneracionales en la familia, el descubrimiento de la propia identidad y la aceptación por uno mismo y los demás en una cinta serena y sensible.

«Te estoy amando locamente». Más didáctica que activista, se estrenó en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

«Oppenheimer». Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

«O Corno». Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

“O corno” o la lucha por la supervivencia

Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

O Corno conoce el tiempo y el lugar en el que se enmarca. Una época en que la sororidad se entendía como buena vecindad y era obligada porque no había otra manera de hacer frente al señalamiento social y la condena judicial de cuanto tuviera que ver con no desear, buscar y convertirse en un ejemplo de maternidad o, sencillamente, ser un ciudadano de segunda fila, sin derechos inherentes. Unas coordenadas, las de la isla de Arosa, marcadas por su frondosidad e intrincada orografía, por la carga salada de su atmósfera que matiza los tonos y confunde las perspectivas. Ahí es cuándo y dónde reside María.

Una mujer joven pero fuerte, ya bregada por la vida, con cicatrices. Alguien que habla con la mirada y dice con sus silencios. Valiente y capaz, siempre dispuesta a seguir. Un personaje tan bien construido que da igual si es el vehículo de la historia escrita y dirigida por Jaione Camborda o quien marca el tempo y el discurrir social e histórico de su narración a caballo entre la España oscurantista y el Portugal también sometido al retraso y atraso de una dictadura. Denuncia que O Corno no explicita, sabe mostrar sin necesidad de subrayar o dar más importancia de la que se merece a lo que no debió existir.  

Tras un inicio enraizado, con voluntad realista, apuntes sociológicos y tintes etnográficos, su paso al mapa de la huida hace que desaparezca la carga de significado que tenía el entorno y que su ritmo resulte más ambivalente por no decidir si quiere seguir por la senda del drama o explotar las posibilidades de la tensión que provoca el camino, sin posibilidad de marcha atrás, por el que ha de seguir su protagonista. Opta por combinar los dos, pero si funciona es gracias a la presencia, la mirada y la gestualidad de Janet Novás. Ella es el elemento siempre sobresaliente y que da continuidad a O corno.  

Este se hace aún más evidente en el último tercio de la película, en el que la trama, sin dejar su mirada feminista sobre situaciones dolosas y humillantes, se centra en el ánimo y la capacidad de resistencia más que en el potencial peligro que suponen para quienes las viven. O corno cierra así su círculo sobre la supervivencia moral, física y social. Una visión diferente, pero complementaria, a la que meses atrás ofrecían Las buenas compañías de Silvia Munt sobre la cuestión común del aborto y, aunque muy lejos de su tono, con el deseo de comprender el presente indagando en el pasado de quienes nos precedieron de Te estoy amando locamente. Cine que apela a la memoria histórica, a la memoria democrática.

«Golpe a Wall Street», diversión ganadora

Fábula en la que ya sabemos el final por estar basada en hechos reales. Cuento en el que, por una vez, los buenos son tan capaces y poderosos como los malos, los hombres de traje que juegan con los números. Cinta que atrapa por su tono ligero, socarrón y arrollador, aunque obvie explicar los tecnicismos que están tras el sórdido juego financiero que relata.

¡Si no sabes torear para qué te metes! Eso pienso siempre de las múltiples opciones de inversión que tenemos al alcance de la mano acudiendo a cualquier oficina bancaria o, más fácil aun, vía internet. Un mundo en el que no se busca un fin concreto como construir para habitar, invertir para rentabilizar o poseer para participar de los beneficios, sino especular al apostar para convertir la cifra invertida en otra mucha mayor. Desde fuera, algo similar a la ruleta rusa. Desde dentro, el sueño de algunos para salir de la precariedad que les rodea apoyándose en analistas de supuesta seriedad. O el nicho de unos pocos que saben cómo funciona el entre bastidores de ese mundo y siempre salen vendedores.

