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Volver a Roma

Los años hacen que la víspera de un viaje no estés tan excitado como cuando eras niño y a duras penas conseguías dormir. Lo que sí provoca el paso del tiempo es que mientras haces la maleta pongas al día la imagen que tienes del lugar que vas a visitar. Cuando ya has estado, hasta en tres ocasiones como es mi caso con Roma, fluyen los recuerdos, las emociones y sensaciones de lo allí conocido y vivido con la alegría de saber que en apenas unas horas estaré allí de nuevo.

Agosto de 2006. Mientras llegaba a Ciampino en el primer vuelo low cost de mi vida (Ryanair desde Santander), Madonna llegaba en su jet privado a Fiumicino para actuar ante 70.000 personas en la parada local de su Confessions Tour. Mi primera impresión fue que aquella ciudad era un desastre. Los apenas quinientos metros a pie -arrastrando maleta- que hice desde Termini hasta la Plaza de la República me parecieron más neorrealistas que cualquier película de este género. La ciudad eterna me recibía con un tráfico caótico y ruidoso, con unas aceras que te ponían a prueba con sus desniveles y su adoquinado, además de con una remarcable suciedad y un comité de bienvenida de mendicidad. Como colofón, el hotel que había reservado por internet había perdido una estrella, tenía tres en su página web y solo dos en su puerta. El desayuno del día posterior nos demostró a mis amigos y a mí que su interior era de solo una.  

Al margen de estas anecdóticas primeras horas, todo fue a mejor a partir de ahí y la capital del Imperio Romano me deslumbró. Entrar por primera vez en tu vida en el Panteón (¡esa cúpula!), en los Museos Vaticanos (¡el Laocoonte!) o en el Coliseo es una experiencia inolvidable. Más que estético, resulta espiritual el modo en que cuanto te rodea consigue que te evadas de ti mismo y te sumerjas en una dimensión artística e histórica que no actúa como testimonio de un pasado lejano, sino diciéndote que, en buena medida, cuanto eres y como eres se vio en su día ideado y fraguado aquí, en esas vías que ahora transitas y en esos lugares y piezas que observas con admiración. La escultura alcanza otra dimensión después de sentir la presencia de las figuras barrocas de Bernini y las neoclásicas de Antonio Cánova y qué decir de la arquitectura tras entrar en basílicas como las de San Pedro, San Juan de Letrán o Santa María la Mayor.  

Haber estado semanas antes en la Toscana me hizo disfrutar aún más de cuanto descubría sobre Miguel Angel (el Moisés y la Piedad, la basílica de Santa María de los Ángeles). Confirmé que la pizza, la pasta o el queso mozzarella que había probado durante toda mi vida no eran gastronomía italiana como me habían hecho creer. Súmese a eso el limoncello y la gracia -era la moda entonces- de encontrarte en todos los kioskos el calendario merchandising del Vaticano del año siguiente con sus doce meses ilustrados por otros tantos supuestos sacerdotes que parecían tener como fin provocar hordas de confesiones (Madonna estuvo muy acertada con el título de su gira).  

Agosto de 2011. Pasado el tiempo, el recuerdo de lo visitado cinco años antes se había diluido hasta quedarse en tan poco más que una toma de contacto, una introducción. Me quedó mucho por ver y me apetecía rever buena parte de lo visitado entonces. Entre lo primero, los antiguos estudios Cinecittá (hoy reconvertidos en museo) y los decorados en los que Elizabeth Taylor se convirtió en Cleopatra y Charlton Heston en Ben-Hur, en los que Martin Scorsese rodó Gangs of New York y en cuya parte expositiva se podía ver la primera prueba de cámara que grabó Rafaella Carrá simulando perfectamente una conversación telefónica. Se quedó por el camino una actriz muy resuelta, pero el mundo del espectáculo ganó una gran cantante y una espléndida show-woman.

