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“Arny. Historia de una infamia” con lecciones aun por aprender

Instituciones públicas que actuaron prejuiciosamente sin pudor. Medios de comunicación centrados en crear y azuzar el escándalo sin ética periodística alguna. Y personas doblemente manipuladas, unas utilizadas para extender la mentira y otras dañadas en su fuero interno y en su honor y reputación. Corrupción, falsedad deliberada y linchamiento público antes de la época de las fake news y la cultura de la cancelación.

¿Nos imaginamos cómo hubiera sido el caso Arny narrado, comentado y analizado a través de las redes sociales y de medios que categorizan, definen y califican en base a etiquetas ideológicas? ¿Lo que hubiéramos llegado a escuchar y leer en cuentas de bots, bocas de descerebrados y vídeos de indocumentados? El documental que ha estrenado HBO deja claros algunos datos muy reveladores de aquella injusticia. De los 49 imputados, 33 fueron absueltos.

Se acusó a personas que ni siquiera habían pisado aquel club de la noche sevillana, cabezas de turco con que cabeceras impresas, programas de televisión y periodistas muy concretos -y tras ellos, quizás alguna mano negra con otros intereses- crearon y mantuvieron el escándalo con el único fin de hacer crecer su audiencia y, por tanto, sus ingresos publicitarios. Cuando se certificó la falsedad y la sinrazón del dolor causado a muchos inocentes, nadie les ofreció excusas, les pidió perdón o propuso compensarles, si era posible, por haberlos vilipendiado, denigrado y condenado públicamente sin prueba alguna.  

Han pasado 25 años de aquel caso sustentando en la identificación de la homosexualidad con la perversión, la pederastia y el proxenetismo. Hemos avanzado legal y socialmente, pero la homofobia sigue ahí. Continuamos escuchando afirmaciones similares por parte de representantes públicos y políticos, institucionales y corporativos, en altavoces que no habrían de estar a su disposición o debieran ser rechazados por una audiencia con capacidad de autocrítica.

El impulso, las ganas y el ánimo del señalamiento, el linchamiento y la denigración están a la orden del día. Los retrógrados no están dispuestos a pasar página y salir de su acotada zona de confort, replegar su limitada visión y acotada manera de relacionarse y rectificar el lesivo ejemplo que ofrecen a quienes les toman, o se los tropiezan, como referentes.

El sistema judicial se supone basado en la presunción de inocencia, pero sus tiempos, procedimientos y jerarquías no siempre son de fácil comprensión para quienes nos acercamos a él desde la distancia del desconocimiento y la suposición de que nos va a amparar y proteger.

Sin dejar de ser asertivo y riguroso, ha de unir a estas habilidades las de la transparencia, la pedagogía y la comunicación, explicar las diferencias entre legalidad y justicia, ser diligente en sus calendarios y cercano en su trato con el ciudadano. Y también rendir cuentas, explicar el porqué de sus errores e imprecisiones y asumir, enmendar o corregir las consecuencias que su actuación pudiera haber generado o incrementado.

Los medios de comunicación deben dejar de pervertir conceptos como actualidad o interés público. Son ellos los que, en muchas ocasiones, no los reflejan, sino que los determinan. Diferenciar claramente la información del entretenimiento mutado en espectáculo y los datos de la opinión. Y no salvar la distancia entre esta y la especulación, que no es sino extender la hipérbole y la visceralidad, el susto y el horror sin fundamento alguno. En definitiva, buscar la objetividad y alejarse del ruido.

Agujero negro que constituye la principal amenaza de las redes sociales y de quienes las integramos, usuarios y propietarios. La responsabilidad personal y la social, y no el ego, despreciando y sentenciando, y la monetización, manipulando y confrontando, tendrían que ser el filtro con el que acercarnos a su supuesta propuesta de conversación y debate, e intervenir, con respeto y empatía, en ellas. ¿Somos capaces? ¿Estamos dispuestos?

“Salvar al Rey”, ¿a qué rey?

Televisiones, radios y periódicos nos abruman desde hace días con el protocolo de cuanto está ocurriendo en el Reino Unido desde que falleció Isabel II, la meticulosidad del viaje que acabará con su entierro y los primeros actos públicos de Carlos III como nuevo monarca inglés. Mientras tanto, aquí HBO estrena un documental que certifica los muchos rumores que durante demasiado tiempo hemos escuchado sobre nuestro emérito. Dos ejercicios de imagen completamente diferentes, pero con fines similares.

Tradición y símbolo, historia y legado, futuro y emblema. Son algunos de los muchos términos que estos días repiten hasta la saciedad periodistas y corresponsales in situ, tertulianos sabelotodo y académicos y diplomáticos que, a priori, se atienen a los datos y al conocimiento basado en la experiencia en primera persona. Pero la impresión es que escuchamos una y otra vez lo mismo. Un continuo parafraseo de comunicados oficiales, variaciones de dimes y diretes, lectura tal cual de las publicaciones en redes sociales de toda clase de instituciones y falsos análisis de las portadas y titulares de apertura de los informativos más representativos de aquellos países que, por motivos diversos, tenemos como referentes.  

La tónica es una retórica de frases hechas y lugares comunes, que no niega las sombras, pero que pone el foco sobre las luces con exceso, provocando que lo que se pretendía amable, respetuoso y cercano, resulte frío, apático y artificioso. Consigue todo lo contrario a lo que sus promotores e interesados buscan y desean, que no nos lo creamos y las arrinconadas sombras se hagan protagonistas por sí solas. De eso saben mucho en el Reino Unido. Pero no solo allí. También sabemos aquí, en España.

