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“Oración en el huerto” de Juan Gallego Benot

Espera, entrega y vivencia. Ilusión, trascendencia y plenitud. Ser deseado y amado. Las coordenadas geográficas y ambientales. El entorno social y cultural. La religión vestida de costumbrismo, la espiritualidad mutada en tradición, la creencia convertida en acompañamiento vital. De ese legado y carga, de esa ebullición y eclosión, de esa paz y tranquilidad tratan estos poemas.

Su título advierte lo que incluyen sus páginas. Oración en el huerto evoca fin y principio, punto de inflexión antes de convertir el pasado en legado y transitar hacia lo que perdurará y le dará un sentido nuevo y elevado a lo anterior. Jesús puso fin a su evangelio y se dispuso a concentrarse en sí mismo para trascender su corporeidad. Juan, por su parte, pone orden en la experiencia y la conciencia emocional que vive y comparte a través de su cuerpo, se contextualiza reconociéndose en el aquí que le enmarca para posteriormente adentrarse en sí mismo y mirarse, reflejarse y confrontarse con aquello en lo que cree. Fe que comparte, pero que también singulariza.

Gallego Benot destila gozo, alegría y juventud. Diríase que casi felicidad por descubrir que lo carnal va más allá de lo físico cuando es compartido, correspondido y entra en una elipse en la que no hay marcha atrás ni final. La mejor de las sensaciones, la de estar enmarcado en la verdad. La plenitud en la que no se sabe si lo que se siente es una autenticidad sin fisuras o la hipérbole de la sublimación. No es misticismo porque aun habiendo éxtasis, el protagonista absoluto es el tacto y la devoción es por las características del otro, por su capacidad involuntaria de provocar, embelesar y obnubilar.

Una dicha que torna en versos sostenidos. Gallego Benot se permite dejarse llevar por la pulsión interior, pero no se desboca y cae en la abstracción de la ebullición y el solapamiento. Es capaz de verse desde fuera y ofrecer una imagen de sí mismo, de lo que le sucede y el mundo paralelo en el que se ve envuelto, trazada con discurso. Una realidad en la que se imbrican y sexualizan, pero que supone la paradoja de negarle la posibilidad de otros destinos, convirtiéndolos en fantasías con las que juega a supuestos con los que competir.

La intimidad de Oración en el huerto no es solo amorosa, también hay poemas dedicados a la amistad con la que se dialoga y festeja. Otra dimensión en la que los horizontes se expanden y se amplían lo sensorial, abarcando los fenómenos naturales, los caprichos paisajísticos y el regalo de la luz y de la noche que engrandecen y generan el misterio en el que se materializa la concreción cultural, espiritual, religiosa de lo que estaba antes y lo que nos pervivirá, de lo que nos ha permitido ser y de lo que tomará de nosotros.

Es a través de ello que Juan vuelve a sí mismo. No se sitúa frente a la imaginería o la creencia con ánimo devoto o actitud humilde, sino como la de alguien que se siente en conexión y no se interroga o duda, sino que acepta y comprende, lo vive y se vive. Todo eso es lo que bulle en Oración en el huerto y queda desplegado a lo largo de sus treinta y un poemas.

Oración en el huerto, Juan Gallego Benot, 2020, Ediciones Hiperión.

“En esta casa” de Alberto Conejero

Pasado, presente y futuro. Los ancestros, la esencia y el encuentro. La muerte, la naturaleza y la paz de espíritu. Todo eso, enfundado en belleza, se encuentra en este poemario en el que su autor indaga en su familia, desgrana su comunión con su entorno y revela el acogimiento del amor. Y como es habitual en su teatro, con un uso musical y sensorial de las palabras y sus significados.

Alberto Conejero es sinónimo de memoria. Asunto al que ha dedicado varias de sus dramaturgias. Ya sea desde la verdad de la historia, como en La piedra oscura (2014) o Los días de la nieve (2017), el campo de pruebas de la ficción, he ahí Ushuaia (2013), o la recreación de lo convertido en leyenda de tanto ser relatado a media voz, en La geometría del trigo (2018). Todo eso está en En esta casa, pero no partiendo de su intención de relatar una narración que se convierte en ajena en el momento en que queda trasladada al papel. Estos 24 poemas siguen siendo el interior, la vivencia y la emoción de su autor aun cuando los leemos.

