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10 películas de 2022

Ficción española pegada a la realidad, animación estadounidense y títulos europeos que le cogen el pulso a la vida. Propuestas basadas en grandes guiones y plasmadas con variados estilos de narrativa audiovisual. Historias cotidianas y valientes, arriesgadas y disruptivas. Doce meses de muy buen cine.

«Apolo 10 1/2». Los estadounidenses llevan más de treinta años revisando lo sencillos e ingenuos que eran en los años 60 y lo colorido y fascinante que resultaba el “american way of life” en todo su esplendor. Aun así, todavía hay maneras de acercarse a aquel tiempo, identidad y vivencia de una manera original y diferente. Tal y como lo ha hecho Richard Linklater en esta cinta de animación.

«Alcarràs». Carla Simón profundiza en el estilo que ya mostró en “Verano 1993” convirtiendo lo cotidiano, el mimbre de lo que nos une, en lo que marca de principio a fin el contenido, el tono y la evolución de su película. Tras ello, una mirada tranquila y empática guiada por el punto en el que se encuentra lo anodino con lo íntimo y lo invisible con lo obvio, y un trabajo interpretativo en el que brillan todos y cada uno de sus intérpretes.

«Ennio: el maestro». Documental que aúna la admiración por su protagonista y el reconocimiento a su extraordinaria labor en pro del séptimo arte con la excelencia de su dirección y su capacidad de emocionar e implicar al espectador en su propuesta. Material de archivo y entrevistas que repasan, analizan y explican la trayectoria de un genio musical, las peculiaridades de su estilo y los logros con que tanto nos hizo gozar desde la gran pantalla.

«Cinco lobitos». El cine se convierte en un arte cuando una película resulta más que la suma de todos los elementos que la conforman. Eso es lo que ocurre con esta cinta que nos muestra los múltiples prismas de la maternidad y la versatilidad a la que se ven abocadas muchas mujeres como resultado de ésta. Un guión redondo, dos actrices soberbias -Laia Costa y Susi Sánchez- y una dirección tras la cámara sensible e inteligente.

«Vortex». Entras a la sala creyendo que vas a ser testigo de la ancianidad de una pareja, pero comienza la proyección y en lo que te adentras es en el abismo que se abre entre la necesidad de estructurar y comprender y la abstracción y la sinrazón en que consiste la demencia. Edición virtuosa y un guion concebido para llevar a su espectador al extremo de su resistencia psicológica.

«El acusado». El sentido común nos dice que el consentimiento no debiera tener matices legales ni morales, pero la realidad demuestra que sí que los tiene sociales y conductuales. Ahí es donde entra esta película que refleja sobriamente cómo influyen sobre esta cuestión filtros como las diferencias de clase y los modelos familiares. Grandes interpretaciones, un buen guion y una excelente dirección que acierta con su propuesta de atenerse a los hechos y revelar las múltiples paradojas que estos revelan.

«As bestas». Thriller en el que la coacción y la incertidumbre, la paz y la soledad, crean una atmósfera apabullante en la que conviven y se enfrentan lo mejor y lo peor del ser humano. Un guión en el que la tensión de sus silencios y la parquedad de sus personajes son multiplicados por una dirección que los funde con los ritmos, las posibilidades y las paradojas de la naturaleza.

«La maternal». Tras su buen hacer con “Las niñas”, Pilar Palomero suma ahora el de esta cinta en la que sigue fijándose en aquellos a quienes no escuchamos ni consideramos como debiéramos. Los que quedan fuera del sistema por su edad, su falta de recursos y su comportamiento. Personas que merecen la sensibilidad y la seriedad, la escucha y la guía con que ella les muestra en esta ficción en la que deslumbra la mirada, el gesto y el verbo de su protagonista, Carla Quílez.  

«Close». El gran premio del jurado de la última edición del Festival de Cannes se clava en el corazón de sus espectadores con la mirada limpia, el sentir inocente y la conciencia pura de sus protagonistas adolescentes. Una historia que expone con sinceridad, empatía y sensibilidad lo bonito y hermoso que es relacionarse y el poder e influencia que ejercemos sobre los demás, pero también los deberes y riesgos, las consecuencias y aprendizajes que esa vivencia conlleva.

