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“Desconocidos” en la abstracción de la soledad

Drama y fantasía en una historia sobre cómo nos anclamos en las heridas que no cerramos. Da igual cuán adultos seamos, la niñez pervive en nuestro interior impidiéndonos avanzar y vivir una completa madurez. Actualidad y años 80 alternados y personajes apenas trazados, pero muy bien definidos y mejor interpretados por Andrew Scott y Paul Mescal.

La mega urbanidad de Londres -como la de otras tantas grandes ciudades- tiene algo de distópico. Millones de personas en un mismo emplazamiento, y buena parte de ellas con una sensación de soledad infinita, residiendo en edificios con multitud de viviendas, mas aislados por las barreras que suponen nudos de carreteras, vías ferroviarias y túneles. El escenario al que muchos huyeron esperando encontrar libertad, igualdad, respeto y consideración y que ha acabado convertido en una falsa promesa, atrapándoles sin, aparentemente, darles otra opción que volver al punto de inicio.

Ese es Adam, el adulto escritor de guiones de cine y televisión que vive en un rascacielos con vistas envidiables, pero que por dentro es el niño al que sus compañeros de colegio despreciaban por mariquita y al que su padre no abrazaba aun cuando le escuchaba llorar. Un mundo en el que la única persona con la que interactúa es Harry, un vecino que aparece de la nada con la propuesta no explícita de conocerse y acompañarse, de dejarse llevar sin definir rumbo ni destino.

Pasado y presente alternados en una narración que se apoya en la hondura de los silencios, el brillo de las miradas y la frialdad de hoy y calidez de ayer de sus ambientaciones. Espacios de confluencia entre personajes y espectadores construidos, expuestos y desarrollados por Andrew Haigh, muy en su estilo -basta recordar 45 años (2015)-, dejando que sea el eco de las emociones el que dibuje, concrete y dinamice cuanto vemos, percibimos e interpretamos.

Tras un inicio sobrio con visos melodramáticos, rápidamente expone su conjugación de drama contemporáneo y fantasía con intención sanadora. Volver atrás no para justificar o comprender, sino para conseguir nuestra empatía sin necesidad de planteamientos racionales. No analiza ni explica, relata fusionando los ojos del adulto con los del niño que fue, ese que fuimos todos, resultando tierno y convincente. Si, además, has vivido en tu piel o conocido en la de alguien a quien quieres la homofobia en sus múltiples variantes -escolar, familiar, social y política-, eres capaz de ver cómo todo eso está tras la presencia, la atención y las respuestas de Harry y Adam.

Con más texto que acción, el guion plantea escenas casi siempre interiores y nocturnas, con una luz fluorescente que transmite una desnudez escenográfica y anímica, tornando en expresionista las pocas ocasiones en que se plantea traducciones visuales de la tristeza y esperanza de su trasfondo psicológico. Un buen trabajo de dirección de fotografía de Jaime Ramsay complementado por la banda sonora compuesta por Emilie Levienaise-Farrouch y una selección de canciones entre las que destacan por lo apropiado de sus letras, su ritmo y su simbolismo generacional, The power of love de Frankie goes to Hollywood y Always on my mind de Pet Shop Boys.

“En mitad de tanto fuego”, entre el deseo y la guerra

La palabra de Alberto Conejero, la conceptualización de Xavier Albertí y el cuerpo y el verbo de Ruben de Eguía. Un monólogo brillante que habla de la verdad de lo íntimo, una puesta en escena en la que menos es más y una interpretación en la que la presencia aúna el mito de ayer, el anhelo de hoy y la esperanza del futuro.

El lirismo de su expresión, la desnudez emocional de sus personajes y la universalidad de su discurso son la tónica en la escritura de Alberto Conejero, ya sea en su teatro, en su poesía o en su conversación a nivel más personal. En todos ellos resulta auténtico, a la par que muestra de quién parte en su creación. En mitad de tanto fuego nace de la Ilíada de Homero, toma el personaje de Patroclo y su relación con Aquiles y sin abandonar ese mundo clásico, lejano y mitológico, se adentra en la esencia del ser humano para construir un monólogo que versa sobre la autenticidad de los sentimientos, la fuerza del deseo y los constructos de la masculinidad para destruir cuanto ponga en riesgo su soberanía.