Sin embargo, tienen la virtud de que podemos vivirlos como nuestros. Llegar al punto final de cada uno con la certeza de que lo que en ellos se expresa y concluye bien pudiera reflejarnos a cada uno de nosotros, a sus lectores. De corazón a corazón, pasando por los ojos y el oído para su decodificación. Mas al tiempo provocando disfrute por el acierto con que elige los términos que maneja, las sensaciones que generan los significados asociados a ellos, el acierto estético con que los une y la sugerencia de las atmósferas anímicas y emocionales que provoca.

Su primer bloque, Libro de familia, va del miedo, la pena y la tristeza, la reivindicación y la rabia de no poder dar la despedida que merecen, la del silencio y el afecto y no la del olvido y el desprecio, a quienes fueron repudiados, violentados y asesinados por las hordas envalentonadas décadas atrás. Y sigue con el reconocimiento a su padre y a su madre por lo que le transmitieron, así como por lo que le dieron y enseñaron aun sin ser conscientes del valor de lo que por él hacían. Un hogar con criterio y principios propios, que no se dejaba engullir por el dogma, el credo y la unidireccionalidad del sistema.

Vecindad de los bosques es una inmersión en sí mismo, pero en la que el centro no es su desnudez, sino el modo en que le acogen los elementos y lo que esto suscita en su cuerpo y su mente, su piel y su sentir. El antes y el después del hombre, pero sobre todo la luz y su reverso, su poder simbólico y el significado y efecto que tienen en él. Una introspección en la que conecta con sus anteriores y que le prepara para trascenderse y trasladarse a En esta casa, los últimos ocho poemas que dan título al conjunto.  

Quizás la menos intelectual de este recorrido poético, pero también la más acogedora e íntima. Esa en la que ya no lucha ni busca, en la que se deja llevar por el influjo del otro y ser a través de él. El amor como experiencia y vivencia, como espacio y tiempo, como proyecto que construir y legado que transmitir. Y formulado con la valentía de dejar asomar la ternura de la debilidad y la audacia de la satisfacción consigo mismo y con quien allí le espera y le acoge, le aporta y le sosiega. Una epifanía con ecos de misticismo -el conjunto de En esta casa comienza con una cita de San Juan de la Cruz-, mas evocadora del cariño, la cercanía y el agradecimiento del amor que se otorga y se recibe por quien es cotidiano y compañero.  

En esta casa, Alberto Conejero, 2020, Letraversal poesía.

23 de abril, día del libro

Cervantes, Shakespeare y el hábito de la lectura. Hoy celebramos la existencia y el poder de los libros. Páginas impresas, encuadernadas y cubiertas por portadas que nos llaman, apelan y acompañan. Jornada en la que festejar esos objetos que nos evaden y alucinan, nos aburren y nos crispan, nos informan y nos forman.

Forman parte de mi paisaje y rutina habitual. Tengo libros en el dormitorio, en el estudio y en el salón. No en la cocina ni en el baño, por el riesgo acuático que, si no, también. Me vale cualquier hora del día para leer. Con la legaña aún en el transporte público a primera hora cuando voy a trabajar. Al amanecer cuando los fines de semana disfruto de que no haya sonado el despertador. Por la noche antes de dormir. Cuando viajo, da igual si es en autobús, tren o avión. Llevo siempre un libro conmigo. Si me descubro sin tener uno a mano me siento vacío, falto, manco. Así ha sido desde que conociera las series de Los cinco y Los Hollister y no hubiera tarde de piscina infantil con una de las dos pandillas. Antes que ellos recuerdo las lecturas compartidas, con mis padres y abuelos, de ediciones ilustradas de 20.000 leguas de viaje submarino y La cabaña del tío Tom.

