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Oporto 2023

Todo viaje es el antes, la excitación de elegir el destino, preparar la logística y pensar qué hacer allí cuando se llegue. El durante, lograr la simbiosis del tempo interno con el pulso del lugar en el que se está, con sus ritmos, códigos y costumbres. Y el después, interiorizar las vivencias y dejar que se conviertan en recuerdos con los que volver mentalmente.

No esperaba que fuera romántico, pero el retraso en la salida y el doble retraso a la llegada, sumado a una cabina atestada de compañeros de pasaje que llevaban casi 24 horas de viaje desde París, hizo que el trayecto en autobús fuera más incómodo de lo que suponía cuando compré el billete. Sin embargo, era la mejor opción. Ir hasta Madrid, de ahí a Barajas, pasar por el estrés de cualquiera de sus terminales y por la caja de sus aerolíneas para facturar una maleta con enseres para más de una semana, no lo hacía viable.

Lo malo de volver a donde estuviste es que recuerdas, contrastas y comparas. Hace doce años los turistas éramos la anécdota en el centro de Oporto. Entonces esta ciudad me pareció tranquila, hoy las grandes zanjas obstruyen la zona de São Bento y la avenida de Boavista por la construcción de la nova linha rosa. Una década atrás el idioma casi único que se escuchaba era el portugués. Hoy una cacofonía de inglés, francés, italiano, español, alemán y portugués. Curiosamente éste no está nunca del lado de los clientes, sino de quienes atienden, cobran o limpian.

Colas por todas partes. Para entrar en la catedral. Para subir a la torre de los Clérigos. Para disfrutar del salón árabe del Palacio de la Bolsa. Para sentirte en el mundo de Harry Potter aun a pesar de que J.K. Rawling ya explicó que no se inspiró en el modernismo del interior de la librería Lello. Sin embargo, hordas de personas pagan por adelantado y aguantan minutos al sol para hacerse fotos en un espacio al que yo no pude entrar a comprar un par de libros como me hubiera gustado. Como la vida aprieta, pero no impide, sacié mi adicción en la librería Latina, calle de Santa Catarina, llevándome De profundis, de José Cardoso Pires, y los Poemas Ibéricos de Miguel Torga.

Un buen plan para comenzar el día es coger el metro hasta Matosinhos Sur. Desde allí y en apenas dos minutos a pie, te colocas frente al Atlántico. Respiras salado y observas azules varios tamizados por la presencia voluble y caprichosa de las nubes, así como por la posición del sol. La propuesta es caminar a paso tranquilo teniendo ese horizonte siempre a la derecha. Playas, fortificaciones y un paseo por el que transitan, pedalean y sudan de manera relajada, disciplinada y sofocada viandantes, ciclistas y corredores. Varios kilómetros con cafés aquí y allá con vistas extraordinarias para hacer del senderismo urbano algo tranquilo y placentero y terminar disfrutando de las construcciones del barrio de Miragaia.

Nada que ver con el bullicio y la marabunta del centro histórico. Da igual que vayas por la calle de las flores, la plaza del infante Don Enrique o bajes al embarcadero. No será diferente si cruzas por el puente Luis I a Vila Nova de Gaia. Burbuja de tiendas de souvenirs, presencia destacada de inmobiliarias con precios módicos para anglosajones -inversores, teletrabajadores o ambos- y restaurantes con terrazas sin un asiento libre. Muchos de sus ocupantes, antes o después, seguro que han disfrutado del paseo en barco de una hora por el río. Probablemente haya tantas frecuencias de barcazas como de muchas líneas de autobús.

Todavía quedan pequeñas tiendas a la antigua donde solo puedes pagar en metálico. No así en el mercado de Boalho. Los puestos de verduras, frutas y hortalizas, con aún tierra del huerto de donde fueron recolectadas, han sido sustituidas por la pulcritud de líneas, las superficies tamizadas y el brillo publicitario de los puestos visitados por los grupos que siguen a la persona que les lidera con una pancarta en la que aparece el número del grupo que les identifica. Marabuntas que después esperarán para entrar en el Majestic. No esperéis ver allí a señores y señoras que hablen con acento nasal, evocando a los que les precedieron en este histórico café que rezuma encuentros y conversaciones con clase y categoría. Hoy ese filtro lo dan los precios de su carta, fijados para provocar el un día es un día de quienes quizás no vuelvan nunca más a Oporto.

La Fundación Serralves, en cambio, sí es un buen motivo para hacerlo. A la experiencia de sus jardines se une la de su museo con exposiciones como la de Carla Filipe, In My Own Language I Am Independente. Crítica, parodia, protesta, síntesis, exacerbación y simbolización. Lenguaje gráfico, inmersión y resignificación de una artista que se tiene a sí misma, a su tiempo (nacida en 1973) y a su entorno como hilo conductor de su obra y del relato que esta contiene y propone. La otra exposición sugerente de estos días fue #Slow #Stop… #Think #Move, organizada por Culturgest en la sede de la Caixa Geral de Depositos en su sede de la plaza de los Aliados. Lo mejor: el tipo medieval con libro vanguardista de Horacio Frutuoso, el anticapitalismo de Bruno Borges y las reflexiones tipográficas de Sara & André y Carlos Gentil-Homem y Ernesto de Sousa.

En la churrascaria Lameiras, calle del Bonjardim te atienden como si fueras de casa. Apuntan en el mantel lo que pides y lo disfrutas rodeado de vecinos. En A Brasa, plaza de Batalha, la combinación de carnes es puro deleite. En The Grill Place, calle de Santa Catarina, el bacalhao a bras está en su punto. He tomado pasteles de nata y descubierto los jesuitas, otra delicia pastelera portuguesa. Las francesinhas siguen siendo una bomba, igual que el bollo de hojaldre, jamón, queso y huevo. Y junto a todo ello póngase una copa, o dos, de vino, del Douro o verde. Y si lo que apetece es una cerveza, consejo, acúdase a las terrazas junto al jardín de João Chagas.

Para oxigenarse, en una hora de cercanías dirección norte se llega a Viana do Castelo, pequeña y hermosa ciudad entre un templo neobizantino dedicado a Santa Lucía, en lo alto de una colina a sus afueras, y la desembocadura del río Limia. Si se opta por ir aún más arriba, el tren sigue los últimos kilómetros del Minho/Miño desde Caminha hasta Valença y se puede cruzarlo, cual caminante jacobino, para llegar a Tuy. Si se marca rumbo hacia el sur, Aveiro es la opción. Pero no en temporada alta. La turistificación hace que sus canales parezcan una pista de barcas choconas. No ayuda tampoco que entre la ciudad y el mar el paisaje esté parasitado por una autovía y la elevación de la vía ferroviaria. Mejor quedarse en Espinho y caminar y caminar y caminar por una continuación de playas infinitas sintiendo la brisa del océano.

Sumado a todos los pros y compensando los contras está algo que no falla nunca, los atardeceres. Lugares altos que miran al oeste, a los que llegar tras haber caminado por calles con exteriores de variados, y casi siempre bonitos, azulejos, es fácil. Como desde la plaza de la república, los jardines del palacio de cristal, la balaustrada frente a la catedral o el punto desde el que salen los teleféricos de Gaia al otro lado de la plataforma superior del puente de Luis I. Monumento de hierro que, si me ha vuelto a imponer observarlo hoy, qué debió ser cuando se inauguró en 1886. ¿Lo volverá a hacer el día que vuelva?

Cinco días en Lanzarote

Primera vez. Toma de contacto. Experiencia satisfactoria. Tranquilidad, paz y sosiego. Paisajes diferentes, lugares cuidados, entornos acogedores. Desconexión de todo y conexión con uno mismo. Naturaleza, César Manrique y Océano Atlántico. Vino blanco, queso y parrilladas de pescado. Motivos para volver.

Miércoles: El madrugón para coger un vuelo de madrugada recompensa viendo al sol levantarse sobre el agua salada. Veinte minutos de taxi hasta Costa Teguise. Check-in y desayunar nuevamente, esta vez en modo buffet entre ingleses, alemanes y gallegos. Las primeras tareas son las de intendencia, alquilar coche y comprar crema solar, y disfrutar de lo sencillo, pasear junto al Océano y tomar un café contemplando como los escultóricos quince metros de los Juguetes de Erjos, firmados por J. Abad en 1987, se alzan frente al Océano. Tarde de tumbona y piscina a veinticinco grados para recuperarse y vuelta al exterior de la burbuja hotelera. Llaman la atención los jardines, con su combinación de suelo negro y flora verde, grava y especies autóctonas; la geometría y los volúmenes, cual cubos, de las blancas viviendas unifamiliares, y su integración -vía cuidada iluminación y grandes ventanales- con el entorno.