«Mantícora». La sobriedad narrativa del guion de Carlos Vermut se complementa con la mirada aséptica de su dirección y el conjunto de buenas decisiones sobre las que se asienta. Un combo que se amplifica con la hipnótica presencia de Nacho Sánchez dando vida a lo humano y a lo inconcebible, así como a la lucha y a la convivencia dentro de sí entre ambas maneras de ser y estar en el mundo.

«El acusado», solo sí es sí

El sentido común nos dice que el consentimiento no debiera tener matices legales ni morales, pero la realidad demuestra que sí que los tiene sociales y conductuales. Ahí es donde entra esta película que refleja sobriamente cómo influyen sobre esta cuestión filtros como las diferencias de clase y los modelos familiares. Grandes interpretaciones, un buen guion y una excelente dirección que acierta con su propuesta de atenerse a los hechos y revelar las múltiples paradojas que estos revelan.

Matrimonio separado. Él periodista exitoso y ella feminista reputada. Hijo inteligente y con aires insolentes, estudiante en una universidad extranjera y al que no le falta de nada. Un padre para el que las mujeres son seres a los que conquistar y a los que invadir sexualmente. Una madre feliz con su nueva relación con un profesor de literatura, padre, a su vez, de una adolescente con ganas de encontrar su sitio. Los dos jóvenes salen de fiesta y a la mañana siguiente todo estalla. La policía le acusa de violación, él reconoce haber mantenido relaciones sexuales, pero en ningún caso haberla obligado o abusado de ella.

Lo que hasta entonces había sido una suerte de retrato costumbrista de una élite caprichosa torna a partir de ese punto de inflexión en una narración austera en lo que se dice y gestualiza tiene tanto valor como si ocurriera ante un tribunal. Todo muestra y revela, es susceptible de ser tomado como prueba o testimonio y, en consecuencia, absolver o condenar. Una tensión que se ve acrecentada porque en la vida real, los asuntos mostrados no están acotados y cuanto se hace, piensa u ocurre en este plano resulta ser un previo, un paralelismo o una extensión de lo que se dirime ante la justicia.

El acusado no trata solo de una causa judicial, también de cómo en nuestra vida real el consentimiento es un concepto que entendemos y aplicamos de maneras tan diversas como marcan nuestros intereses y habilidades, condicionados por nuestro egoísmo, la educación formal e informal recibida, la presión social y capacidad para comprender y poner límites y, sobre todo, verbalizarlos sabiendo decir que no o interpretar los múltiples modos en que este puede ser expresado. Lo acertado de la dirección de Yvan Mattal es que no busca un terreno de ambigüedad y asertividad, donde cada actitud, comportamiento o verbalización pueda ser válido sea cual sea el pensamiento de su personaje o su espectador.

Al revés, entra de lleno en el examen legal y el análisis moral del asunto, para llegar a lo verdaderamente importante del asunto, dónde queda la dignidad de la persona violada, qué sucede ahora con su integridad psicológica y su derecho a un futuro sano que, probablemente, se verá afectado por las cicatrices que se abren como resultado de verse nuevamente desnuda y vapuleada por los testimonios, preguntas y alegatos de abogados, testigos y jueces. Del otro lado, cuántas veces antes el violador lo pudo haber sido, o qué pasos transgresores le prepararon para, esta vez, sí que sí, terminar de traspasar las líneas rojas de la indecencia, la brutalidad y la inhumanidad.

Una cinta con un reparto excelente, en el que cada intérprete se atiene a las luces y sombras, a las contrariedades y paradojas, del papel que le corresponde. Y un guion acertado, al que, si acaso, se le pueden achacar algunas licencias poéticas en las secuencias del juicio quizás demasiado explicativas. Salvando las distancias, El acusado cinematográfico recuerda a la Jauría teatral que en España nos hizo comprender, de una vez por todas, que solo un sí explícito es sí de verdad. 

