Archivo de la categoría: Cine

“The Quiet Girl”, la elocuencia de la mirada infantil

Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.   

En las familias numerosas los hijos intermedios supuestamente pasan desapercibidos. Dícese que es a los que menos caso les hacen. Si, además, sus padres son personas frustradas y amargadas que no se hablan entre sí, que consideran a sus vástagos como cargas que mantener y apenas disponen de lo justo para no pasar frío y hambre, no es de extrañar que Cáit sea una niña de nueve años introvertida e inexpresiva, herida en su corporeidad y dolida en su interior.

Cuando llegado el verano la mandan a casa de unos primos, un matrimonio adulto sin hijos, que no conoce para que se hagan cargo de ella, se abre un abismo a sus pies. Sin embargo, lo que podría ser el fin, resulta un principio, una oportunidad con la que, en la Irlanda rural de principios de los 80, descubre que hay otras formas de vivir y de relacionarse, de tratarse e, incluso, cuidarse.

El valor de esta cinta rodada en gaélico (lo que la ha llevado a ser nominada a los Oscar de este año en la categoría de mejor película internacional) es que nunca ofrece causas ni conclusiones. Muestra los hechos, las reacciones e impresiones y deja que todo ello hable por sí mismo. Un enfoque en el que la que la fotografía torna fundamental, tanto por recoger los ritmos lumínicos del estío irlandés y la perennidad de su naturaleza, como por los encuadres en los que lo que deja fuera se hace más presente, precisamente, por no ser mostrado.

Dentro de plano, lo destacable e importante son las miradas. El modo en que los ojos manifiestan la impresión que produce lo observado y lo escuchado, lo razonado y lo intuido, y la labor de filtro y contención que ejercen para nunca salirse de la zona de seguridad emocional. Aun así, lo no verbalizado, los secretos, acaban por manifestarse y reivindicarse, claman por ser conocidos y liberados. Serán la prueba que sacudan la estabilidad individual, los compromisos acordados tiempo atrás y los lazos aún en proceso de consolidación.

La grandeza con la que The quiet girl consigue que su historia nos llegue es la quietud expresiva de sus intérpretes. Una contención que, más que freno a una potencial locuacidad, resulta epítome de la cultura y los valores de vecindad y catolicismo, de la economía de subsistencia y equilibrios entre roles masculinos y femeninos, de la tradición y el costumbrismo que les une entre sí y con su entorno. Una atmósfera que acoge, estructura y condiciona, y que Colm Bairéad ha sabido vehicular como medio etéreo, pero también espiritual que marca el ánimo y la voluntad individual de sus personajes, así como el encuentro y los vínculos establecidos entre ellos.

“La noche del 12”, la mejor película francesa de 2022

Galardonada con 6 premios César hace dos días, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

Una cuarta parte de las investigaciones que la policía francesa inicia tras un asesinato quedan sin resolver. No se consigue saber quién lo hizo y porqué, dejando en suspenso una memoria que reparar y un compromiso que cumplir. Tanto los allegados de las víctimas como los agentes que le dedicaron tiempo y esfuerzo a intentar saber qué ocurrió no logran cerrar una herida que se convierte en parte de ellos. Les sigue y les persigue. Les condiciona y les lastra. La noche del 12 no narra un caso concreto, sino que supone uno que se inspira en todos esos. Una joven es quemada viva, las opiniones y comentarios en torno a ella son contradictorios y la realidad es que no hay pista alguna que aclare cuál fue la motivación ni señale a un sospechoso.

Dominik Moll inicia la proyección mostrando ese cruel asesinato con la misma sobriedad con que sería descrito en una sentencia judicial. No hay detalle alguno que nos permita contar con más información que la que irán buscando, descubriendo y valorando los policías encargados de dar con quien quizás actuó por celos o venganza, con quien pudiera ser un psicópata o alguien a quien el asunto se le fue de las manos. En esa intrigante búsqueda de hechos y pruebas, de visitas e interrogatorios, surgen comentarios que revelan una prejuiciosa visión del mundo y de las relaciones sexoafectivas entre hombres y mujeres. Una imagen que surge sin que el guión ni la dirección la fuercen, con la misma y escandalosa naturalidad con que sucede en nuestra vida diaria. Se pregunta, se da por hecho, qué pudo hacer ella para provocar lo que le aconteció.  

