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“La fruta más sabrosa”, pícara y divertida de Livianas Provincianas

Destilado de varietés francesa, casticismos y guiños propios del cuplé patrio, unos toques de cabaret improvisado y el recuerdo explícito de Sara Montiel y Lina Morgan. Música y voz en directo. Comedia ágil que, sirviéndose de los tópicos y desmontando los prejuicios asociados, hace sonreír y reír, disfrutar y gozar. Fluidez en el escenario y complicidad con un público complacido.

Entren y tomen asiento en el Café Naves Matadero. Pidan de beber y relájense. Olviden problemas, preocupaciones y asuntos pendientes. La función va a comenzar. Pónganse en las manos de la Berta y la Reme. Confíen en su saber hacer y su experiencia, en sus dotes y capacidades, en la gracia y la chispa de su arte. No tienen vergüenza ni pudor, son descaradas y atrevidas. Pero con buen gusto, nunca resultan ordinarias ni hacen sentir incómodos a quienes les sonríen y les ponen ojitos desde su mesa, a quienes desean que se acerquen a ellos y les lancen un guiño, propongan algo atrevido o hagan un chiste cómplice a partir de cualquier elemento constituyente de su presencia. Ya sea su vestimenta, peinado, mirada o el sonido de su carcajada.

La propuesta es la de una boda -coescrita y codirigida por Paloma García-Consuegra, Irene Doher y Sergio Adillo- donde unos van de parte del novio y otros de la novia, y mientras ellos llegan, ellas nos entretienen. Reme, Berta y Berta la falsa, la pianista con barba que les marca con acierto el ritmo y el tono, el timbre y la melodía de su espectáculo. Base narrativa más que suficiente para sostener el recital que es esta función. Sobre el escenario dos artistas y amigas que se reencuentran, discuten y reconcilian, dialogan sobre sus asuntos económicos, afectivos y sexuales y exponen sus diferentes puntos de vista. Cómplices y contrincantes, rurales y directas, nada sofisticadas, pero maldita la falta que les hace.   

Una más procaz y fan de los plátanos, la otra más inocente y entusiasmada con los higos. Sucedáneos divertidos, con aire pop, de la embajadora de los campos de Criptana y la reina de La Latina. Lingüistas de la metáfora fácil y los símiles visuales, de la gestualidad evidente y la sensualidad coquetona. Sin trampa ni cartón, ni más cera que la que arde, ellas dejan claro lo que ofrecen y pretenden, y de la misma manera consiguen la reacción de su público. Damas y caballeros, jóvenes y mayores, modernos y clásicos convertidos en un todo cómplice que las escucha, las motiva y les insufla energía para que, incluso, se salten con éxito el guion improvisando lo que le provoque, sugiera o inspire el instante.

No esperen excelencia estética ni fineza técnica. La fruta más sabrosa no es la más fotogénica sino la que más y mejor se disfruta con todos los sentidos. Con el de la vista -he ahí los cambios de vestuario diseñado por Antiel Jiménez y confeccionado por Antonio Marcial Viéitez-, el oído -Pepe Alacid interpretando la partitura original de Pedro Granero, así como temas de finales del XIX y principios del XX-, el tacto -si tienes la suerte de ser unos de esos con los que la Irene o Paloma interactúe directamente, como fue mi caso-, el gusto -tal es su poder de persuasión que seguro hay quien recuerda escuchándolas y viéndolas el regusto de algo jugoso en su boca-, y el olfato -¡viva la laca Nelly!-.

Livianas Provincianas. La fruta más sabrosa, en el Teatro Español (Madrid).

10 montajes teatrales de 2022

Estrenos con la mirada puesta en el barroco de Lope de Vega. Pícaras del siglo de oro encarnadas por dos de nuestras mejores actrices. Reivindicaciones políticas, reflexiones filosóficas y un monólogo tan autobiográfico como terapéutico. Coralidades divertidas, sugerentes y sugestivas, y miradas a la adolescencia y a la ligereza de la primera juventud.

Restos del fulgor nocturno (Teatro Clásico). Josep María Miró se deconstruye y se reconstruye sobre el escenario en una suerte de morbo, desnudez y confesión en que revela intimidades, pudores y secretos personales y familiares, conformando una pirámide que crece conceptual y narrativamente formando un corpus cada vez más sólido.