Pero esta vez no ocurrió así. Hubo quien dio con la clave para que los ajenos al sistema se valieran de él y que aquellos que siempre lo utilizaban a su favor, a sabiendas de que ellos ganan porque otros pierden, vieran cómo este se volvía en su contra. Golpe a Wall Street simplifica el proceso para quedarse en las motivaciones y reacciones humanas, dejando de lado las supuestas normas, sistemas y controles que estructuran ese mundo en el que algunos se juegan su salario para conseguir amortizar la hipoteca o devolver el préstamo con que pagaron sus estudios y otros consiguen millones cada día.  

Craig Gillespie no es objetivo con su dirección. Deja claro desde el primer minuto con quién está. Es empático y cercano con ellos. Con su humildad y su sencillez, con sus ilusiones y sus anhelos, sus límites y sus incapacidades. Con los contrarios es irónico y sarcástico, saca brillo a su soberbia y desfachatez, y subraya su clasismo y egolatría. Su narración es directa, sin complejidades, sin sentimentalismos. Los personajes están escogidos para mostrar distintos puntos de vista con el fin de formar un corpus con el que nos quede claro que en el juego de Wall Street y sus magnates estamos implicados, o podemos vernos afectados, todos.

Los giros de guión son los justos. Motivados para que no nos apalanquemos en la butaca y los que se trasladan desde el pasado real. Incluso hay grabaciones de entonces, de cuando los principales rostros de este caso testificaron ante el Congreso de los EE.UU. Momento curioso cuando al final de la cinta vemos a los personajes reales para así comparar el parecido, pero no tanto, que tienen con la caracterización y el desparpajo de los muy eficientes Paul Dano, Nick Offerman y Seth Rogen, entre otros. Junto a ellos, quien también despuntara como secundaria en Barbie, America Ferrara.

No es fácil, pero queda resquicio para la esperanza frente al salvajismo, amparado en la legalidad, del neoliberalismo. No tiremos la toalla. Ese el mensaje que nos deja Golpe a Wall Street.  

“Las chicas están bien” en una tarde de verano

Estío y preproducción escénica. Conceptos diferentes pero cercanos en lo que tienen de laxitud, prueba e investigación. Tiempos que unidos dan un resultado de experimentación, de prueba y error, con aciertos e intentos no fraguados, dejando un más que correcto buen sabor de boca gracias a su combinación de ligereza, fluidez y buen humor.

Louis Malle abordó los ensayos de un texto de Chéjov en Vania en la calle 42 (1994), Lars von Trier eliminó cuanto tiene de escenográfico el cine hasta convertir Dogville (2003) en teatro filmado y ahora Itsaso Arana juega a convertir el cine en dramaturgia y el juego con la palabra y el cuerpo en cine. El argumento son cuatro actrices y una directora y escritora que se retiran a una casa rural a ensayar e investigar la historia de cuatro hermanas. Pero, además, de practicar la preproducción teatral, también conviven y viven, se conocen y se comparten, se muestran y dejan llevar por lo que les ofrecen, plantean y muestran esas coordenadas. Un lugar nuevo y desconocido, un tiempo de libertad y oportunidad.

Aun teniendo una guía y trama establecida, Las chicas están bien es una película de sensaciones. Lo que la articula y la lleva hacia adelante es el discurrir emocional por el que transcurren, avanzando unas veces, deambulando otras, sus personajes e intérpretes. Rostros que se identifican con el mismo nombre tanto dentro como fuera de la pantalla. Un juego meta con el que Bárbara (Lennie), Irene (Escolar), Itsaso (Arana), Itziar (Manero) y Helena (Ezquerro) no parten de una identidad fingida, sino que se limitan a ser y estar frente a la cámara y al espectador que las sigue tras ella. Que sea éste quien proyecte sobre ellas su primera impresión, si no las conocía de antes, o la imagen que tenga de ellas si ya las hubiera visto previamente en una sala o un escenario.  