Una vez que llegamos a esa aplastante verdad, nos damos cuenta de que La noche del 12 nos refleja, nos muestra cómo somos sin necesidad de alegatos ni arengas. Un mundo en el que los hombres suponen cómo actúan las mujeres, convirtiendo sus hipótesis en conclusiones teñidas de su pobreza y dificultad, su limitación y elusión emocional. Junto a esto, y también sin generar dramatismos artificiales, revela la traición que supone para el fin de las instituciones públicas -como los cuerpos y fuerzas de seguridad y el poder judicial- no contar con los recursos humanos, técnicos y económicos necesarios para realizar su trabajo. Una crítica certera, y una denuncia eficaz, por la manera en que está planteada, por la parquedad con que plasma sus consecuencias.  

Además de mejor película y director, La noche del 12 se llevó el pasado viernes los premios César a mejor guión adaptado, actor revelación y secundario, además del de sonido. Es de agradecer que los académicos franceses hayan galardonado una cinta cuyo máximo y muy conseguido objetivo es el de la credibilidad y la verosimilitud. Sorprende que en España no pasara por las salas, supongo que por falta de distribuidor que confiara en sus posibilidades comerciales, y se estrenara directamente en Filmin, donde podemos verla y disfrutarla.

“El triángulo de la tristeza” y la estupidez de la especie humana

Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

En The Square (2017) Ruben Östlund nos hizo partícipes de la tontería que puede llegar a rodear al mundo del arte. Personajes a los que la expresividad y emocionalidad, búsqueda y experimentación, diálogo y comunicación que conlleva cualquier creatividad bien planteada, resuelta y mostrada les importa un comino. Lo único relevante es el culto a su ego, sentirse el centro de atención y adulación. El problema es que necesitan de algo externo a ellos, la pieza artística, la aprobación de la crítica, la aceptación de la institucionalidad y el aplauso o estupefacción del público para -gracias a su posición económica y/o relacional- alcanzar o mantenerse en esa dimensión artificial en la que se creen más porque hay quienes les envidian y siguen, sirven y soportan.

Ahora en El triángulo de la tristeza Östlund da un paso más en ese análisis del ser humano dejando a un lado los objetos intermedios para mostrar y desgranar su banalidad. El castin de modelos masculinos de la primera secuencia da cuenta de que H&M o Balenciaga no buscan únicamente caras bonitas y fotogénicas, fenotipos que transmitan, sino tipos que se presten a ser la encarnación de un artificio cuyo único objetivo es embaucar a su público en una falsedad que les haga percibirse como no son. Guapos o sexys, más guapos o sexys que los demás. Y estaría bien si esos adonis tersos y sin grasa abdominal fueran conscientes de que solo son una fachada, pero no, interiorizan lo que escuchan y ven hasta sentirse verdaderamente superiores, representantes de una clase elegida que dicta y exige, juzga y sentencia.

Ese es el gancho con el que este director nos introduce en unas coordenadas en las que la vida no se rige por las reglas que nos guían al común de los mortales. No hay empatía, responsabilidad ni moral, solo dinero, capricho y ostentación. De ahí que las conversaciones y las miradas, las actitudes y las respuestas que escuchamos y vemos a lo largo de toda la película sean simples y absurdas, aparentemente carentes de lógica y sensibilidad, y fundamentadas incluso en supuestos principios muy reveladores de los códigos y propósitos de los seres con que nos embarca en un viaje tan estrambótico y esperpéntico como sorprendente y frenética.

Únase a ese guion minucioso, fino y detallista en su observación de individualidades y detección de elementos comunes, una dirección que, a su mirada crítica, irónica y burlesca, suma su capacidad de reflejar las contraposiciones, reales y supuestas, entre comunismo y neoliberalismo, meritocracia y aristocracia, juventud y madurez, etnocentrismo y racismo. Mas tras esa apariencia de sátira con episodios disparatados -la cena con el capitán del barco es delirante-, El triángulo de la tristeza es también una fábula sobre si la tortilla de la estructura social puede llegar a dar la vuelta y en ese caso, cómo y con qué consecuencias.