10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco

Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

JuicioAUnaZorra

Helena de Troya nos cuenta su vida a lo largo de doce escenas que son como los doce meses del año o las doce estaciones del via crucis, un viaje que nos devuelve una y otra vez al punto de partida, pero constatando que en ese momento ya no somos quienes éramos, que ya no tenemos nada que ver con quienes fuimos. Así es el viaje biográfico, el vaciado emocional que esta mujer, derrotada por todo lo que le ha sucedido, realiza a lo largo de estas páginas que tan brillantemente ha encarnado Carmen Machi en cada función desde que fuera estrenado en el Festival de Teatro Clásico de Mérida en el verano de 2011.

Esta zorra es mucho más que una puesta al día de una serie de mitos clásicos. Los explica y los relaciona, sí, pero esa no es más que la excusa para conocer las mil formas de maltrato y vapuleo que ha sufrido el corazón, el cuerpo y la dignidad de esta mujer. La violación la marcó antes de que naciera ya que fue concebida de esta manera tan vil, a los nueve años fue raptada y abusada y a los catorce casada con un hombre que la asumió como el peaje necesario para acceder al poder del trono de Esparta. Solo huyendo pudo soñar con un futuro basado en el amor que sentía por Paris, pero la tragedia la siguió hasta Troya generando una guerra que la utilizó como excusa para ser iniciada y prolongarse durante dos décadas de barbarie.

Un historial que Helena expone ante su padre celestial, Zeus, y el público al que pide que la juzgue, llena de rabia, bilis y despecho, pero también sin tapujos. Con la sinceridad de quien no tiene nada que esconder y la honestidad de quien no siente vergüenza de sus imperfecciones, errores y miserias. Con el valor de quien se atreve a poner en duda las verdades establecidas, no dejándose edulcorar por la belleza formal de los mitos y la atracción de su simbolismo. Injusticias que ensalzan a unos y hunden a otros condenándoles al ostracismo y la oscuridad desde la que ella nos habla.

Algo que no hace solo ella, sino también Miguel del Arco a lo largo de todo su texto destacando la falta de humanidad que hay tras la fachada de heroísmo, bravía y superación con que se presenta el protagonismo masculino de nuestra historia desde tiempos pretéritos. Siglos en los que la mujer no ha tenido más opción que ser para los suyos la hija obediente, la esposa abnegada y la madre entregada y aceptar que los contrarios la convirtieran en una víctima o un trofeo del duelo varonil. Hartazgo, cansancio y queja que tan brillantemente manifiesta, refleja y expone su Helena de Troya.

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«Las madres no» de Katixa Agirre

La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

Que una mujer acabe con sus propias manos con sus dos hijos es algo tan aparentemente inexplicable que cuando un hecho así salta a la luz pública, rápidamente se convierte en la noticia de portada de la prensa escrita y online y a la que se dedican los minutos de más audiencia televisiva y radiofónica. Además de la brutalidad inherente a todo crimen en que el ejecutor se sirve de su fuerza y superioridad para acabar con quien no solo está indefenso, sino que es dependiente de él, lo que realmente nos abruma y horroriza es cómo salta por los aires todo aquello que entendemos que supone la maternidad.

Una vivencia única, un punto de inicio para el que llega al mundo y uno de inflexión para quien da a luz. O no. Porque la sociedad en la que vivimos ejerce tal presión sobre la mujer que se convierte en madre que, en buena medida, no le permite hacer de ello un proceso, experiencia y vivencia propia, sino que le marca y exige una serie de acciones, expresiones y manifestaciones con las que demostrar que cumple el rol desde el que en ese momento pasa a estar considerada socialmente. Un papel que ha de compaginar con todos los demás (esposa, hija, amiga, trabajadora, creadora…) a sabiendas de que el equilibrio imperfecto al que está destinada hará que sea mal vista y peor juzgada en aquella faceta en que su presencia o productividad se vea afectada por su maternidad. O al revés, si en algo destaca, se le echará en cara que no es una buena madre.