Diafanidad, inmensidad y rotundidad que Xavier Albertí formatea en un escenario sin elementos que distraigan nuestra atención, más parco aún de lo que Conejero sugiere en la edición literaria de su texto (Editorial Dos Bigotes, 2023). Un vacío que no es ausencia, sino núcleo de lo que pretende recrear, transmitir y generar. Apenas unos focos cálidos bien dirigidos con los que construye una atmósfera que contagia el misterio y la congoja, la alegría y la ilusión, la desazón y la frustración de Patroclo. Un alrededor formateado por la energía que emana de su pecho y reclamado, a su vez, por él mismo como como bálsamo con el que calmar la ausencia de Aquiles.

Sobre esas bases, Ruben de Eguía despliega una interpretación virtuosa por la manera en que moldea la complejidad de lo escrito por Alberto, y su carga de significados, y el modo en que hace de la falta de apoyos y sombras de su escenografía, el horizonte en el que despliega la solemnidad de su físico y los múltiples registros por los que transita su mirada y su voz. Tonalidades con las que muestra y manifiesta lo que se agita dentro de él, con las que describe y canaliza lo que sucede ante sus ojos, con las que se zambulle en la universalidad y atemporalidad de la historia y funde tiempos y lugares para denunciar la violencia, la barbarie y la destrucción de la guerra.

Podría parecer que su inmovilidad le condena al hieratismo, sin embargo, el helenismo de su encarnación resulta dinámico y expresivo, excelso y sensual, elegante y marmóreo. Su bien gestionada economía gestual le convierte, no en el canal o mediador del monólogo al que asistimos, sino en su propietario y administrador. Conecta, atrae y atrapa a su espectador hasta convertirle más que en oyente de sus vicisitudes y testigo de sus vivencias, en compañero de sus batallas en el lecho compartido con Aquiles y en la intemperie, ante las murallas de Troya, así como en víctima de la injusticia, la ignorancia, el odio y la crueldad proyectados sobre el indefenso y el diferente.

En mitad de tanto fuego, en los Teatros del Canal (Madrid).

“Coto privado de infancia” de Paco Tomás

Novela en la que el presente está teñido por un pasado de violencia e incomprensión. La demostración de que la homofobia fue para muchos un maltrato sistémico, un horror sin posibilidad de escapatoria y con consecuencias perennes. Narración descarnada y rabiosa, también valiente y atrevida, dispuesta a no dejarse vencer y luchar para liberarse de la condena de su bucle.

On being used I could write the book cantaba Cher en Strong enough. Frase que denota uso y abuso, manipulación y violencia, que cada uno puede reinterpretar a su manera y que ha vuelto a mi mente durante los días en que he vuelto a leer a Paco Tomás, escritor con cuyos artículos e imaginación ya disfruté en Algunas razones y Los lugares pequeños.

Al igual que él, somos muchos los que podríamos dar testimonio de lo que supone haber vivido bajo el yugo de la homofobia durante años, sin mayor opción que la del silencio, la ocultación y hasta la mentira para sobrevivir con la esperanza de que llegara un día en el que decidir sin miedo, moverse sin cohibición y hablar sin escoger las palabras y el tono. Quizás sea esta la novela que podríamos haber escrito, pero no lo hicimos por una combinación de falta de talento literario y arrojo personal.

Da igual cuánta realidad y cuánta ficción contenga Coto privado de infancia, cuánto pueda haber alterado Paco sus personajes, situaciones y diálogos para que se ajusten al encaje de su intención, propuesta y resultado. El logro es que suena auténtico y posible. Despierta, evoca y trae hasta hoy lo que hace dos, tres y cuatro décadas eran cosas de niños, tu culpa por meterte en líos o tu merecido por comportarte como no se debía. Su propuesta de posible autobiografía tiene un interpretable componente de hipérbole y crudeza en su escritura, pero es ahí donde está su valor.