Después llegaría Stephen King y su capacidad para hipnotizarme, abstraerme y embaucarme. Comenzar un capítulo diciendo que alguien iba a morir y avanzar en la lectura lleno de ansiedad, deseando que no ocurriera y temiendo que sucediera lo que había sido anunciado. A la par llegaron los autores patrios. Miguel Delibes, Pio Baroja, Benito Pérez Galdós. Llegué a comprar dos ediciones diferentes del Cantar del Mío Cid, Cátedra y Austral, y gozarlas por igual. Años en los que conocí a Don Quijote y Lázaro de Tormes, La colmena y Tiempo de silencio.

A las primeras amistades adultas les debo horas de discusión sobre el mundo interior y la personalidad de Madame Bovary y Ana Karenina, así como del universo francés de Rojo y negro y el ruso de Guerra y paz. El cine puso encima de la mesa La pasión turca de Antonio Gala y Entrevista con el vampiro de Anne Rice. En la facultad de filología de la Complutense escuché por primera vez a Almudena Grandes, acto seguido devoré Malena es un nombre de tango y desde entonces la tengo como autora y pensadora de cabecera. Sin por ello desmerecer a otros dos grandes, Paul Auster y José Saramago. Si el primero me impactó con El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, el segundo me epató con Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres.

Cuando había que hacer un regalo, y según la persona, recurría a El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez o Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy de Eduardo Mendicutti. El último libro que regalé fueron los Cuentos completos de Bram Stoker y que a mí me regalaron, Gravedad cero de Woody Allen. En los cursos de verano de la Menéndez Pelayo leí por primera vez aquello de “preferiría no hacerlo” que repetía Bartleby, el escribiente y quedé deslumbrado por La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Acostumbro a leer títulos cuya acción transcurre en las ciudades que visito. En San Francisco me enganché a las Tales of the city de Armistead Maupin, paseé Viena imaginándome buscando a La pianista de Elfriede Jelinek, en Barcelona me trasladé a La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y desde un tranvía en Lisboa vi, tal cual, a Antonio Muñoz Molina Como la sombra que se va.

Reivindico siempre que tengo ocasión a Terenci Moix. Me he propuesto leer, poco a poco, cuanto nos dejó Patricia Highsmith. Suelo dar los libros tras llegar a su punto final, no olvidaré la ilusión con que recibió su destinataria la Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite. Me encantan las librerías de segunda mano, así han llegado a mí dramaturgias de Arthur Miller, Tennessee Williams y Edward Albee, entre otros muchos. Siento que tengo una deuda pendiente con Rosa Montero y Elvira Lindo. Quiero profundizar más en la bibliografía de Michel Houellebecq y Tom Perrotta.

Espero volver a emocionarme tanto como con A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales y a alucinar como con Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. ¿Qué estoy leyendo en estos momentos? Teatro del bueno, Muero porque no muero de Paco Bezerra. Una Santa Teresa diferente a la de Juan Mayorga y quien sabe si más cercana a la que vivió hace cinco siglos. Y así podría seguir y seguir, pero mejor lo dejo por ahora y ya volveré dentro de un tiempo recordando novelas y obras de teatro, relatos y recopilaciones, ensayos y memorias, antologías y poemas -como los del Cuaderno de Nueva York de José Hierro- que me hayan marcado y sacudido, descolocado y motivado.

“Cuaderno de Nueva York” de José Hierro

Músicos y literatos como intermediarios de un deseo de hacer balance vital y establecer un antes, un legado para quienes vengan. La convicción de que lo que hoy es todo mañana no será nada. Las coordenadas únicas, abstractas y superlativas de la ciudad de los rascacielos como espacio de serenidad y sosiego. Versos otoñales, expresión liviana que describe y transmite, analiza y comparte, dialoga y ofrece.

Es imposible escapar a la honda impresión que produce la visión de las anchas y prolongadas avenidas y calles de la gran manzana, el espectáculo de acero y cristal de sus edificios y la evolución de su ritmo con el paso de las horas y las variaciones de la actividad humana a lo largo del día. A partir de todo ello José Hierro hilvana impresiones y reflexiones en las que aúna lo intelectual y lo emocional, lo existencial y lo espiritual. Concreta la capacidad transformadora del hombre en la tridimensionalidad de la arquitectura, la capacidad de síntesis de la literatura y la evocación sensorial de la música.

