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«Un delicado equilibrio» de Edward Albee

El círculo más íntimo, la familia y los amigos, como alegoría en la que dirimir los conflictos que afectan al ser humano. Personajes hondos y diálogos potentes en un escenario único en el que el día y la noche, la sobriedad y el alcohol, lo obvio y lo oscuro se unen, alternan y confrontan en una dramaturgia sin un segundo de descanso para deleite, angustia y proyección de sus lectores.

Un matrimonio. Con una hija que se separa por cuarta vez y un hijo que se quedó en el pasado. La hermana de ella y una pareja de amigos que acuden buscando refugio. Seis personajes en busca de razón por la que seguir y de destino al que dirigirse. Acechados por la insatisfacción que caracteriza a cuantos habitan las ficciones de Edward Albee, rondados por el alcohol que les torna ácidos, irónicos y socarrones, y con una relación nunca transparente con el sexo. Por eso Un delicado equilibrio resulta valiente y transgresora considerando el año en que se estrenó, 1967.

Porque en este texto ganador del Pulitzer se habla de sexo antes del matrimonio, de adulterio y proxenetismo, hasta de homosexualidad o bisexualidad, de hombres que rehúyen el encuentro con su mujer y que rehuyeron depositarse en ellas. Albee no tiene pudor alguno respecto a lo relacional y lo emocional. Sin embargo, su expresionismo no es meramente visceral, tiene mucho de análisis, estudio y muestra del comportamiento humano, de buscar causas que se escapan a la lógica de los convencionalismos y de suponer consecuencias que van más allá de los registros de lo que se permite manifestar.

Al igual que en The zoo story (1958), The american dream (1961) o en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1962), Edward vuelve a profundizar en el porqué de los vínculos que establecemos. Cuáles se deben a circunstancias que nos anteceden, como los biológicos, y cuáles dejaron de sustentarse en la libre elección para deberse al miedo a la soledad o al imperativo de la subyugación. Y unido a esto, el insospechado precio que se paga, tanto en primera instancia como a largo plazo, por no vernos frente al abismo de la nada.

Y todo ello en situaciones que pudieran parecer poco realistas por lo que tienen de simultaneidad de calma y tensión, de parecer cotidianas mientras traslucen algo tan nuclear que sus lectores y espectadores no están dispuestos a permitirse a sí mismos fuera de sus páginas o su escenario. Respuestas cortas, interjecciones y frases sencillas. Mas también intercambios en los que se bordea el conflicto que no se sabe cómo afrontar, cambios de humor y registro en los que ellos y ellas se ven superados por lo que llevan dentro, aunque nunca tanto como para dejarse vencer y derrotar.

Un delicado equilibro trata igualmente sobre el instinto de supervivencia, a quién buscamos cuando sentimos que no podemos seguir y cómo reclamamos nuestra independencia cuando vemos en peligro nuestra individualidad. Paradojas y conflictos que no responden solo al momento, sino que se repiten, prolongan y retroalimentan en unas coordenadas en las que hay insultos, desprecios y malas formas, pero también un amor, un cariño y una estima tan dolorosa como inevitable. Un micro universo en el que, de manera velada, se puede ver el reflejo de la sociedad estadounidense de los años 60, la que intuía que el sueño americano no concedía lo que prometía.

Un delicado equilibrio, Edward Albee, 1967, Samuel French, Inc.

“La noche en que Larry Kramer me besó” de David Drake

Monólogo biográfico, activista y retrato generacional, social y político. Relato individual que conecta con lo colectivo ofreciendo un drama duro y sincero, mas con toques de humor que revelan que siempre es posible la esperanza. Escritura concebida para su transmisión oral, exigente para el actor encargado de su interpretación y un regalo para su lector y espectador por los lugares, emociones y realidades en que le integra.