Jueves: Despertar fresco. Da gusto salir a la terraza de la habitación y notar sobre la piel la brisa y los primeros rayos de un albor limpio y diáfano. Apenas unos kilómetros y nos colocamos en la casa del volcán que César Manrique se construyera en los años 60 en Tahíche, en el centro de la isla. Arquitectura y diseño, vivienda y museo, que incitan a la suposición y a la imaginación de cómo fue residir aquí, compartir espacio con su muy interesante propietario y ser testigo de su manera de ser, su creatividad y sus propuestas plásticas, escultóricas, arquitectónicas y activistas con las que promulgaba el respeto por el medio ambiente y la sostenibilidad de las intervenciones humanas en él. Rumbo hacia el norte, jardín de cactus en Guatiza. Hay turistas, pero en cantidad asumible, y aunque el lugar parece concebido para ellos, su diseño en varios niveles transmite su propuesta sensorial de convivencia armónica entre jardinería (más de 4.500 ejemplares de 500 especies de los cinco continentes) y paseantes. Nos volvemos a encontrar a muchos de ellos en los Jameos del Agua, capricho volcánico a partir del cual Manrique demostró su poderío visionando y materializando escenarios. Comida en La Casa de la Playa en Arrieta, a la vera del Atlántico, vino blanco local y una sabrosa parrillada de pescado. Cuarta y última visita del día, la Cueva de los Verdes, producto de la misma colada que los Jameos. Ruta de una hora por uno de sus siete kilómetros de galerías, en el que te sientes cual personaje de Julio Verne de camino al centro de la tierra. Después, llegada hasta el mirador de Guinate para contemplar el océano desde el lado oeste de la isla y, para acabar la jornada turística, Teguise. Si me dijeran que estoy en Sudamérica me lo creería. Interesante artesanía local a partir de cristal y vidrios reciclados. De vuelta al hotel observamos durante unos segundos el Monumento al Campesino, también firmado por Manrique. ¿La impresión? Quizás demasiado vanguardista.

Viernes: Esperaba algo sorprendente, pero no tanto. El Parque Nacional de Timanfaya, en el suroeste lanzaroteño, es ciencia ficción. El recorrido por parte del terreno que cubrió la lava durante seis años de erupciones (1730-1736) es en autobús. Aunque no bajas en ningún momento de él, la velocidad a la que avanza permite tomar conciencia de lo que allí ocurrió, las consecuencias que tuvo y el capricho natural en que derivó. Muy cerca de allí sí que se puede recorrer a pie el sendero que rodea el Volcán del Cuervo, su cráter y la elevación de piroclastos que acumuló tras él, para finalmente entrar en su interior, allí por donde surgió el magma. Veinte minutos de carretera y llegamos a El Golfo, más que un pueblo, una sucesión de restaurantes mirando al Atlántico. Paramos, por recomendación, en El Pescador. Zamburiñas, queso caliente con salsa de higos y aceite, parrillada de pescado (nos dicen que nunca es la misma, que varía en función de lo que haya en la lonja), bienmesabe como postre y vino local. Hambre resuelta y gula complacida, y en cinco minutos alcanzamos a pie el punto desde el que se ve el Charco Verde. Belleza total y recuerdo de la escena que Almodóvar rodara aquí de Los abrazos rotos. Para finalizar, panorámica de las salinas de Janubio, paisaje natural e industrial dominado por las líneas y las proporciones. El final del día es en el Vali, frente a la playa del Jabillo en Costa Teguise, degustando un cóctel sabroso, picante y refrescante a partes iguales.

Sábado: Toca relax combinado con la ley del mínimo esfuerzo, que nos lo den todo hecho. Ponemos rumbo al sur, a Playa Dorada en el término municipal de Playa Blanca, cuyas proximidades revelan que el boom y la crisis inmobiliaria también llegaron hasta aquí. Sol y arena, tumbona y sombrilla, horas mirando el perfil de las islas de Fuerteventura y Los Lobos en la lejanía y visitas al bar-chiringuito en busca de avituallamiento. En una de ellas conocemos el almogrote, paté de queso del que damos buena cuenta. Muy cerca, en el sureste de la isla, está la Punta del Papagayo, desde donde se ven varias playas (Mujeres, del Pozo, de la Cera) para volver en el futuro y sentir que la naturaleza -en su versión diáfana y árida, magnánima y silente- predomina sobre la humanidad. 

Domingo: Paseo matinal, viendo amanecer, hasta llegar a la ensenada de las Caletas y observar cómo confluyen la necesidad de la central térmica con las viviendas, prácticamente sobre el agua, de la punta de Lomo Gordo. Antiguas propiedades de pescadores y reconstrucciones de exterior pulcro y, supongo, interior antojadizo. Orzola es el municipio más septentrional de Lanzarote, nos acercamos a pasear por su reducido callejero y tomar nota de la frecuencia con que salen los ferris que cubren, en apenas quince minutos, el trayecto hasta la isla de La Graciosa. Pendiente queda, para la próxima visita, como la casa-museo de José Saramago en Tías o recorrer de arriba abajo los cinco kilómetros de la playa de Famara, con cuya vista casi nos extasiamos desde el mirador de El Bosquecillo. La última comida fue en Teguise, en el interior de la Casa Palacio del Marqués de Lanzarote, hoy convertida en el restaurante El Patio, construcción levantada originariamente en el siglo XV. Para el recuerdo queda una miscelánea de quesos y tapas locales ambientada con música en directo y decoración ecléctica con buen gusto. Antes de dirigirnos al aeropuerto, vagabundeo en sus cercanías desde la playa de Matagorda hasta la de la Concha, pasando por la de Honda, fantaseando con cómo tiene que ser vivir en un sitio tan, aparentemente, tranquilo, calmado y sosegado.

Tres días de teatro en Ciudad Rodrigo

Compañías de un lado y programadores de otro, además de productores, autores y demás interesados del mundo dramático se han reunido esta semana en Miróbriga con motivo de la 25 edición de la Feria de Teatro de Castilla y León. Entre los beneficiados, los que acudimos a disfrutar de los muchos montajes, funciones y talleres que esta localidad salmantina acogió y entre los que están estos a los que asistí.

24 de agosto. La estación de autobuses está a un paso del centro histórico, de la fortaleza de trazado medieval y arquitectura en transición entre el Gótico y el Renacimiento, con lo que no tardo nada en llegar al Hostal Plaza donde tengo reservada una habitación con vistas a la susodicha mayor. Ya conocía esta capital comarcal, pero nunca había tenido una imagen así de ella, un plano cenital que me incita a bajar corriendo ante los primeros acordes musicales de Ambulantes de Z Teatro y La escalera de tijera.

Un pasacalles para todos los públicos. Los niños lo disfrutan por el colorido de su vestuario y su maquillaje, la fantasía de su atrezo, el funambulismo de sus malabares y la hipérbole de su gestualidad. Y los mayores nos dejamos llevar por la empatía con quienes nos rodean y por el recuerdo de quienes fuimos. Sesenta minutos que acaban junto a la catedral haciéndome imaginar que este espectáculo contará, allá donde vaya, con buena acogida si cuenta con un emplazamiento como este callejero peatonal, este día despejado y este público deseoso de sonreír.

Como lo que prima en esta localidad es la atención al visitante, hay un restaurante tras otro, cada uno con su menú del día y su correspondiente carta si este no te convence. Sigo el consejo de un periodista local y acudo al D´Moran a probar su pincho de morcilla con chocolate. Diferentes sabores dulces, pero con textura semejante, lo que hace que la combinación funcione. Lo acompaño de un vino de la Sierra de Francia, La zorra, afrutado y fresco. Con la segunda copa pido una hamburguesa doble de carne morucha. Buenísima. Sol de justicia y calor por encima de los treinta grados. La tradición por estos lares es la de la siesta.