Esa impresión de exceso evidencia que no somos capaces de asumir íntegramente por lo que pasamos, ni imaginar lo que ocurría muy cerca de nosotros o, peor aún, el dolor que generamos a aquel o aquella a quien convertimos en diana de nuestros dardos. Asimismo, la aridez con que describe, analiza, expone y reflexiona demuestra que no hay más opción en la lucha contra la homofobia que adoptar argumentos, puntos de vista y actitudes que vayan más allá de lo propuesto y hecho hasta ahora.

El presente nos muestra que lo conseguido no basta, que el riesgo de involución y volver a ser insultados y agredidos, y no de manera ocasional, sino perpetua, está ahí. Aunque lo personal sea privado, o se considera también algo político, o no habrá manera de acabar con la amenaza del abuso y la negación que no conduce a más que la muerte en vida.

Por eso las aventuras, andanzas, desgracias, alegrías y cotidianidad de Tomas Yagüe, siendo las de un individuo singular, son también las de otros muchos que nos reconocemos en la oculta seguridad de sus certezas, en su capacidad camaleónica para estar sin ser, en su visión del sistema social y económico en que vivimos, y en su frialdad comercial y anhelo existencial cuando se trata de aunar lo físico y lo emocional, el cuerpo y el alma. Tomás, ese hombre al que su pareja deja días antes de pasar una Navidad con una familia en la que ni uno de sus mimbres está correctamente colocado, somos muchos de nosotros.

Coto privado de infancia, Paco Tomás, 2022, Editorial Planeta.

“El Ge”, entre lo apolíneo y lo dionisiaco

Nietzsche sobrevuela este texto y montaje teatral sobre el chemsex describiendo su intención, estructura y efecto. Trata algo convulso, confuso y complejo de una manera didáctica, ordenada y explicativa. Acierto y mácula. Aun así, obra que podríamos considerar necesaria para tomar conciencia de una realidad obviada e ignorada.

Tras las celebraciones por todo el territorio nacional, comienza la semana grande del Orgullo LGTBI, la que tendrá como acto central una manifestación el próximo sábado bajo el lema Abrazando la diversidad familiar: iguales en derechos. Sin embargo, lo que muchos recordarán y el motivo por el que se acercarán a la capital a trasnochar varios días, no será la reivindicación sino la fiesta. Lícito y compatible, más quizás también sintomático de los tiempos que vivimos. En un momento en el que la mentira partidista y el ruido mediático pretenden impedir la igualdad y la verdadera libertad, que es la de ser y no la de consumir, prima en demasía la satisfacción individual y la búsqueda del placer corporal como medio de satisfacción emocional.

En este contexto es en el que desde hace años escuchamos sobre la práctica del chemsex, personas que se unen durante horas para consumir drogas y desinhibirse hasta límites que van más allá del goce físico, poniendo en riesgo su integridad física y psicológica. Asunto serio que niegan demasiadas personas. Los que lo practican para no enfrentar lo que esconden tras ese síntoma de autodestrucción, y muchos más porque todo vale para seguir alimentando su homofobia. Monstruo sutil y omnipotente, atmósfera silente que desprecia, sentencia y castiga. Círculo vicioso en el que lo íntimo se enreda con lo familiar, lo social, lo cultural y lo político.

Todo eso está en El Ge. Avelino Piedad es ese hombre que llega a su casa lleno de vacío tras no se sabe con cuántos cuerpos haber practicado el desenfreno, el uso y la cosificación. Vemos al actor, pero falta personaje. Apenas se dan unos datos sobre él, pero más encaminados a justificar la estructura del texto que a introducirnos en la vida de una persona con la que conectar y empatizar, con la que confrontarnos y quizás identificarnos. Cuanto se relata sobre la dinámica de los encuentros, el abanico de drogas a disposición de los participantes («guapas, circas o guarras», bien los momentos de humor y hasta cabaret), o las cotas psicológicas y derivas psiquiátricas a las que se llega, resulta más dramatización que dramaturgia.