Durante años hemos escuchado insistentes rumores sobre cuestiones afectivas, sexuales, pecuniarias, políticas, o sencillamente caprichosas, sobre el titular de la Casa Real que, desde esta misma, así como desde diversas administraciones y partidos políticos intentaban acallar con discursos elaborados, minutos de aplausos y homenajes en serie a quien, según el artículo 56 de nuestra Constitución, “es inviolable y no está sujeto a responsabilidad”. O erraron en la estrategia o no la ejecutaron correctamente ya que esta siempre transmitió improvisación y auto justificación. No bastó la sobreactuada negación inicial ni el dramático silencio posterior.

Por eso pasamos a la fase en la que ahora estamos, la de la ponerle palabras. Primero fueron declaraciones por escrito con tintes de haber sido redactadas por abogados. Mínimas, asertivas y, aunque viciadas de eufemismos y circunloquios, precisas. Ahora, con las hemerotecas repletas de entrevistas, artículos, reportajes y portadas con datos, hechos y supuestos, publicados por cabeceras a las que suponemos solo involucradas en asuntos contrastados, parece que ha llegado el momento de reconocer abiertamente, no solo cada una de esas anécdotas, sucesos o episodios, sino el trasfondo que transmite el conjunto de todos ellos.

Eso es lo que hacen los tres episodios de Salvar al rey. Dan contexto político y social, familiar y personal, explican lo sucedido poniendo en negro sobre blanco la figura de Juan Carlos I en relación con comisiones económicas, matrimonio solo ante la opinión pública, vida privada licenciosa, tráfico de influencias y escasa atención al sentido del deber, la legalidad y lealtad al sistema democrático que se le presupone a alguien con la responsabilidad que él tenía. Algo que queda refutado cuando resultan coherentes las pruebas mostradas con la reputación de quienes narran, opinan y valoran al respecto. Y aunque no todos ellos gozan de la confianza que sería deseable para aparecer en una producción así, queda claro que quien nos reinó acabó siendo un serio problema para la continuidad del sistema que durante mucho tiempo le ayudó en sus andanzas, excusó sus renuncios y sostuvo sus caprichos.

Se desvelan realidades que no conocíamos -como las promovidas por unos pocos que le plantaron cara- y se sentencia el asunto diciendo que es demasiado tarde para reparar o restituir su imagen. Entonces, ¿por qué emite HBO esta serie documental? ¿Por qué dan la cara en ella personajes con tanta solera entre nosotros? Porque el objetivo no es periodístico o histórico, no es revelar lo que fue como nunca nos lo habían dicho. El propósito de quienes están tras estos ciento cincuenta minutos es separar la persona de Juan Carlos I de la institución de la monarquía y, certificar, con los pasos dados por Felipe VI desde que su padre abdicara, que estamos en una nueva etapa donde la norma es la ejemplaridad, el compromiso y la coherencia.

Carlos III está realizando estos días un ejercicio de imagen que incluye lo oficial y lo supuestamente improvisado, su efigie en silencio y su voz enunciando los valores en los que cree y la visión a la que aspira. Su fin es limar las asperezas de quienes dudan de él, atraer la atención de aquellos a los que resulta indiferente y renovar la confianza de los que creen en su persona y en su preparación para desempeñar el papel para el que nació. De la misma manera, nuestro monarca realiza cada día movimientos con los que nos dice que es responsable, serio y profesional. Pero como aún hay riesgo de que su progenitor afecte negativamente a la institución, es lógico que pensemos que tras el pasado que nos cuenta Salvar el Rey, su intención sea salvar el futuro del Borbón actual. Habrá que estar atentos a ver cuáles son las siguientes materializaciones de esta campaña de relaciones públicas y de marca, tanto institucional como personal.

Privacidad, falsedad y manipulación: el otro lado de la transformación digital

La revolución tecnológica en la que estamos inmersos ha metamorfoseado de tal manera las funcionalidades con que resolvemos nuestras necesidades diarias que no parecemos ser conscientes del cambio sistémico en el que estamos inmersos y de sus consecuencias. La evolución es positiva si nos beneficia a todos, algo que impide el modelo de negocio de las redes sociales, los usos inapropiados de la inteligencia artificial y la falta de debates éticos sobre los límites a establecer. Estos documentales de Netflix, HBO, Filmin y RTVE nos invitan a reflexionar sobre ello.

The perfect weapon (2020, HBO). ¿Cuánto pueden llegar a afectarnos los fallos en ciberseguridad? Tanto o más que la destrucción física, por eso las guerras hoy en día se juegan también en esa dimensión. La amenaza es dejarnos sin fondos económicos, dinamitar el funcionamiento de las infraestructuras más básicas o apretar el botón de stop en la operativa de cualquier industria o empresa en cualquier punto del mundo. No es una fantasía, es algo que ya ha ocurrido en un sinfín de lugares auspiciado tanto por gobiernos y servicios secretos, como por delincuentes aventajados en el uso de las nuevas tecnologías.

Posverdad: desinformación y coste de las fake news (2020, HBO). La intensidad, insistencia y eco de las mentiras puede ser tal que no solo oculte la verdad, sino que genere movimientos e iniciativas sociales que atenten contra la integridad y estabilidad de nuestras democracias. La realidad es que la falsedad nunca es producto del error o el desconocimiento, sino que está concienzudamente preparada y transmitida para generar desconcierto y polarización. Un ruido que, mientras entretiene y separa a los que se lo creen y a los que son víctimas de sus ataques verbales y físicos, es utilizado por sus organizadores para asaltar el poder político, mediático y económico.