La pandemia de la COVID-19 nos valió para comprobar cómo nos comportamos en ocasiones similares en el pasado. La distancia temporal ha demostrado que la eclosión del VIH y el sida se vio silenciada y profundizada por dos de los males de nuestro tiempo, el individualismo del materialismo neoliberal y la eterna inmoralidad de quienes se sienten superiores, mejores y más merecedores que los demás en base a criterios caprichosos, injustos y nunca cumplidos ni por ellos mismos. Un muro que supuso muerte y dolor para demasiadas personas solo por el hecho de ser homosexuales y contagiarse de un virus hasta entonces desconocido y, desde entonces, tratado en demasiadas ocasiones con el filtro de la homofobia.

David Drake (1963) relata qué supuso sentirse verse rodeado por el sufrimiento de los suyos en las décadas de los 80 y los 90. Se retrotrae para recuperar la génesis de aquellos tiempos, fijándose en sí mismo, y se proyecta en el futuro con un toque humorístico (Barbra Streisand mediante) con el que demuestra la capacidad de ilusión y futuro que siempre ha dado vida a la comunidad LGTBI. Se presenta poniendo el foco en aquello que, siendo ordinario, era extraordinario porque, con la agudeza que dan los años, sabes que te revelaba diferente.

El niño al que miraban raro porque le gustaban los musicales, el adolescente al que castigaban porque quería ser besado por otros chicos. El joven que se ve obligado al autoexilio y abandonar su lugar de origen para aventurarse en el dinamismo y el riesgo, las oportunidades y la oscuridad, de la gran ciudad, de Nueva York.

Un viaje que Drake relata sabiendo extraer lo nuclear de lo anecdótico y extraer lo simbólico de referencias musicales como los Village People o The Supremmes, o lo antropológico en hábitos como ir al gimnasio y el culto al cuerpo. Y apelando literariamente a lo fundamental, a las sensaciones que se graban hondo y a las emociones que surgen con timidez y fragilidad, o cual torrente desbordado, desde donde no se pueden alterar.

Un leitmotiv con el que genera un corpus dramático que no se basa en la obviedad de la descripción en primera persona, sino en saber apelar desde la piel, la mirada y el corazón a aquello que se vio y se grabó, que se escuchó y perdura, que se descifró y desde entonces el mundo ya no es igual. Una cosmovisión también política que ejemplifica cómo los gobiernos y los estados pueden llegar a dar la espalda a sus gentes y cómo estas han de empujar, gritar y visibilizarse, yendo más allá de las convenciones, las lógicas y lo conocido para ser escuchadas, respetadas y consideradas.

Un espíritu activista que enlaza con el también autor que La noche en que Larry Kramer me besó homenajea y recuerda en su título. Un creador que nos dejó grandes obras de teatro como Un corazón normal (1985) y una trayectoria política en la que abrió camino fundando movimientos como Act Up. Un ejemplo que David Drake, también actor y director, sigue con este buen monólogo. Ojalá lo veamos pronto interpretado en español tras la alegría de su traducción por Editorial Dos Bigotes tres décadas después de su escritura original.

La noche en que Larry Kramer me besó, David Drake, 1994 (2024 en español), Editorial Dos Bigotes.

“En mitad de tanto fuego”, entre el deseo y la guerra

La palabra de Alberto Conejero, la conceptualización de Xavier Albertí y el cuerpo y el verbo de Ruben de Eguía. Un monólogo brillante que habla de la verdad de lo íntimo, una puesta en escena en la que menos es más y una interpretación en la que la presencia aúna el mito de ayer, el anhelo de hoy y la esperanza del futuro.

El lirismo de su expresión, la desnudez emocional de sus personajes y la universalidad de su discurso son la tónica en la escritura de Alberto Conejero, ya sea en su teatro, en su poesía o en su conversación a nivel más personal. En todos ellos resulta auténtico, a la par que muestra de quién parte en su creación. En mitad de tanto fuego nace de la Ilíada de Homero, toma el personaje de Patroclo y su relación con Aquiles y sin abandonar ese mundo clásico, lejano y mitológico, se adentra en la esencia del ser humano para construir un monólogo que versa sobre la autenticidad de los sentimientos, la fuerza del deseo y los constructos de la masculinidad para destruir cuanto ponga en riesgo su soberanía.