Tras la elipsis onírica la cita es en el Teatro Nuevo Fernando Arrabal. Una bombonera coqueta y acogedora, con el cartel de agotadas todas las localidades, en la que actúan Las niñas de Cádiz dirigidas por José Troncoso. El responsable de Lo nunca visto o Con lo bien que estábamos no defrauda. Los actores y actrices de Las bingueras de Eurípides están fantásticos, el texto no tiene vergüenza alguna y las carcajadas del público evidenciaban opinión similar a la mía. Una historia de prohibición del juego con aires de chirigota carnavalesca, bien regada de absurdo y procacidad, que resulta divertida, recurrente e hilarante. Ojalá gire y gire hasta llegar a todos los rincones de España.

Cuando cae la tarde, el sol, en su camino hacia Portugal, lo tiñe todo de dorado, acrecentando el ocre de la piedra y el amarillo del suelo pajizo que cubre el exterior del recinto fortificado. La temperatura ya es agradable, con lo que resulta más que placentero rodear la antigua urbe. La jornada termina tomando asiento en el recinto al aire libre de los Jardines de Bolonia. Es el turno de Teatrapo Producciones y El circo de la vida. Título que describe el mimo, las interacciones, las coreografías, las acrobacias y el amplio catálogo de flexibilidades varias, a dos niveles, que ejecutan sus intérpretes. Atención total de los varios cientos de vecinos y turistas asistentes, prendados de su despliegue lumínico y sonoro.

25 de agosto. Cuando amanece el silencio es casi absoluto, más aún si desciendes del promontorio en el que está situado Ciudad Rodrigo hasta el curso del río Águeda y cruzas a la isla caprichosa que ha formado su cauce para ver cómo surge el astro rey. Horas después, este espacio, por la sombra y el frescor de su arboleda, y por los cómodos chiringuitos y zonas de esparcimiento con que cuenta, es visitado por muchos locales para superar el hastío de las horas más calurosas. Si cruzas al otro lado, la vista te demuestra el afán defensivo con que fue bautizado este asentamiento como Miróbriga por los romanos, aunque ya fuera habitado anteriormente por los vetones.  

Ya de vuelta en la antigua, noble y leal -tal y como reza su lema- me dirijo al Parque de la Glorieta, conocido por el quiosco dedicado al book crossing que algunos desalmados decidieron quemar meses atrás y que, posteriormente, recuperó todo su esplendor gracias a la buena voluntad de muchas personas. Allí los Trupe Fandanga / Circolando ofrecen Qubim a los más pequeños de la casa. Una propuesta modesta, pero ingeniosa, en la que la parte trasera de una furgoneta se convierte en una suerte de ferretería y taller en el que los espacios y los cachivaches, sus formas y funciones, son utilizados para, a través del oído y de la vista, imaginar usos varios y maldades diversas entre sus dos protagonistas.

Con esa buena impresión acudo hasta la Plaza de San Salvador para seguir El guardián de las palabras de GeneraciónArtes, un itinerante en el que sus cinco integrantes entretienen e implican a sus testigos callejeros en su búsqueda de los libros que nos ayudan a entender y comprender las culturas de las que venimos y de las que somos herederos. A su conclusión, acudo a otro lugar aconsejado, el Mesón La Paloma, a probar su pincho de farinato con huevo de codorniz, sus croquetas de jamón y su jamón ibérico recién cortado. Deleite máximo.

Repito visita al Teatro Fernando Arrabal para ver un espectáculo que se me pasó en Madrid, el Atra Bilis de Dos Hermanas Catorce. Un velatorio costumbrista y tenebroso, no a la manera realista y dramática de Cinco horas con Mario, si acaso más cerca del esperpento, el histrionismo y la comedia grácil y ágil. Un texto de intención ácida, expresión escatológica y espíritu socarrón basado en tres hermanas y su criada, a cada cual más peculiar, al que la dirección de Alberto Velasco le saca todo su partido gestual. La platea conecta con su trabajo, supongo, recordando cómo eran los funerales y los enterramientos, y las diatribas familiares que eclosionaban en estos, cuando se estilaban los lutos, las lágrimas de cocodrilo y los enterramientos en tierra.

Vuelvo a los Jardines de Bolonia para otra hora de circo nocturno. Acudo con más tiempo para sentarme en primera fila. Soy de esos a los que les gusta observar cómo se transforma la mirada, la faz y la presencia de quienes salen a escena. Kasumay, de Circo Los, exige a sus tres integrantes darlo todo físicamente a nivel de potencia y resistencia, coordinación y reflejos, tanto en el suelo como en el trapecio, a patines o en el monociclo. Combinando el humor clown y haciendo por contar con la complicidad de un público que se sabe y se desea parte integrante del show. Las luces se apagan justo cuando, en el Patio de los Sitios, se inicia la denuncia sobre la situación de las kellys y la crítica sobre la corrupción política que, con descacharrante versatilidad, ofrecen A Panadaria en Las que limpian.

26 de agosto. Los dos kilómetros de muralla de Ciudad Rodrigo son un escenario ideal para pasear al alba. Se pueden recorrer desde lo alto como si fueras un soldado haciendo una ronda de reconocimiento, un reo que huye a través de su foso, o un forastero que la rodea no sabiendo por cuál de sus seis puertas entrar al interior de la villa de piedra. Ya entre sillares, casi todas las cafeterías coinciden en ofrecer churros para desayunar. Algo que es así desde décadas atrás, entonces los tomaba en algunos de estos locales con leche y azúcar, hoy, ya adulto, los mojo en un café doble, con leche, bien cargado. 

La Casa Municipal de Cultura acoge una muestra de fotografías de José Vicente, artista de la imagen y practicante del fotoperiodismo, con la que recordar algunos de los montajes, nombres y momentos que conforman historia en construcción de esta feria que se inició en 1998. Contiguos a esta sede, dos espacios con el objetivo de iniciar a los niños y niñas en la magia de la interpretación, la ficción y la expresividad. Junto al Palacio de Montarco los de tres a seis años realizan un recorrido de una hora en el que cantan, juegan y colaboran en talleres. Sus hermanos mayores, en la Plaza del Buen Alcalde, se encuentran con un batallón de monitores que les guían para dar rienda suelta a su creatividad y comprender cómo se puede ser una pieza individual que, unida a otras, compone e interpreta grandes partituras. Ejemplificando todo es, muchos de ellos se unen en un sucedáneo de orquesta y pasacalles performativo derrochando júbilo y ritmo por el callejero mirobrigense con su percusión.

Tarde de nubes que tornan oscuras y acaban derramando agua durante más de una hora. Me pregunto qué sucederá con las actividades previstas en espacios abiertos esta noche. Me enteraré después porque mi cita es a las nueve en el Espacio Afecir, polideportivo reconvertido en espacio teatral con un graderío a la italiana. Buenas intenciones, pero mejor hubiera sido con asientos y respaldos para no dejarme, como tantos otros, las lumbares mientras sigo La lengua de las mariposas de la Compañía Sarabela. El programa de mano cuenta que estrenan en castellano su adaptación teatral al gallego de la novela de Manuel Rivas.

Consigo no compararla con la película de José Luis Cuerda, obra maestra del cine español que habré visto no sé cuántas veces. Valoro el trabajo de sus seis intérpretes y me convence que trabajen con una escenografía mínima para poner el foco en los comportamientos, los valores y las relaciones que se establecen entre sus personajes. Pero, al igual que su vestuario, me parece que la narración se mueve en un continuo gris en el que la credibilidad y poder de evocación de la acción se debe más a mi buena voluntad y deseo de empatizar que a la capacidad de la puesta en escena por engancharme e involucrarme. Aun así, entiendo y comparto los aplausos del amplio espectro de edades que me acompañan a este lado de la acción.

27 de agosto. Se acabó, le pongo punto y final a mi primera vez en la Feria de Teatro de Castilla y León. Me incorporé en su segundo día y me voy uno antes de que acabe con un derroche pirotécnico. Son varias las localizaciones que no he conocido y lo que he visto es apenas una pequeña parte de los 43 montajes que han pasado por aquí, algunos de ellos estrenos absolutos. A la dirección le sugiero que en el futuro las entradas sean numeradas y a mí mismo, planificarme de otra manera para que la próxima vez que venga, disfrutar aún más de Ciudad Rodrigo y de su amplia propuesta teatral. Gracias a los organizadores y enhorabuena a todos los equipos técnicos y artísticos que me han hecho disfrutar y soñar, reír y gozar, sentir e imaginar.   

Mérida, drama e imperio

Además de por su historia, su gastronomía y la sonrisa de su gente, la capital extremeña cuenta con un motivo más para ser visitada en época estival, su Festival Internacional de Teatro Clásico. Una oportunidad única de disfrutar de las artes escénicas en un lugar imponente construido dos mil años atrás en el que sentirse en tiempos pretéritos y en ficciones universales.

