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10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

«Los días que vendrán»

Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

En su anterior película Marques-Marcet te encogía el corazón con su saber hacer mostrando la dicotomía que vivían sus dos protagonistas en una relación sustentada entre Barcelona y Los Ángeles mediante encuentros vía skype. Esta vez sucede algo parecido pero en circunstancias geográficas diferentes, todo queda concentrado en un apartamento de la ciudad condal, pero sin dar por hecho es que esa proximidad espacial implica necesariamente estar en las mismas coordenadas vitales en una etapa -el embarazo- en que las convenciones dicen que así debiera ser.

De manera muy clara, el guión presenta un triángulo -tú, yo y nosotros- temporal -en unos meses esa relación ya no será entre dos, sino que tendrá un miembro más- y deja que todos ellos manifiesten cómo se sienten ante las nuevas circunstancias -los cambios hormonales y físicos- y cómo se proyectan -estado civil, situación laboral- en el futuro que prevén. Sin plantear preguntas retóricas que se respondan a golpe de convención, sino haciéndolo desde la necesidad vital de ubicarse. Su brillantez está en que algunas de ellas quedan sin resolver cuando surgen -de manera casi natural, solas, nunca por exigencias del guión-, ya que aunque la interrogante se ha planteado en el instante en que se debía, en ese momento de la vida real, de la convivencia entre dos, de la experiencia de estar esperando un primer hijo, aún no hay claves suficientes para darle respuesta.

Cuestión aparte es cómo actúan Vir y Lluís. Si siguen sus diferentes caminos individuales dando por hecho que el otro se adaptará o si lo consensuan haciendo de ello algo compartido. Una tensión en la que la sutileza con que su director coloca y mueve la cámara, empotrada siempre en el corazón, en los ojos, en la piel de sus protagonistas, hace de él poco menos que un reportero bélico-emocional de esa batalla diaria que es toda pareja cuando sus coordenadas están más plagadas de incertidumbres que de rutinas en las que apoyarse hasta anclarse, y sus silencios, miradas y exhalaciones al respirar resultan atronadoramente elocuentes.

Pero si por algo destaca la realización de Los días que vendrán es por la sensibilidad que emana en todo momento, con secuencias como la del parto o los interludios en 8 mm que resultan poco menos que excelentes. Un resultado que debe mucho al trabajo de María Rodríguez Soto y David Verdaguer, que se complementan entre sí y con su director con un magnetismo que hace que lo suyo no solo sea cercano por su verbalidad e íntimo por su corporeidad, sino también casi espiritual por la invisibilidad de lo aparentemente liviano, pero realmente trascendente, que construyen conjuntamente.

Cine a lo grande, que te seduce para quedarse contigo, que te causa una sonrisa, que te emociona y te hace fruncir el ceño hasta transformarte. Esa clase de cine es Los días que vendrán.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee

Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

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La primera vez que leí ¿Quién teme a Virginia Woolf?  fue hace años motivado por la sensación que me dejó la película del mismo título y por la salvaje interpretación de Elizabeth Taylor en ella. Casi una década después he vuelto a este texto y he quedado aún más impresionado que entonces, más allá de los gritos y los insultos, el maltrato que se interfieren los dos protagonistas alcanza tal nivel de violencia psicológica que hace que dejes atrás el cuestionamiento de cómo es posible llegar a semejante comportamiento para sumirte en la parálisis de algo que resulta casi inconcebible.  Un profundo pesar y una desagradable resaca de vergüenza al pensar que en algún momento has llegado o has sentido el impulso de comportarte de semejante manera.

Edward Albee es maestro en tocar nuestros puntos débiles, aquellos que nos hacen vulnerables, para provocarnos respuestas que enfrenten nuestro edulcorado auto concepto individual (The zoo story, 1958) y social (The american dream, 1960) con aquello que no queremos o negamos ser. Tras estas dos obras iniciales, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1961) la formalidad que imponen los espacios públicos queda sustituida por ese templo de la privacidad que es el hogar familiar. Un interior regido en ocasiones por leyes, normas y costumbres de dudosa lógica que solo conocen los que lo habitan. Cuestión aparte es quién las propone y quién las acata.

En la historia que Albee nos propone no hay un detalle ambiental que no oprima o enclaustre la acción. Desde la clandestinidad de la madrugada (el primer acto comienza a las dos de la mañana) a la carga de alcohol (el bebido antes de su inicio y el brandy y el whisky que se consume después de manera continua), el humo del tabaco o el desorden que describen las acotaciones del salón en el que transcurre lo que leemos/vemos. Sobre esta base se sitúa el trato de desidia, desprecio, amor enfermizo y complicidad que se dispendian Martha y George.