Menciona a autores anteriores como Machado, Lope de Vega o Quevedo y dedica poemas a contemporáneos como Ezra Pound o Gloria Fuertes. A su vez, manifiesta admiración por compositores como Alma Mahler, Beethoven o Schubert. Siente y traslada Nueva York sumergiéndose en las atmósferas que provocan la interpretación de sus partituras.

En su primera parte, Engaño es grande, Cuaderno de Nueva York está apegado a la ciudad que le da título. Se puede concretar en el relieve de su callejero y su orografía de tierra y mar las escenas que su creador propone, a la par que sus palabras nos trasladan a su muy particular mundo interior, a un lugar en el que reina la paz y el equilibrio, la comunión con el lugar en el que está, tanto en su dimensión física y visible como energética e invisible. Pecios de sombra es introversión y costumbrismo, existencialismo y mitología, el capítulo más universal de los tres. Por no acordarme vuelve a transmitir el contraste entre lo que es Nueva York y lo que provoca, entre lo que alberga y le da identidad y la imagen y experiencia que se crea de ella quien llega tras haber sorteado un océano y acumula vivencias igual o más impactantes que esa travesía.

Un exterior a partir del cual busca, encuentra y se muestra. Sus coordenadas están marcadas por el recuerdo infantil de la aspereza de su padre, la fijación por el agua en todas su formas -en la naturaleza, en su convivencia con lo urbano y en su domesticación en tuberías- y la asimilación de títulos como Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll) o El Rey Lear (William Shakespeare). Bagaje de la persona que en estos treinta y tres poemas se deleita con la voz de Mahalia Jackson, pasea por Broadway y Times Square y visita la Frick Collection y el medievo español que contiene Los Claustros del Metropolitan Museum.     

En el Nueva York de Hierro el pasado se esconde, refugia y convive con el presente. Dos dimensiones del tiempo que el poeta busca unir para hacer vigente lo que fue y dar origen y raíces a lo que es, aunque comprueba que no siempre es posible, como sucede con las víctimas del holocausto. Aúna recuerdos e imágenes que no se sabe si fueron, son recreadas o inventadas, pero que le sirven para hacer balance vital desde una posición de relativización y toma de conciencia de que le queda poco futuro por recorrer. Porvenir que asume como un ejercicio de aceptación de lo transitado, así como de cesión y transmisión.

Cuaderno de Nueva York, José Hierro, 1998, Ediciones Hiperión.

“La imposible verdad. Textos 1987-1993” de Pepe Espaliú

Poesía, prosa cargada de lirismo, ensayos breves concebidos para catálogos expositivos y entrevistas varias. Como denominador común el contraste entre la vivencia interior y la imposición del mundo exterior, la denuncia de la conversión del arte en muestra del hedonismo y la individualidad de la sociedad de finales del siglo XX y el silencio, abandono y hostigamiento que sufrían los primeros enfermos de SIDA.

Conocí a Pepe Espaliú (Córdoba, 1955-1993) a través de la exposición que el Museo Reina Sofía le dedicó en 2003. Me impresionaron sus jaulas, tres piezas de gran tamaño, elaboradas con alambre de hierro, que colgaban del techo y cuyas bases se abrían como si fueran la paradójica falda de una montaña. Una dimensión que se desplegaba estéticamente ante su espectador con la promesa de acogerle pero que, de entrar en ella, quedaría atrapado y sin salida. Con la contrariedad de permitirle interactuar visual y oralmente, mas sin formar parte del mundo que le rodea. Cuando Pepe creó esta obra ya sabía que iba a morir como consecuencia del sida, la enfermedad en que había derivado el VIH. Asunto al que dedicó tiempo y energía, y que impregnó su producción no solo escultórica, sino también literaria en los últimos años de su vida, tal y como evidencia La imposible verdad.