Diafanidad, inmensidad y rotundidad que Xavier Albertí formatea en un escenario sin elementos que distraigan nuestra atención, más parco aún de lo que Conejero sugiere en la edición literaria de su texto (Editorial Dos Bigotes, 2023). Un vacío que no es ausencia, sino núcleo de lo que pretende recrear, transmitir y generar. Apenas unos focos cálidos bien dirigidos con los que construye una atmósfera que contagia el misterio y la congoja, la alegría y la ilusión, la desazón y la frustración de Patroclo. Un alrededor formateado por la energía que emana de su pecho y reclamado, a su vez, por él mismo como como bálsamo con el que calmar la ausencia de Aquiles.

Sobre esas bases, Ruben de Eguía despliega una interpretación virtuosa por la manera en que moldea la complejidad de lo escrito por Alberto, y su carga de significados, y el modo en que hace de la falta de apoyos y sombras de su escenografía, el horizonte en el que despliega la solemnidad de su físico y los múltiples registros por los que transita su mirada y su voz. Tonalidades con las que muestra y manifiesta lo que se agita dentro de él, con las que describe y canaliza lo que sucede ante sus ojos, con las que se zambulle en la universalidad y atemporalidad de la historia y funde tiempos y lugares para denunciar la violencia, la barbarie y la destrucción de la guerra.

Podría parecer que su inmovilidad le condena al hieratismo, sin embargo, el helenismo de su encarnación resulta dinámico y expresivo, excelso y sensual, elegante y marmóreo. Su bien gestionada economía gestual le convierte, no en el canal o mediador del monólogo al que asistimos, sino en su propietario y administrador. Conecta, atrae y atrapa a su espectador hasta convertirle más que en oyente de sus vicisitudes y testigo de sus vivencias, en compañero de sus batallas en el lecho compartido con Aquiles y en la intemperie, ante las murallas de Troya, así como en víctima de la injusticia, la ignorancia, el odio y la crueldad proyectados sobre el indefenso y el diferente.

En mitad de tanto fuego, en los Teatros del Canal (Madrid).

10 películas de 2023

Ganadoras y nominadas. Personajes únicos, protagonistas de historias cotidianas, pero también cargadas de simbolismo. Cintas de bajo presupuesto y producciones sin límite. Títulos que el tiempo dirá si se quedan atrás o se convierten en apuntes de la historia del séptimo arte.

«Tar». La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

«Almas en pena de Inisherin». El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

«El triángulo de la tristeza». Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

«La noche del 12». Galardonada con 6 premios César, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

«The Quiet Girl». Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.

«Blue Jean». El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

«20.000 especies de abejas». Dos horas en las que la vida pide seguir su propio curso, dejando a un lado prejuicios y miedos, poniendo fin a los silencios y a las imágenes que no quisimos ver y hagamos frente a la verdad. Las relaciones intergeneracionales en la familia, el descubrimiento de la propia identidad y la aceptación por uno mismo y los demás en una cinta serena y sensible.

«Te estoy amando locamente». Más didáctica que activista, se estrenó en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

«Oppenheimer». Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

«O Corno». Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

“Coto privado de infancia” de Paco Tomás

Novela en la que el presente está teñido por un pasado de violencia e incomprensión. La demostración de que la homofobia fue para muchos un maltrato sistémico, un horror sin posibilidad de escapatoria y con consecuencias perennes. Narración descarnada y rabiosa, también valiente y atrevida, dispuesta a no dejarse vencer y luchar para liberarse de la condena de su bucle.

On being used I could write the book cantaba Cher en Strong enough. Frase que denota uso y abuso, manipulación y violencia, que cada uno puede reinterpretar a su manera y que ha vuelto a mi mente durante los días en que he vuelto a leer a Paco Tomás, escritor con cuyos artículos e imaginación ya disfruté en Algunas razones y Los lugares pequeños.