Una explosiva combinación a cuya influencia someten a Nick y Honey, una pareja de recién instalados en el campus universitario en el que residen los primeros desde que se casaron dos décadas atrás, justo el mismo paréntesis de edad que separa a unos y otros. Una diferencia que no supone una gran distancia entre ambos matrimonios. Lo único que les diferencia es el camino recorrido y la experiencia acumulada, pero deja claro que el egoísmo y la inhumanidad son comportamientos inherentes a toda persona.

Así, de manera tranquila pero sin pausa, ganando intensidad y tensando el ambiente a medida que transcurre la noche, el tono de voz es cada vez más elevado, los calificativos más duros, los ofrecimientos más obscenos y las afrentas más agresivas. Sin respetar los límites entre las parejas, convirtiéndose en un todos contra todos, pero en el que el ritmo lo marcan los primeros, haciendo de los segundos víctimas, instrumentos y destinatarios de su enquistado conflicto, al tiempo que les hace revelar la génesis de la que podría ser su futura guerra.

Diálogos duros y ásperos, pero certeros en su intención percutora, donde la rudeza que imprime la ingesta de alcohol se combina con la inteligencia de gente formada, de buena posición socioeconómica. A través de ellos Albee reflexiona también sobre cuestiones como el rol de la mujer en una sociedad androcentrista, la competitividad fomentada por la educación formal, el papel que la Ciencia y las Humanidades tienen en nuestra sociedad o el nepotismo que gobierna nuestras instituciones.

¿Quién teme a Virginia Woolf?, Edward Albee, 1962, Ediciones Cátedra.

“Frankie y Johnny en el claro de luna” de Terrence McNally

Un texto genial sobre la intimidad que surge cuando se conecta con una persona y se siente el abismo del amor. Diálogos sencillos, auténticos y fluidos en los que sus protagonistas revelan quiénes son realmente tras la imagen que transmiten y el miedo, la ilusión, las reservas, los sueños y las esperanzas que sienten. Dos personajes creíbles en cuanto expresan y relatan, con unas circunstancias pasadas y unas coordenadas presentes perfectamente construidas. Una de las obras más emblemáticas de uno de los mejores autores del teatro norteamericano de las últimas décadas.

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Frankie y Johnny son compañeros de trabajo, ella es camarera y él cocinero en un pequeño restaurante griego en Nueva York. Se conocieron hace algo más de un mes, han ido al cine y después… han acabado en casa de ella. Un pequeño apartamento que se convierte en el escenario de los dos actos de esta obra estrenada en 1987 con Kathy Bates y F. Murray Abraham como protagonistas. Al tiempo que se encienden las luces de la función, la relación entre esta mujer de treinta y muchos y este hombre de unos cuantos más adquiere unas nuevas coordenadas. Mientras que él ve una conexión a explorar porque considera que puede ser el inicio del camino del amor, ella considera que ha sido un carpe diem sin más.

Lo que él propone suena a cine en blanco y negro, a literatura clásica y a función de Shakespeare, mientras que lo que ella responde destila soledad, individualidad y auto defensa. Él es recurrente e ingenioso y ella tajante y asertiva. Pero a pesar de las diferencias, los argumentos de ambos no son tan opuestos, sus diferentes puntos de vista sobre cómo interpretar lo sucedido y proceder a partir de ahí resultan casi complementarios.

Sin embargo, el autor de Mothers and sons, Corpus Christi o The Lisbon Traviata no plantea esta situación como un drama existencial o como un merengue no apto para diabéticos, sino como algo espontáneo. Impacta por la cotidianidad con que la muestra y por la transparencia con que expone la decisión a tomar. Si se ve en ello una oportunidad o no y si es que sí, qué supone afrontar lo que puede conllevar. Su excelente escritura plantea con inteligente claridad que eso que llamamos zona de confort es en realidad de defensa y de autoprotección. Un refugio para la salvaguarda de nuestra autoestima y evitar que se vuelvan a abrir heridas como las que provocaron las cicatrices que llevamos en nuestro cuerpo y nuestra alma.

Una propuesta narrativa que Terrence McNally convierte en unos diálogos perfectamente planteados. Los dos actos de Frankie y Johnny son otras tantas escenas que transcurren sin elipsis alguna, pero haciendo que el tiempo se detenga con su exposición dramática. En sus conversaciones, cada uno de sus personajes se convierte en espejo, estímulo y motivación del relato de las vivencias, sentimientos y emociones de su contrario. De esta manera, ambos nos cuentan sus biografías, nos revelan su personalidad -incluyendo tanto sus luces como sus sombras- y se colocan en ese punto de inflexión y reflexión –tanto conjunta como individual- tan delicado, íntimo, único y especial al que McNally también consigue trasladar a sus lectores/espectadores.