Su primera parte es un poemario, En estos cinco años. 1987-1992, publicado originalmente en 1993 y prologado por Retrato del artista desahuciado. Esas tres páginas son una perfecta introducción y síntesis a lo que viene a continuación. Sin ambigüedades ni juegos estilísticos, sin rehuir la complejidad, expone lo que supone ser y sentirse homosexual en una sociedad que te niega la existencia a través del silencio verbal, la invisibilidad física y la negación intelectual. Una consciencia del mundo del que formaba parte, de la persona que era y del cuerpo a través del cual se sentía parte del primero y encarnación de la segunda, a la que se sumó en la última etapa de su biografía la experiencia personal del estigma y el rechazo, de la furiosa homofobia y la cruel serofobia, producto del miedo irracional y la ignorancia impúdica. Todo ello, como muy bien apunta, no solo como resultado de una mentalidad anclada en el pasado, sino también de la banalidad, superficialidad y exaltación del ego que promovía el neoliberalismo.

Epidemia paralela que anulaba el espíritu crítico de los artistas y el papel social del arte, medio con el que preguntar, plantear y agitar conciencias. Facultad que parecía estar quedando diluida como resultado de la acción del sistema político y económico, ávido de mantener el status quo del poder y de, por tanto, desactivar cuanto pudiera ir en su contra. Con el beneplácito de los medios de comunicación, cómplices por su deseo de formar parte de ese entramado de decisión. Y por la inacción del propio mundo del arte al haber dejado que su razón de ser pasara de girar en torno a lo creativo a hacerlo alrededor del perverso concepto del mercado. Ensayos recientes como Arte (in)útil de Daniel Gasol dejan patente que no hemos cambiado y que Espaliú era un analista agudo y sagaz, a la par que visionario.   

En ese marco se hace aún más patente su activismo, pero no por el hecho de verse como víctima necesitada de cuidados y atención, sino por constatar que el VIH/SIDA era, entonces, la última muestra de cómo se niega la existencia moral a quienes no se atienen al discurso, a la retórica vacía, de quienes ostentan la autoridad, sin mayor fin que el de mantener sus privilegios. Muy crítico con el gobierno español, convencido de la labor de grupos como Act Up (recordemos la película 120 pulsaciones por minuto) y del papel reivindicativo que han de ejercer los artistas bajo premisas como el espíritu colaborador, ir de lo complejo a lo simple, y conectar con el objetivo de revelar lo ignorado, mostrar lo desconocido y dignificar lo deliberadamente ocultado.

Una visión que guió su pensamiento y sus materializaciones, como la acción Carrying, en la que consiguió confluir no sólo la creación simbólica de lo que suponía la enfermedad, sino también la manera proactiva en que habíamos de hacerle frente como sociedad y el papel divulgador a desempeñar por las cabeceras mediáticas. A través de las entrevistas que recopila La imposible verdad se puede conocer su inspiración estadounidense, su génesis y nacimiento donostiarra y su éxito en Madrid el 1 de diciembre de 1992. Día en el que su cuerpo descalzo fue transportado desde el Congreso de los Diputados hasta el Museo Reina Sofía -donde hoy se puede ver el vídeo que la recuerda- por distintas parejas de toda clase de personas, incluyendo políticos, en lo que supuso la demostración tanto de la inteligencia y capacidad creativa y comunicadora de Pepe Espaliú, como de lo acertado de su diagnóstico sobre las contrariedades, derivas e hipocresías de las coordenadas ideológicas de nuestra era.  

La imposible verdad. Textos 1987-1993, Pepe Espaliú, 2018, La Bella Varsovia.

“Fecha de caducidad” de Darío Márquez Reyeros

Recordar el pasado desde la experiencia del presente, sin añoranza, pero con agradecimiento. Constatar el hoy desde los contrastes de sus múltiples paradojas, tanto las sonámbulas de su vivencia como las efímeras, elaboradas cuando aún era futuro. Balance de un tiempo cuyo transcurso convirtió a su protagonista en quien es hoy. Versos tranquilos y serenos escritos por un autor consciente de sí mismo y diáfano y transparente en su intención comunicativa.

Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Ese es el ciclo de vida de toda especie animal y, como tal, también del ser humano. Darío Márquez Reyeros (Alcobendas, 1998) ha llegado al final de la segunda fase en lo que corresponde a su etapa física y ahora le queda todo lo que la madurez le ponga por delante. Pero antes de adentrarse de lleno en ese proceso que intuye consistente en curtirse a base de tomar decisiones, y responsabilizarse de sus consecuencias, y responder reactivamente a las sorpresas del día a día, de combinar la construcción de su propio camino y adaptarse a lo que las circunstancias obliguen, Darío ha fijado de manera pausada y reposada su infancia. Ha cerrado una etapa, al tiempo que la sitúa como prólogo, inicio y cimiento de lo que ya está siendo y de lo que está por venir.

La primera parte de Fecha de caducidad es una elipsis temporal que transcurre desde que el niño que la protagoniza lanzó una pelota hasta que esta tocó el suelo. Una imagen que construyen la cita de Dylan Thomas con que la inicia y los versos finales de su última poesía. Quince poemas con los que dibuja el mapa de su niñez, estructurado en torno a lugares como el colegio, la presencia de sus padres, la universalidad de sus abuelos, el parque en el que jugaba al aire libre y las fantasías que materializaba en su casa. Sobre el papel, versos centrados en la acción y en el contexto, pero tras cuyas narraciones y descripciones resultan patentes las impresiones del instante, las sensaciones de cada momento y las emociones que teñían la atmósfera de su casa.

En el segundo bloque, el Márquez Reyeros actual, distante del niño anterior como bien señala la cita de Ana María Matute que lo presenta, se fija en su alrededor y elucubra a partir de lo que ve. Busca con su mirada, analiza lo que observa y contrasta lo que percibe, constatando cuán diferente es, respecto a lo que suponía, cuanto ha experimentado e intuido en su corta experiencia personal como adulto. Intenta encontrar cuál es la motivación que mueve el mundo e impulsa a las personas, el fin que perseguimos con nuestra manera de actuar y de relacionarnos. Y lo hace con una habilidad que le permite abrir foco para buscar el realismo de la naturaleza, al abrigo de Ángel González, y lo onírico, dimensión en la que la fantasía y la lógica libre de la infancia siguen siendo posible.

Los afectos, el cariño y el sentimiento de pertenencia enlazan estos poemas con los cuatro que cierran Fecha de caducidad. En ellos late una madurez que acepta y respeta, que entiende las divergencias y las contrariedades, que asume los silencios, las imperfecciones y las incapacidades. Darío concluye así su revisión de sí mismo, de quién ha sido, y deja donde corresponde a quien suponía que iba a ser para comenzar a discernir entre quién es hoy y quién será mañana. Así es como este poemario, ganador del XXIV Premio de Poesía Joven “Antonio Carvajal”, cierra su propio círculo. Como si fuera una geometría dibujada con la certeza de quien está seguro de sí mismo, a la par que dispuesto a dejarse sorprender por lo inesperado que haya de surgir en la definición, tránsito y fijación de su trazado.

Fecha de caducidad, Darío Márquez Reyeros, 2021, Ediciones Hiperion.

“Peachtree City” de Mario Obrero

De los extrarradios de Madrid a los de Atlanta. Una estancia de varios meses en la que un adolescente contrasta, combina y funde su bagaje vital e intelectual con las impresiones visuales y emocionales que le provocan el entorno, los hábitos y la cultura del consumismo y el costumbrismo norteamericano. Versos llenos de ternura, deseosos de mostrar cuanto conoce y ávidos por llegar a más en el arte de la expresión poética.

El 2 de agosto de 2019 Mario Obrero tomó en Madrid un avión con destino a Atlanta, su objetivo era realizar el primer curso de bachillerato en Peachtree City, una ciudad de treinta mil habitantes que no hace honor a su nombre ya que en ella no encontró melocotonero alguno. Una aventura que duró hasta que el covid-19 le hizo volver a España con los suyos, y en cuya cercanía cerró este poemario el 27 de marzo de 2020. Dos fechas que enmarcan las imágenes, las experiencias, asociaciones e imaginaciones que nos ofrece en esta colección de 24 poemas.