En la Galería Doria-Pamphili quedé abrumado por esa colección expuesta de manera tan avasalladora y eclipsado por el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X (normal que Francis Bacon se obsesionara con él). Volví a buscar el Renacimiento de Miguel Angel en la Capilla Sixtina (disfruté mucho siendo capaz de descifrar todas las escenas y personajes de la bóveda) y el claroscuro de Caravaggio en San Luis de los Franceses y Santa María del Popolo. Imaginé la terraza con vistas a la Plaza de España y sus escaleras en la que el cine situó la vivienda de La primavera romana de la Señora Stone de Tennessee Williams y paseé de principio a fin el Paseo del Gianocolo para observar desde su punto más alto su vista de postal sobre la ciudad.

Me quedé con las ganas de entrar en la Real Academia de España y contemplar de cerca el templete renacentista de Bramante. Pero era ferragosto, esos días del año en que casi todos los romanos están de vacaciones y huyen de las altas temperaturas y el bochorno del asfalto. Intentando emularles, el amigo con el que viajé propuso ir un día hasta Bomarzo a visitar el parque de los monstruos. Pero no contábamos con la huelga ferroviaria que nos lo impidió. Los medios de comunicación suelen hablar de lo drásticos que son los franceses en este tema, pero nuestros vecinos italianos no lo son menos y cuando llegamos a la mastodóntica estación de Termini los indicativos avisaban que de allí no iba a salir ni un solo tren. Hubiera sido ideal aprovechar esas jornadas de escaso tráfico para alquilar una vespa y emular a Gregory Peck y Audrey Hepburn, pero me faltó valor. Desde entonces lo tengo anotado en mi lista de deseos vitales, como el ir una noche de fiesta a la vía Veneto y soñar que me encuentro a Sofia Loren, a Anna Magnani y a Gina Lollobrigida y me pego con ellas una juerga tan excesiva y escotada como las de La dolce vita.

Abril de 2016. Semana Santa en Roma y a unos padres católicos no se le puede negar intentar ver al Papa en persona, así que la noche del viernes santo nos plantamos en primera fila del Vía Crucis presidido por el Santo Padre. La espera y el frío merecieron la pena, a unos la experiencia les llegará por su sentido religioso, a mí me gustó por la teatralidad de su localización (entre el Coliseo y el Foro), la cantidad de participantes, la musicalidad del latín, la iluminación de las antorchas… Otro tanto tiene la Iglesia de Jesús, excelencia barroca donde las haya en la que si no eres creyente saldrás tan ateo como entraste, pero te quedará claro que hay mentes que son capaces de emular a Dios con sus creaciones.

Qué belleza la de las fuentes de Roma -la Fontana di Trevi, la de la Piazza Navona, las que te encuentras aquí y allá-, por muy discretas y funcionales que intenten ser, hacen que creas que el agua es en ellas algo ornamental y no su razón de ser. Las escalinatas que te suben hasta la basílica de Santa María en Aracoeli resultan tan gimnásticas como impresionantes de ver (tanto desde abajo como desde arriba). Visitar los Museos Capitolinos y observar desde ellos el Foro Romano e imaginar cómo debía ser aquello cuando no era un parque arqueológico sino un lugar presente, urbanizado, transitado y vivido. Asistir el domingo de resurrección a la misa en Santa María la Mayor (también llamada de las Nieves por estar construida donde la Virgen dijo que nevaría un 5 de agosto) y volver a sentirte en una performance teatral, esta vez con olor a incienso y con un coro eclesiástico dándole tono y timbre al asunto.

Cómo es Roma que hasta el blanco y marmóreo monumento a Vittorio Emmanuele II resulta agradable de ver. Aunque más lo es acercarse desde allí a ver la Columna de Trajano o caminar todo recto hasta la Piazza del Popolo siguiendo la vía del Corso, hacerlo sin rumbo por el Trastevere, atravesar la isla Tiberina, aparecer junto al Teatro Marcello, seguir el curso del Tíber, cruzar de noche el puente Sant’Angelo o tomarte un helado en la Plaza de España junto a la Embajada española ante la Santa Sede recordando bizarrismos modernos allí celebrados como desfiles de moda (el homenaje a Versace tras su asesinato) o disculpando actuaciones (uno tiene sus debilidades) como la de Laura Pausini y Lara Fabian cantando a duo La solitudine. Y las catacumbas, ¡no me dio tiempo a visitar las catacumbas de los primeros cristianos!