Como anécdota, señalar que pocos años después de su estreno en 1987, su notable adaptación cinematográfica –también firmada por McNally y dirigida por Garry Marshall (su siguiente película tras Pretty Woman)- sustituiría a la pareja protagonista por Michelle Pfeiffer y Al Pacino. En los escenarios españoles, los actores dirigidos por Mario Gas encargados de darles vida en 1997 fueron Anabel Alonso y Adolfo Fernández.

«La geometría del trigo» de Alberto Conejero

Un viaje a los orígenes, a la búsqueda del encuentro, a la necesidad de comprender, a la imposibilidad de ir en contra de las leyes de la vida. Un texto que aúna toma de conciencia, necesidad de desnudarse, anhelo de intimidad, luz y desconcierto en el diálogo y confrontación entre sus personajes a lo largo del tiempo. Una propuesta teatral en la que sus anotaciones escenográficas amplifican la intensidad de sus parlamentos, creando y transmitiendo una atmósfera tan sugerente como cautivadora.  

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En su nueva dramaturgia Conejero plantea de manera precisa varias dimensiones que se simultanean, el ahora y el hace tres décadas, el Jaén rural y la cosmopolita Barcelona, la comunicación en castellano con acento andaluz y francés o en catalán. Entre todas ellas, una coordenadas que queda claro que no son solo geográficas, sino también identitarias, hasta las que algunos se trasladan al sentirse o verse demandados por ellas, o de las que desean huir por no ser capaces de soportar la verdad que alberga sobre ellos.

La geometría del trigo expone con gran claridad la complejidad de una realidad solo apta para los valientes dispuestos a asumir que hay algo más grande que uno mismo, que la vida y el amor no son algo sobre lo que decidimos libremente desde nuestra absolutista individualidad, sino que son también corrientes que ejercen su fuerza sobre nosotros. Una influencia a la que nos podemos negar, pero esa huida generará unos efectos secundarios que sufriremos nosotros y los que vengan detrás de nosotros. Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos hasta que no se recomponga ese equilibrio que no quisimos o no supimos asumir y que pasa por romper la dictadura del silencio y acabar con el inmovilismo de las costumbres.

A pesar del dramatismo que se esconde siempre tras el dolor, el que habita cada una de las escenas de esta geometría no tiene nada de sórdido en su origen ni de narcisista en su prórroga. Es un pesar que las estructura de manera muy solvente, llevándonos desde sus consecuencias más actuales hasta su nacimiento para descubrir que alberga el deseo de su fin. Un punto de inflexión cuya consecución implicaría dejar paso a una satisfacción –tanto personal como compartida- que acabe con su invisible sombra y la liberación de esa fuerza ahora atada con la que afrontar la vida con ilusión renovada.

En el apartado formal, destacar que la profundidad humana de esta constelación familiar se ve fielmente reflejada en las anotaciones con las que Alberto propone una escenografía que amplifique la narración y el lirismo de su historia. He ahí la imagen de Joan y de su madre haciendo la maleta con los mismos movimientos físicos y bajo un similar estado de ánimo. El escenario que encadena tiempos y localizaciones diferentes, o su ocupación por bandadas de pájaros o tormentas de hojas y polvo de arcilla alegorizan y esencian la herida abierta de esa intimidad de la que nos hace ser testigos. Anotaciones que tienen tanto de descripción argumental como de guía para la puesta en escena de este texto.

Ahora solo queda esperar que ese momento llegue y ver si la adaptación tiene la misma calidad que montajes de obras de su autor como la reciente Los días de la nieve o anteriores como La piedra oscura o Cliff.

La geometría del trigo, Alberto Conejero, 2018, Editorial Dos Bigotes.

«Un perro» de Alejandro Palomas

El bagaje de cuarenta años de biografía, el balance de todo lo vivido por Fer y de los capítulos que conforman el libro de su presente, el ajuste entre las distintas piezas que conforman el puzle de su familia. Alejandro Palomas plasma con gran belleza, equilibrio y naturalidad cuanto pasa por la mente de su protagonista durante unas horas de tensa y amarga, pero también sosegada y meditada espera. Desde lo más ligero y superficial, los lugares comunes en los que nos refugiamos, a los más íntimos y ocultos, aquellos que rehuimos para no volver a encontrarnos con el dolor que allí dejamos.