Sesgo codificado (2020, Netflix). ¿De verdad los algoritmos son justos y neutrales, eficientes y eficaces, objetivos y asertivos? Los hechos nos demuestran que no, que están contagiados de los mismos prejuicios que los seres humanos. A fin de cuentas, son diseñados por personas, lo que hace que su funcionamiento y rendimiento estén teñidos por los mismos filtros, asunciones, inexactitudes y disfunciones que las decisiones humanas. Algo que, por norma, discrimina a quien no cumple el prototipo mayoritario marcado por la raza blanca sobre las demás, la heterosexualidad ante otras orientaciones sexuales u otros aspectos como la edad, el origen étnico o hasta el lugar de residencia. 

El gran hackeo (2019, Netflix). Disección del escándalo de Cambridge Analytics con el que quedaron claras dos cosas. El propósito de Facebook no es facilitar la comunicación entre personas sino obtener el mayor número de datos de sus usuarios y monetizarlos cuanto le sea posible, sin hacer caso a regulaciones ni a planteamientos éticos. Y que Donald Trump se sirvió de ello para manipular, engañar, violentar y radicalizar cuando pudo al electorado norteamericano para ganar las elecciones presidenciales de 2016. La consecuencia, un punto de no retorno del que tomar nota para no dejar que esto se convierta en norma.

El dilema de las redes sociales (2020, Netflix). ¿Cuán espontáneo y orgánico crees que es tu muro de Facebook o Twitter? No tanto como supones. ¿Qué determina lo que ves y en qué orden? Alguien que no eres tú. A partir del análisis de tus interacciones (me gusta, comentarios o click en un link) se te ofrecen contenidos alternativos que tienen como objetivo alimentar tu curiosidad y perpetuarte ante la pantalla o, peor aún, presentarte una visión de los asuntos que te atraen, interesan o preocupan acordes a tus sesgos con el fin de exaltarte o radicalizarte. El riesgo es que acabes teniendo una imagen del mundo no solo falsa, sino enfrentada con quien no la comparta.

I.nmortalidad A.rtificial (2021, Filmin). ¿Te imaginas crear un avatar o un androide que almacene todos tus recuerdos para que el día que no puedas comunicarte, o fallezcas, tu hijos y nietos puedan seguir relacionándose contigo? El punto de partida es registrar nuestras facciones, el tono de nuestra voz y los momentos, impresiones y sensaciones de nuestra biografía a partir de fotografías, vídeos, perfiles sociales y demás. A partir de ahí, la inteligencia artificial las interpretaría de manera que nuestro alter ego digital interactuaría con quien se situara frente a él respondiendo de manera análoga a como lo haríamos nosotros y haciéndole sentir que puede seguir contando con nosotros. Un medio de mantener viva la conexión de las futuras generaciones con su pasado, pero también, quién sabe, un riesgo de que la ciencia ficción en que la máquina supere al hombre, y se haga dueño y señor de su destino, se haga realidad.

Justicia artificial (2022, RTVE). ¿Aceptaríamos ser juzgados por un sistema de inteligencia artificial? ¿Confiamos en que vaya a ser justo y que sepa interpretar no solo la ley sino también el rol que tienen las emociones y las motivaciones -diferenciar entre error, despiste e intención- en su incumplimiento? Cuestiones que se añaden a la duda sobre la imparcialidad de los algoritmos y el desconocimiento de quiénes están tras ellos y los criterios que siguen para su diseño. Sin olvidar un asunto importante, si estos se fundamentan en el análisis del pasado, ¿cómo seríamos capaces de imaginar o visionar escenarios futuros a partir de la experiencia? (Link)

Cryptopia (2020, Filmin). ¿Son las criptomonedas el futuro de nuestras finanzas y la base sobre las que se sustentarán las transacciones económicas en el medio plazo? ¿Quiénes están tras ellas? ¿No supondrán realmente un trasvase de un modelo de regulación establecido por estados a otro controlado por determinadas personas físicas? A su vez, la tecnología blockchain promete descentralizar internet y devolver su control a cada uno de sus usuarios, dejando atrás la etapa de oligopolio de grandes compañías con un modelo de negocio fundamentado en la obtención y monetización de nuestros datos. ¿Utopía o vuelta de tuerca?

«Cuatro horas en el Capitolio»

Síntesis de la estupefacción, la anarquía y la amenaza que se vivió en Washington el 6 de enero de 2021. Contada desde dentro, con la voz de quienes estaban convencidos de lo que hacían, de los comprometidos con la defensa de la ley y el orden y de los que representaban al pueblo norteamericano. Un documental fiel al espíritu del género y un relato que tomar como una advertencia.

Lo vemos cada día, cargos públicos que no tienen principios ni pudor a la hora de provocar cuanto consideren necesario para consolidar su posición, mantener su estatus y prolongarse en el ejercicio del poder. Les da igual lo que tengan que llevarse por delante. Su falta de moral, el apoyo de parte del espectro mediático y su eficaz uso de los algoritmos de las redes sociales les convierte en un peligro para las democracias de las que se sirven -se dicen promotores de la libertad de información, expresión y mercado- para ejercer su narcisismo y nepotismo. El problema no es solo el mal que le causan a la esencia de sus modelos de Estado, sino, especialmente, la manera en que crispan y minan la convivencia ciudadana. Generan y alimentan una tensión y confrontación en las que la razón, los valores y el diálogo quedan diluidos por una implosión emocional cada vez más primaria y visceral.

Lo que muestra Cuatro horas en el Capitolio impacta y asusta por el lugar en el que sucedió y el simbolismo que le rodea. Pero no fue un hecho aislado, fue el paso siguiente a todos los que, previamente, había alentado, orquestado y azuzado Donald Trump. Una estrategia gruesa y tosca, efectiva para sus intereses, pero dañina y con consecuencias imprevisibles, y no única y exclusiva de él, la estamos viendo desde hace años en otros países, tal y como expone Anne Applebaum en El ocaso de la democracia. La materialización de un proceso evolutivo explicado en sus fases anteriores por ensayos como Identidad de Francis Fukuyama, sobre la tergiversación del concepto del patriotismo, o Guerra y paz en el siglo XXI de Eric Hobsbawn y Algo va mal de Tony Judt, ambos previsores de la desigualdades e injusticias generadas por el neoliberalismo.