Mañana. ¿Qué tendría Roma para que Alberti la considerara en 1968 un “peligro para caminantes”? ¿Lo seguirá teniendo? ¿Lo seguirá siendo?

10 películas de 2019

Grandes nombres del cine, películas de distintos rincones del mundo, títulos producidos por plataformas de streaming, personajes e historias con enfoques diferentes,…

Cafarnaúm. La historia que el joven Zain le cuenta al juez ante el que testifica por haber denunciado a sus padres no solo es verosímil, sino que está contada con un realismo tal que a pesar de su crudeza no resulta en ningún momento sensacionalista. Al final de la proyección queda clara la máxima con la que comienza, nacer en una familia cuyo único propósito es sobrevivir en el Líbano actual es una condena que ningún niño merece.


Dolor y gloria. Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

Gracias a Dios. Una recreación de hechos reales más cerca del documental que de la ficción. Un guión que se centra en lo tangible, en las personas, los momentos y los actos pederastas cometidos por un cura y deja el campo de las emociones casi fuera de su narración, a merced de unos espectadores empáticos e inteligentes. Una dirección precisa, que no se desvía ni un milímetro de su propósito y unos actores soberbios que humanizan y honran a las personas que encarnan.

Los días que vendrán. Nueve meses de espera sin edulcorantes ni dramatismos, solo realismo por doquier. Teniendo presente al que aún no ha nacido, pero en pantalla los protagonistas son sus padres haciendo frente -por separado y conjuntamente- a las nuevas y próximas circunstancias. Intimidad auténtica, cercanía y diálogos verosímiles. Vida, presente y futura, coescrita y dirigida por Carlos Marques-Marcet con la misma sensibilidad que ya demostró en 10.000 km.

Utoya. 22 de julio. El horror de no saber lo que está pasando, de oír disparos, gritos y gente corriendo contado de manera magistral, tanto cinematográfica como éticamente. Trasladándonos fielmente lo que sucedió, pero sin utilizarlo para hacer alardes audiovisuales. Con un único plano secuencia que nos traslada desde el principio hasta el final el abismo terrorista que vivieron los que estaban en esta isla cercana a Oslo aquella tarde del 22 de julio de 2011.

Hasta siempre, hijo mío. Dos familias, dos matrimonios amigos y dos hijos -sin hermanos, por la política del hijo único del gobierno chino- quedan ligados de por vida en el momento en que uno de los pequeños fallece en presencia del otro. La muerte como hito que marca un antes y un después en todas las personas involucradas, da igual el tiempo que pase o lo mucho que cambie su entorno, aunque sea a la manera en que lo ha hecho el del gigante asiático en las últimas décadas.

Joker. Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Parásitos. Cuando crees que han terminado de exponerte las diversas capas de una comedia histriónica, te empujan repentinamente por un tobogán de misterio, thriller, terror y drama. El delirio deja de ser divertido para convertirse en una película tan intrépida e inimaginable como increíble e inteligente. Ya no eres espectador, sino un personaje más arrastrado y aplastado por la fuerza y la intensidad que Joon-ho Bong le imprime a su película.

La trinchera infinita. Tres trabajos perfectamente combinados. Un guión que estructura eficazmente los más de treinta años de su relato, ateniéndose a lo que es importante y esencial en cada instante. Una construcción audiovisual que nos adentra en las muchas atmósferas de su narración a pesar de su restringida escenografía. Unos personajes tan bien concebidos y dialogados como interpretados gestual y verbalmente.

