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10 películas de 2021

Cintas vistas a través de plataformas en streaming y otras en salas. Españolas, europeas y norteamericanas. Documentales y ficción al uso. Superhéroes que cierran etapa, mirada directa al fenómeno del terrorismo y personajes únicos en su fragilidad. Y un musical fantástico.

«Fragmentos de una mujer». El memorable trabajo de Vanessa Kirby hace que estemos ante una película que engancha sin saber muy bien qué está ocurriendo. Aunque visualmente peque de simbolismos y silencios demasiado estéticos, la dirección de Kornél Mundruczó resuelve con rigor un asunto tan delicado, íntimo y sensible como debe ser el tránsito de la ilusión de la maternidad al infinito dolor por lo que se truncó apenas se materializó.

«Collective». Doble candidata a los Oscar en las categorías de documental y mejor película en habla no inglesa, esta cinta rumana expone cómo los tentáculos de la podredumbre política inactivan los resortes y anulan los propósitos de un Estado de derecho. Una investigación periodística muy bien hilada y narrada que nos muestra el necesario papel del cuarto poder.

«Maixabel». Silencio absoluto en la sala al final de la película. Todo el público sobrecogido por la verdad, respeto e intimidad de lo que se les ha contado. Por la naturalidad con que su relato se construye desde lo más hondo de sus protagonistas y la delicadeza con que se mantiene en lo humano, sin caer en juicios ni dogmatismos. Un guión excelente, unas interpretaciones sublimes y una dirección inteligente y sobria.

«Sin tiempo para morir». La nueva entrega del agente 007 no defrauda. No ofrece nada nuevo, pero imprime aún más velocidad y ritmo a su nueva misión para mantenernos pegados a la pantalla. Guiños a antiguas aventuras y a la geopolítica actual en un guión que va de giro en giro hasta una recta final en que se relaja y llegan las sorpresas con las que se cierra la etapa del magnético Daniel Craig al frente de la saga.

«Quién lo impide». Documental riguroso en el que sus protagonistas marcan con sus intereses, forma de ser y preguntas los argumentos, ritmos y tonos del muy particular retrato adolescente que conforman. Jóvenes que no solo se exponen ante la cámara, sino que juegan también a ser ellos mismos ante ella haciendo que su relato sea tan auténtico y real, sencillo y complejo, como sus propias vidas.

«Traidores». Un documental que se retrotrae en el tiempo de la mano de sus protagonistas para transmitirnos no solo el recuerdo de su vivencia, sino también el análisis de lo transcurrido desde entonces, así como la explicación de su propia evolución. Reflexiones a cámara salpicadas por la experiencia de su realizador en un ejercicio con el que cerrar su propio círculo biográfico.

«tick, tick… Boom!» Nunca dejes de luchar por tu sueño. Sentencia que el creador de Rent debió escuchar una y mil veces a lo largo de su vida. Pero esta fue cruel con él. Le mató cuando tenía 35 años, el día antes del estreno de la producción que hizo que el mundo se fijara en él. Lin-Manuel Miranda le rinde tributo contándonos quién y cómo era a la par que expone cómo fraguó su anterior musical, obra hasta ahora desconocida para casi todos nosotros.

«La hija». Manuel Martín Cuenca demuestra una vez más que lo suyo es el manejo del tiempo. Recurso que con su sola presencia y extensión moldea atmósferas, personajes y acontecimientos. Elemento rotundo que con acierto y disciplina marca el ritmo del montaje, la progresión del guión y el tono de las interpretaciones. El resultado somos los espectadores pegados a la butaca intrigados, sorprendidos y angustiados por el buen hacer cinematográfico al que asistimos.

«El poder del perro». Jane Campion vuelve a demostrar que lo suyo es la interacción entre personajes de expresión agreste e interior hermético con paisajes que marcan su forma de ser a la par que les reflejan. Una cinta técnicamente perfecta y de una sobriedad narrativa tan árida que su enigma está en encontrar qué hay de invisible en su transparencia. Como centro y colofón de todo ello, las extraordinarias interpretaciones de todos sus actores.

«Fue la mano de Dios». Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

“tick, tick… Boom!”, homenaje a Jonathan Larson

Nunca dejes de luchar por tu sueño. Sentencia que el creador de “Rent” debió escuchar una y mil veces a lo largo de su vida. Pero esta fue cruel con él. Le mató cuando tenía 35 años, el día antes del estreno de la producción que hizo que el mundo se fijara en él. Lin-Manuel Miranda le rinde tributo contándonos quién y cómo era a la par que expone cómo fraguó su anterior musical, obra hasta ahora desconocida para casi todos nosotros.