Al igual que él, somos muchos los que podríamos dar testimonio de lo que supone haber vivido bajo el yugo de la homofobia durante años, sin mayor opción que la del silencio, la ocultación y hasta la mentira para sobrevivir con la esperanza de que llegara un día en el que decidir sin miedo, moverse sin cohibición y hablar sin escoger las palabras y el tono. Quizás sea esta la novela que podríamos haber escrito, pero no lo hicimos por una combinación de falta de talento literario y arrojo personal.

Da igual cuánta realidad y cuánta ficción contenga Coto privado de infancia, cuánto pueda haber alterado Paco sus personajes, situaciones y diálogos para que se ajusten al encaje de su intención, propuesta y resultado. El logro es que suena auténtico y posible. Despierta, evoca y trae hasta hoy lo que hace dos, tres y cuatro décadas eran cosas de niños, tu culpa por meterte en líos o tu merecido por comportarte como no se debía. Su propuesta de posible autobiografía tiene un interpretable componente de hipérbole y crudeza en su escritura, pero es ahí donde está su valor.

Esa impresión de exceso evidencia que no somos capaces de asumir íntegramente por lo que pasamos, ni imaginar lo que ocurría muy cerca de nosotros o, peor aún, el dolor que generamos a aquel o aquella a quien convertimos en diana de nuestros dardos. Asimismo, la aridez con que describe, analiza, expone y reflexiona demuestra que no hay más opción en la lucha contra la homofobia que adoptar argumentos, puntos de vista y actitudes que vayan más allá de lo propuesto y hecho hasta ahora.

El presente nos muestra que lo conseguido no basta, que el riesgo de involución y volver a ser insultados y agredidos, y no de manera ocasional, sino perpetua, está ahí. Aunque lo personal sea privado, o se considera también algo político, o no habrá manera de acabar con la amenaza del abuso y la negación que no conduce a más que la muerte en vida.

Por eso las aventuras, andanzas, desgracias, alegrías y cotidianidad de Tomas Yagüe, siendo las de un individuo singular, son también las de otros muchos que nos reconocemos en la oculta seguridad de sus certezas, en su capacidad camaleónica para estar sin ser, en su visión del sistema social y económico en que vivimos, y en su frialdad comercial y anhelo existencial cuando se trata de aunar lo físico y lo emocional, el cuerpo y el alma. Tomás, ese hombre al que su pareja deja días antes de pasar una Navidad con una familia en la que ni uno de sus mimbres está correctamente colocado, somos muchos de nosotros.

Coto privado de infancia, Paco Tomás, 2022, Editorial Planeta.

“Rojo, blanco y sangre azul”, los colores del amor

Fantasía sobre el amor homosexual. Alegoría en torno al auto conocimiento, la visibilidad y la aceptación de los demás. Fábula romántica edulcorada hasta límites insospechados. En la línea roja que separa una mala película de una cinta que prioriza el activismo y la pedagogía. Más apta para quienes nunca se han planteado interrogantes que para quienes hemos ofrecido ya demasiadas respuestas.

Dícese de americanos y británicos que mantienen una extraña relación admirativa. Los primeros son fieles seguidores de la familia real de los segundos, y estos consideran a los EE.UU. como un spin-off de su imperio. Excusa para imaginar lo que ocurriría si sucediera lo que presuponemos improbable. Rojo, blanco y sangre azul lo hace combinando grandes dosis de corrección política y multitud de tópicos sobre el amor romántico. EE.UU. gobernado por una mujer, casada con un hombre de origen latino, y con un hijo que parece el remedo bisexual y de piel morena de John-John Kennedy. Del otro lado, una monarquía con vástagos de epidermis extra blanca, que parecen habitar las páginas de cualquier título de Jane Austen, y en la que nadie se ha declarado hasta ahora incumplidor de la exigencia de heterosexualidad.