Ahora que se tarda cincuenta minutos menos en llegar en tren a la capital extremeña, éste es un buen método para acercarse hasta Mérida, localidad que muchos aprendimos a situar en el mapa gracias a algún docente de nuestra adolescencia. Recuerdo haberla visitado previamente en dos ocasiones. La primera motivado por uno de los profesores que me enseñó a declinar el latín y a leer las inscripciones que en la época de aquella época se tallaban en piedra. Y la segunda por la misma razón que en esta ocasión, asistir a una dramaturgia en un emplazamiento con solera.

Acompañado de mis mayores, y rodeados de más de tres mil personas, vimos La corte de faraón. Al igual que la mayor parte del público, ellos lo disfrutaron en grande, y yo me quedé con que Itziar Castro es etiquetable como animal escénico, entertainer y actriz hábil, dispuesta y capaz en el arte de la improvisación cabaretera. Eso fue en 2019. En 2022 he vuelto con un objetivo diferente, vivir el festival desde dentro, siendo testigo de los momentos previos al estreno de la última producción de su 68 edición, La tumba de Antígona.

Me preparé como corresponde. Habiendo leído con detenimiento la Antígona que Sófocles concibiera en el siglo V a.C. y la reflexión en torno a su destino que María Zambrano concluyera en 1967. Prólogo con el que preparé la entrevista que le realicé a Cristina D. Silveira, directora artística de este montaje, y que enplatea.com publicó con el titular La legalidad no es lo mismo que la justicia. Una muy interesante conversación que me sirvió para entender, aún más, la solidez de una representación en la que lo escénico y lo intelectual, lo corporal y lo textual estaban muy bien conceptualizados y ejecutados, tal y como expuse en mi reseña posterior.

Volviendo al lugar en el que estamos, éste, antes que Mérida, fue Augusta Emerita, ciudad fundada en el año 25 a.C., justo cuando comenzaba el Imperio romano. Capital de la entonces región de Lusitania y glorioso centro arqueológico desde hace décadas como revela el Museo Nacional de Arte Romano cuya sede es, desde 1986, el fabuloso edificio diseñado por Rafael Moneo. Aprovechando que, a pesar de ser agosto, las temperaturas daban una tregua en las primeras horas de la mañana, he acudido a tres ubicaciones imperiales que aún no conocía. El acueducto de los milagros, denominación que supuestamente se debe al hecho de mantenerse en pie y que acercaba el agua que llegaba desde el embalse de Proserpina; otro acueducto más, el de San Lázaro, este ampliamente remozado en el s. XVI; y el circo. Aunque de este no quede mucho más que su trazado y sus cimientos, es fácil imaginar lo espectacular que tuvo que ser con sus cuatrocientos metros de largo y cien de ancho. ¿Celebrarían allí carreras de cuadrigas como las de Ben-Hur? Normal que Mérida fuera reconocida por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en 1993.  

De vuelta a su centro histórico, disfruté nuevamente con el Templo de Diana y la manera en que en su día se reformó su entorno para ensalzar su presencia monumental y subrayar su valor y singularidad histórica. Recomendación, conocerlo de día y volver de noche, la experiencia entonces es redonda. Y siguiendo con las sugerencias, tomar unas tapas de queso de la serena, torta del casar o embutidos bien regadas con vinos de la tierra, en la Braseria Augusta, o si se pretende un menú con migas, salmorejo o lomo preñado, ir a La Catedral, en la Plaza de España, a la vera del Ayuntamiento de este municipio de cincuenta y nueve mil habitantes y sede del gobierno de la comunidad autónoma desde 1983. Decisión resultado de una reflexión con tintes salomónicos, evitar rencores y susceptibilidades entre las dos capitales de provincia que están dentro del territorio extremeño de haber sido elegida una de ellas.

Como tarde o temprano volveré a Mérida -supongo, espero y deseo- y como me gustaría que la visita incluyera entrada a una función de su Festival Internacional de Teatro Clásico, me anoto mentalmente llegar en lunes o martes. Son los días en que no hay representación y sus calles y terrazas no están tan ocupadas. Para seguir indagando en su pasado de siglos ha, acudir al Museo del Arte y la Cultura Visigoda. Y como nunca está de más verte de nuevo allí donde fuiste feliz, recorrer la arquitectura del Teatro y el Anfiteatro como cuando era un estudiante deseoso de aprender y entender. Tras todo ello, continuar la ruta hacia localidades cercanas como Medellín, también subsede del Festival, o ir más allá hasta Zafra, Fregenal de la Sierra o Jerez de los Caballeros. Por imaginar y soñar que no quede, tal y como sucede cuando somos espectadores de una buena y estimulante función teatral.  

Benidorm, ciudad flotante

Epítome del turismo, del disfrute del sol y de la ligereza que supone estar de vacaciones. Babilonia organizada en base a nacionalidades, lenguas, vicios y simulacros de horarios. Ciudad en la que lo estable se funde con el carpe diem y son muchos más los que vienen y van que los que están. Vibraciones tan causadas por ella como motor de su existencia y razón de ser actual.

Situada al este peninsular, el sol hace acto de presencia en ella a hora temprana. Es el mejor momento, en época estival, para pasear sin sofocos por su urbanidad y, de paso, encontrarte un fresco de lo que atrae, conjuga y ofrece. A las siete de la mañana en mi camino de ida hacia el agua salada me encuentro individuos, por separado y en pareja, por cuyo bronceado deduzco que son originarios de latitudes nórdicas.

Para cuando llego a la playa de Levante, los más habituales son los que comienzan a tomar posiciones en la arena, los operarios que están poniendo al día las tumbonas y sombrillas que alquilarán en breve, así como los muchos jóvenes, y los no tanto, para los que parece que la noche aún no ha acabado. Aun así, se les ve lozanos, cosas de la edad supongo, ágiles y dispuestos, deduzco que consecuencia de la suma, combinación y adenda de lo espirituoso y lo hormonal.

Tanto el camino de ida como el de vuelta van en contra de una de las presunciones que solemos tener de los lugares de sol y playa. Esta localidad no es plana, las cuestas que hay que subir y bajar en ella son propias de una orografía proveedora de excelentes panorámicas. He ahí la sierra Helada que se prolonga desde aquí hasta Alfaz del Pi, escenario perfecto para introducirse en la práctica del senderismo, de recorridos cortos pero lo suficientemente retadores como para que te sientas un héroe del montañismo premiado con unos amaneceres dorados que ya los quisieran para sí muchos de los que reniegan de este punto del mapa patrio.

Si no te van los suelos inestables por causa de los guijarros, los arbustos y la maleza, así como el polvo rojizo que pondrá a prueba tu calzado, puedes conformarte con los dos kilómetros de ascenso asfáltico que exige llegar por una continua pendiente hasta la cruz de Benidorm. Rémoras del nacionalcatolicismo que en 1961 estimó que subir semejante símbolo desde el nivel del mar hasta ahí era la manera de redimir a Benidorm de su fama de frívola y, de paso, hermanarla paisajísticamente con Sao Paulo, Lisboa y San Sebastián. Seguro que entonces había quien decía sobre ella algo similar a lo que Oscar Wilde sobre San Francisco, “qué raro, todo desaparecido es supuestamente visto en Benidorm, debe ser una ciudad encantadora y poseer todas las atracciones del otro mundo”.

Como alternativa está el muy bien preparado camino hasta la torre de la punta del Cavall, con el que disfrutar de unas vistas espectaculares tanto del Mare Nostrum como de las paredes ibéricas. Y de paso comprobar, gracias a los restos de esta construcción defensiva del siglo XVI, que Benidorm ya existía antes del turismo, y que en su término municipal se puede disfrutar de calas, como las de la Almadrava o la Tío Ximo, de aguas cristalinas, donde -según los meteorólogos- este año el líquido elemento tiene una temperatura superior, incluso, a la del Caribe.