No todos los compositores y letristas deseosos de llegar a ser producidos y programados en Broadway y que se declaran fans de Stephen Sondheim (West Side Story, Gypsy, Sweeney Todd, Into the Woods…) ven cómo este acude a la presentación de su primer trabajo y posteriormente reciben su llamada alabando lo que ha escuchado. Jonathan Larson lo logró. El destino le ofreció ese regalo, esa pequeña gran recompensa que le valió para perseverar en su dedicación, en su propósito de hacer de la música el medio con el que contarle al mundo la realidad que observaba, las interrogantes que se planteaba y las historias que imaginaba.

tick, tick… Boom!, originalmente titulado 30/90, fue su segundo musical. Una propuesta autobiográfica en la que exponía el cruce de caminos en el que se encontraba a punto de cumplir los treinta en 1990. De un lado, inestabilidad laboral y un horizonte material con la única posibilidad de mal llegar a final de mes; de otro, amigos claudicando ante esa situación o entregándose a la fórmula del capitalismo para estabilizarse. Y entre medias una pareja que le pedía construir un proyecto común y un entorno asolado por el sida, pandemia que se estaba llevando a algunos de sus amigos sin piedad alguna.

Solo unos pocos fueron a ver tick, tick… Boom! hace treinta años en los dos teatros del off-Broadway en que se representó. Ahora esta producción de Netflix nos da la oportunidad de vibrar con su propuesta, aunque sea pasada por el filtro necesario para que funcione cinematográficamente y de que los años transcurridos han hecho que muchas de sus originalidades, como sus fragmentadas estructuras narrativas y servirse de una banda de rock para interpretar su partitura, no nos resulte hoy tan disruptivo como debió serlo entonces. Sin embargo, Miranda no se ha dejado amilanar por el reto y en lugar de ir a la contra, se ha valido de los recursos del lenguaje audiovisual para subrayar lo excepcional del trabajo y lo particular de la personalidad de Larsen.  

Las dos máximas que estructuran el guión, la dirección y el montaje de su debut tras la cámara son la emocionalidad y el ritmo. Unas veces coreografiando, y hasta bailando, las composiciones de Jonathan Larsen y otras mostrando cómo era su proceso creativo, así como exponiendo su manera de ser, pensar y relacionarse. Cómo se comportaba en la introversión de la creación y cómo actuaba en la extroversión de lo laboral, la amistad y el amor. Una propuesta amable y sencilla, a mayor gloria de un Andrew Garfield que se entrega a su personaje enamorando a la cámara con su capacidad tonal, gestual y corporal.

Una cinta que no rehúye el romanticismo y la bohemia que se le presupone a los creadores, pero que al menos no cae en la condescendencia almibarada. Un biopic que antepone su admiración a Larsen a su posibilidad de brillar, de ahí que sea la producción final y el making off de su banda sonora el elemento que la articule, construya y la haga conectar con sus espectadores. Un reto que supera con nota y que probablemente haga de ella una película a la que volver y recurrir en los momentos en que necesitemos alegría y buen humor, ilusión y esperanza.

«Tina, el musical de Tina Turner» llega a Madrid

La trayectoria personal y la carrera musical de la reina del rock. Una historia de pasión y vocación, pero también de resiliencia y superación. Un argumento dramático de alto voltaje y una larga lista de canciones conocidas, bailadas y tarareadas en algún momento de su vida por buena parte del público.

La biografía de Tina Turner le trascendió a ella misma cuando en 1993 se estrenó What´s love got to do with it, película basada en la autobiografía que publicó en 1986 y en la que contaba cómo había pasado de ser una niña con escasos recursos en Nutbush, Tennessee, a mujer maltratada durante años por su marido, Ike Turner, para finalmente dar con las claves y las personas que le permitieron liberarse y desplegarse tanto a nivel personal como artístico.

Desde entonces, cada uno de sus éxitos -y homenajes en los últimos años- ha ido unido de manera recurrente a ese relato. Con su exteriorización ella expió el dolor y las cicatrices de su pasado y los medios de comunicación, a cambio, obtuvieron sobrado material con el que complementar las crónicas de cada uno de sus números uno conseguidos desde entonces y el recuerdo de los más de doscientos millones de álbumes vendidos en todo el mundo a lo largo de cinco décadas de carrera musical.