Con un arranque cómico, a caballo entre Princesa por sorpresa (2001) y lo que podría haber sido un remedo de la hilaridad de Barbra Streisand, Goldie Hawn, Steve Martin o Kevin Kline, esta producción de Amazon Studios rápidamente se diluye para ir de cliché en cliché hasta completar sus excesivas dos horas de duración. Matthew López sorprendió como escritor con la dramaturgia de The inheritance (2018), con lo que el resultado que ofrece de esta adaptación de la novela de Casey McQuiston solo es interpretable como inexperiencia en la complejidad del séptimo arte o empeño testarudo en querer contar demasiado de forma inadecuada.

Los cuentos de hadas no pueden ser realistas, pero han de ganarse la complicidad de su espectador para conseguir una burbuja de verosimilitud. López no lo consigue. El inicio de su historia suena a patio de colegio, los que mucho se pelean se desean. Tras volverse adolescente con una postproducción que integra las redes sociales, se olvida de ello para ponerse romántico, pastel, ñoño, azucarado, almibarado, naif, conservador y hasta virginal… Como añadido, la comedia que les envuelve es previsible, fácil, banal y recurrente, sin ápice de originalidad alguna.

Otro tanto ocurre con Taylor Zakhar Perez y Nicholas Galitzine. Ambos resultan en su gestualidad, así como sus personajes en su proceder, más que adultos, niños grandes embaucados por la belleza de la emoción y el preciosismo de los sentimientos. No ayuda tampoco que estén tan diferente y complementariamente caracterizados. Moreno y rubio. Musculoso y fibrado. Casual y formal. Espontáneo y correcto. Gracioso y sensible. Aptos tanto para la gran pantalla como para el streaming de la pequeña o cualquier formato publicitario de perfumes, moda o cuanto les exija transmitir glamour y sensualidad.

Tan livianos y simples en sus expresiones y argumentos que dudo que consigan su propósito de poner de uñas a republicanos estadounidenses y monárquicos británicos. Por esto y por los Razzies que se merece Uma Thurman y Stephen Fry como mandamases del despacho oval y del palacio de Buckingham, Rojo, blanco y sangre azul es tramposa. A solas exhausta y dan ganas de tirar la toalla de su visionado, aunque no lo haces porque detectas su intención de ser comentada y reída en compañía. Da igual si a favor o en contra porque tratándose de algo tan etéreo y omnipresente como el amor -sea concepto, vivencia o McGuffin para sobrellevar nuestro presente-, todos tenemos algo que decir.

«Sufrir de amores» de Terenci Moix

Artículos en los que su autor manifiesta su particular vivencia del amor y la soledad, su visión de las relaciones y los roles de género, así como su interpretación de algunos de sus referentes culturales y de las circunstancias del tiempo presente. Erudito y culto, carente de pudor y vergüenza. También inteligente y analítico, capaz de ir más allá de lo establecido, de los prejuicios y las normas de su tiempo.

Más pronto que tarde debiéramos recuperar a Terenci Moix y poner en valor cuanto hizo y supuso. Espontáneo y honesto antes que valiente y decidido. Más transparente que activista. Su literatura, retórica y opinión manifestaban un pensamiento honesto y una actitud sin ambigüedades. Nunca se anduvo con rodeos a la hora de manifestar públicamente su homosexualidad, basta recordar Mundo macho (1981), su hartazgo de la pacatería de la burguesía catalana, he ahí El sexo de los ángeles (1992), o la burla que le provocaba el comportamiento banal y vacuo de los personajes del papel couché que tan bien retrató en la trilogía compuesta por Garras de astracán (1991), Mujercísimas (1995) y Chulas y famosas (1999). De igual manera, su profundo conocimiento de la historia de Roma, Egipto y el séptimo arte quedó patente en títulos como Crónicas italianas (1971), No digas que fue un sueño (1986) y las varias entregas de Mis inmortales del cine (1996-2003).  