Este aire de espontaneidad y de autoconstrucción con el que Itsaso Arna plantea y construye su película es su virtud y su falla. Le da frescura y posibilidad, pero le lastra cuando se convierte en fin y no en recurso, provocando que lo que muestra no sea más que registro visual sin trasfondo narrativo. En ocasiones, lo que ofrece resulta sólido y convincente, sin costuras, y en otras un mirar sin ver, un hablar sin decir, un seguir sin saber hacia dónde, aunque cierto es que siempre vuelve al camino en el que ese micro universo resulta convincente.

Lo teatral no es solo el texto que se está ensayando y las conversaciones que se tienen en torno a este, sino el modo en que Itsaso Arana elabora cuanto sucede en torno a él. Tras la aparente liviandad de su mirada, está la insinuación de que la vida también es teatro y que en esta somos, como en su cinta, personajes con un discurrir aun por escribirse. Un devenir sobre el que no está claro si podemos intervenir o en el que tan solo encontrar nuestro sitio. Pero sea como sea, esto solo será posible, y está a nuestro alcance, si damos con la correcta combinación de intuición, sensibilidad, escucha y empatía, tanto con nosotros mismos como con nuestro entorno.

“Rojo, blanco y sangre azul”, los colores del amor

Fantasía sobre el amor homosexual. Alegoría en torno al auto conocimiento, la visibilidad y la aceptación de los demás. Fábula romántica edulcorada hasta límites insospechados. En la línea roja que separa una mala película de una cinta que prioriza el activismo y la pedagogía. Más apta para quienes nunca se han planteado interrogantes que para quienes hemos ofrecido ya demasiadas respuestas.

Dícese de americanos y británicos que mantienen una extraña relación admirativa. Los primeros son fieles seguidores de la familia real de los segundos, y estos consideran a los EE.UU. como un spin-off de su imperio. Excusa para imaginar lo que ocurriría si sucediera lo que presuponemos improbable. Rojo, blanco y sangre azul lo hace combinando grandes dosis de corrección política y multitud de tópicos sobre el amor romántico. EE.UU. gobernado por una mujer, casada con un hombre de origen latino, y con un hijo que parece el remedo bisexual y de piel morena de John-John Kennedy. Del otro lado, una monarquía con vástagos de epidermis extra blanca, que parecen habitar las páginas de cualquier título de Jane Austen, y en la que nadie se ha declarado hasta ahora incumplidor de la exigencia de heterosexualidad.

Con un arranque cómico, a caballo entre Princesa por sorpresa (2001) y lo que podría haber sido un remedo de la hilaridad de Barbra Streisand, Goldie Hawn, Steve Martin o Kevin Kline, esta producción de Amazon Studios rápidamente se diluye para ir de cliché en cliché hasta completar sus excesivas dos horas de duración. Matthew López sorprendió como escritor con la dramaturgia de The inheritance (2018), con lo que el resultado que ofrece de esta adaptación de la novela de Casey McQuiston solo es interpretable como inexperiencia en la complejidad del séptimo arte o empeño testarudo en querer contar demasiado de forma inadecuada.

Los cuentos de hadas no pueden ser realistas, pero han de ganarse la complicidad de su espectador para conseguir una burbuja de verosimilitud. López no lo consigue. El inicio de su historia suena a patio de colegio, los que mucho se pelean se desean. Tras volverse adolescente con una postproducción que integra las redes sociales, se olvida de ello para ponerse romántico, pastel, ñoño, azucarado, almibarado, naif, conservador y hasta virginal… Como añadido, la comedia que les envuelve es previsible, fácil, banal y recurrente, sin ápice de originalidad alguna.

Otro tanto ocurre con Taylor Zakhar Perez y Nicholas Galitzine. Ambos resultan en su gestualidad, así como sus personajes en su proceder, más que adultos, niños grandes embaucados por la belleza de la emoción y el preciosismo de los sentimientos. No ayuda tampoco que estén tan diferente y complementariamente caracterizados. Moreno y rubio. Musculoso y fibrado. Casual y formal. Espontáneo y correcto. Gracioso y sensible. Aptos tanto para la gran pantalla como para el streaming de la pequeña o cualquier formato publicitario de perfumes, moda o cuanto les exija transmitir glamour y sensualidad.