“Los Fabelman”, la película de Spielberg para Steven

El descubrimiento de la magia del cine por parte de un niño y el proceso de experimentación técnica, artística y emocional que le siguió. El objetivo como medio con el que observar y analizar el mundo que le rodeaba, con las consiguientes sorpresas y conflictos propios del proceso de crecer, de constatar la individualidad de sus mayores y la obligación de construirse su propio lugar. Bien narrada, pero falta de la emoción a la que nos tiene acostumbrados su director.

Cuenta el director de Tiburón, E.T. El extraterrestre o La lista de Schindler que esta cinta relata cómo llegó al cine. Su foco no está solo en los acontecimientos concretos, sino también en lo que le agitaba interiormente y cómo eso fue fluyendo y tomando forma. Un torrente en el que confluían su necesidad de fijar las imágenes e historias que le obsesionaban, la complicidad de una madre que buscaba compaginar el deber familiar con la pulsión expresiva y un padre focalizado en sus investigaciones tecnológicas a la par que en proveer materialmente a los suyos. En el camino surgen los referentes, películas como El mayor espectáculo del mundo (1952) de Cecil B. DeMille o El hombre que mató a Liberty Balance (1962) de John Ford, la movilidad de la sociedad estadounidense, la cinta comienza en New Jersey y termina en Los Ángeles, y el formar parte de una cultura minoritaria, el judaísmo.

Esos son los ejes en los que se articula la vida de Sam, el alter ego de Spielberg, y base sobre la que nos relata cómo el descubrimiento del cine le dejó, al igual que a los primeros espectadores de los hermanos Lumière, en estado de shock. Cómo profundizó de manera autodidacta en las posibilidades del lenguaje audiovisual y vehiculó, a través de él, sus interrogantes e inquietudes sin darse cuenta de que estaba cimentando una vocación de cuyos resultados somos todos amplios conocedores. La materialización visual de todo ello es fantástica, su escenografía y fotografía, edición y banda sonora, caracterización e interpretaciones de su reparto son sobresalientes.

Sin embargo, falta ese halo invisible propio del séptimo arte que une y relaciona lo que vemos haciendo que su conjunto resulte más que la suma de sus elementos, que genere una atmósfera que nos envuelva y nos haga parte de ella. Los Fabelman parece pensada para un único espectador, Steven, que seguro siente con plenitud lo que hay tras lo que se muestra en la pantalla. Los demás, en cambio, nos quedamos ahí, en esa superficie exquisita sin captar si, con su sucesión de logros como amateur tras la cámara, vivencia de conflictos familiares y descubrimientos que le obligan a una abrupta madurez, pretende algo más que entretenernos durante dos horas y media.

Los momentos más conseguidos son aquellos en los que deja a un lado la pasión por la creación cinematográfica. Es en ellos cuando una excepcional Michelle Williams nos cautiva y atrapa, aunque después el guion de Steven Spielberg y Tony Kushner, nos deje varados en sus diatribas interiores. Otro tanto sucede con las escenas con tinte de comedia, nos hacen relajarnos y sonreír, aunque sin conseguir que dicho gesto perdure en nuestros rostros. Los Fabelman no es una de las mejores películas de su director, pero sí que cumple el papel de complementar el relato e hilo conductor de su filmografía. Aunque solo sea por eso, bienvenida sea.

“Almas en pena de Inisherin”

El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

Aristóteles señalaba que “el hombre es un ser social por naturaleza”. Esencia que Pádraic siente en peligro el día que Colm le retira su palabra. Quien hasta el 30 de marzo de 1923 había sido su mejor amigo, deja de hablarle y mirarle a la cara, se sienta alejado de él en el pub al que siempre iban juntos. La justificación es doble. Ya no le gusta, se aburre con él y quiere dedicar su tiempo, energía y atención a la música con el ánimo de perdurar el día que fallezca. La claridad y solidez de su decisión es semejante a la estupefacción e incredulidad de la reacción de su vecino. El día a día sigue transcurriendo con la misma monotonía, pero le es imposible sentir la paz, equilibrio y plenitud que hasta entonces le proporcionaba el entorno en el que vive.