El relato audiovisual de Jamie Roberts es frío y asertivo en su búsqueda de la objetividad. Está plasmado sobre la pantalla con la aridez y parquedad de un atestado. Sin embargo, está muy bien fundamentado y editado, partiendo de grabaciones originales realizadas por los manifestantes con sus teléfonos móviles o realizadores freelance que estaban allí en busca de la noticia, así como por lo recogido por las cámaras de los circuitos de seguridad del edificio bicameral y las incrustadas en los equipamientos de algunos policías que estuvieron ese día en primera línea. Entre estas, incluye testimonios de quienes lo vivieron desde dentro, formando un crisol de las distintas motivaciones, sensibilidades, impresiones y recuerdos que confluyeron en una situación tan inconcebible como agresiva.    

Noventa minutos, producidos por HBO, en los que los hechos hablan por sí mismos. Ordenados cronológicamente y relacionados entre sí para que visualicemos la multiplicidad de frentes en los que se desarrolló la acción sobre el terreno, pero no acude a lo exterior, a la política, para explicarlo o contextualizarlo. Y hace bien, desvirtuaría su narración y la esencia de su propósito, mostrar el resultado de exacerbar la conducta humana y fomentar la división y el enfrentamiento social a través de la mentira y la manipulación. No es la primera vez que vemos a la Historia avanzar en esa dirección, la película alemana La ola -y su posterior adaptación teatral- ya nos contó en 2008 cómo es posible convertir una democracia en una autocracia. Esperemos saber parar a tiempo.

10 ensayos de 2021

Reflexión, análisis y testimonio. Sobre el modo en que vivimos hoy en día, los procesos creativos de algunos autores y la conformación del panorama político y social. Premios Nobel, autores consagrados e historiadores reconocidos por todos. Títulos recientes y clásicos del pensamiento.

“La sociedad de la transparencia” de Byung-Chul Han. ¿Somos conscientes de lo que implica este principio de actuación tanto en la esfera pública como en la privada? ¿Estamos dispuestos a asumirlo? ¿Cuáles son sus beneficios y sus riesgos?  ¿Debe tener unos límites? ¿Hemos alcanzado ya ese estadio y no somos conscientes de ello? Este breve, claro y bien expuesto ensayo disecciona nuestro actual modelo de sociedad intentando dar respuesta a estas y a otras interrogantes que debiéramos plantearnos cada día.

“Cultura, culturas y Constitución” de Jesús Prieto de Pedro. Sea como nombre o como adjetivo, en singular o en plural, este término aparece hasta catorce veces en la redacción de nuestra Carta Magna. ¿Qué significado tiene y qué hay tras cada una de esas menciones? ¿Qué papel ocupa en la Ley Fundamental de nuestro Estado de Derecho? Este bien fundamentado ensayo jurídico ayuda a entenderlo gracias a la claridad expositiva y relacional de su análisis.

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexévich. El previo, el durante y las terribles consecuencias de lo que sucedió aquella madrugada del 26 de abril de 1986 ha sido analizado desde múltiples puntos de vista. Pero la mayoría de esos informes no han considerado a los millares de personas anónimas que vivían en la zona afectada, a los que trabajaron sin descanso para mitigar los efectos de la explosión. Individuos, familias y vecinos engañados, manipulados y amenazados por un sistema ideológico, político y militar que decidió que no existían.

«De qué hablo cuando hablo de correr» de Haruki Murakami. “Escritor (y corredor)” es lo que le gustaría a Murakami que dijera su epitafio cuando llegue el momento de yacer bajo él. Le definiría muy bien. Su talento para la literatura está más que demostrado en sus muchos títulos, sus logros en la segunda dedicación quedan reflejados en este. Un excelente ejercicio de reflexión en el que expone cómo escritura y deporte marcan tanto su personalidad como su biografía, dándole a ambas sentido y coherencia.

“¿Qué es la política?” de Hannah Arendt. Pregunta de tan amplio enfoque como de difícil respuesta, pero siempre presente. Por eso no está de más volver a las reflexiones y planteamientos de esta famosa pensadora, redactadas a mediados del s. XX tras el horror que había vivido el mundo como resultado de la megalomanía de unos pocos, el totalitarismo del que se valieron para imponer sus ideales y la destrucción generada por las aplicaciones bélicas del desarrollo tecnológico.

“Identidad” de Francis Fukuyama. Polarización, populismo, extremismo y nacionalismo son algunos de los términos habituales que escuchamos desde hace tiempo cuando observamos la actualidad política. Sobre todo si nos adentramos en las coordenadas mediáticas y digitales que parecen haberse convertido en el ágora de lo público en detrimento de los lugares tradicionales. Tras todo ello, la necesidad de reivindicarse ensalzando una identidad más frentista que definitoria con fines dudosamente democráticos.

“El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. La Historia no es una narración lineal como habíamos creído. Es más, puede incluso repetirse como parece que estamos viviendo. ¿Qué ha hecho que después del horror bélico de décadas atrás volvamos a escuchar discursos similares a los que precedieron a aquel desastre? Este ensayo acude a la psicología, a la constatación de la complacencia institucional y a las evidencias de manipulación orquestada para darnos respuesta.