Tan livianos y simples en sus expresiones y argumentos que dudo que consigan su propósito de poner de uñas a republicanos estadounidenses y monárquicos británicos. Por esto y por los Razzies que se merece Uma Thurman y Stephen Fry como mandamases del despacho oval y del palacio de Buckingham, Rojo, blanco y sangre azul es tramposa. A solas exhausta y dan ganas de tirar la toalla de su visionado, aunque no lo haces porque detectas su intención de ser comentada y reída en compañía. Da igual si a favor o en contra porque tratándose de algo tan etéreo y omnipresente como el amor -sea concepto, vivencia o McGuffin para sobrellevar nuestro presente-, todos tenemos algo que decir.

«Oppenheimer»: hombre, dilema y conflicto

Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

La creatividad es una dimensión que no entiende de circunstancias, ámbitos ni límites. Su fin no es solo encontrar la manera de superar retos a los que nos enfrentamos, sino llegar a plantear esos retos. Oppenheimer, la película y el hombre, se centran en la disciplina de la física y en su posterior uso por la política, pero cinta y personaje aluden en su inicio a Picasso y al resto de ámbitos de su retratado, señalando así la trascendencia que puede generar una innovación y la carrera de obstáculos y convergencia de caminos, personas y legados que suponen su consecución.

Coordenadas sobre las que Nolan arranca su cinta, hilando la visión científica, los valores y la biografía personal y académica de su retratado con los ideales de la sociedad y las exigencias del sistema de su tiempo. Un mundo en el que la primera democracia del mundo, y promulgadora del principio de la libertad, sospechaba y llegó a perseguir a quienes adolecían del ideal de la igualdad. Un mar de fondo moral y político que acaba imbricado en el corazón del otro que plantea. Si el sentido del progreso de la ciencia es la mejora de las condiciones de vida del hombre y su aprovechamiento sostenible de las posibilidades de la naturaleza, qué sentido tiene utilizarla con fines destructivos. Asunto aún más retorcido con su derivada, ¿destruir y amenazar sirve para evitar una posible destrucción mayor y hasta total?

Una finalidad reflexiva en la que su director nos imbuye con la misma agilidad narrativa, ritmo audiovisual y fascinación perceptiva con que lo hiciera en Tenet, Dunkerque u Origen. Más que formular preguntas, plantea la necesidad de encontrar respuestas. De ahí la adrenalina, contrariedad y sensación de alerta que provoca en su espectador. Únase a ello su capacidad para condicionar su estado de ánimo, con una banda sonora y una fotografía que subrayan, envuelven y concretan la complejidad, la abstracción y la concreción en su inicio que conforman aquello sobre cuanto trata.

De lo personal a lo científico y de ahí a lo político. Tres planos siempre combinados y presentes y que confluyen en una recta final en la que se disecciona la trastienda, teórica y humana, de los objetivos y los intereses del poder. Oppenheimer comienza señalando la amenaza del fascismo concretado en la guerra civil española y en el nazismo que nos llevó a la II Guerra Mundial, para después poner el foco en cómo el liderazgo mal entendido, y el ansia de absolutismo, son generadores de conflictos con un potencial destructivo aún mayor. El belicismo, sea entre naciones, sea entre personas, es una carrera siempre hacia delante.

Una vorágine expuesta con precisión en la que la recreación y la ambientación histórica resultan convincentes dando pie a las excelentes interpretaciones de Cillian Murphy y Robert Downey Jr. Además de ellos, y encabezados por Emily Blunt, una multitud de secundarios que, gracias a su buen hacer, evidencian que Oppenheimer es un muy bien conseguido rompecabezas artístico, filosófico e intelectual.