Sufrir de amores se diferencia de todos ellos porque el componente narrativo es secundario, lo que prima en él es la mirada concreta sobre el comportamiento, la vivencia y el procesamiento humano y la síntesis intelectual e interpretación emocional que hace sobre ellos partiendo de sí mismo. Terenci nunca se ocultó ni camufló y practicó en sus escritos una simbiosis total con su carácter y su personalidad, con sus vivencias y su biografía, tamizada a su vez por una franqueza en cuestiones sensoriales y emocionales poco habitual en sus coetáneos. De ahí que las etiquetas de superficialidad, frivolidad y ligereza que tantas veces se le adjudicaron, más que a él, revelaran realmente a quienes se las aplicaban.

Ese es el lugar en el que se sitúan las más de cincuenta reflexiones de este volumen con las que no solo se muestra a sí mismo como persona sufriente e incapaz, dramática e intensa, sino que también indaga en las hipocresías y las incongruencias de una sociedad lastrada por el clasismo y el nacionalcatolicismo. Un mundo en el que los hombres y las mujeres se debían a los papeles concebidos para ellos y al catálogo de comportamientos que les suponían las coordenadas en que estaban enmarcados. Obligaciones que Moix nunca respetó ni siguió y de ahí que su obra y su proceder revolvieran a aquellas gentes de bien y prepararan, junto a otros, el camino de la libertad y la igualdad, de la visibilidad y la diversidad.

Si algo se le puede achacar desde un punto de vista formal es que, en esta ocasión, su prosa no resulta tan ligera y dinámica como en la mayor parte de su bibliografía. Quizás porque están concebidos de manera aislada y motivados por el encargo de ser publicados cada domingo en El País. Por ello, han de ser leídos de manera pausada e individual, y no como un conjunto que abordar como un bloque unitario.  Como decían en el final de Con faldas y a lo loco, esa comedia que tanto le gustaba, nadie es perfecto.

Sufrir de amores, Terenci Moix, 1995, Editorial Planeta.

“Blue Jean”, el coste de la honestidad

El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

Los supuestos amantes, promotores y defensores acérrimos de la libertad son muy dados a ignorar, señalar y ocultar cuanto no forma parte del canon que, a su juicio, determina, define e identifica a una persona de bien. Margaret Thatcher, venerada por el espectro conservador por su puesta en marcha del neoliberalismo que tan buenos réditos le ha generado a unos pocos, impulsó en 1988 la aprobación de una enmienda a una ley ya existente por la que determinaba que los profesionales de la enseñanza británica no podían promocionar la homosexualidad, ni publicar material alusivo, ni fomentar su consideración como una supuesta relación familiar. Censura y estigmatización.

Ese es el entorno y el contexto en el que se mueve Blue Jean, tanto la película como el personaje que le da título. Una mujer de treinta años cuyo día a día transcurre en las coordenadas que le marcan su sentir, pero con una calculada discreción para que su soltería y unifamiliaridad no llame la atención de sus vecinos, familia, compañeros de trabajo -profesora de gimnasia en un colegio femenino- y alumnas. Sin embargo, la manipulación mediática, el ruido político y la presión social la rodean, generando una tensión en la que el riesgo, la amenaza y el miedo son susceptibles de concretarse. Un drama que, aparentemente controla hasta que esa doble vida se hace patente y ya no es posible mantenerse al margen.

Un puzle de muchas piezas y capas varias cada una de ellas que Georgia Oakley, directora y guionista, muestra de una manera calmada y detallista, introduciéndonos de un modo natural en la complejidad que los aúna y la reciprocidad causa y consecuencia entre todos sus planos y puntos de vista. Aúna lo sociológico y lo psicológico, los valores comunitarios y las emociones personales, lo establecido colectivamente y la determinación individual sirviéndose únicamente de miradas y actitudes auto explicativas, diálogos y respuestas cotidianas. Los hechos hablan por sí mismo, el activismo y la reivindicación están en cómo late en ellos la necesidad de la verdad y el equilibrio de la coherencia.