Lo que contó en aquel libro y que después vimos en la gran pantalla se convirtió en 2018 en un musical estrenado en Londres que ahora llega al Teatro Coliseum de Madrid. La premisa es de lo más atractiva, disfrutar en directo con River deep, mountain high o Proud Mary, pero cambiando las expectativas. No es un concierto, sino un biopic, una ficción en la que las canciones no siempre cumplen un papel estrictamente musical evocando una grabación o una actuación en vivo, sino que se ajustan también a las necesidades argumentales y son incluidas, por tanto, en situaciones familiares o de pareja, así como sociales o laborales.   

Un reto que podría ser una oportunidad para hacer de Tina un musical a la altura de su protagonista. Algo a lo que esta producción parece renunciar casi desde el principio, optando por desenvolverse más en las coordenadas escenográficas y en la coordinación de los cambios de vestuario y caracterización de sus protagonistas, en lugar de en desarrollar una trama que amplíe o profundice en lo que ya conocemos -el racismo, el machismo y el edadismo que también sufrió, aunque sí son mencionados- antes de sentarnos en nuestra butaca. El libreto no arriesga, no ofrece contenidos ni enfoques nuevos. Una evitación a la que suma la ligereza con que son interpretados los pasajes más teatrales, los centrados en el diálogo y la personificación más que en el tono, el timbre y el chorro de voz, que sí que resultan sobresalientes cuando les toca ser protagonistas.

Algo para lo que están más que dotados Kery Sankoh y la banda que la acompaña durante las más de dos horas y media de representación, tal y como demuestran en los momentos en que la representación muta en un concierto en vivo. Curiosamente, pasajes en los que se canta en inglés y no en español como sucede durante la narración, haciendo así más patente el muy diferente impacto que tienen las canciones cuando son traducidos y no interpretadas en su idioma original. Todo sea porque este musical sirva para que los que hicimos la EGB sigamos recordándola y los que nacieron cuando sus discos ya no eran actualidad, la conozcan y se hagan tan fans de The best como somos muchos de los primeros.

Tina, el musical de Tina Turner, Teatro Coliseum (Madrid).

10 películas de 2020

El año comenzó con experiencias inmersivas y cintas que cuidaban al máximo todo detalle. De repente las salas se vieron obligadas a cerrar y a la vuelta la cartelera no ha contado con tantos estrenos como esperábamos. Aún así, ha habido muy buenos motivos para ir al cine.  

El oficial y el espía. Polanski lo tiene claro. Quien no conozca el caso Dreyfus y el famoso “Yo acuso” de Emile Zola tiene mil fuentes para conocerlo en profundidad. Su objetivo es transmitir la corrupción ética y moral, antisemitismo mediante, que dio pie a semejante escándalo judicial. De paso, y con elegante sutileza, hace que nos planteemos cómo se siguen produciendo episodios como aquel en la actualidad.

1917. Películas como esta demuestran que hacer cine es todo un arte y que, aunque parezca que ya no es posible, todavía se puede innovar cuando la tecnológico y lo artístico se pone al servicio de lo narrativo. Cuanto conforma el plano secuencia de dos horas que se marca Sam Mendes -ambientación, fotografía, interpretaciones- es brillante, haciendo que el resultado conjunto sea una muy lograda experiencia inmersiva en el frente de batalla de la I Guerra Mundial.

Solo nos queda bailar. Una película cercana y respetuosa con sus personajes y su entorno. Sensible a la hora de mostrar sus emociones y sus circunstancias vitales, objetiva en su exposición de las coordenadas sociales y las posibilidades de futuro que les ofrece su presente. Un drama bien escrito, mejor interpretado y fantásticamente dirigido sobre lo complicado que es querer ser alguien en un lugar donde no puedes ser nadie.

Little Joe. Con un extremado cuidado estético de cada uno de sus planos, esta película juega a acercarse a muchos géneros, pero a no ser ninguno de ellos. Su propósito es generar y mantener una tensión de la que hace asunto principal y leit motiv de su guión, más que el resultado de lo avatares de sus protagonistas y las historias que viven. Transmite cierta sensación de virtuosismo y artificiosidad, pero su contante serenidad y la contención de su pulso hacen que funcione.

Los lobos. Ser inmigrante ilegal en EE.UU. debe ser muy difícil, siendo niño más aún. Esta cinta se pone con rigor en el papel de dos hermanos de 8 y 5 años mostrando cómo perciben lo que sucede a su alrededor, como sienten el encierro al que se ven obligados por las jornadas laborales de su madre y cómo viven el tener que cuidar de sí mismos al no tener a nadie más.

La boda de Rosa. Sí a una Candela Peña genial y a unos secundarios tan grandes como ella. Sí a un guión que hila muy fino para traer hasta la superficie la complejidad y hondura de cuanto nos hace infelices. Sí a una dirección empática con las situaciones, las emociones y los personajes que nos presenta. Sí a una película que con respeto, dignidad y buen humor da testimonio de una realidad de insatisfacción vital mucho más habitual de lo que queremos reconocer.