Las que limpian (Centro Dramático Nacional). A Panadaría combina orgullo identitario, capacidad de análisis y finura para transmitir su visión sobre el atropello laboral que sufren tantas mujeres encargadas de limpiar las habitaciones de hotel, condenadas a trabajar en condiciones indignas y por un sueldo aún más miserable que la ética de los empresarios que las contratan.

Los farsantes (Centro Dramático Nacional). Pablo Remón volvió a la actualidad dramática por la puerta grande con dos horas y medias inteligentes y complejas en las que desnudaba la cara oculta del teatro y el cine con unos excelentes Javier Cámara, Bárbara Lennie, Francesco Carril y Nuria Mencía.

Malvivir (Teatro Español). Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón se trasladan bajo la dirección de Yayo Cáceres y la dramaturgia de Álvaro Tato al Siglo de Oro para ofrecernos un recital de gracia, verbo y presencia en el que se reparten y alternan los personajes para hacernos disfrutar con sus andanzas, descaros e impudicias

Los que hablan (Teatro del barrio). Sencillos y espontáneos que dicen lo que piensan, mas nunca piensan lo que dicen. Un cuadro, un fresco, un collage de humanidad en la combinación, la interacción y la unión de las voces, la presencia y la gestualidad de Malena Alterio y Luis Bermejo.

La voluntad de creer (Teatro Español). En el principio estuvo el verbo y la presencia, después la palabra y el cuerpo y finalmente el significado y la experiencia. Ese es el viaje escrito, dirigido y compartido por Pablo Messiez en un argumento que nos sitúa en una reunión familiar en el País Vasco.

La noria invisible (Teatro Español). Comedia dramática y drama risueño a la par, en el que la detallista dirección de José Troncoso se complementa con la retórica de su texto para ofrecer un espectáculo que nos llega, además de por lo que escuchamos y vemos, por la identificación que establecemos con sus personajes.

Tea Rooms (Teatro Fernán Gómez). Una dirección en la que cada personaje está trabajado tríplemente. Por sí mismo, en conexión con los demás y como parte de un protagonista que es el conjunto de todos ellos. Un enfoque que consigue una compenetración total entre texto y actrices, gesto, presencia y palabras.

Elogio de la estupidez (Teatro Español). Decía Forrest Gump que tonto es el que dice tonterías, también hay quien opina que los muy tontos son, en realidad, listos que viven de los tontos que se creen listos. Esta función podría ser utilizada a favor y en contra por partidarios de una corriente y de otra.

Sweet Dreams (Nave 73). No es solo un espectáculo individual o un monólogo al uso con distintos actos en el que su único personaje evoluciona, cambia y se enfrenta a sí mismo. Es también un diván, un folio en blanco y un confesionario en el que no hay más cera que la que arde y afirmaciones que las que se escuchan.

«El encanto de una hora» y la magia de lo teatral

Sesenta minutos en los que Jacinto Benavente dejó claro en 1892 cuán innovadores eran sus planteamientos y Carlos Tuñón demuestra hoy hasta dónde es capaz de llevar las posibilidades emocionales de una dramaturgia. Adaptación que eleva la fantasía del texto con un preciosista trabajo de ambientación y unas interpretaciones acordes al espíritu naif que se respira de principio a fin en su único acto.

El escenario puede estar escondido tras un telón más o menos suntuoso, o estar abierto a la mirada de los espectadores -con más o menos iluminación- antes de comenzar la representación. Esas son las opciones habituales, pero no la que sigue estos días el montaje que se puede ver en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español. Esta presenta una leve cortina, cuasi transparente, en la que se proyecta lo que bien podría ser la primera página que El encanto de una hora ocupó en la publicación original del Teatro Fantástico del maestro Benavente.

Una pieza en la que deliberaba sobre lo humano y lo divino, las utopías e ilusiones con que poblamos y malversamos el mundo en que vivimos. También un juego al hacer protagonistas a dos figuras de porcelana, personajes reales, cuales de carne y hueso, con alma, cabeza y corazón en el intervalo que va desde la medianoche hasta la una de la madrugada.