Un trabajo que asemeja el encuentro de dos visiones. De un lado la externa, las imágenes que recoge su retina, los símbolos norteamericanos (el himno, la bandera, las marcas comerciales) que ve repetidos y utilizados por doquier; los comportamientos que observa (de sus vecinos y compañeros de estudios) hasta dilucidar cuánto hay en ellos de costumbre y automatismo, y cuánto de disfraz social y de auténtica expresión individual. Del otro la interna, el filtro con el que mira e interpreta, los poetas que impregnan su mirada y su acercamiento. Y entre una y otra, las analogías y los contrastes entre su lugar de acogida y su entorno familiar a este lado del océano, en el que considera están las esencias de su identidad.

Argumentos sobre los que cimenta una expresión lírica intencionadamente estética. Busca la comunión entre los sentidos (olores, sabores, sonidos, roces y colores) y las emociones (la primera vez de muchas cosas), dejando a la razón el papel de los prejuicios y convencionalismos que causan que las relaciones tomen una u otra dirección. Un mundo propio en el que juega con los signos de puntuación y la fluidez de género para transmitir una sensación de libertad plena. Su intención no es enraizarse, comprometerse o reivindicarse, sino tomar conciencia de cuanto ocurre y dejarse impregnar sin más para continuar viviendo. Let it be and go with the flow.

Una sinceridad en la que Mario no tiene pudor en reconocer cuáles son los nombres que ha leído y que le inspiran, con los que aspira a dialogar con sencillez y humildad. De ahí su llamada al poder universal y a la imagen neoyorquina de Federico García Lorca. A la intensidad, el fulgor y la ansiedad de Arthur Rimbaud. O al sabor local de Rosalía de Castro, de aquello que no siempre se puede traducir y trasladar a otro lugar. Referentes a los que se acoge para demostrar que no trata de romper reglas ni de ir en contra de lo establecido. Mario tan solo quiere expresar de manera honesta quién y cómo es, qué ve y cómo lo siente, para compartir con nosotros que hay tantos mundos como experiencias del mismo.  

Mario Obrero, Peachtree City, 2021, Visor Libros.

“Material de contrabando” de José Gutiérrez Román

Las palabras son una herramienta con la que evocar el pasado. No con ánimo de ensoñamiento, sino de fijar los puentes que lo unen con el presente. Pero también un deleite, una manera de gozar con la posibilidad que nos dan de fijar imágenes e imaginar y soñar realidades paralelas, así como transmitir emociones y sensaciones tan etéreas y frágiles como sólidas y perdurables.

Los 34 poemas de Material de contrabando están agrupados en tres bloques. En el primero, En este impreciso instante, entramos en un mundo de detalles externos, aparentemente imperceptibles, pero que resultan significativos por lo que despiertan en José Gutiérrez Román (Burgos, 1977). Hay algo de su personalidad, de su manera de ser y estar en el mundo que se materializa en los elementos que atraen su atención, despiertan su verbo y le llevan a articular la retórica con la que los convierte en alegorías de sí mismo. Perennes uno, como el clavo en la pared, caducos otros, como la hoja del árbol que cae cada otoño. Testigos mudos, pruebas fehacientes del paso de la vida, lo mismo da que la contemplemos como una línea narrativa obligada a ir hacia adelante que como una continua sucesión de ciclos.

Los más emotivos son aquellos en los que también se observa a sí mismo, poemas en los que une sin costuras pasado y presente, contrastando lo que fue y hoy no es en un ejercicio de elucubración de lo que podría haber sido. Asertividades con las que transmite el pálpito de su corazón y las pulsiones de su cuerpo, aquel que compartió con voluntad de trascendencia durante la absolutidad de su adolescencia y primera adultez, ya fuera en el descampado que hoy observa desde su centro de salud, en el recordado salón de los padres de aquel amor y pasión de juventud o en el portal y la escalera del piso en el que se celebraron tantas fiestas.

Tiempo que no utiliza como recurso simbólico o filtro épico o romántico, sino como una prueba objetiva de que hay elementos que nos muestran que evolucionamos a la par que seguimos siendo los mismos. Muertes incompletas, el segundo grupo de poemas, incide en esa mirada que quizás tenga más de interrogante sobre el presente. Manera con la que el ganador del Premio Adonais de Poesía en 2010 busca reconocer quién fue y de dónde viene, al tiempo que despertar en nosotros la curiosidad de por qué lo hace, ¿para disfrutar sin más? ¿para aclarar las coordenadas de su aquí y ahora?