Tenet. Rosebud. Matrix. Tenet. El cine ya tiene otro término sobre el que especular, elucubrar, indagar y reflexionar hasta la saciedad para nunca llegar a saber si damos con las claves exactas que propone su creador. Una historia de buenos y malos con la épica de una cuenta atrás en la que nos jugamos el futuro de la humanidad. Giros argumentales de lo más retorcido y un extraordinario dominio del lenguaje cinematográfico con los que Nolan nos epata y noquea sin descanso hasta dejarnos extenuados.

Las niñas. Volver atrás para recordar cuándo tomamos conciencia de quiénes éramos. De ese momento en que nos dimos cuenta de los asuntos que marcaban nuestras coordenadas vitales, en que surgieron las preguntas sin respuesta y los asuntos para los que no estábamos preparados. Un guión sin estridencias, una dirección sutil y delicada, que construye y deja fluir, y un elenco de actrices a la altura con las que viajar a la España de 1992.

El juicio de los 7 de Chicago. El asunto de esta película nos pilla a muchos kilómetros y años de distancia. Conocer el desarrollo completo de su trama está a golpe de click. Sin embargo, el momento político elegido para su estreno es muy apropiado para la interrogante que plantea. ¿Hasta dónde llegan los gobiernos y los sistemas judiciales para mantener sus versiones oficiales? Aaron Sorkin nos los cuenta con un guión tan bien escrito como trasladado a la pantalla.

Mank. David Fincher da una vuelta de tuerca a su carrera y nos ofrece la cinta que quizás soñaba dirigir en sus inicios. Homenaje al cine clásico. Tempo pausado y dirección artística medida al milímetro. Guión en el que cada secuencia es un acto teatral. Y un actor excelente, Gary Oldman, rodeado por un perfecto plantel de secundarios.  

«Mank», sobriedad en blanco y negro

David Fincher da una vuelta de tuerca a su carrera y nos ofrece la cinta que quizás soñaba dirigir en sus inicios. Homenaje al cine clásico. Tempo pausado y dirección artística medida al milímetro. Guión en el que cada secuencia es un acto teatral. Y un actor excelente, Gary Oldman, rodeado por un perfecto plantel de secundarios.  

Antes de que nos sorprendiera con Alien 3 en 1992, Fincher había dirigido ya un buen puñado de videoclips entre los que están algunos de los más destacados de cuando la MTV determinaba lo más escuchado del momento. En 1989 recreó el universo Metrópolis de Fritz Lang para el Express yourself de Madonna, y un año después la consolidó como referente estético y musical con las múltiples referencias art-decó que manejó en Vogue. Una iconicidad que ahora, casi tres décadas después, se respira en Mank, en la que la acción de su argumento y las dobleces de su protagonista no se traducen en un montaje tan endiabladamente presente en la narración audiovisual como suele ser habitual en él.

Como tampoco es un biopic al uso sobre Herman Mankiewicz, el guionista de Ciudadano Kane (1941), o su trabajo escribiendo la historia que acaba con aquel enigmático trineo quemándose con el término Rosebud grabado en su madera. Va más allá. Nos presenta el mundo en el que vive y las coordenadas que marcan su trabajo, los acontecimientos que determinan su manera de actuar y de ser percibido, así como los personajes que actúan tanto a su favor como en su contra. De ahí que aparezcan algunos nombres del Hollywood de la edad de oro. Desde su hermano Joseph L., quien años después dirigiría Eva al desnudo, los mega productores Louis B. Mayer y David O. Selznick, el mismísimo Orson Welles y William Randolph Hearst, magnate mediático y alter ego del tal Kane.

Como las buenas películas, Mank parece sencilla, sobria, directa al grano, sin irse por las ramas. Su intertextualidad es la de una escritura con carácter definitivo, y no como boceto que complementar con recursos visuales. Cada personaje queda presentado por cómo actúa y diálogos en los que lo cotidiano y lo relevante están plenamente enlazados, dando aristas, aumentando puntos de vista y formando una visión múltiple y profunda de cuanto nos es relatado. Sobre todo, en lo que respecta a la doble faz de la meca del cine, antes que una fábrica de sueños, una máquina cuya función era ganar dinero, y una herramienta al servicio del poder, realizando cuanto fuera necesario -incluyendo ficciones que manipularan la verdad- para ayudar a la victoria de sus aliados políticos.