Almas en pena de Inisherin es transparente en su sencillez. No plantea cuestiones existenciales, parte de marcos etnográficos ni su trama gira en torno a la observación psicológica o el análisis social. No hay más que lo que se ve. Y esa es su grandeza, transmitir plenitud sin necesidad de artificios técnicos o dobles lecturas argumentales. El individuo en comunión con el resto de la vida, con el fluir de las estaciones y su influjo en la tierra que habita y trabaja, así como con los animales que le acompañan. Una observación similar a la que Martin McDonagh ya realizara en Tres anuncios en las afueras (2017), destacando con la fotografía de Ben Davis la intimidad de sus interiores, el costumbrismo de su orografía y la epifanía de su luz, y con la banda sonora de Carter Burwel la autenticidad del pulso interior que late en todo ello.

La complejidad, tensión e intriga llega con cuanto tiene que ver con los códigos comunicativos y la razón de ser de los nexos entre las personas. El guión de McDonagh conjuga el realismo y la fantasía, lo establecido y lo espiritual, lo material y lo fantasmal referenciando como en la otra orilla transcurre una guerra, evidenciando el papel vertebrador de la religión y la autoridad, e incluyendo caracteres que remiten a lo ancestral. Y combinando y contrastando con todo ello, el muy peculiar conflicto, entre los personajes encarnados soberbiamente por Colin Farrel y Brendan Gleeson, con una evolución impredecible que sostiene muy eficazmente el desarrollo de la historia.

Dos universos emocionales genuinos en los que confluyen lo entrañable y lo reservado, lo obvio de lo público y compartido y lo inexpugnable de lo íntimo y privado. Dos seres con interrogantes que ni ellos mismos saben resolver, pero con certezas que les guían. Dos tipos peculiares que no son metáfora ni símbolo de nadie más, pero que se complementan perfectamente tanto visualmente con los elementos con los que comparten plano, como emocionalmente con el modo en que se vive, piensa, siente y actúa en Inisherin.

La serenidad de «La ballena»

La resurrección interpretativa de Brendan Fraser o cómo iluminar la pantalla con un muy particular testimonio sobre el amor, el compromiso y la dignidad. Un relato con tramas obvias que incluye, con sutil acierto, otras sobre la complejidad del ser humano. Dirección que aprovecha el origen teatral de sus personajes con una puesta en escena que maneja con habilidad, sin esconder, los recursos propios del lenguaje cinematográfico.   

Nos gustan las películas en las que sus actores se transforman físicamente. Y en una época en la que la norma es estilizarse marmóreamente o llenarse de músculos y abdominales cual óleo o escultura barroca, llama la atención que un actor que ostentó tal condición se muestre de manera completamente opuesta. Esa puede ser la curiosidad para acercarnos a La ballena, mas la verdadera razón por la que permanecemos atrapados por sus dos horas de duración es porque desde el primer fotograma ofrece una historia en la que lo técnico y artístico, así como lo narrativo y literario, están muy bien ensamblados con la emocionalidad, las motivaciones y la biografía de las personas que la habitan.

Ese apartamento del que apenas se sale en un par de ocasiones, residencia de un profesor de literatura que imparte clases online sin activar nunca la cámara, es visitado por una cuidadora de carácter enérgico, una hija que reaparece tras un silencio de ocho años, un misionero convencido del poder salvador de Dios y un par de caracteres más que revelan tanto la carga teatral del guión -originalmente una obra de Samuel D. Hunter, adaptada por él mismo-, como los elementos ideados para darle dimensión fílmica. Un lugar en el que impacta el sufrimiento desmedido de lo físico e impresiona el enraizado dolor de lo psicológico.