Volviendo a su callejero actual, muchos acusan a Benidorm de arquitectura grandilocuente y masificación megalómana por su capacidad de concentración de viandantes y bañistas, sin distinguir entre locales y foráneos, nacionales e internacionales. Setenta mil habitantes censados y hasta cuatrocientos mil individuos en sus calles, la viva materialización del concepto población flotante en lo que algunos dicen parecer un sucedáneo de Manhattan. Absurda comparación peliculera, cuando la realidad es que resulta más acertado el símil con Las Vegas por su ánimo festivo o con Miami por sus palmeras y su hedonismo, ya puestos a la hipérbole comparativa. Cuestión de tiempo que veamos una campaña de promoción turística dirigida a atraer a sus hoteles, pubs y demás lugares de ocio y esparcimiento, despedidas de solteros y solteras desde donde quiera que puedan venir bajo el lema “Lo que pasa en Benidorm, se queda en Benidorm”.

Quién sabe si formará parte de esa ruta el recientemente inaugurado mirador de la música, al final de la playa de Poniente (la otra, la que está al sur) en honor al Benidorm Fest. Entre la intención seria y el don de la oportunidad, la primera estrella que allí luce es la de Chanel, todo sea porque su carrera profesional eclosione, las próximas citas para elegir a sus sucesores o sucesoras dejen dinero a raudales en esta localidad y Eurovisión siga dando rédito mediático a Televisión Española. Muy cerca de allí está el Hotel Bali, desde cuya planta 43 se puede contemplar, casi a vista de pájaro, no solo la extensión y formato que ya tiene esta urbe, sino los pasos que sigue dando para extenderse sobre la tierra y prolongarse hacia el cielo.

Un callejero en el que casi pasa desapercibido su centro, las callejuelas a partir de las cuales surgió Benidorm. Décadas atrás habitadas mayormente por pescadores que se lanzaban al Mediterráneo como manera de ganarse la vida. No queda ni rastro de ellos. El antiguo puerto es hoy solo deportivo y de reducidas dimensiones, quizás la única barrera que hasta el día de hoy han aceptado los gobernantes con responsabilidades sobre ella. Seguro que en algún momento alguno de ellos soñó con ver atracados aquí yates como los de Puerto Banús o cruceros como los que vomitan a miles de paseantes en Barcelona o Venecia. De momento, esa liga no será la de los benidormíes.

Y aunque en ese reducido plano ya no entran y salen gentes con redes de pescar, lo hacen clientes de todo tipo que acuden a los locales comerciales en que se han convertido casi todos sus inmuebles. Pequeños hoteles, tiendas con una infinita variedad de artículos y restaurantes con una oferta gastronómica tan amplia como los gustos de los que la pasean y transitan a todas las horas del día. Muchos no admiten reserva, como La mejillonera, lugar en el que merece la pena esperar para hacerse con una mesa y chuparse los dedos con los diversos modos en que preparan los moluscos que les dan nombre, sus gambas al ajillo o las mezclas de frituras que incluye su carta.

Lejos de allí y a medio camino de las urbanizaciones, plagadas de piscinas particulares, que se extienden en la ascensión a la serranía se encuentra el Benidorm Palace. Desde fuera podría sintetizar todo aquello por lo que es prejuiciada Benidorm, un edificio aparentemente discreto que se presenta envuelto en una pátina de láminas metálicas a lo Frank Gehry. En su web y taquilla anuncia cenas espectáculos en los que se emula a Cher, Whitney Houston o Queen, y tiene incluso una compañía residente con más de veinte bailarines. Sorprende su interior, inaugurado en 1977, y hoy con un aforo de más de 1.600 butacas. Casi nada. El menú es correcto, seguro que delicioso para el paladar de un británico, y la ingeniería audiovisual, escenográfica y de sonido hace que el show tenga nivel. Digno de que Secun de la Rosa e Isabel Coixet lo consideren para lo que podría ser una continuación de sus El cover y Nieva en Benidorm, ambientadas ambas en el encuentro realidad y ficción cinematográfica que es esta peculiar metrópoli.

La España que no existe

Vigo, Salamanca y Alicante han sido las ciudades que he visitado por distintos motivos desde que hace un mes pudimos volver a viajar entre comunidades autónomas. Salir de Madrid te hace pensar cuán ignorados se han de sentir por el sistema los que residen a muchos kilómetros de los centros de decisión política y mediática.

600 kilómetros de carretera, una hora de avión o casi seis en tren, eso es lo que se tarda en llegar desde la capital hasta la principal ciudad industrial de Galicia. Son ya años visitando a amigos y cuando la hora de comer coincidió con el informativo televisivo, les pregunté qué opinaban de la actualidad. Su respuesta fue que en Madrid se les ignora. No que se les desprecie o no se les tenga en cuenta, sino que ni siquiera se repara en su existencia. Más allá de las generalidades de los datos estadísticos, la mayor parte de lo que se afirma, niega, repite, improvisa, barrunta, grita y arroja por estos lares poco tiene que ver con ellos. Los de aquí lo sentimos cercano porque sucede en el mismo término municipal en el que residimos, trabajamos o al que nos desplazamos con frecuencia. Localización perfecta de la mayor parte de las medidas apariciones estelares de políticos de uno y otro color que medios de comunicación repiten sin parar durante unas horas hasta que renuevan su catálogo de titulares, generando así esa extraña confusión y simbiosis entre la villa, su circunstancia capitalina y su extraordinaria concentración de poder.

Días después, varias horas de ferrocarril, las primeras por un trazado de hace décadas y el resto por otras más recientes para permitir que Madrid sea la ciudad mejor comunicada de nuestro país (lo que no redunda necesariamente en beneficio del conjunto de la nación) me llevaron desde el Océano hasta Zamora, para desde allí y en una hora de coche colocarme en Salamanca. Ciudad universitaria dicen, burbuja universitaria suelo replicar yo. Sería cum laude si los que se graduaran siguieran allí, pero ni hay empresas ni centros de investigación que les requieran. La suya es una estadía con fecha de caducidad, que sirve para que la bella Helmantica siga soñando con lo que supuestamente fue. Pero hoy es una ciudad envejecida que parece condenada a sobrevivir únicamente como centro administrativo de la provincia y a ver cómo su título de patrimonio de la humanidad es más utilizado como reclamo turístico que como exigencia de seguir desarrollando y poniendo en valor su legado y su potencial humanista.  

La etapa final de este tour se inició el pasado viernes por la tarde, cual turista de fin de semana. Uno de tantos que acaba su turno laboral y acude raudo y veloz a Atocha para en poco más de dos horas plantarse en Alicante. Como buena parte del Levante valenciano, la playa de Madrid para muchos y uno de esos lugares que tanto se mencionan a la hora de hablar de calidad de vida, soñar con las virtudes del teletrabajo o elucubrar hasta dónde llegar emprendiendo pensando en los márgenes de lo inmobiliario y en los muchos extranjeros que llegan hasta aquí para dejar enrojecer su piel. La síntesis de todo ello es cercanía, sol y playa, los elementos que la hacen protagonista una y otra vez. ¿Recordáis cuántas veces habéis oído hablar de esta ciudad sin hacer mención a su arena dorada, su radiante luz y su agradable oleaje? La respuesta es la medida de cuánto ocultan los tópicos simplificadores fijados por los que llegan (o llegamos) de lejos, en lugar de escuchar, observar y empatizar con los del lugar y descubrir su otra (y también verdadera) faz.

Volver a Roma

Los años hacen que la víspera de un viaje no estés tan excitado como cuando eras niño y a duras penas conseguías dormir. Lo que sí provoca el paso del tiempo es que mientras haces la maleta pongas al día la imagen que tienes del lugar que vas a visitar. Cuando ya has estado, hasta en tres ocasiones como es mi caso con Roma, fluyen los recuerdos, las emociones y sensaciones de lo allí conocido y vivido con la alegría de saber que en apenas unas horas estaré allí de nuevo.

Agosto de 2006. Mientras llegaba a Ciampino en el primer vuelo low cost de mi vida (Ryanair desde Santander), Madonna llegaba en su jet privado a Fiumicino para actuar ante 70.000 personas en la parada local de su Confessions Tour. Mi primera impresión fue que aquella ciudad era un desastre. Los apenas quinientos metros a pie -arrastrando maleta- que hice desde Termini hasta la Plaza de la República me parecieron más neorrealistas que cualquier película de este género. La ciudad eterna me recibía con un tráfico caótico y ruidoso, con unas aceras que te ponían a prueba con sus desniveles y su adoquinado, además de con una remarcable suciedad y un comité de bienvenida de mendicidad. Como colofón, el hotel que había reservado por internet había perdido una estrella, tenía tres en su página web y solo dos en su puerta. El desayuno del día posterior nos demostró a mis amigos y a mí que su interior era de solo una.  