El irlandés. Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

«El irlandés» del maestro Scorsese

Tres horas y medio de auténtico cine, de ese que es arte y esconde maestría en todos y cada uno de sus componentes técnicos y artísticos, en cada fotograma y secuencia. Solo el retoque digital de la postproducción te hace sentir que estás viendo una película actual, en todo lo demás este es un clásico a lo grande, de los que ver una y otra vez descubriendo en cada pase nuevas lecturas, visiones y ángulos creativos sobresalientes.

Semanas atrás Martin Scorsese se quejaba de que hace tiempo que Hollywood dejó de aspirar a hacer arte y, producto de la ambición monetaria, mutó el esfuerzo creativo por una cadena de producción de repeticiones y variantes sin alma. No le falta razón, y para refutar sus palabras aquí está esta cinta solo realizable gracias a Netflix ya que ningún gran estudio estaba dispuesto a producirla por el enorme coste -y riesgo para la taquilla- que tiene una cinta de 210 minutos. Desde mi humilde opinión, se equivocaron. El viernes pasado en la sala 1 de los Verdi de Madrid no quedaba un asiento libre, mis vecinos de butaca estaban tan pegados como yo a la pantalla, en los momentos de comicidad y brutalidad las carcajadas y las interjecciones de asombro eran unánimes, y al acabar hubo hasta aplausos.

Los motivos para ello, muchos. Una historia sobre los vínculos entre la mafia, el sindicalismo y su líder Jimmy Hoffa amplia, tanto en lo horizontal como en lo vertical, desplegada con claridad, en la que no se deja nada por explicar, pero dedicando a cada detalle el tiempo justo para, sin alejarnos de su hilo central, entender las muchas aristas de su relato. Con un ritmo en el que se alternan lo ágil y lo diligente con lo meticuloso y lo preciso, dando a la narración el dinamismo que su narración y atmósfera pretende en cada secuencia. Diálogos que parece que nunca fueron escritos, sino que brotan de manera natural, en simbiosis total con las miradas, gestos y corporeidad de sus personajes. Una fotografía que va más allá de la iluminación, el encuadre y el movimiento de cámara para hacernos testigos, partícipes y hasta decisores de lo que está por ocurrir.   

El único pero, que genera un instante de respiración contenida, es cuando se ve a Robert De Niro sin camiseta simulando tener 30 años. El retoque digital es excelente, pero la verosimilitud técnica deja demasiado al desnudo el alma de quienes fueran actor y director Taxi driver y Toro salvaje. Afortunadamente, Scorsese no se recrea en el truco y lo usa en su justa medida, consiguiendo que no perdamos la atención de lo verdaderamente importante. De las interpretaciones de tres genios -De Niro, Pacino y Pesci-, con registros tan diferentes como complementarios en los que se alterna la sobriedad, el exceso, la contención y hasta el histrionismo, dando como resultado una solidez y una presencia en pantalla a la que solo se puede llegar con una maestría innata, un saber hacer profesional y una dirección sublime.

Ver a De Niro y Pacino compartiendo plano es puro disfrute. Al segundo encarnando a un personaje que años atrás también interpretara Jack Nicholson, lo hace aún más gozoso. Y a Pesci ejerciendo de pequeño matón, como ya hiciera en Uno de los nuestros o Casino, lo eleva a la categoría de sublime.

Las tres horas y media de proyección, de alianzas, juegos sucios y traiciones entre gánsteres y delincuentes de todo tipo y pelaje son intensas. No hay pasajes valle, requieren tu atención de manera constante. Como sucedía en El lobo de Wall Street o en Infiltrados, sin exigirte esfuerzo para comprender lo que está ocurriendo, pero transmitiéndote tanta información que te es imposible desviar la mirada del espectáculo al que estás asistiendo. El irlandés no es solo una película. Antes que eso es ganas de emocionar, ilusión por construir un mundo paralelo en el que vivir y saber darle forma consiguiendo que el resultado final sea tan bueno y admirable como se imaginaba y deseaba antes de que su realidad fuera solo una idea, un sueño, un anhelo de cine negro a lo grande.