Quien años después ganara el Premio Nobel de Literatura se alejaba así de lo costumbrista y lo tradicional, y se adentraba en las turbulencias de las emociones para buscar la esencia, la contradicción y la utopía que conllevan el deseo y la búsqueda, la cercanía y la posibilidad de la libertad, el amor y el cambio. Un estado de ánimo que, antes que en el texto, está en un escenario que, gracias a la labor de Antiel Jiménez, aparece convertido en una acicalada y suntuosa sala de fiestas abandonada por su público y ocupada por una atmósfera que combina los restos de la diversión con el eco del mar y las canciones -de musicales, ligeras italianas, y boleros- que ya nadie baila. Paréntesis, ¿se han planteado en los números imaginarios crear una lista en cualquier plataforma de streaming para que podamos disfrutarla recordando la función?

La visión de Tuñón del cuadro imaginado por el autor de Los intereses creados acrecienta lo mágico y lo alternativo que éste escribió hace 130 años. Le da una dimensión extra conformada por la sonorización señalada y por una concepción de la cuarta pared que saca la acción a la calle, antes de comenzar la representación, e integra este exterior durante su desarrollo. Aunque su deconstrucción de la relación entre el patio de butacas y la acción abarca mucho más, dejando en suspenso, en momentos cruciales, la lógica narrativa que espera la audiencia. A algunos les crispará, a otros nos atrapa precisamente en esos.

Siguiendo sus indicaciones, Jesús Barranco y Patricia Ruz tornan en dos presencias cercanas, a las que es posible comprender y con los que resulta fácil empatizar. Son delicados, circunstancia acorde a su naturaleza cerámica, pero también entrañables, conforme a su capacidad de percibir, procesar y registrar sensaciones en su propia piel, lo que los lleva a la sonrisa y a la pesadumbre, a la alegría del futuro y a la tristeza del presente. La vida en sesenta minutos.

El encanto de una hora, en el Teatro Español (Madrid).

10 montajes teatrales de 2021

Obras nuevas y otras vistas tiempo después de que fueran estrenadas. Denuncia política, retrato social y revisión histórica. Producciones financiadas por instituciones públicas y otras como resultado de la iniciativa privada. Realismo y misticismo, diversión y dramatismo, monólogos y representaciones corales.

«Manning» (Umbral de Primavera). Una década después de que este apellido comenzara a sonar en los medios de comunicación por filtrar documentos que revelaban la cara oculta de la actuación militar de EE.UU. en Irak y Afganistán, podemos conocer su vida a través de este monólogo.

«Cluster» (ex límite). una constelación de constelaciones. Perfecta, pero no como resultado de esa unión, sino porque cada uno de esos microcosmos ya era redondo antes de integrarse en el entramado resultante.

«Estado B. Kitchen / Ruz – Barcenas» (Teatro del Barrio). La sobriedad de la puesta en escena y la rotundidad de las interpretaciones dobles de Pedro Casablanc y Manolo Solo dejan claro que la máxima de la dirección de Alberto San Juan es análoga a la objetividad periodística. 

«Descendimiento» (Teatro de la Abadía). La pintura, la poesía y el movimiento. La imagen estática, la palabra escrita y pronunciada y el cuerpo desplegado sobre el escenario. Tres lenguajes, tres medios que confluyen para crear algo que ya son cada uno de ellos por separado, y que juntos son más, arte.

«Shock 2. La Tormenta y la Guerra» (Centro Dramático Nacional). Un puzle de mil piezas que Boronat y Lima han diseñado tan bien sobre el papel que la materialización en escena dirigida por Andrés está a caballo entre lo continuamente fluido y lo casi perfecto.

«Sucia» (Teatro de la Abadía). Bàrbara Mestanza nos sitúa con valentía y claridad frente a la realidad de los abusos sexuales. Un relato en primera persona sobre aquello a lo que menos atención prestamos, a cómo se sintió la víctima cuando la violentaban, cómo convivió en silencio con aquel dolor y cómo fue el proceso de darlo a conocer.

«Una noche sin luna» (Teatro Español). Un texto redondo, una interpretación espléndida y una dirección extraordinaria de Sergio Peris-Menchetta que materializa con inteligencia y sensibilidad la profundidad, capacidad y múltiple expresividad del doble trabajo de Juan Diego Botto. 

«El bar que se tragó a todos los españoles» (Centro Dramático Nacional). Alfredo Sanzol cuenta que su texto está basado e inspirado en su padre. Hay verdad y ficción en lo que nos expone. Drama, comedia, costumbrismo y delirio hilarante. Del pequeño pueblo navarro de San Martín de Unx a Roma pasando por Texas, San Francisco y Madrid.