Al margen de estas anecdóticas primeras horas, todo fue a mejor a partir de ahí y la capital del Imperio Romano me deslumbró. Entrar por primera vez en tu vida en el Panteón (¡esa cúpula!), en los Museos Vaticanos (¡el Laocoonte!) o en el Coliseo es una experiencia inolvidable. Más que estético, resulta espiritual el modo en que cuanto te rodea consigue que te evadas de ti mismo y te sumerjas en una dimensión artística e histórica que no actúa como testimonio de un pasado lejano, sino diciéndote que, en buena medida, cuanto eres y como eres se vio en su día ideado y fraguado aquí, en esas vías que ahora transitas y en esos lugares y piezas que observas con admiración. La escultura alcanza otra dimensión después de sentir la presencia de las figuras barrocas de Bernini y las neoclásicas de Antonio Cánova y qué decir de la arquitectura tras entrar en basílicas como las de San Pedro, San Juan de Letrán o Santa María la Mayor.  

Haber estado semanas antes en la Toscana me hizo disfrutar aún más de cuanto descubría sobre Miguel Angel (el Moisés y la Piedad, la basílica de Santa María de los Ángeles). Confirmé que la pizza, la pasta o el queso mozzarella que había probado durante toda mi vida no eran gastronomía italiana como me habían hecho creer. Súmese a eso el limoncello y la gracia -era la moda entonces- de encontrarte en todos los kioskos el calendario merchandising del Vaticano del año siguiente con sus doce meses ilustrados por otros tantos supuestos sacerdotes que parecían tener como fin provocar hordas de confesiones (Madonna estuvo muy acertada con el título de su gira).  

Agosto de 2011. Pasado el tiempo, el recuerdo de lo visitado cinco años antes se había diluido hasta quedarse en tan poco más que una toma de contacto, una introducción. Me quedó mucho por ver y me apetecía rever buena parte de lo visitado entonces. Entre lo primero, los antiguos estudios Cinecittá (hoy reconvertidos en museo) y los decorados en los que Elizabeth Taylor se convirtió en Cleopatra y Charlton Heston en Ben-Hur, en los que Martin Scorsese rodó Gangs of New York y en cuya parte expositiva se podía ver la primera prueba de cámara que grabó Rafaella Carrá simulando perfectamente una conversación telefónica. Se quedó por el camino una actriz muy resuelta, pero el mundo del espectáculo ganó una gran cantante y una espléndida show-woman.

En la Galería Doria-Pamphili quedé abrumado por esa colección expuesta de manera tan avasalladora y eclipsado por el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X (normal que Francis Bacon se obsesionara con él). Volví a buscar el Renacimiento de Miguel Angel en la Capilla Sixtina (disfruté mucho siendo capaz de descifrar todas las escenas y personajes de la bóveda) y el claroscuro de Caravaggio en San Luis de los Franceses y Santa María del Popolo. Imaginé la terraza con vistas a la Plaza de España y sus escaleras en la que el cine situó la vivienda de La primavera romana de la Señora Stone de Tennessee Williams y paseé de principio a fin el Paseo del Gianocolo para observar desde su punto más alto su vista de postal sobre la ciudad.

Me quedé con las ganas de entrar en la Real Academia de España y contemplar de cerca el templete renacentista de Bramante. Pero era ferragosto, esos días del año en que casi todos los romanos están de vacaciones y huyen de las altas temperaturas y el bochorno del asfalto. Intentando emularles, el amigo con el que viajé propuso ir un día hasta Bomarzo a visitar el parque de los monstruos. Pero no contábamos con la huelga ferroviaria que nos lo impidió. Los medios de comunicación suelen hablar de lo drásticos que son los franceses en este tema, pero nuestros vecinos italianos no lo son menos y cuando llegamos a la mastodóntica estación de Termini los indicativos avisaban que de allí no iba a salir ni un solo tren. Hubiera sido ideal aprovechar esas jornadas de escaso tráfico para alquilar una vespa y emular a Gregory Peck y Audrey Hepburn, pero me faltó valor. Desde entonces lo tengo anotado en mi lista de deseos vitales, como el ir una noche de fiesta a la vía Veneto y soñar que me encuentro a Sofia Loren, a Anna Magnani y a Gina Lollobrigida y me pego con ellas una juerga tan excesiva y escotada como las de La dolce vita.

Abril de 2016. Semana Santa en Roma y a unos padres católicos no se le puede negar intentar ver al Papa en persona, así que la noche del viernes santo nos plantamos en primera fila del Vía Crucis presidido por el Santo Padre. La espera y el frío merecieron la pena, a unos la experiencia les llegará por su sentido religioso, a mí me gustó por la teatralidad de su localización (entre el Coliseo y el Foro), la cantidad de participantes, la musicalidad del latín, la iluminación de las antorchas… Otro tanto tiene la Iglesia de Jesús, excelencia barroca donde las haya en la que si no eres creyente saldrás tan ateo como entraste, pero te quedará claro que hay mentes que son capaces de emular a Dios con sus creaciones.

Qué belleza la de las fuentes de Roma -la Fontana di Trevi, la de la Piazza Navona, las que te encuentras aquí y allá-, por muy discretas y funcionales que intenten ser, hacen que creas que el agua es en ellas algo ornamental y no su razón de ser. Las escalinatas que te suben hasta la basílica de Santa María en Aracoeli resultan tan gimnásticas como impresionantes de ver (tanto desde abajo como desde arriba). Visitar los Museos Capitolinos y observar desde ellos el Foro Romano e imaginar cómo debía ser aquello cuando no era un parque arqueológico sino un lugar presente, urbanizado, transitado y vivido. Asistir el domingo de resurrección a la misa en Santa María la Mayor (también llamada de las Nieves por estar construida donde la Virgen dijo que nevaría un 5 de agosto) y volver a sentirte en una performance teatral, esta vez con olor a incienso y con un coro eclesiástico dándole tono y timbre al asunto.

Cómo es Roma que hasta el blanco y marmóreo monumento a Vittorio Emmanuele II resulta agradable de ver. Aunque más lo es acercarse desde allí a ver la Columna de Trajano o caminar todo recto hasta la Piazza del Popolo siguiendo la vía del Corso, hacerlo sin rumbo por el Trastevere, atravesar la isla Tiberina, aparecer junto al Teatro Marcello, seguir el curso del Tíber, cruzar de noche el puente Sant’Angelo o tomarte un helado en la Plaza de España junto a la Embajada española ante la Santa Sede recordando bizarrismos modernos allí celebrados como desfiles de moda (el homenaje a Versace tras su asesinato) o disculpando actuaciones (uno tiene sus debilidades) como la de Laura Pausini y Lara Fabian cantando a duo La solitudine. Y las catacumbas, ¡no me dio tiempo a visitar las catacumbas de los primeros cristianos!

Mañana. ¿Qué tendría Roma para que Alberti la considerara en 1968 un “peligro para caminantes”? ¿Lo seguirá teniendo? ¿Lo seguirá siendo?

Cuatro días en Belfast

Porque es la capital del Ulster, para comprobar cuán británica es Irlanda del Norte, porque está a menos de dos horas de Dublín. Cualquier excusa es buena para acercarse hasta Belfast e introducirse en el pasado y el presente de esta ciudad.

Día 1. St. Georges Market y grafitis.

Desde la capital de Irlanda se puede ir tanto en bus como en tren, combinaciones cada hora en el primer medio y cada dos en el segundo. Curiosamente tardan lo mismo y sobre ruedas a mitad de precio (10 vs. 20 €). Tras recorrer los 165 km que las separan (y enterarte de que has pasado de un país a otro por el aviso del roaming de tu móvil) llegas a Glengall St., en pleno centro. Siendo un domingo (como fue mi caso) este era poco más que un escenario fantasmal (edificios de oficinas), hasta que de camino a mi alojamiento paré en el mercado de St. Georges (paredes de ladrillo y techumbre, ventanas y puertas combinando hierro y cristal, muy finales del s. XIX). Lugar que de lunes a sábado sirve para aprovisionarse de carnes, verduras, hortalizas y pescado, pero que en el último día de la semana (aquí el primero) se convierte en algo parecido a un rastro en el que poder comprar toda clase de artilugios que resultan más vintage y kitsch que antigüedades, ropa con aire hippie y comer platos exóticos y locales. Como la hamburguesa “pastor” con la que me deleité (5 £ por un combinado de morcilla de cordero, panceta, filete de ternera, cebolla y huevo entre pan y pan).