“Guerra y paz en el siglo XXI” de Eric Hobsbawm. Nueve breves ensayos y transcripciones de conferencias datados entre los años 2000 y 2006 en los que este historiador explica cómo la transformación que el mundo inició en 1989 con la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS no estaba dando lugar a los resultados esperados. Una mirada atrás que demuestra -constatando lo sucedido desde entonces- que hay pensadores que son capaces de dilucidar, argumentar y exponer hacia dónde vamos.

“La muerte del artista” de William Deresiewicz. Los escritores, músicos, pintores y cineastas también tienen que llegar a final de mes. Pero las circunstancias actuales no se lo ponen nada fácil. La mayor parte de la sociedad da por hecho el casi todo gratis que han traído internet, las redes sociales y la piratería. Los estudios universitarios adolecen de estar coordinados con la realidad que se encontrarán los que decidan formarse en este sistema. Y qué decir del coste de la vida en las ciudades en que bulle la escena artística.

«Algo va mal» de Tony Judt. Han pasado diez años desde que leyéramos por primera vez este análisis de la realidad social, política y económica del mundo occidental. Un diagnóstico certero de la desigualdad generada por tres décadas de un imperante y arrollador neoliberalismo y una silente y desorientada socialdemocracia. Una redacción inteligente, profunda y argumentada que advirtió sobre lo que estaba ocurriendo y dio en el blanco con sus posibles consecuencias.

10 películas de 2021

Cintas vistas a través de plataformas en streaming y otras en salas. Españolas, europeas y norteamericanas. Documentales y ficción al uso. Superhéroes que cierran etapa, mirada directa al fenómeno del terrorismo y personajes únicos en su fragilidad. Y un musical fantástico.

«Fragmentos de una mujer». El memorable trabajo de Vanessa Kirby hace que estemos ante una película que engancha sin saber muy bien qué está ocurriendo. Aunque visualmente peque de simbolismos y silencios demasiado estéticos, la dirección de Kornél Mundruczó resuelve con rigor un asunto tan delicado, íntimo y sensible como debe ser el tránsito de la ilusión de la maternidad al infinito dolor por lo que se truncó apenas se materializó.

«Collective». Doble candidata a los Oscar en las categorías de documental y mejor película en habla no inglesa, esta cinta rumana expone cómo los tentáculos de la podredumbre política inactivan los resortes y anulan los propósitos de un Estado de derecho. Una investigación periodística muy bien hilada y narrada que nos muestra el necesario papel del cuarto poder.

«Maixabel». Silencio absoluto en la sala al final de la película. Todo el público sobrecogido por la verdad, respeto e intimidad de lo que se les ha contado. Por la naturalidad con que su relato se construye desde lo más hondo de sus protagonistas y la delicadeza con que se mantiene en lo humano, sin caer en juicios ni dogmatismos. Un guión excelente, unas interpretaciones sublimes y una dirección inteligente y sobria.

«Sin tiempo para morir». La nueva entrega del agente 007 no defrauda. No ofrece nada nuevo, pero imprime aún más velocidad y ritmo a su nueva misión para mantenernos pegados a la pantalla. Guiños a antiguas aventuras y a la geopolítica actual en un guión que va de giro en giro hasta una recta final en que se relaja y llegan las sorpresas con las que se cierra la etapa del magnético Daniel Craig al frente de la saga.

«Quién lo impide». Documental riguroso en el que sus protagonistas marcan con sus intereses, forma de ser y preguntas los argumentos, ritmos y tonos del muy particular retrato adolescente que conforman. Jóvenes que no solo se exponen ante la cámara, sino que juegan también a ser ellos mismos ante ella haciendo que su relato sea tan auténtico y real, sencillo y complejo, como sus propias vidas.

«Traidores». Un documental que se retrotrae en el tiempo de la mano de sus protagonistas para transmitirnos no solo el recuerdo de su vivencia, sino también el análisis de lo transcurrido desde entonces, así como la explicación de su propia evolución. Reflexiones a cámara salpicadas por la experiencia de su realizador en un ejercicio con el que cerrar su propio círculo biográfico.

«tick, tick… Boom!» Nunca dejes de luchar por tu sueño. Sentencia que el creador de Rent debió escuchar una y mil veces a lo largo de su vida. Pero esta fue cruel con él. Le mató cuando tenía 35 años, el día antes del estreno de la producción que hizo que el mundo se fijara en él. Lin-Manuel Miranda le rinde tributo contándonos quién y cómo era a la par que expone cómo fraguó su anterior musical, obra hasta ahora desconocida para casi todos nosotros.

«La hija». Manuel Martín Cuenca demuestra una vez más que lo suyo es el manejo del tiempo. Recurso que con su sola presencia y extensión moldea atmósferas, personajes y acontecimientos. Elemento rotundo que con acierto y disciplina marca el ritmo del montaje, la progresión del guión y el tono de las interpretaciones. El resultado somos los espectadores pegados a la butaca intrigados, sorprendidos y angustiados por el buen hacer cinematográfico al que asistimos.

«El poder del perro». Jane Campion vuelve a demostrar que lo suyo es la interacción entre personajes de expresión agreste e interior hermético con paisajes que marcan su forma de ser a la par que les reflejan. Una cinta técnicamente perfecta y de una sobriedad narrativa tan árida que su enigma está en encontrar qué hay de invisible en su transparencia. Como centro y colofón de todo ello, las extraordinarias interpretaciones de todos sus actores.

«Fue la mano de Dios». Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

“La muerte del artista” de William Deresiewicz

Los escritores, músicos, pintores y cineastas también tienen que llegar a final de mes. Pero las circunstancias actuales no se lo ponen nada fácil. La mayor parte de la sociedad da por hecho el casi todo gratis que han traído internet, las redes sociales y la piratería. Los estudios universitarios adolecen de estar coordinados con la realidad que se encontrarán los que decidan formarse en este sistema. Y qué decir del coste de la vida en las ciudades en que bulle la escena artística.