«N.E.V.E.R.M.O.R.E.» (Centro Dramático Nacional). Una original y trabajada propuesta escrita y dirigida por Xron, con la que el Grupo Chévere nos retrotrae tanto al inicio de la pandemia del covid como al desastre del Prestige veinte años atrás.

«Los remedios» (Teatro Lara). Acción y texto. Vida y actuación. Da igual si lo que relatan sucedió o no tal y como lo representan. Lo importante es que pudo ocurrir así porque suena a sentido y hecho con el corazón, y montado para ser captado y procesado desde ahí.

“La Infamia”, periodismo y derechos humanos

El relato de Lydia Cacho sobre cómo fue ilegalmente arrestada, torturada y amenazada con ser asesinada impacta tanto por su contenido como por su montaje escénico. Por la manera en que la interpretación de Marta Nieto y la dirección de José Martret lo amplifican y acercan tanto racional como emocionalmente.  Simbiosis entre el teatro documento y una crónica periodística narrada y transmitida en riguroso tiempo real.

Los hechos que se exponen en La infamia fueron reales, sucedieron en todos y cada uno de sus detalles. En su origen está la labor como periodista de Lydia Cacho y su denuncia, documentada y contrastada, de los abusos sexuales, proxenetas y pederastas que decenas de niños y niñas habían sufrido a manos de una red encabezada por un empresario hotelero de Cancún. Una verdad ante la que rápidamente se erigieron las garras del dinero, la justicia y el poder. Corrupción que la secuestró y la embarcó en un viaje en el que sufrió la violencia física y psicológica que experimentan en su país muchos defensores de los derechos humanos.

El destino estuvo de su parte y Lydia no acabó asesinada o desaparecida el 16 de diciembre de 2005 como tantos otros. Su convicción profesional y actitud vital le llevaron a exponer lo que vivió para mostrar una realidad que, aunque ajena a muchos de nosotros, obviamos o negamos para mantener tranquilas nuestras conciencias. Una historia particular, personal e individual, pero semejante a otras. Lo interesante, valioso y único de La infamia es que, en ella, informadora y protagonista se funden, pero no en un texto ensayístico, sino en una crónica periodística redactada y escenificada en primera persona del presente y complementada con pasajes más reporteros que la explican, contextualizan y detallan.

Esto es lo que subraya y muestra la dirección de José Martret. Cumple los requisitos del teatro documento, pero va más allá de respetar la exactitud, el tono y la intención de las palabras. La escenografía que ha conceptualizado, ligando lo escénico, lo corporal y lo audiovisual no solo amplifica lo impactante, único y oscuro de lo que nos cuenta, sino que expone fielmente su estructura informativa, su compromiso con la objetividad de su narración y su rigor en su necesario resumen y edición de los hechos. Al tiempo, y sin traicionar ni alejarse de esto, crea una atmósfera que envuelve y encierra al espectador en el relato de Cacho, y confía, liga y aboca su estado emocional a la suerte que ella haya de correr.

Periodismo y teatro a la par gracias al excelente trabajo interpretativo de Marta Nieto (papel en el que le sucederá Marina Salas a partir del 4 de enero). Sus cambios de registro son tan propios del personaje como de su relato sobre sí misma. Las sensaciones que transmite trasladan tanto la intención comunicativa de lo que expone como la vivencia interior de su personaje. Evidencia la vulnerabilidad, intensidad e incertidumbre de quien estuvo y padeció, pero también el propósito realista y sereno de quien ahora nos lo cuenta con el único objetivo de acercarnos aquellos hechos. Algo en lo que el inteligente planteamiento de videoescena de Martret se revela tremendamente útil, un recurso que utiliza para introducirnos en la esencia de lo que se está exponiendo sin alterar la verosimilitud de su mensaje ni la autenticidad de su adaptación teatral.  

La infamia, en Naves del Español (Madrid).

«Una noche sin luna», pero llena de luz

Un texto redondo, una interpretación espléndida y una dirección extraordinaria de Sergio Peris-Menchetta que materializa con inteligencia y sensibilidad la profundidad, capacidad y múltiple expresividad del doble trabajo de Juan Diego Botto. Un homenaje a la figura, las palabras y el pensamiento de Federico García Lorca que demuestra la razón de su universalidad y el por qué de su vigencia. 