Bien saltarse la cuarta pared y sentir que se comparte espacio, saber que éste es el monólogo de alguien que sufrió recientemente un desengaño amoroso y que tuvo una infancia que lo ha convertido en un neurótico de presencia gimnasta y mirada barbuda. Mas, desde mi experiencia personal no escuché nada que no haya oído aquí o allá, que me hayan contado participantes o afectados. Y para quien viva lejos de estas circunstancias, creo que esta propuesta se le queda excesivamente sencilla, le falta la emoción que le atrape sin necesidad de pasar por su razón y ejercicio de comprensión.

También puede ser que la propuesta escrita y dirigida por Emma de Martino funcione con unos y otros porque les ofrece cuanto son capaces de digerir y tolerar, sin incomodarlos ni agitarlos. Ejerce más de recordatorio e introducción que de llamada a la responsabilidad y a la acción. Como decía Nietzsche, bien traído a escena, nos debatimos entre el orden de lo apolíneo y la agitación de los dionisiaco.

El Ge, en Nave 73 (Madrid).

“Arny. Historia de una infamia” con lecciones aun por aprender

Instituciones públicas que actuaron prejuiciosamente sin pudor. Medios de comunicación centrados en crear y azuzar el escándalo sin ética periodística alguna. Y personas doblemente manipuladas, unas utilizadas para extender la mentira y otras dañadas en su fuero interno y en su honor y reputación. Corrupción, falsedad deliberada y linchamiento público antes de la época de las fake news y la cultura de la cancelación.

¿Nos imaginamos cómo hubiera sido el caso Arny narrado, comentado y analizado a través de las redes sociales y de medios que categorizan, definen y califican en base a etiquetas ideológicas? ¿Lo que hubiéramos llegado a escuchar y leer en cuentas de bots, bocas de descerebrados y vídeos de indocumentados? El documental que ha estrenado HBO deja claros algunos datos muy reveladores de aquella injusticia. De los 49 imputados, 33 fueron absueltos.

Se acusó a personas que ni siquiera habían pisado aquel club de la noche sevillana, cabezas de turco con que cabeceras impresas, programas de televisión y periodistas muy concretos -y tras ellos, quizás alguna mano negra con otros intereses- crearon y mantuvieron el escándalo con el único fin de hacer crecer su audiencia y, por tanto, sus ingresos publicitarios. Cuando se certificó la falsedad y la sinrazón del dolor causado a muchos inocentes, nadie les ofreció excusas, les pidió perdón o propuso compensarles, si era posible, por haberlos vilipendiado, denigrado y condenado públicamente sin prueba alguna.  

Han pasado 25 años de aquel caso sustentando en la identificación de la homosexualidad con la perversión, la pederastia y el proxenetismo. Hemos avanzado legal y socialmente, pero la homofobia sigue ahí. Continuamos escuchando afirmaciones similares por parte de representantes públicos y políticos, institucionales y corporativos, en altavoces que no habrían de estar a su disposición o debieran ser rechazados por una audiencia con capacidad de autocrítica.

El impulso, las ganas y el ánimo del señalamiento, el linchamiento y la denigración están a la orden del día. Los retrógrados no están dispuestos a pasar página y salir de su acotada zona de confort, replegar su limitada visión y acotada manera de relacionarse y rectificar el lesivo ejemplo que ofrecen a quienes les toman, o se los tropiezan, como referentes.

El sistema judicial se supone basado en la presunción de inocencia, pero sus tiempos, procedimientos y jerarquías no siempre son de fácil comprensión para quienes nos acercamos a él desde la distancia del desconocimiento y la suposición de que nos va a amparar y proteger.

Sin dejar de ser asertivo y riguroso, ha de unir a estas habilidades las de la transparencia, la pedagogía y la comunicación, explicar las diferencias entre legalidad y justicia, ser diligente en sus calendarios y cercano en su trato con el ciudadano. Y también rendir cuentas, explicar el porqué de sus errores e imprecisiones y asumir, enmendar o corregir las consecuencias que su actuación pudiera haber generado o incrementado.

Los medios de comunicación deben dejar de pervertir conceptos como actualidad o interés público. Son ellos los que, en muchas ocasiones, no los reflejan, sino que los determinan. Diferenciar claramente la información del entretenimiento mutado en espectáculo y los datos de la opinión. Y no salvar la distancia entre esta y la especulación, que no es sino extender la hipérbole y la visceralidad, el susto y el horror sin fundamento alguno. En definitiva, buscar la objetividad y alejarse del ruido.