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Las páginas se suceden con sensación de estar leyendo un relato en tiempo real. De tener sentado al otro lado de la mesa a un personaje de carne y hueso y mirada honda que se está percatando de lo que sucede a su alrededor, pero cuya atención y verdadero interés está navegando por coordenadas que, a pesar de estar relacionadas con el aquí y el ahora, se encuentran en otra dimensión. Un mundo que está formado por los recuerdos –unos más cercanos y otros más difusos-, el balance -lo logrado y los asuntos pendientes- y la incertidumbre que depara un futuro cuyo devenir no está al alcance de sus manos.

Ese oleaje de suave marejada, pero con pequeños remolinos traidores bajo su superficie es el medio fluido en el que se sumerge Palomas para contarnos todo aquello que se encuentra en ese mapa que su protagonista no tiene completamente cartografiado. Con la misma precisión que un geógrafo nos da a conocer cada elemento, desde ese preciso punto en el que se puede ver su individualidad pero también dejando patente cómo es resultado de aquello con lo que interactúa.

Así es como conocemos a una mujer que es también esposa y madre, o a un hijo que, a pesar de ser adulto, sigue buscando en su progenitora al referente que encontraba cuando era niño. Junto a sus hijas y hermanas, Silvia y Emma, Amalia y Fer forman la familia que son hoy en día. Quizás atípica y poco convencional en sus formas, pero unida por lo mismo que cualquier otra, por el afecto que nace no se sabe cómo de la biología y que perdura y crece con el paso de los años. Ese vínculo invisible es el que Alejandro nos hace tangible en todo momento, tanto cuando toca relatar los comportamientos individuales de cada uno de ellos como a la hora de hacerlos interactuar entre sí en la variedad de registros que tiene la vida.

La comicidad de Amalia, una mujer mayor a la que la velocidad del mundo actual le supera. El afán de control y superación de Silvia y la asertividad de Emma, como manera de evitar que se abran las heridas del pasado o de que surjan otras nuevas. O el momento de examen íntimo y profundo al que se ve obligado Fer por la abrupta amenaza de la soledad. Realidades cotidianas, pero también circunstancias vitales que Alejandro Palomas describe y dialoga con gran naturalidad, emocionándonos y haciendo que nos sintamos partícipes de esa reunión y conversación en la mesa de un bar de Barcelona en la que se siente, y desde la que se ve, la vida pasar.

«El amante»

Diez años de matrimonio son algo digno de celebración y si es con aficionados al teatro como acompañantes, ganas de fiestas no van a faltar. El otro lado de la sonrisa vendrá después, cuando tras las cervezas y los canapés se deje el ambigú del Teatro Pavón y se baje al patio de butacas para permitir que los espectadores asistan a la desconocida y privada intimidad de la pareja homenajeada. Una propuesta diferente, un montaje y dirección que van más allá de las palabras de Harold Pinter para mostrar exitosamente las oscuridades y los desequilibrios sobre los que se sustenta la experiencia del amor.

ElAmante

La pregunta no es si teniendo pareja has fantaseado con tener un amante o lo has tenido. La verdadera interrogante es si lo has integrado en tu vida junto con el resto de tus relaciones. Esto incluye, por supuesto, a ese o esa con el que duermes cada noche, con el que pagas a medias una una hipoteca y con el que has asumido el compromiso de quereros y cuidaros en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Por supuesto que es solo sexo, pero también es tiempo, energía e imaginación que, no es únicamente que te lo dediques a ti, sino que también es espacio que le niegas a él o a ella.

Y si tú lo haces y él o ella también, ¿perfecto porque así entonces queda todo equilibrado? ¿Os justificáis y excusáis el uno al otro? Y si, ya trasladados a un escenario teatral y puestos a representar juegos y entelequias, el papel del amante lo encarna también el actor encargado de ser el cuerpo, la cara y la voz del marido, ¿estamos viendo a un intérprete en un doble papel o a un hombre encarnando una ficción? Este es el inteligente y simultáneo juego sórdido que propone el texto de Harold Pinter. Uno que te induce a reflexionar a golpe de mecanismo de identificación y proyección, y otro que te condena a formar parte de algo que no sabes si es la realidad que quizás te gustaría vivir, pero en la que tampoco tienes claro quién eres.

