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10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

“Seis grados de separación” de John Guare

Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

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La tensión es permanente en esta obra escrita en 1989. Comienza con tres personajes, una pareja (Ouira y Flan) y un conocido al que hace tiempo que no ven, haciéndonos partícipes, tanto por los diálogos entre ellos como por sus alocuciones directas a la platea y entre sonrisas de amistad, de la necesidad de dinero de los primeros. Antes de que estos asuntos queden resueltos hace acto de presencia alguien que atrae completamente nuestra atención, el joven Paul, un chico negro que se presenta como amigo de los hijos de la pareja y buscando refugio tras haber sido atacado en un parque cercano.

Una evidente apelación a los instintos de supervivencia y vinculación, el ser parte de un grupo que acoge y ayuda, que nos aleja completamente del materialismo y la superficialidad de quien hasta entonces hablaba sobre arte como objetos transaccionales y no como medios de expresión y comunicación. Algo sobre lo que se incide con las menciones del recién llegado al valor y el papel de la imaginación, a los cuentos de Chejov, a la espera de Godot y al poder de influencia de El guardián en el centeno sobre sus lectores. Un giro que salta por los aires cuando la empatía, bondad y generosidad suscitada por el afable muchacho se convierte en abuso, amenaza y agresión.

Un punto de inflexión a partir del cual John Guare nos genera un estado de alerta máxima. Lo que parecía transparencia y sinceridad no era más que una hábil manipulación. Caer en la tentación de la vanidad (conocer a un referente como Sidney Poitier y verse en la gran pantalla) ha hecho que estas personas de posición acomodada sientan que no controlan lo que les sucede, lo que les desestabiliza profundamente y despierta el catálogo de sus prejuicios (xenofobia, homosexualidad, diferencia de clases, drogas,…). Seis grados de desesperación se convierte a partir de ahí en una incertidumbre continua que nos mantiene en estado de shock hasta el final.

La aparición de otros personajes adultos, así como de los hijos de todos ellos confronta tanto a los primeros con lo sucedido –la punta de un iceberg que asusta- como con los principios que en el pasado transmitieron a sus vástagos. Un continuo in crescendo en el que la potencialidad de que algo peligroso suceda se instala de manera invisible en el ambiente, convirtiéndose en el aire que se respira. Una atmósfera de la que es imposible huir, en la que el personajismo artístico del matrimonio protagonista genera la atracción de alguien sin objetivos claros ni motivación aparente. Una amenaza que Guare despliega sobre su texto con paso firme haciendo que la inseguridad, la tensión y el temor de lo que pueda acontecer se instale tanto en el ánimo de sus personajes como en el de sus espectadores/lectores hasta un final tan sorprendente como verosímil.

Seis grados de separación, John Guare, 1990, Vintage Books.

La paradoja de «La fiesta de cumpleaños» de Harold Pinter

Un día anodino, una casa cualquiera y varias personas aburridas pueden ser el momento, el lugar y los protagonistas de una historia tan intrascendente y absurda como catártica. Veinticuatro horas que comienzan con la tranquilidad de los lugares donde no pasa nada para dejar paso a un desconcierto que nos atrapa como si estuviéramos esperando a Godot.

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Sur de Inglaterra, un día de verano en el que parece que hace buen tiempo, un bed & breakfast con un único inquilino que ya ha establecido una relación de convivencia y entendimiento con sus caseros. Los diálogos son los propios de personas que se conocen desde hace mucho tiempo, el lenguaje en voz alta no es más que un medio de practicar y mantener la inercia de los vínculos existentes. En un caso el del matrimonio, en otro algo que parece estar en un punto medio entre la amistad y el tutelaje. Todo es lo que parece, lo que hemos dado por supuesto, hasta que sucede algo indefinido que nos hace ponerlo en duda. Entonces lo inestable no es solo lo que ocurre entre los personajes, sino también la óptica con la que los espectadores nos relacionamos con el mundo. No dudamos por no saber lo que acontece entre ellos, lo hacemos por desconocer dónde estamos ni cuál es nuestro rol en esas coordenadas.

Meg asegura que hoy es el cumpleaños de su huésped, de Stanley. Pero cuando él le dice que está en un error, que aún quedan semanas, a ella le da igual y mantiene la celebración. Un evento al que se unirán dos recién llegados, Goldberg y McCann. Aparentemente dos desconocidos, pero que cuando se quedan a solas con Stanley sacan a relucir un pasado aparentemente común que les sirve como motivo para presionarle hasta la extenuación. Sin embargo, no llegan a decir qué pasó ni qué les ha llevado hasta allí por él. ¿Cómo posicionarnos ante semejante violencia sin causas ni razones antes expuestas?