Aunque centrado en EE.UU., la conjunción de neoliberalismo y globalización en la que estamos inmersos desde hace décadas, a la que se ha unido el desarrollo de la tecnología, hace que podamos asumir como definitorio de los que vivimos en nuestro propio país cuanto Deresiewicz expone en este largo y detallado ensayo, basado en una profusa investigación previa (entrevistas, datos y citas bibliográficas).  El axioma está claro, si pagamos por lo que comemos, ¿por qué no lo hacemos por los trabajos artísticos que consumimos? ¿Por qué no les reconocemos el valor que tienen y la autoría, valía y dedicación de las personas que están tras ellos?

Como con tantas otras cuestiones, y aunque no es la única respuesta, pero sí la que articula su complejidad, la clave está en cómo ha cambiado la realidad política, económica y social de nuestro mundo desde finales de los años 70. En líneas generales, el arte dejó de ser considerado alimento para el alma, medio para fomentar el espíritu crítico y propulsor de coordenadas de comunidad para ser visto como un elemento a economizar y en el que invertir –tanto pública como privadamente- en función del rédito –marca, estatus o revalorización futura- que este pudiera generar.

Se puso el foco en el producto final, en el cuadro, el guión o la canción y en su tratamiento como una mercancía. Dejó de considerarse cuanto permite a su creador llegar hasta ahí. Conocer el pasado de la historia del arte a través del estudio y la experiencia directa y mantenerse al tanto del presente relacionándose con otros artistas, disponer de un lugar y tiempo durante el que practicar sin fin hasta dar con las claves con que definir un estilo propio, tener acceso directo a los intermediarios –galeristas, agentes, representantes- que conectaban con los potenciales compradores.

Esto ya ocurría antes, pero lo novedoso fue que iniciados los 80 comenzó la escalada de la especulación inmobiliaria –primero en EE.UU., después en Europa-, lo que obligó a que muchos artistas tuvieran que estar aún más pendientes de su cuenta bancaria que de su inspiración. Sin techo bajo el que vivir, poco hay que crear, así que primero garantizarse unos ingresos trabajando en lo que se pueda y después, si acaso, dedicarse a aquello para lo que están dotados. En el caso de las artes plásticas, el mundo económico, además, generó una nueva clase social que prostituyó el mercado, dinamitando los precios y haciendo que también en este sector la especulación fuera la norma.

Por su parte, los medios de comunicación exacerbaron el ideal romántico y bohemio, obviando el lado empresarial que todo artista tiene y transmitiendo al gran público el mensaje de que solo si eran lo suficientemente buenos serían reconocidos con etiquetas como la nueva joven promesa u otra similar. De manera paralela, se le ha ofrecido la zanahoria de la formación universitaria (licenciaturas, grados, cursos de especialización y posgrados) a los deseosos de llegar a ser artistas como manera de entender cómo funciona el mercado y hacerse un hueco en él. ¿De verdad es así o es otra manera de aprovecharse de sus recursos, de retrasar su entrada en las listas del paro y de convertirles en cantera de becarios y ayudantes que apenas cobrarán después?

Pero lo peor de todo ocurrió con la llegada de internet. Un medio que inicialmente se proponía como una plataforma con la que conocer la labor de personas a las que hasta entonces no habíamos tenido acceso, resultó ser la herramienta perfecta para devaluar su trabajo. Utilizamos sus fotografías sin licencia, descargamos sus canciones y sus novelas sin respetar su propiedad intelectual, vemos las películas en páginas que sabemos son ilegales… Algo de lo que somos tan responsables los usuarios como Google o YouTube que permiten existan dichos enlaces. ¿Por qué? Porque el tráfico que generan redunda en sus ingresos publicitarios. ¿Consecuencias? Se producen muchas menos películas, siendo el más afectado el denominado cine de autor, aquel que necesita que vayamos a las salas. Pantallas cada vez más llenas de remakes, sagas y spin-offs de personajes y seriales que no aportan nada extraordinario, pero que les aseguran ingresos a sus promotores. Podría parecer que las plataformas de streaming como Netflix o HBO son la solución, pero tal y como advierte Deresiewicz, cuidado con el oligopolio en el que se está convirtiendo esta nueva dimensión de lo audiovisual.

Y qué decir de las prácticas también monopolísticas de Amazon, una vez que se convirtió en el mayor vendedor del mundo de libros, cambió las reglas del juego en cuanto a precios de venta y márgenes. Curiosamente, la editorial que no las aceptara quedaba escondida en su tienda on line por el capricho de los algoritmos. Algo a lo que juega también Spotify, haciendo que a través de su sistema de listas y novedades, las canciones más reproducidas sean las de un grupo mínimo de solistas y grupos, dejando así con la miel en los labios, y sin apenas ingresos, a todos aquellos músicos que pensaron que a través de este servicio digital podrían darse a conocer y generarse su propio público.  

Siglos atrás los creadores eran artesanos que trabajaban por encargo de la iglesia. Después pasaron a ser artistas gracias al mecenazgo de los monarcas. Tiempo después llegarían los encargos de la burguesía. Con la llegada del capitalismo muchos se liberaron de cualquier dependencia y su labor comenzó a ser producto de un impulso más libre que después era reconocido por los que se convertían en sus clientes. No dejemos que el libre mercado y su supuesta autorregulación, ruido que algunos denominan democracia y libertad, acabe con algo tan inherente al ser humano como es la expresión artística.

La muerte del artista, William Deresiewicz, 2020, Capitán Swing Libros.

