Todo viaje es el antes, la excitación de elegir el destino, preparar la logística y pensar qué hacer allí cuando se llegue. El durante, lograr la simbiosis del tempo interno con el pulso del lugar en el que se está, con sus ritmos, códigos y costumbres. Y el después, interiorizar las vivencias y dejar que se conviertan en recuerdos con los que volver mentalmente.
No esperaba que fuera romántico, pero el retraso en la salida y el doble retraso a la llegada, sumado a una cabina atestada de compañeros de pasaje que llevaban casi 24 horas de viaje desde París, hizo que el trayecto en autobús fuera más incómodo de lo que suponía cuando compré el billete. Sin embargo, era la mejor opción. Ir hasta Madrid, de ahí a Barajas, pasar por el estrés de cualquiera de sus terminales y por la caja de sus aerolíneas para facturar una maleta con enseres para más de una semana, no lo hacía viable.
Lo malo de volver a donde estuviste es que recuerdas, contrastas y comparas. Hace doce años los turistas éramos la anécdota en el centro de Oporto. Entonces esta ciudad me pareció tranquila, hoy las grandes zanjas obstruyen la zona de São Bento y la avenida de Boavista por la construcción de la nova linha rosa. Una década atrás el idioma casi único que se escuchaba era el portugués. Hoy una cacofonía de inglés, francés, italiano, español, alemán y portugués. Curiosamente éste no está nunca del lado de los clientes, sino de quienes atienden, cobran o limpian.
Colas por todas partes. Para entrar en la catedral. Para subir a la torre de los Clérigos. Para disfrutar del salón árabe del Palacio de la Bolsa. Para sentirte en el mundo de Harry Potter aun a pesar de que J.K. Rawling ya explicó que no se inspiró en el modernismo del interior de la librería Lello. Sin embargo, hordas de personas pagan por adelantado y aguantan minutos al sol para hacerse fotos en un espacio al que yo no pude entrar a comprar un par de libros como me hubiera gustado. Como la vida aprieta, pero no impide, sacié mi adicción en la librería Latina, calle de Santa Catarina, llevándome De profundis, de José Cardoso Pires, y los Poemas Ibéricos de Miguel Torga.
Un buen plan para comenzar el día es coger el metro hasta Matosinhos Sur. Desde allí y en apenas dos minutos a pie, te colocas frente al Atlántico. Respiras salado y observas azules varios tamizados por la presencia voluble y caprichosa de las nubes, así como por la posición del sol. La propuesta es caminar a paso tranquilo teniendo ese horizonte siempre a la derecha. Playas, fortificaciones y un paseo por el que transitan, pedalean y sudan de manera relajada, disciplinada y sofocada viandantes, ciclistas y corredores. Varios kilómetros con cafés aquí y allá con vistas extraordinarias para hacer del senderismo urbano algo tranquilo y placentero y terminar disfrutando de las construcciones del barrio de Miragaia.
Nada que ver con el bullicio y la marabunta del centro histórico. Da igual que vayas por la calle de las flores, la plaza del infante Don Enrique o bajes al embarcadero. No será diferente si cruzas por el puente Luis I a Vila Nova de Gaia. Burbuja de tiendas de souvenirs, presencia destacada de inmobiliarias con precios módicos para anglosajones -inversores, teletrabajadores o ambos- y restaurantes con terrazas sin un asiento libre. Muchos de sus ocupantes, antes o después, seguro que han disfrutado del paseo en barco de una hora por el río. Probablemente haya tantas frecuencias de barcazas como de muchas líneas de autobús.
Todavía quedan pequeñas tiendas a la antigua donde solo puedes pagar en metálico. No así en el mercado de Boalho. Los puestos de verduras, frutas y hortalizas, con aún tierra del huerto de donde fueron recolectadas, han sido sustituidas por la pulcritud de líneas, las superficies tamizadas y el brillo publicitario de los puestos visitados por los grupos que siguen a la persona que les lidera con una pancarta en la que aparece el número del grupo que les identifica. Marabuntas que después esperarán para entrar en el Majestic. No esperéis ver allí a señores y señoras que hablen con acento nasal, evocando a los que les precedieron en este histórico café que rezuma encuentros y conversaciones con clase y categoría. Hoy ese filtro lo dan los precios de su carta, fijados para provocar el un día es un día de quienes quizás no vuelvan nunca más a Oporto.
La Fundación Serralves, en cambio, sí es un buen motivo para hacerlo. A la experiencia de sus jardines se une la de su museo con exposiciones como la de Carla Filipe, In My Own Language I Am Independente. Crítica, parodia, protesta, síntesis, exacerbación y simbolización. Lenguaje gráfico, inmersión y resignificación de una artista que se tiene a sí misma, a su tiempo (nacida en 1973) y a su entorno como hilo conductor de su obra y del relato que esta contiene y propone. La otra exposición sugerente de estos días fue #Slow #Stop… #Think #Move, organizada por Culturgest en la sede de la Caixa Geral de Depositos en su sede de la plaza de los Aliados. Lo mejor: el tipo medieval con libro vanguardista de Horacio Frutuoso, el anticapitalismo de Bruno Borges y las reflexiones tipográficas de Sara & André y Carlos Gentil-Homem y Ernesto de Sousa.
En la churrascaria Lameiras, calle del Bonjardim te atienden como si fueras de casa. Apuntan en el mantel lo que pides y lo disfrutas rodeado de vecinos. En A Brasa, plaza de Batalha, la combinación de carnes es puro deleite. En The Grill Place, calle de Santa Catarina, el bacalhao a bras está en su punto. He tomado pasteles de nata y descubierto los jesuitas, otra delicia pastelera portuguesa. Las francesinhas siguen siendo una bomba, igual que el bollo de hojaldre, jamón, queso y huevo. Y junto a todo ello póngase una copa, o dos, de vino, del Douro o verde. Y si lo que apetece es una cerveza, consejo, acúdase a las terrazas junto al jardín de João Chagas.
Para oxigenarse, en una hora de cercanías dirección norte se llega a Viana do Castelo, pequeña y hermosa ciudad entre un templo neobizantino dedicado a Santa Lucía, en lo alto de una colina a sus afueras, y la desembocadura del río Limia. Si se opta por ir aún más arriba, el tren sigue los últimos kilómetros del Minho/Miño desde Caminha hasta Valença y se puede cruzarlo, cual caminante jacobino, para llegar a Tuy. Si se marca rumbo hacia el sur, Aveiro es la opción. Pero no en temporada alta. La turistificación hace que sus canales parezcan una pista de barcas choconas. No ayuda tampoco que entre la ciudad y el mar el paisaje esté parasitado por una autovía y la elevación de la vía ferroviaria. Mejor quedarse en Espinho y caminar y caminar y caminar por una continuación de playas infinitas sintiendo la brisa del océano.
Sumado a todos los pros y compensando los contras está algo que no falla nunca, los atardeceres. Lugares altos que miran al oeste, a los que llegar tras haber caminado por calles con exteriores de variados, y casi siempre bonitos, azulejos, es fácil. Como desde la plaza de la república, los jardines del palacio de cristal, la balaustrada frente a la catedral o el punto desde el que salen los teleféricos de Gaia al otro lado de la plataforma superior del puente de Luis I. Monumento de hierro que, si me ha vuelto a imponer observarlo hoy, qué debió ser cuando se inauguró en 1886. ¿Lo volverá a hacer el día que vuelva?