Al igual que hiciera en El cisne negro (2010) o Madre! (2017), Darren Aronofsky se salta los límites de nuestra sensibilidad. En esta ocasión muestra el detalle de la obesidad y sus consecuencias, poniendo a prueba la sinceridad con que aseguramos estar libres de prejuicios ante su visión. Sin embargo, no se queda ahí, aunque esta cuestión está siempre presente, y basa La ballena en dos sólidos pilares.

De un lado, la soberbia combinación de relajada gestualidad, transparente mirada y serena dicción de Brendan Fraser, con que este lleva su trabajo a unas coordenadas que van más allá de superar las limitaciones que supone su caracterización. Y de otro, un aquí y ahora, en el que lo que se va conociendo sobre el pasado y los propósitos de sus personajes sorprende y sobrecoge, generando una extraña y sublime sensación de estar en un cruce de caminos y punto de no retorno que aúna la paz espiritual y la resignación moral bajo una superficie de conflictos familiares (divorcio y duelo), compromisos personales (deberes paternales ) y prejuicios sociales (religión y homosexualidad).

Hay un cierto artificio en todo ello, que va del morbo y la curiosidad de las llagas y la incapacidad que supone lo voluminoso, a la épica de una expresividad epidérmica, pupilar y verbal. La ballena no pretende ser realista, pero sí verosímil, hacernos creer que es posible completar círculos vitales. No busca resolver los errores del pasado, sino destaparlos y enmendarlos y, así, situarse en el camino que permita, sino conseguir, sí soñar con la posibilidad de la redención. Quizás más fantasiosa y apelativa que cotidiana y costumbrista, pero efectiva gracias al sosiego y pausa de su tono, tempo y ritmo dramático.

Cate Blanchett es “Tar”

La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

Cate Blanchett es un comodín. Su sola presencia basta para darle una oportunidad a la cinta que protagoniza. Si no es buena, al menos habremos comprobado su fotogenia, magnetismo y versatilidad. Si tras ella hay un guion con un personaje repleto de matices como el que encarna en esta ocasión -una directora de orquesta reputada, una esposa en una relación consolidada y una madre unida a su hija- y una estructura trazada con inteligencia, y a eso se añade una dirección capaz de construir atmósferas sólidas y sostenidas, y una tensión que se acrecienta y se hace más profunda a medida que avanza la proyección, entonces estamos ante una muestra de porqué el cine es considerado el séptimo arte.

Tar es eso gracias a la interpretación de Blanchett y a su fusión con el guion y la dirección de Todd Field. El control, la rectitud y la sobriedad marcan tanto lo que encuadra la cámara como el ritmo y el propósito que guían su posterior edición. La muy bien planteada fotografía de Florian Hoffmeister va de los exteriores otoñales, caducos y nubosos, ambientes plúmbeos que matizan los rasgos y la expresión, a los interiores de líneas depuradas. Grisáceos cuando son individuales y recuerdan la tensión de la pintura de Whistler, solo relativamente cálidos y acogedores cuando enmarcan la gestión musical, el encuentro social y la convivencia familiar.

Y transitando entre un mundo y otro, una mente brillante y sagaz, fría y asertiva, habituada a captar e intuir lo que muy pocos son capaces de sentir. Esa distancia que la identifica, diferencia y ensalza es, a la par, la que la separa de quienes la acompañan, aísla en sus percepciones y aleja de la realidad. Una confrontación que Phillips acierta mostrando a Lydia a través de sus consecuencias en los otros. Cuidado y corrección, desconcierto y sospecha, desconfianza y fiscalización. Una mujer a la que Cate Blanchett hace intelectual y fría, a la par que sensible y enérgica, y que tiene su eco tanto en el absolutista silencio de muchos planos como en una banda sonora que aúna las cuerdas de Hildur Guðnadóttir (ganadora del Oscar por Joker) y la espectacularidad de la quinta sinfonía de Mahler, entre otras piezas.