«Oslo», narración de un acuerdo imposible

Los historiadores valorarán cuán fiel es esta reciente producción de HBO a las negociaciones que condujeron al acuerdo entre israelíes y palestinos en 1993. Los amantes del séptimo arte, la calidad de la adaptación a la gran pantalla de un texto teatral multipremiado. Para el común del público queda tomar nota de las claves con que dos partes enfrentadas pueden construir un futuro en común a pesar de sus muchas diferencias y recelos recíprocos.

La premisa es clara, relatarnos cómo comenzaron y prosiguieron los encuentros entre palestinos e israelíes que desembocaron en los Acuerdos de Oslo firmados en 1993. Conversaciones iniciadas de forma clandestina bajo el amparo de una discreta organización, la Fundación Fafo, con el apoyo de una funcionaria y el único conocimiento del Secretario de Estado de Exteriores del Gobierno de Noruega. La clave, y en lo que incide la película, es que se iniciaron alejadas de los focos mediáticos, sin el conocimiento de las burocracias estatales y poniendo el foco en el factor humano, en el encuentro entre personas sin intermediarios ni taquígrafos, al margen de cualquier influencia externa.  

Contactos, encuentros y varias rondas de intensas conversaciones, discusiones y debates que se saldaron con el fin de la primera intifada y con la esperanza de una convivencia pacífica entre Israel y Palestina que el paso del tiempo se ha encargado de romper una y otra vez. Acontecimiento importante que inspiró a J.T. Rogers una obra teatral estrenada en Nueva York en 2016 , ganadora del Premio Tony un año después, y que ahora llega a nosotros en versión cinematográfica. Una adaptación firmada también por él, que funciona perfectamente a nivel de texto, pero con algunos elementos visuales que fallan por la simplicidad con que son plasmados.

El tono anaranjado de las secuencias localizadas en Israel parece más un filtro de Instagram que un planteamiento de dirección de fotografía. Los flashbacks a la escena de la intifada son introducidos con una obviedad conductista y su materialización con una dirección artística televisiva. El recurso, además, del abrigo amarillo que luce uno de los personajes protagonistas en las secuencias iniciales, en una ambientación de tonalidades frías, resulta manido y en las antípodas de cómo lo manejó en La lista de Schindler (1993) Steven Spielberg, curiosamente uno de los productores ejecutivos de esta película. Añádase la síntesis con que son presentados hebreos y árabes, para que nos hagamos una rápida imagen de su carácter, pensamiento y posicionamiento.

Desaciertos que la dirección de Bartlett Sher salva gracias a su sencillez. Su única intención es exponer qué sucedió en una mansión de Sarpsborg, a 90 kilómetros al sur de la capital noruega, lo que hace que su visionado resulte interesante. Logra que queramos ir más allá de lo plasmado en la pantalla, que analicemos lo que está sucediendo para deducir cómo fue el proceso de negociación, las fases que siguió y cuáles los elementos que lo permitieron evolucionar y los que lo pusieron en riesgo. De paso, y como subtexto, que realicemos una lectura paralela sobre el comportamiento humano, sus motivaciones, miedos y necesidades, así como de los asuntos externos que influyen sobre cualquier persona. A qué responde aquello que nos une y de dónde surgen las divergencias que nos separan y enfrentan, así como hasta dónde somos capaces de llegar impulsados por ellas.

«Collective», la corrupción mata

Doble candidata a los Oscar en las categorías de documental y mejor película en habla no inglesa, esta cinta rumana expone cómo los tentáculos de la podredumbre política inactivan los resortes y anulan los propósitos de un Estado de derecho. Una investigación periodística muy bien hilada y narrada que nos muestra el necesario papel del cuarto poder.

Hay diversas maneras de concebir un documental. Una puede ser combinando hemeroteca con entrevistas y recreación de los momentos más representativos a tiro pasado. Otra es seguir a los protagonistas cámara en mano a la manera de un Gran hermano y después editar. Los responsables de Collective optaron por la segunda al considerar desde el primer momento que tenían entre las manos una historia importante y merecedora de ser conocida. Así es como construyeron este ejemplo práctico de cómo se inicia y desarrolla de manera sólida y eficaz una investigación periodística al compás de la actualidad informativa y la evolución de los acontecimientos.

El 30 de octubre de 2015 murieron 27 personas en el incendio de Colective, una sala de conciertos de Bucarest. Un horror prolongado en las semanas siguientes por el fallecimiento de casi cuarenta más en distintos hospitales, aparentemente como resultado de las quemaduras sufridas. El instinto periodístico y su compromiso deontológico, así como su conocimiento de la realidad política, económica y social de su país hizo sentir a los redactores de Gazeta Sporturilor que tras las rotundas afirmaciones de las autoridades de máximos esfuerzos e inmejorable calidad de la asistencia sanitaria prestada por el sistema público rumano, se ocultaba una realidad tan atroz como la cruel mentira tras la que esta se parapetaba.

Su investigación nace con una hipótesis que surge por no ver respondidos sus interrogantes. ¿Qué hizo que muriera tanta gente? ¿Cómo eran tratados clínicamente? ¿Por qué no se les derivó a otros lugares? A partir de ahí la búsqueda de pruebas y, tras constatar las enormes diferencias entre lo que estas muestran y la versión oficial, chequear lo establecido por los procedimientos técnicos, las normativas legales y la opinión de los responsables políticos. Así es como se va desvelando un enjambre de mentiras, manipulaciones y engaños, irregularidades, sobornos y malversaciones que van más más allá de una situación o unas coordenadas, están completamente imbricados en las raíces del Estado rumano.  