«Joker», sonrisa perfecta

Simbiosis total entre director y actor en una cinta oscura, retorcida y enferma, pero también valiente, sincera y honesta, en la que Joaquin Phoenix se declara heredero del genio de Robert de Niro. Un espectador pegado en la butaca, incapaz de retirar los ojos de la pantalla y alejarse del sufrimiento de una mente desordenada en un mundo cruel, agresivo y violento con todo aquel que esté al otro lado de sus barreras excluyentes.

Que Joker no es una película para todos los públicos lo deja claro el que no sea recomendada para menores de 18 años. Por lo que muestra y lo que plantea. Gotham no es lugar para aquel que no tenga una cuenta corriente y una red social que le permita resistir los envites de una sociedad materialista y privatizada hasta el extremo. La ambientación callejera nos sitúa en finales de los 60 (en la marquesina de un cine se ve anunciada Blow up de Antonioni), pero también podemos ver en ello un escenario distópico que, cuando la tensión eclosiona, recuerda a los disturbios que por motivos políticos, sociales o económicos vemos cada día en muchas ciudades de todo el mundo.

Un ruido y una distorsión que Todd Phillips plasma en imágenes de una manera maestra, dominando a la perfección todos los medios para ello (dirección de producción, fotografía, efectos visuales y de sonido, edición…), pero lo que es más importante, dejando claras las circunstancias en las que se ha criado y habita en la actualidad una personalidad como la de Arthur Fleck. Un hombre extraño en su apariencia, enfermo en su interior y críptico en su manera de comunicarse y relacionarse. Evidentemente desequilibrado, al que el mundo en el que vive prefiere anularle farmacológicamente que asistirle psicológicamente, pero también profundamente dolido por cómo ha sido tratado -afectiva y socialmente- durante toda su vida.

Esa herida es la clave de Joker, el prisma desde el que Todd Phillips ha escrito y construido su película y las coordenadas desde las que surge la interpretación de Joaquín Phoenix. Un guión, una dirección y una actuación que nacen de las entrañas del sufrimiento y la desesperación y nos muestran la deriva por la que cae el futuro antihéroe cuando no puede más al sentirse aislado, abandonado y vilipendiando una y otra vez por el mundo en el que vive. Una evolución que recuerda lejanamente a películas como Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) y un retrato psicológico que va mucho más allá de casos como el de de Henry, retrato de un asesino (John McNaughton, 1986).

Pero con Robert De Niro como secundario y la saturada nocturnidad de Joker es inevitable evocar a Taxi Driver (1976), con la que la ganadora del León de Oro del último Festival de Venecia comparte incluso algunos hilos narrativos (personaje solitario, la presencia de una chica, elecciones políticas de por medio). Sin embargo, ni Phillips ni Phoenix se quedan ahí. El primero hace completamente suyas esas coordenadas que una vez fueron de Scorsese, dándoles a su vez una ironía, sarcasmo y acidez que acentúan aún más la cruel sinceridad y la nula corrección política de su relato. El segundo, por su parte, deja claro –una vez más– su capacidad, alcance, entrega y poderío interpretativo, transformación física incluida, en una expresión cinematográfica de eso que Freud llamaba “matar al padre” con respecto a De Niro y situándole en la categoría de genio frente a la cámara.

Señoras, señores, Joker es de lo mejor que nos va a ofrecer la cartelera cinematográfica de 2019 y una señal de que, cuando se deja a un lado el ruido y las coacciones, aún hay creatividad y saber hacer a lo grande en Hollywood. Películas como esta, con su propuesta argumental y su exposición narrativa, son las que necesitamos tanto para entreternos y disfrutar como para reflexionar y tomar conciencia de las consecuencias de lo que quizás ya seamos o de aquello en lo que podemos convertirnos.