¿Esto hace de Las madres no una novela feminista? Lo es porque su mensaje en pro de la igualdad, la consideración y el respeto a la libertad, la decisión y el espacio del otro está latente en ella de principio a fin. Bajo ese marco, su personaje protagonista sí que reflexiona sobre qué supone la maternidad y cómo ha sido valorada y considerada a lo largo de la humanidad por diferentes culturas. Pero Katixa Agirre no la deja acomodarse en esas coordenadas que podrían considerarse reivindicativas, sino que hace de ellas el subtexto del cruce de caminos en el que se encuentra su vida. Acaba de ser madre, desea seguir siendo escritora (premiada incluso por ello) y se da de bruces con una historia en la que no solo conoce a la acusada, sino que lo que en su proceso se trata y comenta socialmente y se analiza y valora judicialmente tiene muchos puntos en común con el proceso personal que ella está viviendo.

Al tener como personaje principal una escritora en proceso de preparación e investigación del que espera sea su siguiente título, Las madres no es también una metanovela sobre cómo ha de cimentarse el relato que posteriormente llegará a sus lectores. Y lo hace siendo ejemplo de ello. Con un inicio tan brutal como impactante y unos personajes llenos de aristas y recovecos en los que no siempre es posible entrar. Con una trama en la que no hay nada plano y en la que todo cuanto interactúa con ella es susceptible de llevarte por caminos inesperados e imposibles de prever. Con un desarrollo en el que no hay una única atmósfera o sensación que te guíe, sino un construirse en el momento que hace que su lectura reproduzca la continua percepción de estar en el aquí y ahora, en el presente de su relato. En definitiva, tanto por lo que cuenta por cómo lo cuenta, Las madres no sí.

Las madres no, Katixa Agirre, 2019, Editorial Tránsito.

«Gracias a Dios»

Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

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Las hemerotecas, Google o la web https://www.laparoleliberee.fr/ nos cuentan lo que muchos niños sufrieron en Lyon durante años a lo largo de los 80 y principios de los 90 a manos de un sacerdote pedófilo que hasta la fecha no ha sido penado por aquellos actos delictivos. Gracias a Dios se sitúa antes de que su relato saliera a la luz pública y nos expone cómo se gestó la denuncia de aquel grupo de afectados. Una sucesión de hechos -encuentros, intercambios de e-mails, denuncias, filtraciones a medios, visitas médicas…- que se suceden linealmente al tiempo que van dando luz a una compleja realidad en múltiples planos -individual, familiar, social, institucional- ante la que solo quedan dos opciones. Seguir escondiéndola a costa de la salud mental y la paz espiritual de los afectados, o darla a conocer y ofrecerles la opción de cicatrizar esa herida que en mayor o menor medida todos mantienen abierta.

Ese es el dilema que nos presenta Ozon y ante el que requiere de la participación activa de sus espectadores. Pero no solo demanda nuestra empatía, también nuestra atención e inteligencia. No nos dice qué debemos sentir ni cómo calificar lo que nos muestra. Nos trata como si fuéramos miembros de un jurado. Su papel es relatarnos con la mayor objetividad posible lo que ocurrió. Nuestra responsabilidad entender en qué consistió, donde estuvo la línea roja que nunca se debió pasar, las consecuencias que tuvo entonces y los efectos que sigue teniendo hoy para los afectados. Tanto que aquel hombre siga en libertad como que la institución a la que pertenece no haga ni hiciera nada por enmendar aquellos hechos aun teniendo constancia de ellos.

Un relato estructurado por capítulos que explica las distintas fases que siguió el proceso hasta tomar la forma con que hoy lo conocemos. Una estrategia narrativa con la que se hila el discurso general con los aspectos más personales de los personajes que se van sucediendo en la pantalla. Una manera hábil de componer el gran fresco que François Ozon se propone, pero que al tiempo es demasiado utilitarista con sus protagonistas. Una vez que ha extraído toda la información que necesita de ellos, tanto pasada como actual, tanto legal como individual (crisis de fe, tensiones familiares, problemas conductuales,…), les devuelve al banquillo de los acusadores.

Una manera intencionada -aunque resulte demasiado fría, casi aséptica, nada que ver con la épica hollywoodiense de Spotlight– de minimizar que los vínculos emocionales empañen nuestro juicio y de recordarnos que no se trata solo de conectar con estas personas. Sino de tomar conciencia con lo que parece ser un problema endémico de la Iglesia católica, el de ignorar y esconder de manera sistemática los actos delictivos de algunos de sus miembros.

«Jauría», cinco contra una

Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.  