Una trama tan bien expuesta que se eleva atemporalmente sobre las coordenadas en que se desarrolla. Como sucede con la excelsa interpretación de Gary Oldman, aún más talentosa que el trabajo con el que destacó sobre el maquillaje del Churchill (La hora más oscura) con el que ganó el Oscar hace dos años. ¿Será David Fincher quien se lleve por fin su primera estatuilla tras estar nominado por La red social (2011) y El curioso caso de Benjamin Button (2009)? ¿Será Mank considerada la mejor producción y apuesta por el cine con mayúsculas de este año de Netflix, como sucedió en 2018 con Roma de Cuarón y en 2019 con El irlandés de Scorsese?

Elton John es «Rocketman»

No es una biografía al uso. No es un repaso de la carrera artística del hombre que ha vendido más de 300 millones de copias de sus discos. Es la historia de cómo se forjó su genio y tomaron cuerpo sus demonios interiores, alimentándose mutuamente hasta que los segundos casi acaban con él. Muy bien resuelta en lo musical, tan solo correctamente en lo personal, aunque hay que decir a su favor que afronta sus zonas oscuras de manera abierta y honesta.

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En su primer minuto de proyección Rocketman promete alcohol, sexo y drogas. Acto seguido da inicio un número musical con las claves de los que estarán por venir. No solo haciéndonos vibrar y disfrutar, sino sirviéndose de sus letras para contarnos quién y cómo es Elton John y la vida que ha tenido. Las personas que más íntimamente han formado parte de ella -sus padres, su abuela, su colega Bernie Taupin, su manager y primer amor John Reid- y la manera en que durante mucho tiempo vivió las emociones que sus relaciones con ellos le causaron.

Taron Egerton no encarna a un hombre al que la fama y el éxito le embriagaron, sino a un niño falto de amor paterno (nunca le abrazó) y a un homosexual sin reconocimiento materno (entendía su orientación sexual, pero le pidió que no le hablara de ello). Así fue como se forjó la necesidad expresiva y creativa de un ser humano con un lastre de vacío y soledad imposible de olvidar, aplacar o sustituir por las ofertas de los productores, las alabanzas de la crítica y los aplausos del público. Un intento de equilibrio que no funcionó y que trajo consigo la ruptura y la debacle interior, algo que Dexter Fletcher expone sin histrionismos, consiguiendo que entendamos plenamente el proceso humano que hay tras ello.

Pero aunque nos traslada hasta donde quiere llevarnos, también lo es que lo hace por un camino no siempre comprensible. Tras un arranque que funciona como una perfecta declaración de intenciones tanto a nivel de guión como de dirección, Rocketman da por hecho que somos conocedores de la carrera musical y la trayectoria personal de su protagonista y una vez que lo sitúa en el lujo y el barroquismo del éxito deja de contarnos cómo evoluciona su carrera artística. La música sigue, pero la narración está plenamente centrada en su infierno interior, generando una sensación de desorientación al no situar ni contextualizar cronológicamente el conflicto entre la persona (Reginald Dwight) y el personaje (Elton John).

Así, algunos episodios personales -la toxicidad de su relación con John Reid tras su ruptura o su matrimonio con Renate Blauel- quedan apenas bocetados, utilizándolos como explicación (de causa o de efecto) de su relato, pero sin llegar a integrarlos plenamente en él. Rocketman deja de ser entonces la biografía de Elton John para pasar a ser un drama que se estrecha en exceso. Pero quizás porque no cae en lugares comunes como la megalomanía o el peso de la fama, es capaz de remontar el vuelo en su recta final y logra cerrar acertadamente su historia dejándonos la impresión de que hemos visto un testimonio de vida más que un biopic. 

«Green book», buena y efectiva

No nos relata nada que no sepamos acerca de qué suponía ser negro a principios de los 60 en EE.UU., especialmente en los estados del sur. Pero lo hace dando una lección sobre cómo se cuenta y se escribe cinematográficamente una historia, estructurándola correctamente, graduando su ritmo y construyendo unos personajes tan verosímiles como profundos y llenos de matices que Viggo Mortensen y Mahershala Ali interpretan con absoluta perfección.

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El green book se publicó en EE.UU. desde 1936 hasta 1966. Era la guía de viaje de referencia para las personas de color, sus páginas les decían donde podían alojarse y comer si se desplazaban por su país para no tener problemas –ser rechazados, violentados o abusados en un local- con el racismo de sus conciudadanos blancos. Una publicación que entregan a Tony Lip, un descendiente de italianos residente en el Bronx, cuando acepta el trabajo de ser el chófer durante una gira de dos meses de un reputado pianista, el Dr. Shiley, por los estados más conservadores y xenófobos de su nación.