Una vez instalado me lancé a recorrer las calles del este de la ciudad (al otro lado del río Lagan) para conocer una de las zonas con más grafitis. Pintados siempre en los muros ciegos de viviendas y locales comerciales, suelen tener un tamaño considerable y estar muy bien ejecutados. Sobre su temática, de alguna u otra manera todos tienen que ver con la etapa del conocido como conflicto de Irlanda del Norte, unos ensalzan al bando unionista, otros a los separatistas y el resto lanzan mensajes sociales y cohesionadores.

Día 2. Los jardines botánicos y el centro de la ciudad.

El lunes despertó despejado y si aquí brilla el sol, eso marca la agenda, así que día de exteriores. Y si algo no falta en Belfast son parques y paseos, como los que enmarcan las dos orillas del río Lagan en su curso urbano antes de desembocar en la bahía y que tras cuarenta minutos me condujeron a una de las entradas de los jardines botánicos. Una colina aterciopeladamente verde con senderos entre grandes árboles, varias calles de cuidados florales con bancos aquí y allá para disfrutar del silencio y un par de invernaderos en los que asombrarse con toda clase de especies tropicales. Especialmente en The Palm House, construcción de 1839, un espectáculo exterior de cristal y hierro pintado de blanco con una cúpula central que corona una rotonda con dos naves laterales en las que se puede perder la noción del tiempo con la profusión y concentración de plantas y flores de todo tipo.

A pocos metros de allí, una parada para café y pastas con forma de corazón (5,3 £) en Maggie Mays Belfast Café y continuar con un agradable paseo a pie de una media hora hasta el centro siguiendo Botanic Avenue primero y Dublin Road después. Lo más imponente del centro es el Ayuntamiento, arquitectura neoclásica de 1906 cuya planta baja está abierta al público para darle a conocer a través de distintas exposiciones la historia de la ciudad (incluido el episodio de los voluntarios locales que participaron en uno y otro bando en la Guerra Civil Española, o su rol en la retaguardia aliada durante la II Guerra Mundial), algunos de sus vecinos más ilustres (como el actor y director Kenneth Brannagh o el músico Van Morrison) o entrar en el denominado espacio para la reflexión.

Una pequeña sala dotada en la que diferentes textos vinilados sobre irradiantes paredes blancas recuerdan el profundo dolor emocional que tanto entre católicos y protestantes como ateos dejó el conflicto que acabó con más de 3.500 vidas entre 1968 y 1998.

De vuelta a la calle, en torno a la sede del gobierno municipal se articulan las principales vías comerciales de Belfast. Saliendo de ellas se puede llegar hasta el 21 de North St., a Keats & Chapman, una librería de segunda mano con aspecto de almacén y estanterías llenas de títulos de todas las temáticas y en la que por 21 módicas libras me hice con un total de siete obras de teatro (Peter Shaffer, Harold Pinter, John Arden, Arthur Miller, Friedrich Dürrenmat, Martin McDonagh y Edward Albee) y dos guiones cinematográficos firmados por Tennessee Williams y Stanley Kubrick. Todo un tesoro.

Día 3. De Bangor a Helen´s Bay.

Cada 30 minutos puedes coger en la estación de Lanyon un cercanías que en el mismo tiempo te lleva hasta Bangor. Una pequeña población residencial situada al este de la bahía de Belfast. Desde su puerto deportivo y pesquero se puede seguir un paseo que junto al agua y alternando calas y playas a la derecha, bosque, colinas y casas envidiables a la izquierda te lleva de vuelta hacia el oeste. Tres horas más tarde y tras siete kilómetros recorridos cogía el tren en Helen’s Bay encantado de la vida.

Día 4. Titanic Belfast.

El famoso trasatlántico que hizo aguas tras chocar con un iceberg en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 fue fabricado en uno de los antiguos astilleros de esta ciudad. Precisamente eso, la construcción de barcos, fue uno de sus grandes motores económicos desde finales del XIX hasta mediados del XX, materia en la que se puede profundizar visitando el museo que desde 2012 se dedica a recordar que el Titanic es mucho más que lo que el cine de catástrofes nos ha contado.  

Muy bien organizado (entradas cada 15 minutos, recomendable comprar -19 £- por anticipado) en un recorrido que te lleva entre noventa minutos y dos horas. Tras explicarte el contexto histórico, social y tecnológico en que se concibió su diseño (el barco más grande del mundo en ese momento), te subes a lo que podría parecerte un coche teledirigido para no solo avanzar, sino ascender y descender por el casco del barco y conocer cómo fue construido. Cómo eran los camarotes de tercera, segunda y primera clase, los perfiles de los usuarios, las paradas que hizo una vez que zarpó en su viaje inaugural de Southampton, la llegada a Nueva York de los supervivientes, la cobertura mediática, las comisiones de investigación en EE.UU. y Reino Unido, las misiones para intentar recuperar los restos del naufragio,… no hay duda o curiosidad que no quede resuelta en este gigantesca experiencia.

Para cerrar la experiencia norirlandesa, una buena opción es pasear hasta su centro e ir a comer a Granny Annies. Gastronomía local bien cocinada y -según su carta- toda con productos locales. Como entrante una sopa de verduras acompañada de pan de centeno y como plato principal salmón ahumado con ensalada de alcaparras, rúcula y canónigos, y para beber una pinta de Guiness (19 £ en total). Sitio y menú de lo más acertado.

Estaría bien volver a Belfast como escala antes de llegar al norte del Ulster y visitar Derry o la calzada de los gigantes. Y sabiendo que es posible, además de en avión (cuenta con dos aeropuertos), llegar a ella en barco desde Liverpool, la isla de Man o Cairnyan (en el norte de Inglaterra, ya cerca de Escocia).

Un día en Howth

Tranquilidad, paisajes y sabor local en esta pequeña población y península a quince kilómetros de Dublín frente al Mar de Irlanda.

Será porque es agosto, por la necesidad imperiosa de aprender inglés o por las plantillas de las empresas que establecen sus sedes sociales en este país por su baja fiscalidad, sea por lo que sea o por todo ello a la vez, Dublín está llena de gente. Por momentos, más que en una ciudad parece que estás en uno de esos parques temáticos o centros comerciales al aire libre en que el turismo está convirtiendo a muchas ciudades. Motivo extra para salir de ella y buscar autenticidad, encanto y belleza fuera del mundo urbano. Howth es una buena opción para encontrar todo esto, pero también merece la pena visitarla por lo que es y lo que ofrece.

Es fácil llegar, hay un cercanías cada media hora (6,40 € ida y vuelta), justo lo que dura el recorrido desde Pearson (donde yo lo he cogido, junto al Trinity College) hasta su estación (final de línea) a la entrada de una pequeña península frente al Mar de Irlanda. Recordando lo que un día fue, lo primero que ves al comenzar a pasear es el pequeño puerto pesquero. A continuación, lo que ya también es, un puerto deportivo con embarcaciones de recreo de tamaño medio en una localidad cuyos orígenes se remontan a la llegada de los vikingos en el s. IX y que en la actualidad cuenta con ocho mil habitantes censados.

El comité de bienvenida fue un dueto de viento y lluvia fina cuya resolución esperé tomando un café (2,80 € y como en todas partes hasta ahora, atendido por gente simpática, con una vocalización perfecta que hace que se les entienda a la primera y un ritmo sin prisa, pero sin pausa). En el momento en que el agua dejó de practicar su partitura recorrí el dique que protege el puerto hasta situarme frente a la cercana isla del Ojo de Irlanda, hoy deshabitada y según cuentan las guías, paraíso ornitológico.

Dándote la vuelta y mirando hacia Howth la imagen es la de una colina con restaurantes a nivel de mar, salpicada a medida que se mira hacia arriba de viviendas aquí y allá. Entre ellas se adivina un castillo del s. XV, las ruinas de una abadía medieval y una torre de vigilancia construida en 1805 por miedo a que llegaran hasta aquí las tropas de Napoleón.

Las rutas

Lo interesante y el verdadero motivo para venir hasta aquí ha sido alguna de las rutas de senderismo por la península que comienzan justo al final del puerto. Perfectamente señaladas, basta con calzado cómodo -el suelo varía entre la tierra, el barro y las piedras-, un mínimo de forma física -firme irregular y algunas cuestas son para tomárselas con calma- y atención -aunque las sendas están señaladas nunca está de más fijarse por si los elementos han hecho de las suyas- para ponerse a ello y disfrutar con lo que la naturaleza te va ofreciendo.