Blue Jean no es una película amplia o profunda en un sentido estrictamente narrativo. Su historia es concisa y lo que determina lo que vemos en la pantalla son los silencios y los diálogos de sus personajes, como se unen y se evitan. En definitiva, las características, retos y condicionantes de los lazos y coordenadas que los ligan. Esto condiciona el ritmo, haciendo que parezca contemplativo, mas lo acertado de su fotografía y montaje y, sobre todo, las muy buenas interpretaciones de todas sus actrices -a destacar la protagonista de Rosy McEwen- la convierten en una cinta que expone y transmite, comunica y conciencia.

La serenidad de «La ballena»

La resurrección interpretativa de Brendan Fraser o cómo iluminar la pantalla con un muy particular testimonio sobre el amor, el compromiso y la dignidad. Un relato con tramas obvias que incluye, con sutil acierto, otras sobre la complejidad del ser humano. Dirección que aprovecha el origen teatral de sus personajes con una puesta en escena que maneja con habilidad, sin esconder, los recursos propios del lenguaje cinematográfico.   

Nos gustan las películas en las que sus actores se transforman físicamente. Y en una época en la que la norma es estilizarse marmóreamente o llenarse de músculos y abdominales cual óleo o escultura barroca, llama la atención que un actor que ostentó tal condición se muestre de manera completamente opuesta. Esa puede ser la curiosidad para acercarnos a La ballena, mas la verdadera razón por la que permanecemos atrapados por sus dos horas de duración es porque desde el primer fotograma ofrece una historia en la que lo técnico y artístico, así como lo narrativo y literario, están muy bien ensamblados con la emocionalidad, las motivaciones y la biografía de las personas que la habitan.

Ese apartamento del que apenas se sale en un par de ocasiones, residencia de un profesor de literatura que imparte clases online sin activar nunca la cámara, es visitado por una cuidadora de carácter enérgico, una hija que reaparece tras un silencio de ocho años, un misionero convencido del poder salvador de Dios y un par de caracteres más que revelan tanto la carga teatral del guión -originalmente una obra de Samuel D. Hunter, adaptada por él mismo-, como los elementos ideados para darle dimensión fílmica. Un lugar en el que impacta el sufrimiento desmedido de lo físico e impresiona el enraizado dolor de lo psicológico.

Al igual que hiciera en El cisne negro (2010) o Madre! (2017), Darren Aronofsky se salta los límites de nuestra sensibilidad. En esta ocasión muestra el detalle de la obesidad y sus consecuencias, poniendo a prueba la sinceridad con que aseguramos estar libres de prejuicios ante su visión. Sin embargo, no se queda ahí, aunque esta cuestión está siempre presente, y basa La ballena en dos sólidos pilares.

De un lado, la soberbia combinación de relajada gestualidad, transparente mirada y serena dicción de Brendan Fraser, con que este lleva su trabajo a unas coordenadas que van más allá de superar las limitaciones que supone su caracterización. Y de otro, un aquí y ahora, en el que lo que se va conociendo sobre el pasado y los propósitos de sus personajes sorprende y sobrecoge, generando una extraña y sublime sensación de estar en un cruce de caminos y punto de no retorno que aúna la paz espiritual y la resignación moral bajo una superficie de conflictos familiares (divorcio y duelo), compromisos personales (deberes paternales ) y prejuicios sociales (religión y homosexualidad).

Hay un cierto artificio en todo ello, que va del morbo y la curiosidad de las llagas y la incapacidad que supone lo voluminoso, a la épica de una expresividad epidérmica, pupilar y verbal. La ballena no pretende ser realista, pero sí verosímil, hacernos creer que es posible completar círculos vitales. No busca resolver los errores del pasado, sino destaparlos y enmendarlos y, así, situarse en el camino que permita, sino conseguir, sí soñar con la posibilidad de la redención. Quizás más fantasiosa y apelativa que cotidiana y costumbrista, pero efectiva gracias al sosiego y pausa de su tono, tempo y ritmo dramático.