Basado en hechos reales, Green book evita todo aquello en lo que podría haber caído, ser un biopic o una road movie con pasajes musicales. O un, a estas alturas ya visto muchas veces, ejercicio emocional sobre la injusticia que suponían y la impotencia que debieron causar estas vivencias. Además de un recordatorio de que aunque hayamos avanzado legal y socialmente, estas situaciones se siguen produciendo hoy en día.

No, lo que Peter Farrelly ha co-escrito y dirigido se limita a cumplir su cometido, presentarnos unos personajes y contarnos la relación laboral y humana que establecen a lo largo de un corto período de tiempo. Más de medio siglo después, se supone que los espectadores ya estamos sobradamente informados sobre cómo se vivía entonces y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer dobles lecturas y extraer nuestras propias conclusiones. Así, tras una introducción en la que nos da a conocer el nivel educativo, las relaciones familiares y la personalidad de ambos personajes, la película les sienta en el mismo coche y les hace comenzar a compartir y convivir.

Da igual cuánto de lo que vemos ocurrió realmente, cuánto es ficción y cuánto recreación quizás edulcorada. Lo importante es que el conjunto -siguiendo las mismas pautas que cualquier proceso de conocimiento mutuo- funciona sin transmitir en ningún momento un mensaje pretencioso, artificial o dogmático. Inicialmente se muestran muy superficialmente con pequeños gestos cotidianos que dejan clara la lejanía intelectual entre ambos, pero a medida que cada uno se acostumbra a la presencia física del otro se revelan emocionalmente en un entorno que no se lo pone nada fácil a ninguno de los dos. Ahí es donde surge el punto de encuentro que demuestra la igualdad de todos los seres humanos y el inicio para intentar construir una relación sincera, respetuosa e integradora de todas las características del otro.

Un terreno, el de la humanidad diáfana, en el que no hay más que lo que uno sea y en el que Mortensen y Ali imprimen a los hombres que interpretan una autenticidad que huye del recurso fácil que hubiera sido la caricatura en el primero y la aristocracia y el divismo de la genialidad del segundo. Ambos realizan un trabajo que opta por la dificultad de la sencillez, la espontaneidad y la naturalidad de uno y la sutileza, el detalle y la sensibilidad comedida del otro. De esta manera, su labor se complementa perfectamente con el guión y la dirección de Farrelly y hacen que aunque Green book no resulte una película original, sea buena y efectiva en su propósito.

«El vicio del poder»

Adam McKay vuelve a carga con el mismo tono sarcástico entre el documental y la ficción con que ya nos sorprendió en “La gran apuesta”. Y con similar intención, contarnos las causas de aquello cuyas consecuencias seguimos sufriendo hoy en día. Si entonces expuso cómo se generó la crisis financiera de 2007, esta vez el foco de atención es el poder casi absoluto que Dick Cheney ejerció como vicepresidente de EE.UU. entre 2001 y 2009.

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Comienza siendo un biopic, algo que no deja de ser nunca para acabar convirtiéndose en su última parte en un thriller político sobre cómo se gestó la designación de Cheney como segundo de George W. Bush en las elecciones estadounidenses del año 2000 y la guerra norteamericana contra el terrorismo en territorio iraquí tras los atentados del 11S. Sobre el personaje protagonista sabremos más o menos, pero en cuanto a lo segundo está claro que a poco que nos refresquen la memoria, todo lo que nos cuenten nos resultará familiar. El estrecho margen por el que Bush derrotó a Gore en Florida, los ataques de Al Qaeda contra Nueva York y el Pentágono, las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein,…

Entonces, ¿cuál es el interés cinematográfico de El vicio del poder? Si se hubiera quedado en el retrato biográfico, escaso, poco más allá de una correcta factura técnica y unas excelentes caracterizaciones e interpretaciones de Christian Bale y Amy Adams para relatar su relación y el ascenso político de Cheney –con ella siempre a la sombra, pero tan ambiciosa y justa de escrúpulos como su marido- desde la década de los 60.

Si apuramos, McKay podría haber sintetizado esta parte sin riesgo de que perdiéramos información. Pero hace de ella una trama correcta, evocativa del estilo de vida del sueño americano –pero sin llegar a retratarlo-, que liga con su segunda línea narrativa -la trastienda de la política- a través de un montaje ágil, dinámico y vibrante con el que le da a esta otra parte de la película un tono documental deliberadamente sarcástico.