Agujero negro que constituye la principal amenaza de las redes sociales y de quienes las integramos, usuarios y propietarios. La responsabilidad personal y la social, y no el ego, despreciando y sentenciando, y la monetización, manipulando y confrontando, tendrían que ser el filtro con el que acercarnos a su supuesta propuesta de conversación y debate, e intervenir, con respeto y empatía, en ellas. ¿Somos capaces? ¿Estamos dispuestos?

“La imposible verdad. Textos 1987-1993” de Pepe Espaliú

Poesía, prosa cargada de lirismo, ensayos breves concebidos para catálogos expositivos y entrevistas varias. Como denominador común el contraste entre la vivencia interior y la imposición del mundo exterior, la denuncia de la conversión del arte en muestra del hedonismo y la individualidad de la sociedad de finales del siglo XX y el silencio, abandono y hostigamiento que sufrían los primeros enfermos de SIDA.

Conocí a Pepe Espaliú (Córdoba, 1955-1993) a través de la exposición que el Museo Reina Sofía le dedicó en 2003. Me impresionaron sus jaulas, tres piezas de gran tamaño, elaboradas con alambre de hierro, que colgaban del techo y cuyas bases se abrían como si fueran la paradójica falda de una montaña. Una dimensión que se desplegaba estéticamente ante su espectador con la promesa de acogerle pero que, de entrar en ella, quedaría atrapado y sin salida. Con la contrariedad de permitirle interactuar visual y oralmente, mas sin formar parte del mundo que le rodea. Cuando Pepe creó esta obra ya sabía que iba a morir como consecuencia del sida, la enfermedad en que había derivado el VIH. Asunto al que dedicó tiempo y energía, y que impregnó su producción no solo escultórica, sino también literaria en los últimos años de su vida, tal y como evidencia La imposible verdad.

Su primera parte es un poemario, En estos cinco años. 1987-1992, publicado originalmente en 1993 y prologado por Retrato del artista desahuciado. Esas tres páginas son una perfecta introducción y síntesis a lo que viene a continuación. Sin ambigüedades ni juegos estilísticos, sin rehuir la complejidad, expone lo que supone ser y sentirse homosexual en una sociedad que te niega la existencia a través del silencio verbal, la invisibilidad física y la negación intelectual. Una consciencia del mundo del que formaba parte, de la persona que era y del cuerpo a través del cual se sentía parte del primero y encarnación de la segunda, a la que se sumó en la última etapa de su biografía la experiencia personal del estigma y el rechazo, de la furiosa homofobia y la cruel serofobia, producto del miedo irracional y la ignorancia impúdica. Todo ello, como muy bien apunta, no solo como resultado de una mentalidad anclada en el pasado, sino también de la banalidad, superficialidad y exaltación del ego que promovía el neoliberalismo.

Epidemia paralela que anulaba el espíritu crítico de los artistas y el papel social del arte, medio con el que preguntar, plantear y agitar conciencias. Facultad que parecía estar quedando diluida como resultado de la acción del sistema político y económico, ávido de mantener el status quo del poder y de, por tanto, desactivar cuanto pudiera ir en su contra. Con el beneplácito de los medios de comunicación, cómplices por su deseo de formar parte de ese entramado de decisión. Y por la inacción del propio mundo del arte al haber dejado que su razón de ser pasara de girar en torno a lo creativo a hacerlo alrededor del perverso concepto del mercado. Ensayos recientes como Arte (in)útil de Daniel Gasol dejan patente que no hemos cambiado y que Espaliú era un analista agudo y sagaz, a la par que visionario.   

En ese marco se hace aún más patente su activismo, pero no por el hecho de verse como víctima necesitada de cuidados y atención, sino por constatar que el VIH/SIDA era, entonces, la última muestra de cómo se niega la existencia moral a quienes no se atienen al discurso, a la retórica vacía, de quienes ostentan la autoridad, sin mayor fin que el de mantener sus privilegios. Muy crítico con el gobierno español, convencido de la labor de grupos como Act Up (recordemos la película 120 pulsaciones por minuto) y del papel reivindicativo que han de ejercer los artistas bajo premisas como el espíritu colaborador, ir de lo complejo a lo simple, y conectar con el objetivo de revelar lo ignorado, mostrar lo desconocido y dignificar lo deliberadamente ocultado.

