Luis Sorolla continúa su investigación sobre los límites del teatro. El punto de partida en esta ocasión es una distopía en la que la existencia del mundo depende de que la narración no tenga fin. Mientras haya discurso, la acción y la vida continuarán. Una propuesta con la que juega con la disposición del espectador a formar parte de la suspensión de la realidad que supone toda representación.

Las pequeñas dimensiones de El Umbral de Primavera le van como anillo al dedo a Los precursores, el estar sentado casi dentro de la acción hace que se sienta aún más la doble vibración de su relato. La que es producto de su extraño nacimiento y la que va después, la que provocan las ondas de su desconcertante propagación. En el inicio, tres niños relatan, voz sobre voz, cómo sus padres les sacan del calor de su hogar, les introducen en sus coches y les llevan hasta un lugar recóndito de un bosque. Allí les dejan con la misión de que nunca dejen de relatar, de contar, de narrar. Su existencia depende así, única y exclusivamente de ellos mismos. Pero pasa tanto tiempo sin tener evidencia alguna de la existencia de un más allá que las coordenadas del presente, del aquí y ahora, se disuelven sin dejar rastro aparente de haber existido previamente.
Así es como se genera una atmósfera abstracta sin referentes ni objetivos de futuro que le den una lógica que facilite su comprensión. No queda otra que entregarse sensorial y emocionalmente a los comportamientos, actitudes y verbalizaciones de sus habitantes. Tres individuos con la misión de tener siempre argumentos con los que construir ficciones. Sin embargo, todas ellas acaban siendo arrastradas por la evocación de la muerte y el impulso destructor de la naturaleza. Relatos en los que tanto sus protagonistas como las coordenadas diseñadas para ellos acaban siendo destruidos. No se sabe bien si se trata de la vecindad de lo inevitable, de una amenaza que solo está esperando el agotamiento de los narradores para revelar su poder o de un miedo irracional, excusa para mantenerse en el territorio de lo conocido, condenándoles a estar eternamente unidos de tan extraña manera.
Una pulsión que pone a prueba la resistencia, los límites y las capacidades, tanto individuales como colectivas, de los personajes encarnados por Rodrigo Arahuetes, Gabriel Piñero y Sara Sierra. Una enrevesada visión de la humanidad con la que Luis Sorolla, director y autor, juega no solo con aquello que vemos y escuchamos, sino con las motivaciones a que esto responde. Una propuesta argumental y formal en la que no nos quiere solo como espectadores, también nos exige intervenir intentado dilucidar cuáles son los mecanismos que gobiernan Los precursores y, por extensión, qué haríamos nosotros de ser uno de ellos.
Algo similar a lo que hizo en dramaturgias anteriores junto con Gon Ramos y Carlos Tuñón, compañeros de la compañía Los números imaginarios, como Quijotes y Sanchos. Una travesía audioguiada, mandándonos recorrer los alrededores del Teatro de la Abadía a la búsqueda de molinos y gigantes, o con la épica e historiada representación vía zoom de Telémaco: el que lucha a distancia. Un hijo de Grecia.

Los precursores, en El Umbral de Primavera (Madrid).