Pinter es maestro en hacer del aire que respiramos una incertidumbre, lo necesitamos para vivir pero, al tiempo, es tal la ansiedad que nos provoca que su oxígeno es también el monóxido que nos ahoga. He ahí la paradoja -con aires de Samuel Beckett y su Esperando a Godot– de transitar por caminos que una vez iniciados ya no tienen marcha atrás, que no recordamos a ciencia cierta cómo comenzamos ni tampoco tenemos certeza de a dónde nos llevarán. Una agorafobia provocada por diálogos complejamente sencillos, estructurados como una perfecta tela de araña. Entramos en ellos atraídos por su espontaneidad y cotidianidad. Avanzamos esperando ese elemento que nos dé acceso privilegiado a un nuevo nivel, a entender el lado invisible de lo que estamos presenciando. Pero cuando nos queremos dar cuenta no hay posibilidad de escapatoria, los espacios se estrechan y poco a poco se va apagando la luz que nos había guiado hasta ese instante.

En definitiva, un brillante desasosiego que nos hace plantearnos interrogantes que probablemente no seamos capaces de formular con precisión y, por tanto, a los que seremos incapaces de darles respuesta. La agonía de lo que está siendo representando se traslada entonces a nuestro interior, transformándose en una profunda conmoción que nos deja noqueados.

Interrogantes sobre “Esperando a Godot” de Samuel Beckett

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¿Quién es Godot? La obra fue escrita en inglés en 1953, ¿tendrá algo que ver con Dios –God-?

¿Quién le espera? Dos hombres que duermen en el campo, Estragon y Vladimir. ¿Quiénes son? Nada más se dice ni se conoce de ellos. ¿A qué se dedican? A esperar la llegada de ese que quizás podría ser Dios.

¿Qué se cuenta? Como dos hombres de biografía inexistente aguardan la llegada de alguien de quien poco o nada se sabe. ¿Por qué será que esto podría ser similar a la vida de tantos y tantos individuos a lo largo de la historia vista bajo el prisma de la religión?

¿Qué ocurre durante la espera? Aparecen Pozzo y Lucky, y también un chico. Pozzo da órdenes, Lucky las recibe. Pozzo manda, Lucky cumple. Hoy son unos y mañana otros que no se asemejan a los de ayer. Ya lo decía Heráclito, la vida es continuo cambio, nada es lo que fue, ni siquiera un segundo después. El chico avisa, anuncia, adelanta, pero sin concretar, descubrir ni dar respuestas resolutivas a las interrogantes recibidas.

¿Dónde y cuándo sucede la obra? En un sitio sin nombre y sin fechas, en un lugar en el que hay un árbol con varias ramas, del que uno podría colgarse. ¿Será como la higuera que utilizó para ahorcarse Judas Iscariote?

¿Qué sentido tiene todo esto? Quizás sea no tenerlo. Todo lo que es, es una sola cosa y no es muchas más. No hay que pensar en las que podría ser, no es ninguna de ellas, solo es una que no es ninguna otra, la que es, la que le da sentido, existencialismo.

¿Qué se siente esperando a Godot? Desazón, angustia, asfixia, incredulidad y aturdimiento ante lo que se está viviendo, incoherencia, ansiedad, amargor. A la par que una extremada sensación de realidad y de control externo, quizás un gran hermano que nos aprisiona, quizás la locura y la barbarie, la cárcel y la lucha que intenta acabar con la imposibilidad de huir de lo visceral y lo irracional que forma parte del ser humano. Sin principio alguno, nihilismo.

¿Por qué leerla o verla representada? Para salir de las coordenadas espacio-tiempo en las que vivimos, de lo que avanza de atrás hacia adelante con lógica y adentrarnos en lo que es capaz de ser algo exprimiendo su nada, haciendo de una existencia vacía un juego de reglas ilógicas, tan falta de lógica que resulta ilógicamente coherente, el magnetismo del aparente absurdo.

¿Más preguntas?                                                                                                                               ¿Para qué?                                                                                                                                       Para saber más.                                                                                                                          ¿Con qué fin?                                                                                                                       Conocer.                                                                                                                                       Mejor experimentar y vivir.                                                                                                               No siempre es posible.                                                                                                         Pongamos el no cuando el sí no llegue, mientras tanto, iniciemos la lectura o dejemos que suba el telón y se inicie la función y… esperemos a Godot.