Tar evoluciona del retrato personal y el costumbrismo descriptor de la labor de una directora de orquesta a un híbrido entre drama existencial y thriller psicológico en el que entran en conflicto la imagen que ella tiene de sí misma con la experiencia, puntual y acotada por su carácter y las circunstancias de su profesión, que le devuelven los demás. Una complejidad -apoyada en unos puntuales y muy contenidos secundarios- reflejada en la pantalla con una asepsia que deja al espectador a solas consigo mismo y su capacidad para indagar, deducir y suponer qué está ocurriendo en la vida y en la consciencia de la mujer a la que sigue en cada secuencia.

10 películas de 2022

Ficción española pegada a la realidad, animación estadounidense y títulos europeos que le cogen el pulso a la vida. Propuestas basadas en grandes guiones y plasmadas con variados estilos de narrativa audiovisual. Historias cotidianas y valientes, arriesgadas y disruptivas. Doce meses de muy buen cine.

«Apolo 10 1/2». Los estadounidenses llevan más de treinta años revisando lo sencillos e ingenuos que eran en los años 60 y lo colorido y fascinante que resultaba el “american way of life” en todo su esplendor. Aun así, todavía hay maneras de acercarse a aquel tiempo, identidad y vivencia de una manera original y diferente. Tal y como lo ha hecho Richard Linklater en esta cinta de animación.

«Alcarràs». Carla Simón profundiza en el estilo que ya mostró en “Verano 1993” convirtiendo lo cotidiano, el mimbre de lo que nos une, en lo que marca de principio a fin el contenido, el tono y la evolución de su película. Tras ello, una mirada tranquila y empática guiada por el punto en el que se encuentra lo anodino con lo íntimo y lo invisible con lo obvio, y un trabajo interpretativo en el que brillan todos y cada uno de sus intérpretes.

«Ennio: el maestro». Documental que aúna la admiración por su protagonista y el reconocimiento a su extraordinaria labor en pro del séptimo arte con la excelencia de su dirección y su capacidad de emocionar e implicar al espectador en su propuesta. Material de archivo y entrevistas que repasan, analizan y explican la trayectoria de un genio musical, las peculiaridades de su estilo y los logros con que tanto nos hizo gozar desde la gran pantalla.

«Cinco lobitos». El cine se convierte en un arte cuando una película resulta más que la suma de todos los elementos que la conforman. Eso es lo que ocurre con esta cinta que nos muestra los múltiples prismas de la maternidad y la versatilidad a la que se ven abocadas muchas mujeres como resultado de ésta. Un guión redondo, dos actrices soberbias -Laia Costa y Susi Sánchez- y una dirección tras la cámara sensible e inteligente.

«Vortex». Entras a la sala creyendo que vas a ser testigo de la ancianidad de una pareja, pero comienza la proyección y en lo que te adentras es en el abismo que se abre entre la necesidad de estructurar y comprender y la abstracción y la sinrazón en que consiste la demencia. Edición virtuosa y un guion concebido para llevar a su espectador al extremo de su resistencia psicológica.

«El acusado». El sentido común nos dice que el consentimiento no debiera tener matices legales ni morales, pero la realidad demuestra que sí que los tiene sociales y conductuales. Ahí es donde entra esta película que refleja sobriamente cómo influyen sobre esta cuestión filtros como las diferencias de clase y los modelos familiares. Grandes interpretaciones, un buen guion y una excelente dirección que acierta con su propuesta de atenerse a los hechos y revelar las múltiples paradojas que estos revelan.

«As bestas». Thriller en el que la coacción y la incertidumbre, la paz y la soledad, crean una atmósfera apabullante en la que conviven y se enfrentan lo mejor y lo peor del ser humano. Un guión en el que la tensión de sus silencios y la parquedad de sus personajes son multiplicados por una dirección que los funde con los ritmos, las posibilidades y las paradojas de la naturaleza.

«La maternal». Tras su buen hacer con “Las niñas”, Pilar Palomero suma ahora el de esta cinta en la que sigue fijándose en aquellos a quienes no escuchamos ni consideramos como debiéramos. Los que quedan fuera del sistema por su edad, su falta de recursos y su comportamiento. Personas que merecen la sensibilidad y la seriedad, la escucha y la guía con que ella les muestra en esta ficción en la que deslumbra la mirada, el gesto y el verbo de su protagonista, Carla Quílez.  