Una visión que guió su pensamiento y sus materializaciones, como la acción Carrying, en la que consiguió confluir no sólo la creación simbólica de lo que suponía la enfermedad, sino también la manera proactiva en que habíamos de hacerle frente como sociedad y el papel divulgador a desempeñar por las cabeceras mediáticas. A través de las entrevistas que recopila La imposible verdad se puede conocer su inspiración estadounidense, su génesis y nacimiento donostiarra y su éxito en Madrid el 1 de diciembre de 1992. Día en el que su cuerpo descalzo fue transportado desde el Congreso de los Diputados hasta el Museo Reina Sofía -donde hoy se puede ver el vídeo que la recuerda- por distintas parejas de toda clase de personas, incluyendo políticos, en lo que supuso la demostración tanto de la inteligencia y capacidad creativa y comunicadora de Pepe Espaliú, como de lo acertado de su diagnóstico sobre las contrariedades, derivas e hipocresías de las coordenadas ideológicas de nuestra era.  

La imposible verdad. Textos 1987-1993, Pepe Espaliú, 2018, La Bella Varsovia.

“Zafra y el estiércol de brujas” de Luis Carlos Agudo

Fantasía cargada de costumbrismo y localismo propio de Zafra, la localidad pacense en la que está ambientada y de la que es natural su autor. Histrionismo y esperpento, pero también sensibilidad e imaginación. Una historia con personajes bien definidos, tramas serenamente alocadas y referencias a asuntos como el deseo y el circo mediático.

Quizás no sean reales, pero siempre han estado ahí. En Salem y acompañando a Macbeth. Determinando el destino de aquellos a quienes se aparecen y, junto al de ellos, el de los lugares que habitan y los vecinos con los que conviven. Pero no todas las brujas son conscientes de su condición y capacidades, de sus habilidades y posibilidades. No es de extrañar si residen en una localidad como Zafra, grande si se considera el entorno en el que está emplazada, pero pequeña si se la observa bajo el filtro de cercanía y familiaridad con que se relacionan sus habitantes. Condición que certifica la importancia de los dimes y diretes, las historias pasadas y las leyendas urbanas a la hora de identificar y etiquetar a cuantos pasean por sus calles para, en base a eso, discernir cómo relacionarse en su entramado social.  

Atmósfera interiorizada por Luis y sobre la que, supongo, ha construido este Estiércol de brujas. A partir de lo conocido, lo escuchado y lo supuesto. Combinando las tres opciones de tal manera que nada es falso, pero tampoco completamente real. Lo que importa es que se ajusta al cometido para el que ha sido concebido, trasladarnos desde la anodina superficie hasta la potencia nuclear que se alberga allí donde laten las ilusiones, los deseos, las frustraciones y las tristezas de cada individuo. Una mujer que llora sin lágrimas la muerte de su bebé, un hombre que observa desde su ventana el cuerpo desnudo de su vecino, habitantes cuyas vidas estuvieron pronosticadas antes incluso de que ellos tuvieran la opción de tomar las riendas.

Coordenadas con ecos dramáticos y trágicos, anclados en la tradición y en la identidad, sobre las que contrasta el exceso y la hipérbole, pero también la contención y el silencio, en la manera de sentir, expresarse y actuar. No se sabe bien si por la animalidad propia de cada persona, por la locura a la que conducen las coordenadas estrechas o el desconocimiento de las reglas de la buena sociedad. De ahí que, en las iglesias, la serranía y los interiores domésticos de Zafra sea tan posible la exteriorización de la debacle emocional como el escondite de la frustración física.

Agudo combina con acierto los sucesos mágicos, las habilidades extraordinarias y las realidades paralelas con asuntos como las exigencias del matrimonio, las guerras silentes entre maridos y esposas y los conflictos entre la homofobia y la autoaceptación. También encuentra la manera de aportar no solo su sentir, sino su visión sobre temas como la falta de objetividad y los muchos prejuicios con que los medios de comunicación se acercan a los lugares alejados de la noticia.