Así, desde un punto cercano al humor y con un ritmo que evoca al de los videoclips, al lenguaje televisivo y a la contundencia del periodismo más amarillista nos cuenta la seriedad de lo que hasta ahora probablemente no conocíamos. Hechos en los que si la legalidad es más que dudosa, la ética nunca fue considerada, como la figura del poder ejecutivo unitario, los estudios de marketing para conseguir el apoyo del pueblo americano a la invasión de Irak que ya se estaba preparando o la reinterpretación de la Convención de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra para emplear técnicas de tortura como sabemos que ocurrió en Guantánamo o Abu Ghraib.

Y mucho más en un marco de crítica sin límites en el que la característica principal de cada personaje es llevada al extremo, ya sea la socarronería con que se retrata a Donald Rumsfeld, el casi infantilismo de George W. Bush o la soberbia que define a Dick Cheney. Un derroche de imperialismo neoliberal que vive al margen de una sociedad a la que, tal y como expone El vicio del poder, manipula y utiliza de manera absolutista, sufre sus consecuencias y a la que quizás no le queda otra que plantearse cómo hacer para que gobiernos y situaciones así no se vuelvan a repetir.

 

10 películas de 2018

Cine español, francés, ruso, islandés, polaco, alemán, americano…, cintas con premios y reconocimientos,… éxitos de taquilla unas y desapercibidas otras,… mucho drama y acción, reivindicación política, algo de amor y un poco de comedia,…

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120 pulsaciones por minuto. Autenticidad, emoción y veracidad en cada fotograma hasta conformar una completa visión del activismo de Act Up París en 1990. Desde sus objetivos y manera de funcionar y trabajar hasta las realidades y dramas individuales de las personas que formaban la organización. Un logrado y emocionante retrato de los inicios de la historia de la lucha contra el sida con un mensaje muy bien expuesto que deja claro que la amenaza aún sigue vigente en todos sus frentes.

Call me by your name. El calor del verano, la fuerza del sol, el tacto de la luz, el alivio del agua fresca. La belleza de la Italia de postal, la esencia y la verdad de lo rural, la rotundidad del clasicismo y la perfección de sus formas. El mandato de la piel, la búsqueda de las miradas y el corazón que les sigue. Deseo, sonrisas, ganas, suspiros. La excitación de los sentidos, el poder de los sabores, los olores y el tacto.

Sin amor. Un hombre y una mujer que ni se quieren ni se respetan. Un padre y una madre que no ejercen. Dos personas que no cumplen los compromisos que asumieron en su pasado. Y entre ellos un niño negado, silenciado y despreciado. Una desoladora cinta sobre la frialdad humana, un sobresaliente retrato de las alienantes consecuencias que pueden tener la negación de las emociones y la incapacidad de sentir.

Yo, Tonya. Entrevistas en escenarios de estampados imposibles a personajes de lo más peculiar, vulgares incluso. Recreaciones que rescatan las hombreras de los 70, los colores estridentes de los 80 y los peinados desfasados de los 90,… Un biopic en forma de reality, con una excepcional dirección, que se debate entre la hipérbole y la acidez para revelar la falsedad y manipulación del sueño americano.

Heartstone, corazones de piedra. Con mucha sensibilidad y respetando el ritmo que tienen los acontecimientos que narra, esta película nos cuenta que no podemos esconder ni camuflar quiénes somos. Menos aun cuando se vive en un entorno tan apegado al discurrir de la naturaleza como es el norte de Islandia. Un hermoso retrato sobre el descubrimiento personal, el conflicto social cuando no se cumplen las etiquetas y la búsqueda de luz entre ambos frentes.

Custodia compartida. El hijo menor de edad como campo de batalla del divorcio de sus padres, como objeto sobre el que decide la justicia y queda a merced de sus decisiones. Hora y media de sobriedad y contención, entre el drama y el thriller, con un soberbio manejo del tiempo y una inteligente tensión que nos contagia el continuo estado de alerta en que viven sus protagonistas.

El capitán. Una cinta en un crudo y expresivo blanco y negro que deja a un lado el basado en hechos reales para adentrarse en la interrogante de hasta dónde pueden llevarnos el instinto de supervivencia y la vorágine animal de la guerra. La sobriedad de su fotografía y la dureza de su dirección construyen un relato árido y áspero sobre esa línea roja en que el alma y el corazón del hombre pierden todo rastro y señal de humanidad.

El reino. Ricardo Sorogoyen pisa el pedal del thriller y la intriga aún más fuerte de lo que lo hiciera en Que Dios nos perdone en una ficción plagada de guiños a la actualidad política y mediática más reciente. Un guión al que no le sobra ni le falta nada, unos actores siempre fantásticos con un Antonio de la Torre memorable, y una dirección con sello propio dan como resultado una cinta que seguro estará en todas las listas de lo mejor de 2018.