La narración de Alexander Nanau va de hito en hito, exponiendo las informaciones conseguidas y el modo en que se obtienen, así como el eco y los movimientos a favor y en contra que provoca su difusión pública. Aunque centrado en la objetividad de las bases del periodismo (qué, quién, cuándo, dónde y por qué), Collective da también cabida a las emociones resultado del descubrimiento y el conocimiento de lo injusto, lo incoherente y lo inconcebible. De igual manera, tampoco se olvida de los afectados, pero les mantiene en un respetuoso segundo plano nada sensacionalista con lo que vivieron.

La buena factura del mejor documental europeo del año 2020 es que su propuesta no se acaba en su último fotograma, sino que incita a la reflexión y al debate. ¿ Cómo es posible que los seres humanos lleguemos a ser tan inhumanos? ¿Cómo se compaginan ética, moral y legalidad? ¿Resistirá el periodismo las presiones de los poderes ocultos? ¿Podría suceder algo así en nuestro país? ¿Cómo actuaríamos?

“Black Art: In the Absence of Light”

En 1976 el LACMA inauguraba “Two centuries of Black American Art”, exposición que ponía por primera vez sobre la mesa el papel que los artistas plásticos afromericanos tenían y habían tenido en la historia del arte estadounidense. Documental producido por HBO y estrenado recientemente con mejores propósitos que resolución, pero que pone el dedo en la llaga de la necesaria revisión de los discursos oficiales.

En los primeros minutos el artista e historiador David Driskell (Eatonton, 1931- Hyattsville, 2020) cuenta lo que supuso aquella muestra que, comisariada por él, fue visitada por miles de personas tanto en Los Ángeles como posteriormente en Dallas, Chicago y Nueva York. Totalmente disruptiva, puso en duda la solidez de lo que se estudiaba y mostraba en los ámbitos académico, museístico y comercial sobre la creación artística firmada por ciudadanos norteamericanos. En un sistema político y cultural donde dominaba lo blanco y la herencia europea y en el que lo negro con pasado esclavo no era considerado de forma alguna.

Aquel acontecimiento fue una prolongación más del movimiento por los derechos civiles iniciado años antes por Martin Luther King. ¿Había entonces un arte específicamente negro? ¿Lo sigue habiendo hoy? Sí, tal y como señala Driskell, cuando eres etiquetado y jerarquizado por un poder que determina y regula el funcionamiento de la sociedad de la que formas parte. Una discriminación que marca tu manera de vivir y de sentir y, por tanto, de lo que expresas y comunicas, así como el punto de vista desde el que lo haces.

In the Absence of Light también reivindica a quienes como Faith Ringgold (Nueva York, 1930) se vieron discriminadas entonces por el hecho de ser mujeres, incluso por lo que compartían su origen afroamericano. Una artista que promulgaba un feminismo sin tapujos y con un mensaje radicalmente político, que se negaba a aceptar la demagogia del heteropatriarcado, tanto blanco como negro, autoerigido como autor y decisor del canon estético y simbólico.

Faith Ringgold, “American People Series #18, The Flag Is Bleeding,” 1967, óleo sobre lienzo.

O exposiciones posteriores como Black Male. Representations of Masculinity in Contemporary American Art (Whitney Museum, 1994) en las que se ponía en duda esos marcos, así como sus excusas racistas, sexistas y homófobas, contraponiéndolas con imágenes llenas de belleza, sensualidad y discurso firmadas por nombres como Robert Mapplethorpe (Floral Park, 1946 – Boston, 1989) o Adrian Piper (Nueva York, 1948, con obras con títulos tan significativos como I Embody Everything You Most Hate and Fear, 1975).

En lo que respecta al hoy, Radcliffe Bailey (Bridgeton, 1968), está considerado como uno de los herederos espirituales de aquella exposición de hace 45 años. Con creaciones plenamente escultóricas como Windward Coast, o de técnica mixta como From South to North, 1916-1970. Creaciones en las que mira al pasado con el objetivo de no olvidar de dónde venimos, tanto para no volver a aquellos esquemas prejuiciosos como para recordarnos que aún siguen vigentes en muchas coordenadas de nuestras vidas.

Kehinde Willey (Los Ángeles, 1977) y Amy Sherald (Columbus, 1973) fueron los encargados de realizar los retratos de Barack y Michelle Obama que cuelgan en la National Portrait Gallery de Washington desde febrero de 2018. Óleos sobre lienzo y lino que destacan por la diferente sensibilidad que aportan respecto a sus antecesores en semejante encomienda. Pinturas sin el hieratismo físico y el simbolismo del poder, más humanas y cercanas, pero también transmisoras de la personalidad y del papel ejercido por sus protagonistas.  

Como muestra de la denuncia de Black Art, los autores blancos suponen el 85% de los expuestos por los grandes museos norteamericanos mientras que tan solo el 1,2% son negros (cuando los primeros suponen el 65% y los segundos el 13% del total de la población del país), algo similar a lo que sucede en ámbitos complementarios como el de la gestión, la crítica o el mundo académico.  Cuestión que se está empezando a corregir con iniciativas como la del Museo de Baltimore, que vendió años atrás algunos de los Warhols de sus fondos para comprar obra de grupos sociales poco representados en sus paredes. O con encargos como el del Whitney en 2014 de una instalación a Kara Walker (Stockton, 1969) que dio como resultado “A Subtlety”. Una irónica figura de diez metros de altura, una esfinge construida con azúcar, una representación hiperrealista y a escala agigantada de quien pudiera haber sido un ancestro suyo trabajando como esclava en una plantación de tal producto agrícola.  

Como documental Black Art: In the Absence of Light comienza con buenas intenciones pero deriva en una sucesión de fragmentos de entrevistas en lugar de convertirse en un trabajo de tesis como prometía inicialmente. Aún así, tiene su valor y aporta un contenido que sintetiza muy bien la cita final con que Driskell parafrasea a Luther King, We haven´t reached the promised land. We’ve got a long way to go.