«Close». El gran premio del jurado de la última edición del Festival de Cannes se clava en el corazón de sus espectadores con la mirada limpia, el sentir inocente y la conciencia pura de sus protagonistas adolescentes. Una historia que expone con sinceridad, empatía y sensibilidad lo bonito y hermoso que es relacionarse y el poder e influencia que ejercemos sobre los demás, pero también los deberes y riesgos, las consecuencias y aprendizajes que esa vivencia conlleva.

«Mantícora». La sobriedad narrativa del guion de Carlos Vermut se complementa con la mirada aséptica de su dirección y el conjunto de buenas decisiones sobre las que se asienta. Un combo que se amplifica con la hipnótica presencia de Nacho Sánchez dando vida a lo humano y a lo inconcebible, así como a la lucha y a la convivencia dentro de sí entre ambas maneras de ser y estar en el mundo.

“Mantícora”, el monstruo que habita en ti

La sobriedad narrativa del guion de Carlos Vermut se complementa con la mirada aséptica de su dirección y el conjunto de buenas decisiones sobre las que se asienta. Un combo que se amplifica con la hipnótica presencia de Nacho Sánchez dando vida a lo humano y a lo inconcebible, así como a la lucha y a la convivencia dentro de sí entre ambas maneras de ser y estar en el mundo.

La tónica de cuanto se ve en la pantalla es una paradoja de tranquilidad y desasosiego. No hay estridencias visuales, diálogos extemporáneos ni artificios construidos en la mesa de montaje. La acción es fiel a la personalidad, a la introversión intrínseca y a la reducida, pero fluida, sociabilidad de Julián. Su carta de presentación es su dedicación laboral, diseñador de videojuegos, con la que Vermut señala la existencia de realidades paralelas habitadas por seres inexistentes en las que realizamos actos no solo son inmorales, sino también ilegales. Pero no se queda en el juego de la fábula, sino que va más allá, trasladándonos las potencialidades de que somos capaces en coordenadas fantásticas a las sombras de este mundo, a la mirada de alguien sobre quien sus vecinos dirían que nunca lo hubieran podido imaginar.

Mantícora mira de frente a lo innombrable, pero sin escandalizarse ni afectar por lo posible. Muestra con valentía en qué consiste el mal, con pulcritud las ranuras por las que se asoma y, con prudencia, los esfuerzos que supone, para quien está parasitado por él, intentar mantenerlo bajo control. Consigue un perfecto equilibrio que expone cómo se relacionan e influyen, alternan y superponen la perversión, el dolor y el riesgo. Torrente lento y sereno que torna en una atmósfera difícil de definir, de concretar en palabras, referentes o esquemas con que situarnos. Atrapa a su espectador de tal manera que no sabe si comprende lo que ocurre en la pantalla, cuánto de sí mismo podría haber en ello, si quiere huir o caer en la profecía autocumplida.

Una trama osada, planteada con una parquedad alejada de didácticas y maniqueísmos, y con un muy acertado dúo protagonista. Nacho Sánchez convierte el carácter reservado y huidizo de su personaje en una aparente ambigüedad e indefinición tras las que se intuye el conflicto, el pavor y la inevitabilidad de su proceder y su sentir durante y al respecto de quien es y no es. Súmese a ello su conexión con Zoe Stein, con la profundidad de su mirada y la fragilidad de su presencia (sublime la secuencia en que dice sé delicado), características con las que el también creador de Quién te cantará (2018) despierta en nosotros hipótesis sobre las causas y motivaciones, las posibilidades y las consecuencias de lo que nos expone.  

El acierto que subyace durante todo Mantícora es el de la absoluta honestidad de su relato. En quedarse tan solo en lo que hay y no caer en teorías justificativas, en su capacidad para mostrarnos con naturalidad la cercanía del horror y la vulnerabilidad de los más débiles sin, por ello, deshumanizar a quien, siendo verdugo, resulta ser también víctima de sí mismo. Dos mundos no separados, opuestos y diferenciados, sino relacionados, unidos y vinculados en uno solo del que formamos parte todos y cada uno de nosotros. Una realidad perturbadora que no por ignorar, silenciar y castigar va a dejar de existir.