Para cuando el planteamiento se ha convertido en nudo, Juan Diego Botto tiene a sus espectadores en el bolsillo. Hipnotizados, seducidos, convencidos, entregados a su conversión en el poeta de Fuente Vaqueros para explicarnos cómo fue que, aunque muriera la noche del 18 de agosto de 1936, habían comenzado a matarle mucho tiempo antes y la manera en que siguieron haciéndolo tras abandonar su cadáver en un lugar aún por descubrir. Pero no se alarmen, el tono del texto escrito por Botto no es trágico. No niega el drama, no huye de la seriedad de la reflexión social ni evita la crítica en su análisis político, pero lo que priman en él es el buen talante y la comicidad, la ironía y el sagaz sentido del humor de su protagonista. 

A partir de fragmentos de entrevistas, anécdotas, conferencias, extractos de sus dramaturgias y estrofas de sus poemas, Una noche sin luna se erige como una síntesis genial de la personalidad vibrante, el pensamiento agudo y la biografía interior de Federico. Más allá de los lugares, las personas y los momentos concretos que recuerda, su máximo acierto está en hacerlo evocando lo que pensó y concibió, transmitiéndonos sus fortalezas y debilidades, y acercándonos a su manera de estar y relacionarse con el mundo. Un sentir alejado de la visceralidad, la estrechez de miras y la búsqueda de confrontación de la época que le tocó vivir y que desembocó en el fratricidio que estalló un mes antes de que le fusilaran por rojo y maricón. 

Una abundancia y profundidad de información y impresiones a la que el monólogo y la destrucción de la cuarta pared por parte de Botto le dan una fluidez que embauca al patio de butacas haciéndole olvidarse de estar ante una ficción. El deleite, el gozo y el disfrute es tal que genera la ilusión de estar ante una realidad en la que nos gustaría quedarnos a vivir por siempre, a la par que nos sentimos extrañamente cómodos al descubrir que los parlamentos de algunos de los múltiples secundarios de la España de décadas atrás que escuchamos -yendo del costumbrismo a la caricatura, del epítome al compendio- suenan tan irrespetuosos, tendenciosos y peligrosos como muchos de los que seguimos siendo testigos hoy en día.  

La soberbia dirección de Sergio Peris-Menchetta materializa con exquisito pormenor tanto la poesía que articula el texto, sus distintas escenas y pasajes emocionales, como la potencia exterior de su mirada y la elocuencia sensorial de sus hipótesis y especulaciones. Un logro resultado de la elegancia y minuciosidad de la iluminación de Valentín Álvarez, la galanura y las metáforas del vestuario de Elda Noriega, el eco del espacio sonoro de Pablo Martín Jones y de las canciones de Rozalén, Morente y Lagartija Nick, y las múltiples y potentes alegorías de la escenografía de Curt Allen. Todos ellos juntos, unidos, compenetrados y perfectamente ensamblados consiguen que Una noche sin luna sea un soberbio espectáculo teatral, un sentido homenaje a Federico y un sincero agradecimiento al eterno valor, atemporalidad y generosidad de su legado. 

Una noche sin luna, en el Teatro Español (Madrid).

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

10 montajes teatrales de 2020

El teatro es como ese navegante que, cueste lo que cueste, siempre se mantiene a flote. Te hace reír, llorar y pensar. Te abstrae, te incomoda y te sacude. Te saca de tus coordenadas y te arroja a las vicisitudes de mundos que ignoras, esquivas o desconoces. Te aporta y te da vida, te engrandece.  

«Prostitución». De la comedia cabaretera a la verdad del teatro documento y la exposición de la denuncia política. Un recorrido por historias, testimonios y situaciones que hemos escuchado, leído, comentado y banalizado muchas veces.

«Carmiña». Tras «Emilia» (Pardo Bazán) y «Gloria» (Fuertes), la tercera entrega de la Mujeres que se atreven de Noelia Adánez en el Teatro del Barrio puso el foco en otra gran escritora, Carmen Martín Gaite. Un personaje tan solvente como los anteriores, respetando su carácter único y dándole una solvente entidad dramática.

«Los días felices». Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

«Curva España». El muy peculiar humor gallego de Chévere. Un particular “si hay que ir se va” que les sirve para elucubrar, imaginar y ficcionar la Historia (con mayúsculas) para dar con las claves que explican y ejemplifican muchas de nuestras incompetencias y miserias.

«Traición». Israel Elejalde convierte la construcción literaria y psicológica entre el silencio, los monosílabos, las interjecciones y las frases hechas de Harold Pinter en un sólido montaje con buenas dosis de amor y humor, pero también de corrosión y dolor.