Todos los recorridos se inician con un camino común que coge altura mientras bordea la península por su lado este. El viento ha sido hasta agradable, la temperatura la justa para llevar la chaqueta impermeable cerrada, la lluvia y el sol se han hecho presentes alternativamente sin hacerse protagonistas -ese puesto se lo han dejado a las nubes- y ha sido constante la tentación de fotografiar los colores de la vegetación, el sendero abierto por el paso humano -son pocos con los que me he encontrado o cruzado- y la inmensidad del mar. Así hasta que, tras más o menos una hora, he llegado a un punto en el que desde lo alto se disfrutaba de la vista de un faro enmarcado en la línea de un horizonte en el que el cielo se debatía entre seguir cubierto o despejarse.

Ahí la ruta se bifurcaba en tres, una que con un total de quince kilómetros -teniendo en cuenta lo ya caminado- recorre toda la península y que he decidido dejar para cuando vuelva en el futuro, una de seis que venía a ser regresar por un sendero paralelo al del trayecto de ida pero separado del mar, uno de siete y medio que se introducía por la zona urbanizada y uno de ocho que según la señalítica te prometía volver campo a través -con algún que otro cruce con el asfalto- por la zona más alta y verde. Esta ha sido mi elección y la verdad es que ha sido de lo más gratificante sentirse, durante algo una hora larga, invadido por los helechos, absorbido por alguna que otra arboleda y rodeado por matorrales por doquier.

Al final he optado por no seguir completamente el itinerario (finalizaba en la estación del ferrocarril) para así conocer el pueblo, lo que me ha permitido ver que aquí las residencias -todas individuales- son tan atractivas y poco pequeñas como grandes sus ventanales -daban ganas de quedarse a vivir en muchas de ellas- y sus jardines. Por el lado contrario, si es que hay que calificarlo así, señalar que si quieres disfrutar de una casa con vistas, o tienes coche o tendrás que hacer mucha pierna para salvar la pendiente de las cuestas que te lleven hasta tu puerta.

De vuelta al pueblo

Pero hoy y tras tres horas largas de paseo, lo importante era llegar a un lugar en el que comer y beber al modo irlandés, así que entre la oferta local he optado por un local que vi al llegar, el Findlater, bar y restaurante a la par. En lo que respecta a lo segundo, con atmósfera de salón con vistas al puerto, mi experiencia ha sido la de trato amable, carta variada y lo que he elegido -sopa del día, vegetal, y salmón con verduras y puré de patata- sabroso y en su punto (30,40 € añadiéndole una pinta de Guinness y un café).

Como cierre de la visita, he paseado por el embarcadero del puerto pesquero, barcos a un lado establecimientos comerciales al otro, pescaderías -el salmón como oferta principal-, restaurantes y algunos, incluso, las dos cosas a la vez. Al final y cerrando la entrada al puerto un dique desde el que disfrutar con la vista de la playa de Claremont que se prolonga hasta la localidad cercana de Sutton y que también se puede ver, a modo de despedida, desde el tren de vuelta a Dublín.

Un domingo en Liverpool

El primer día de un viaje suele ser el más anodino por el asunto de los traslados, los tiempos de espera y la desubicación al llegar a destino. Si es domingo, se presupone que allá donde vayas reinará una calma total, pero basta que pienses de una manera para que la realidad -es decir, Liverpool- te demuestre que lo tranquilo no está reñido con lo interesante.

De Madrid a Liverpool haciendo parada intermedia en Manchester por capricho de las tarifas aéreas. Escala perfecta para disfrutar con el trayecto ferroviario de algo más de una hora pasando por el extrarradio de la capital de la revolución industrial y la llanura verde que une ambas ciudades. Como pequeño colofón de este prólogo, la llegada a Lime Station te hace sentir la magnificencia arquitectónica -piedra, hierro y cristal- de las grandes estaciones de tren del s. XIX.

Tras la elipsis temporal de poco más de 10 minutos a pie al alojamiento reservado observando la arquitectura moderna residencial -adjetivada por grandes ventanales, supongo que para aprovechar al máximo la luz, a la que los locales se asoman cual anuncios de Calvin Klein- comienza la verdadera aventura, la de descubrir la ciudad. Como es el primer día, dejándome llevar, sin rumbo fijo, cruzándome con casi nadie y tomando nota mental de los pubs en los que imagino que acabaré durante los próximos dos días tomando una pinta, una doble o lo que quiera que me pongan.

Será el destino, será la intención, pero atraído por la monumentalidad de su exterior he llegado al complejo del s. XIX -va a ser que Liverpool tiene mucho de decimonónica- en el que están ubicados el World Museum, la Liverpool Central Library y la Walker Art Gallery. La entrada de la biblioteca resulta de lo más tentadora, algo así como una alfombra roja formada por el título de grandes obras de la literatura y el cine -o de ambas artes a la vez- como Don Quixote, Gone with the wind, Rebecca, The maltese falcon o Rebecca. Promesa que no defrauda cuando la recorres y traspasas sus puertas automáticas accediendo a un atrio tan moderno como gótico. Su diafanidad -resultado de su reconstrucción, finalizada en 2013- te permite abarcar en un solo vistazo no solo sus varias alturas, sino hacerte una idea de cuánto albergan y ofrecen. Es más, el espacio parece estar concebido no solo para hacer uso bibliotecario de él, sino para que te pasees, para que transites por él.

Así que movido no solo por la curiosidad y el deseo, sino por el deber de cumplir lo que su arquitectura me sugería, he recorrido todas sus plantas. He subido a la primera en las escaleras mecánicas y a las demás a pie por rampas escalonadas hasta llegar a la cúpula de cristal desde donde puede salir a la terraza en la que, como el tiempo acompañaba, he disfrutado de una vista panorámica de esta urbe de medio millón de habitantes. Al volver al interior, lo mejor, disfrutar paseando cada uno de sus pisos, observando a la gente que lee, escribe o consulta en puestos individuales preparados para conectar el portátil, la tablet o el móvil (wifi incluido), caminando entre sus muchas estanterías dedicadas a historia de aquí y de allá, a arte, música y a toda clase de ensayos y géneros literarios.

Pero si hay una sección que siempre busco en estos templos es la del teatro, sin más ánimo que el de soñar, recordar lo ya leído y parafraseando una canción –so many books, so little time– tomar nota de lo que me gustaría leer en mis próximas siete vidas. Edward Albee, Cristopher Hampton, Oscar Wilde, T.S. Elliot, Federico García Lorca (verle traducido me causa ilusión), Ian McEwan (no sabía que había escrito textos teatrales para televisión), David Mamet… No podía irme sin más, así que he hecho tiempo de transición en la cafetería de la planta baja, leyendo el título con el que estoy ahora mismo (Drácula de Bram Stoker) mientras cuatro mujeres en la mesa de al lado hacían punto de cruz y destilaban una atmósfera de club de viejas conocidas que se reúnen cada domingo en este lugar para relatarse sus historias entre puntada y puntada.

Lo tenía anotado como uno de los planes de estos días, pero ya que estaba al lado -y la entrada es gratuita (donaciones bienvenidas)- me he asomado a la Walker Art Gallery. He decidido dejar su exposición permanente sobre la historia del arte desde el medievo hasta 1950 para mañana o pasado y echarle hoy un vistazo a sus temporales. As seen on screen, sobre las influencias recíprocas entre el arte y el cine, no deja de ser más que una corta colección de obras para exponer algo que ya sabemos. Lo más interesante, la pieza de vídeo de Bill Viola (Observance, 2002) elaborada a partir de grabaciones a actores interpretando emociones y manipuladas posteriormente, ralentizándolas, silenciándolas y proyectándolas en un formato diferente para acentuar su dramatismo.

Y cuando ya consideraba la visita por concluida, buscando la salida me he encontrado con lo mejor del día, con David Hockney y su Peter getting out of Nick’s pool. Lienzo con el que en 1967 ganó el Premio John Moore y motivo por el que este museo cuenta con su visión californiana de la salida del agua del hombre (Peter Schlesinger) con el que entonces comenzaba una relación. Una imagen pictórica concebida como si se tratara de una instantánea fotográfica (¿son sus proporciones las de una Polaroid?) que rezuma tanta luz como sensualidad. Normal que Pedro Almodóvar cayera -exitosamente- en la tentación de copiarle, reinterpretarle y homenajearle en las secuencias de la piscina de La mala educación.