Diálogos que se hacen aún más potentes con la atmósfera creada por Nacho Aldeguer en su adaptación y que va más allá de la escenografía e iluminación con que se recrea el hogar del matrimonio formado por Verónica Echegui y Daniel Pérez Prada. Previamente Alex González nos ha integrado como divertido maestro de ceremonias, vía cocktail festivo –cerveza fresca, sabrosos canapés y rico cocktail de ron-, en su círculo de amigos y familia, haciéndonos partícipes de la consolidación de su historia tras toda una década juntos. Pero cuando el ejercicio social se acaba, las sonrisas se relajan y los personajes que somos ante los demás se retiran a descansar, comienza esa otra cara de la que solo podemos ser testigos gracias al teatro.

Tras ese logrado arranque, personajes y espectadores descendemos al territorio y al espectáculo de lo nunca compartido, a lo solo mostrado a aquel junto al que dormimos y a lo que él o ella ve de nosotros sin que seamos siquiera conscientes de nuestras peculiaridades. Una total y brutal inmersión en ese espacio en el que el amor se debate entre los convencionalismos y la innovación, lo visceral y los impulsos primarios se combinan con la inteligencia y lo racional. Unas veces para equivocadamente intentar complementarse y aportarse mutuamente, pero otras para herirse y castigar al otro como manera de evitarse, provocando con ello la destrucción conjunta.

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El amante, en el Teatro Pavón-Kamikaze (Madrid).

«Inconsolable», la muerte del padre

Ni tu progenitor es eterno ni tú eres esa persona firme capaz de estar a la altura de todas las circunstancias. Dos afirmaciones que para Javier Goma Lanzón pasaron de la teoría a la práctica de golpe, en un instante que se convirtió en ese punto de inflexión en su vida que puso a prueba los cimientos de su identidad. Un texto profundamente humano y universal en su fondo y muy erudito en su forma, lo que puede suponer todo un reto para conseguir entrar en él.

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Si tomáramos el final de la vida como el principio, dedicándole tiempo, alegría y pensamientos optimistas, no supondría el drama impostado y el agujero negro conductual con que solemos afrontarla. Preparamos el nacimiento de una nueva persona, nos alegramos de ella, festejamos su llegada, pero cuando el camino llega a su final nuestros esfuerzos y energías son consumidos por la negación y la evitación, tanto de lo que va a ocurrir como, posteriormente, de lo que ha sucedido.

Javier Goma Lanzón vivió así esa primera parte y la segunda le llegó tan hondo, le dejó tan herido y desubicado que no encontró otra manera de sobrevivir a semejante hecatombe interior que escribir esta catarsis que es Inconsolable. Una disección de sí mismo, un dejar a un lado pudores, rémoras, vergüenzas y límites y ponerse frente a sus propias convicciones y valores, entrar en sus zonas inexploradas –esas que causan incomodidad y dolor-, así como a mirarse a sí mismo desde un punto de vista nuevo y quizás nunca practicado antes. No ya solo como un ejercicio de experimentación, sino llevado por una necesidad vital, una búsqueda impulsada por una energía nunca antes sentida.

Un desconcierto que nace en lo más profundo, que es una cuestión de fondo y no de forma y que así se muestra sobre el escenario del María Guerrero. Lo que se escucha y ve no es un drama, una herida que se abre, un cuerpo que se descarna y una voz desgarrada. No se queda ahí, sino que va mucho más allá, hasta ese punto inicial, esa primera célula, ese átomo de energía en el que Javier comienza a transformarse interiormente, a experimentar una (r)evolución tras la cual ya no será el mismo, será un nuevo yo, más completo y adulto aunque, paradójicamente, también consciente de un vacío que antes no sentía y que ha hecho desaparecer para dejar que ese hueco sea ahora ocupado por una nueva y acantilada sensación, la de orfandad.

Este es el viaje de un monólogo que es, como somos cualquiera de sus espectadores, sucesor, heredero y consecuencia de los muchos mitos, referentes y modelos que sobre la muerte nos han llegado hasta nuestros días a través de la historia, la literatura y la religión. Estoy seguro que veré y alcanzaré mucho más de este Inconsolable cuando vuelva a mí como un texto editado que leer y releer, captando todas aquellas imágenes y significados –como sus referencias mitológicas- que se me escaparon por su elevada retórica clásica. Pero cuyo sentido creo que me llegó gracias a la brillante interpretación de un entregado y sobresaliente Fernando Cayo, apoyado por unas sobrias y expresivas escenografía e iluminación, tan fieles como él al alma y el espíritu de lo vivido y escrito por Goma Lanzón y dirigido por Ernesto Caballero.

Inconsolable, en el Teatro María Guerrero (Madrid).