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Para elaborar el texto de Jauría Jordi Casanovas se ha valido de las transcripciones de distintas sesiones del juicio de La Manada, así como de fragmentos de las sentencias. Tanto de la dictada por la Audiencia Provincial de Navarra en abril del pasado año como de la posterior del Tribunal Superior de Navarra en el mes de diciembre. En la hora y media de función no hay recreación alguna, tan solo se ha editado cuanto ya sabíamos para darle forma dramática, pero respetando su cronología y su integridad textual.

Una explosiva combinación de puntos de vista y relatos que Miguel del Arco ha puesto en pie con total pulcritud. Sin intervenir sobre ellos. Facilitando que todos queden perfectamente expuestos para que los espectadores entendamos que tras la simpleza de un titular, la brevedad de una noticia o la edición de un reportaje periodístico, hay hechos objetivos y prismas subjetivos que solo se pueden conocer e integrar si escuchamos el relato en primera persona de los que lo vivieron. Cuando se confrontan entre sí nos permiten llegar a una verdad, que aún así -como pudimos comprobar- siempre es susceptible de ser interpretable por el sistema judicial.

Jauría comienza con el relato de lo que sucedió aquella madrugada del 6 de junio de 2016, contraponiendo a víctima con victimarios. La espontaneidad, la sorpresa y el shock de ella encajan con estupor con la premeditación, el egoísmo y la frialdad de ellos. Hasta aquí algo similar a un careo muy bien construido en el que la verosimilitud cae del lado de la naturalidad, la modestia y la humildad con que la joven madrileña expone su vivencia. Nada que ver con falta de empatía, cero escucha y nula consideración que muestran los andaluces por la que dicen que fue su partenaire.

Pero donde esta función se hace fuerte es a continuación, cuando se representa el interrogatorio que los abogados defensores de los acusados le realizaron a aquella mujer de 19 años. Cuando ya no se expone lo que pasó sino cómo se intentó interpretar, yendo más allá de la contraposición de puntos de vista para valorar con simpleza los comportamientos y respuestas femeninas bajo un prisma subrepticiamente androcentrista. Jugando ásperamente con las palabras para hacer parecer goce, disfrute y manipulación lo que había sido violación y continuaba siendo herida y dolor.

Es en esta parte donde la incomprensión y el rechazo que suscita la violencia física y sexual se transforma en una atmósfera densa y dura, en un lastre para la conciencia ante la incredulidad de que se pudiera humillar aún más a quien habían forzado, desnudado y utilizado cruelmente sin su consentimiento. Es entonces cuando Jauria destroza el escenario y estalla en nuestras conciencias haciendo que nos preguntemos qué clase de sociedad avanzada somos, dónde queda la humanidad frente a la frialdad de la burocracia y, sobre todo, dónde estaríamos cada uno de nosotros en una situación como esa y en qué medida nuestra pasividad individual y ligereza ciudadana nos hace cómplices de episodios como este.

Sin salirse en ningún momento de lo dicho estrictamente ante el tribunal, Jauría sigue, mostrándonos que un juicio es más que una sucesión de declaraciones. Es una vuelta atrás, obligada y en la más estricta soledad, a un pasado reciente que desearíamos no hubiera ocurrido. A un punto de inflexión en el que la vida se tornó sin saber cómo ni por qué en algo gris, sucio y feo. A un instante en el que contemplamos con estupor como algunos fueron jaleados por presumir de la puta pasada que habían protagonizado, mientras que otra era culpabilizada por intentar superarlo. Un golpe en la mesa, una bofetada en la cara, una ruptura del tiempo y del espacio, del aquí y ahora, seguida de un sordo y negro silencio.

Una función puesta en pie por un elenco -Fran Cantos, Álex García, María Hervás, Ignacio Mateos, Raúl Prieto y Martiño Rivas- que funciona como si se tratara de un cubo de Rubik perfectamente engranado. Adoptando con absoluta versatilidad y precisión el amplio espectro de actitudes y tonos anímicos que demandan los muchos movimientos y combinaciones que se muestran del universo de cinco contra una que se formó aquella noche en Pamplona.

Jauría, Teatro Kamikaze (Madrid).