Por último, en Pila de palabras, José despliega su saber hacer con el elemento que le da título, desvelando a su vez su esencia, su deleite con el proceso de elaboración y construcción literaria, medio con el que viaja dentro de sí y revela su particular manera de vincularse con el mundo que habita y las personas con que se relaciona (deducible que buena parte de ellas sean aquellas a las que van dedicadas hasta catorce de estas creaciones).  Tras haberse referido a Garcilaso (delicioso soneto el de Otra vuelta de tuerca) y a Rilke en los bloques anteriores, estos últimos poemas tienen un tono más hondo y lírico, ya no son una expresión diáfana, sino una apertura desde la que dejar intuir su concepción de lo efímero, lo doloroso y lo desconocido, pero también de lo ilusionante y lo esperanzador.

Material de contrabando, José Gutiérrez Román, 2020, Editorial Difácil.

23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.

“Quién diría, qué…” de Hasier Larretxea

Una mirada hacia atrás con una sonrisa en el rostro, sintiendo satisfacción al ver el camino recorrido, valorar la evolución experimentada y constatar el progreso conseguido. Diecinueve poemas que se leen con sosiego y tranquilidad por la paz interior y satisfacción exterior que transmite su autor.

Este poemario parece estar escrito desde un hoy de amor, afecto, cariño y alegría, pero también deja claro que hubo un ayer de búsqueda, conflicto, debate y confusión. Sin embargo, no plantea una contraposición entre ambos estadios a modo de catarsis, transformación vital o un mudar de piel. No hay un punto y aparte, sino un tempo amable, calmo y delicado que revela que la armonía y el equilibrio actual tienen su origen en la agitación y la turbación anterior.

Un aquí y ahora formado por una colección de momentos, flashes y evocaciones de viajes, de reuniones, paseos y tiempos con amigos, así como de colores, luces y diseños de sitios en los que se ha estado, parado y reposado. Todo ello subrayado por canciones, libros, poetas y grupos musicales a los que se menciona como referentes, como señales que han guiado el proceso vivencial que da como resultado el transcurrir literario que va desde Quién diría qué que da título a este volumen hasta, dieciocho poemas después, Este aire es.

En sus estrofas no hay quiebros retóricos tras los que su autor se esconda ni juegos estilísticos que nos distraigan del camino por el que nos lleva. Su lenguaje, las palabras que escoge, están a merced de las sensaciones evocadas, trasladándonos hasta los instantes en que se fijaron en su retina aquellas imágenes y se grabaron en su piel las invisibilidades cuya huella perdura. Unas y otras plasmadas como si hubieran sido captadas en un estado embrionario, en ese espacio de tiempo casi inexistente en que no somos aun conscientes de lo que estamos sintiendo, pero que marca el inicio de lo que ya forma parte de nuestro ser.

Cabe deducir que el proceso de escritura de Hasier ha sido también de conexión consigo mismo, descubriendo un mapa cuya orografía final no surgió hasta que unió el conjunto de puntos e hitos que han dado forma al universo personal aquí expuesto. Unas coordenadas que le sitúan en Madrid, una urbanidad en la que a pesar de sus dimensiones asfaltadas le es posible encontrar espacios en los que disfrutar del silencio y de la luz, y en las que está acompañado por alguien en quien siente tener tanto un refugio como un compañero de vida.

Coordenadas emocionales desde las que mira al pasado y al futuro. Primero hacia atrás, en el único poema de la segunda parte en que Larretxea hace aflorar su identidad, trasladándose hasta el valle de Baztán en que nació y se crió para conectar con su historia, sus construcciones, sus costumbres y sus gentes. Y después hacia adelante, hacia un horizonte en el que plasma las cuestiones existenciales que le marcan y le definen. Interrogantes por resolver y entre cuyos signos de puntuación busca las respuestas con las que situarse más allá de sí mismo y liberarse del peso de lo que pudiera lastrarle, atarle o anclarle a los vicios y conflictos del tiempo y lugar en que le ha tocado vivir.

Quién diría, qué…, Hasier Larretxea, 2019, Pre-Textos.