Cold war. El amor y el desamor en blanco y negro. Estético como una ilustración, irradiando belleza con su expresividad, con sus muchos matices de gris, sus claroscuros y sus zonas de luz brillante y de negra oscuridad. Un mapa de quince años que va desde Polonia hasta Berlín, París y Splitz en un intenso, seductor e impactante recorrido emocional en el que la música aporta la identidad del folklore nacional, la sensualidad del jazz y la locura del rock’n’roll.

Quién te cantará. Un misterio redondo en una historia circular que cuando vuelve a su punto inicial ha crecido, se ha hecho grande gracias a un guión perfecto, una puesta en escena precisa y unas actrices que están inmensas. Una cinta que evoca a algunos de los grandes nombres de la historia del cine pero que resulta auténtica por la fuerza, la seducción y la hipnosis de sus imágenes, sus diálogos y sus silencios.

“Rojo”, el color de Rothko y Echanove

 

Súmese a la solidez del texto de John Logan y el atractivo de la personalidad y la obra de Mark Rothko, dos interpretaciones perfectamente complementadas que no solo sirven para construir el biopic que esperamos, sino también para sumergirnos en el universo humano que se crea entre el creador consagrado que aspira a hacer visibles nuevas dimensiones espirituales y el joven artista que desea encontrar su sitio en el mundo.

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Más allá de anécdotas puntuales y algún que otro juicio de valor, John Logan no pretende darnos una lección académica sobre Mark Rothko con su texto, sino transmitirnos una serie de cuestiones que nos lleven a la reflexión y a que dialoguemos interiormente con los dilemas, propósitos y luchas de su protagonista, tanto consigo mismo como con el tiempo y lugar en el que vivió. Una misión que Juan Echanove asume con naturalidad y sencillez, sin estridencias, equilibrando a la persona con el pintor, transmitiendo la autoexigencia de Rothko, aun siendo ya alguien consagrado, por ir más allá que sus antecesores en la carrera contrarreloj en que se convirtió la evolución del arte en el siglo XX.

Un propósito que tal y como Logan expone asumía como un deber moral para evitar que el aburguesamiento y el capitalismo de las élites convirtiera en decoración las metas artísticas ya logradas por la sucesión de ismos. De ahí su investigación continua para dejar atrás reglas, formalismos y academicismos y alcanzar lugares recónditos de la expresividad con los que conseguir mayor libertad creativa y por tanto, de desarrollo y progreso individual y colectivo. Una búsqueda que pasaba por traspasar el lienzo, la materialidad de lo que percibimos a través de los sentidos y llegar a la dimensión espiritual de cualquier persona.

Un objetivo complejo que la puesta en escena de Rojo consigue que sea perfectamente comprensible al tener en cuenta en todo momento a la persona que es también el insaciable investigador. Dos dimensiones a las que asistimos con los ojos ansiosos por conocer, descubrir y entender de su joven asistente encarnado por Ricardo Gómez. Jornadas de trabajo en el estudio de 9 a 5 en las que el aire está lleno de Rothko, pero dejando oxígeno suficiente para que su ayudante también pueda respirar y ser él mismo. Una relación entre diferentes, pero equilibrada, sin prismas paternalistas, que tiene claras las distancias, pero que no hace de ellas el elemento central, sino el que marca las oportunidades y las dificultades para que estas coordenadas sean positivas, fructíferas y provechosas para ambas partes.

Una convivencia, la humana de los personajes de Logan y la interpretativa de Echanove y Gómez, que se salda con balance positivo en ambos casos por dejar que sea lo que hay entre ellos, y no solo sus personalidades, lo que toma cuerpo y se manifiesta sobre el escenario. Por muy grande que sea un nombre, por muy aislado que esté un ego o por mucho que ciegue la falta de experiencia, toda convivencia implica un diálogo.

Ese es el verdadero propósito de Rojo, más allá de contarnos un episodio de su vida, el lucrativo encargo en 1954 de una serie de murales para ser colgados en el restaurante Four Seasons de Nueva York. No solo hacernos ver quién era y cómo pensaba Rothko, sino también cómo daba forma y manifestación a sus ideas, frustraciones, satisfacciones y necesidades vitales, y como este proceso –tal y como vemos en su colaborador- es análogo en su forma, aunque pueda tener otra motivación o pretender otro destino, al que puede seguir cualquier persona.

Rojo, en el Teatro Español (Madrid).