«Con lo bien que estábamos». Qué arte, qué lujo y despiporre el de la Ferretería Esteban. Un espectáculo que suma esperpento, absurdez y espíritu clown. La atemporalidad de la tradición, de los clichés, los recursos y los guiños que si se manejan bien siguen funcionando.

«El chico de la última fila». Multitud de capas y prismas tan bien planteados como entrecruzados en una propuesta que juega a la literatura como argumento y como coordenadas de vida, como guía espiritual y como faro alumbrador de situaciones, personajes y aspiraciones.

«Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero». La muerte es una etapa más, la última de la materialidad, sí, pero también la del paso a la definitiva espiritualidad, que en el caso del que se va no se sabe en qué consiste, pero para el que se queda adquiere denominaciones como legado, recuerdo, homenaje y honramiento.

«Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra». Activismo feminista y ecologista, dramaturgia, plasticidad, danza, crítica social y notas de humor en un montaje que va del costumbrismo al existencialismo en una historia que recorre nuestras tres últimas décadas.

«Macbeth». La obra maestra de William Shakespeare sintetizada en una versión que pone el foco en la personalidad y las motivaciones de sus personajes. Dos horas de función clavado en la butaca, sin aliento, ensimismado, seducido e hipnotizado por un elenco dotado para la palabra y la presencia.

«Cuando deje de llover» de Andrew Bovell

Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

No se llega a todo y Cuando deje de llover pasó por la cartelera del Teatro Español en 2014 y 2015 no encontré el momento de verla. Pero conservaba en mi memoria algunos entrecomillados de prensa y el boca a boca de entonces, hasta que el azar ha hecho que llegara a mis manos el texto de Andrew Bovell. Lo inicié con el prejuicio de dar por sentado que me iba a gustar. Si días atrás había salido encantado de Tribus, el último montaje de Julián Fuentes Reta, no me iba a pasar menos con el libreto de este título que también dirigió él. Lo que no me esperaba era verme envuelto en una atmósfera tan sensible y dolorosa como llena de amor y deseo de amor en su contenido, así como sugerente y poética en su propuesta escenográfica.

Desde 1958 en Londres hasta 2039 en Alice Springs, el título deja bien claro lo que sucede durante casi todas las escenas, cargándolas de una plasticidad que Bovell propone no solo para dotarlas de simbolismo, sino para darle base e hilo conductor a su acción. Ejerce, junto con otros recursos -como el comer sopa de pescado o determinadas sentencias- de déjà vu, estructurando su relato y sintetizando cómo el destino hace de las suyas uniéndonos más por los silencios, las ausencias y los vacíos que por lo explicitado con palabras, lo pactado de mutuo acuerdo y lo asumido conscientemente.

Los vínculos entre matrimonios (y su incomunicación), hijos (y su sensación de abandono), hermanos (que no se recuerdan) y parejas (que no tienen claro qué les une) quedan establecidos antes de ser explicitados, tanto en el mismo nivel temporal como entre generaciones, estableciendo una línea que no solo vincula, sino que liga en una misma actitud y proceder ante la vida a un matrimonio londinense con su bisnieto en el centro de Australia. Una conexión que se da en lo nuclear, su identidad, y en lo circunstancial, aquello en lo que fijan su atención y que sirve como alegoría de sus valores, motivaciones e interrogantes. He ahí Diderot y su pensamiento de que el hombre es responsable de su destino, las nevadas del verano de 1816, la entrada de los tanques soviéticos en Praga en 1968 o un futuro en el que el aumento del nivel del mar habrá hecho de las suyas.

Diálogos de frases cortas y situaciones en las que la tensión parece condensarse hasta materializarse. Escenas y monólogos cargados con gran fuerza emocional, tanto explícitamente como entre líneas. Una constelación familiar y un trama argumental con giros que demuestran que lo imposible es posible. Acontecimientos de los que sus protagonistas queda tan rehén como sus lectores/espectadores, los primeros por desconocer qué ocurre y los segundos por tener la imagen completa de la historia de la que forman parte. Como tantas otras propuestas (pienso en autores también de lengua inglesa como Tennessee Williams, Arthur Miller, Tracy Letts o Edward Albee), teatro catártico, duro, difícil e incómodo, pero humanamente necesario y sanador.

Cuando deje de llover, Andrew Bovell, 2008, Teatro Español.