Tan «Close» que duele

El gran premio del jurado de la última edición del Festival de Cannes se clava en el corazón de sus espectadores con la mirada limpia, el sentir inocente y la conciencia pura de sus protagonistas adolescentes. Una historia que expone con sinceridad, empatía y sensibilidad lo bonito y hermoso que es relacionarse y el poder e influencia que ejercemos sobre los demás, pero también los deberes y riesgos, las consecuencias y aprendizajes que esa vivencia conlleva.

Mientras el niño aprende en qué consiste el mundo sin tener herramientas ni conocimiento previo que le sitúe o ayude, el reto del adolescente es aún mayor, se ha de construir su propio sitio en ese mundo, en su evolución hacia la adultez, lidiando con influencias, compañías, referencias y comentarios no siempre positivos. Los juicios y las sentencias llegan en demasiadas ocasiones sin saber siquiera qué se está tratando y si tienen, siquiera, algo que ver con uno mismo. Eso es lo que les sucede a Leó y Remi cuando comienzan el bachillerato y sus compañeros comentan y les preguntan con curiosidad y sorna sin son pareja, de manera abrupta e invasiva si son homosexuales y, por tanto, acusados de ser más mujeres que hombres.

Surge así una pausa que interroga la génesis y el sentido de lo que hasta entonces había sido amistad espontánea y complicidad natural, vinculación sincera y cariño auténtico libre de injerencias. Sin embargo, tal y como expone Lukas Dhont, la influencia del círculo más inmediato, la invisible y atmosférica fuerza del grupo vence a quien simulaba más entereza y hace resiliente a quien parecía más débil. Mas nada es eterno ni absoluto, la fragilidad es condición intrínseca a la naturaleza humana y se puede revelar tan repentina como sorpresivamente.

Lo más hermoso y seductor de la mirada de Dhont es que se centra, como ya lo hiciera en Girl (2018), con verdadera honestidad, en las emociones de sus protagonistas. En cómo las manifiestan primero y cómo las procesan después. En cómo reaccionan como resultado de esa afectación, cómo les influye en su relación con los demás y cómo procesan posteriormente las consecuencias que conlleva ese complejo proceso. En definitiva, en cómo toman conciencia de sí mismos y de su poder, influencia y deber con los demás.

Un guión preciso, minucioso y conciso y una sostenida progresión narrativa que no pierden el foco en cuestiones secundarias como analizar la actuación del alrededor, en explicar su conducta ni el propósito de sus exigencias. Está ahí, ya lo sabemos y lo conocemos, somos parte de él y también lo hemos sufrido. Ese es un de los logros y claves de Close, hace que nos identifiquemos y proyectemos tanto con Léo y Remi, como con sus compañeros de clase.

A su vez, muestra a sus personajes tal y como reclama que merecen, sin etiquetarles ni extraer conclusiones simplificadoras que, aunque pudieran ser acertadas en primera instancia, nunca revelarían lo que éstas ocultarían. Mas aun cuando trata sobre dos muchachos de trece años. Le deja estar y ser. Les concede aquello que es suyo y a lo que tienen derecho, construirse y conocerse en lugar de ser determinados por la vaguedad moral, la irresponsabilidad social y el reduccionismo intelectual de quienes no son capaces de comprender qué supone la diversidad y la empatía, la convivencia y el respeto.

Pero la mirada de Close no es pesimista ni apesadumbrada, en su dolor hay un resquicio de esperanza en la manera delicada y sensible en que algunos adultos, desde la consolidación de su madurez y la aceptación de su debilidad, plantean preguntas y esperan pacientemente que lleguen las respuestas. Algo que sucede a través de la limpia mirada, la poderosa presencia, la brillante gestualidad y la expresividad tonal de los jóvenes Eden Dambrine y Gustav De Waele, apoyados en segundo plano por las sólidas y maternales Émilie Dequenne y Léa Drucke.