Una escritura en la que la ficción está teñida de lo personal, de aquello a lo que se ha dado forma ajena para así desprenderse con cuidado de lo que había necesidad de contar y liberar. Un cúmulo de motivos que hace de Zafra y el estiércol de brujas una fantasía entretenida llena de superchería, pócimas y mantras, y una alegoría sobre otras particularidades y sorpresas que leer con una sonrisa empática.   

Zafra y el estiércol de brujas, Luis Carlos Agudo, 2021, Autopublicado.

«La masa enfurecida» de Douglas Murray

“Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura” analiza la manera en que el discurso público de los activismos homosexual, feminista, racial y transexual se ha ido supuestamente de madre, hasta el punto de que los colectivos que dicen defenderlos actúan con la misma intolerancia que aquellos a los que critican. ¿Es así? Un correcto punto de partida, pero un desarrollo el que su autor cae en las mismas simplificaciones que aquellos a los que acusa.

Habrá quien esté de acuerdo y quién no y ambas respuestas encontrarán mil y un ejemplos con los que argumentar su punto de vista. La cuestión doble, como en todo debate, es cuán representativo es el ruido que escuchamos de uno y otro lado, y dónde está el punto medio en el que reconocer lo que hemos progresado y al tiempo asumir lo que nos queda por recorrer para ser una sociedad verdaderamente igualitaria y respetuosa con su diversidad. Interrogantes a las que se podrían añadir otras como en qué medida este debate supone una evolución o una exacerbación del comportamiento de nuestra sociedad; cuáles son las coordenadas, el tono y los puntos de vista en torno a los cuales se ha de desarrollar y cómo se puede reconducir lo que se esté alejando peligrosamente de los lugares de encuentro.

A los que no seguimos la actualidad social, mediática y académica con la exhaustividad y minuciosidad que exige tener una opinión crítica formada, nos faltan estas propuestas en el análisis -entre sociológico y político- de Douglas Murray. Más que una hipótesis argumentada y contrastada hasta llegar a una tesis, su exposición resulta una teoría edificada a base de casos concretos -aunque no por ello despreciables- que no permiten saber cuán frecuentes y significativos son, haciendo de la suya una exposición cercana a la manera en que supuestamente lo hacen aquellos a los que señala.

Su planteamiento es acertado, quedan prejuicios, mitos y falsedades que eliminar y corregir para que la igualdad sea una realidad, y cuanto más cerca estamos de ella más nos damos cuenta de los detalles que aún quedan por reconducir, muchos de ellos subjetividades tan establecidas que se han hecho sistémicas. Cuestiones que antes, con una visión macro, resultaban secundarias, pero ahora, producto de ser las protagonistas, son convertidas por el primer plano con el que son tratadas en la máxima representación de asuntos que quizás debieran ser gestionados con una perspectiva, al contrario de como se hace, más pedagógica que política. Más aún cuando se combina este enfoque con el reduccionismo populista y el ánimo polarizador de nuestro tiempo, a lo que se suman métodos cercanos al totalitarismo como la censura, la práctica de la cancelación o el secretismo de los algoritmos, aprovechando el sobredimensionamiento y la visceralidad que fomentan y transmiten a una velocidad inusitada las redes sociales.

Sin embargo, Murray no va más allá de señalar estos excesos, lo que hace que su exposición caiga en la retórica de la sátira, la hipérbole y la repetición, si proponer cómo reconducirla. Se echa en falta que la contraste con la visión de agentes que sí actúen como él cree que debiera hacerse y al no hacerlo, surge la duda de si realmente tiene una propuesta -más allá de la generalidad liberal de dejar que las cosas encuentren por sí mismas su cauce o hacer de la debilidad, oportunidad, y no seña de identidad- con la que conseguir el propósito de que llegue el día en que nuestras diferencias externas (como el sexo, la orientación sexual, la identidad de género o el color de piel) dejen de ser algo que nos califique, separe y jerarquice.

La masa enfurecida, Douglas Murray, 2020, Ediciones Península.  

10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.