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“La imposible verdad. Textos 1987-1993” de Pepe Espaliú

Poesía, prosa cargada de lirismo, ensayos breves concebidos para catálogos expositivos y entrevistas varias. Como denominador común el contraste entre la vivencia interior y la imposición del mundo exterior, la denuncia de la conversión del arte en muestra del hedonismo y la individualidad de la sociedad de finales del siglo XX y el silencio, abandono y hostigamiento que sufrían los primeros enfermos de SIDA.

Conocí a Pepe Espaliú (Córdoba, 1955-1993) a través de la exposición que el Museo Reina Sofía le dedicó en 2003. Me impresionaron sus jaulas, tres piezas de gran tamaño, elaboradas con alambre de hierro, que colgaban del techo y cuyas bases se abrían como si fueran la paradójica falda de una montaña. Una dimensión que se desplegaba estéticamente ante su espectador con la promesa de acogerle pero que, de entrar en ella, quedaría atrapado y sin salida. Con la contrariedad de permitirle interactuar visual y oralmente, mas sin formar parte del mundo que le rodea. Cuando Pepe creó esta obra ya sabía que iba a morir como consecuencia del sida, la enfermedad en que había derivado el VIH. Asunto al que dedicó tiempo y energía, y que impregnó su producción no solo escultórica, sino también literaria en los últimos años de su vida, tal y como evidencia La imposible verdad.

Su primera parte es un poemario, En estos cinco años. 1987-1992, publicado originalmente en 1993 y prologado por Retrato del artista desahuciado. Esas tres páginas son una perfecta introducción y síntesis a lo que viene a continuación. Sin ambigüedades ni juegos estilísticos, sin rehuir la complejidad, expone lo que supone ser y sentirse homosexual en una sociedad que te niega la existencia a través del silencio verbal, la invisibilidad física y la negación intelectual. Una consciencia del mundo del que formaba parte, de la persona que era y del cuerpo a través del cual se sentía parte del primero y encarnación de la segunda, a la que se sumó en la última etapa de su biografía la experiencia personal del estigma y el rechazo, de la furiosa homofobia y la cruel serofobia, producto del miedo irracional y la ignorancia impúdica. Todo ello, como muy bien apunta, no solo como resultado de una mentalidad anclada en el pasado, sino también de la banalidad, superficialidad y exaltación del ego que promovía el neoliberalismo.

Epidemia paralela que anulaba el espíritu crítico de los artistas y el papel social del arte, medio con el que preguntar, plantear y agitar conciencias. Facultad que parecía estar quedando diluida como resultado de la acción del sistema político y económico, ávido de mantener el status quo del poder y de, por tanto, desactivar cuanto pudiera ir en su contra. Con el beneplácito de los medios de comunicación, cómplices por su deseo de formar parte de ese entramado de decisión. Y por la inacción del propio mundo del arte al haber dejado que su razón de ser pasara de girar en torno a lo creativo a hacerlo alrededor del perverso concepto del mercado. Ensayos recientes como Arte (in)útil de Daniel Gasol dejan patente que no hemos cambiado y que Espaliú era un analista agudo y sagaz, a la par que visionario.   

En ese marco se hace aún más patente su activismo, pero no por el hecho de verse como víctima necesitada de cuidados y atención, sino por constatar que el VIH/SIDA era, entonces, la última muestra de cómo se niega la existencia moral a quienes no se atienen al discurso, a la retórica vacía, de quienes ostentan la autoridad, sin mayor fin que el de mantener sus privilegios. Muy crítico con el gobierno español, convencido de la labor de grupos como Act Up (recordemos la película 120 pulsaciones por minuto) y del papel reivindicativo que han de ejercer los artistas bajo premisas como el espíritu colaborador, ir de lo complejo a lo simple, y conectar con el objetivo de revelar lo ignorado, mostrar lo desconocido y dignificar lo deliberadamente ocultado.

Una visión que guió su pensamiento y sus materializaciones, como la acción Carrying, en la que consiguió confluir no sólo la creación simbólica de lo que suponía la enfermedad, sino también la manera proactiva en que habíamos de hacerle frente como sociedad y el papel divulgador a desempeñar por las cabeceras mediáticas. A través de las entrevistas que recopila La imposible verdad se puede conocer su inspiración estadounidense, su génesis y nacimiento donostiarra y su éxito en Madrid el 1 de diciembre de 1992. Día en el que su cuerpo descalzo fue transportado desde el Congreso de los Diputados hasta el Museo Reina Sofía -donde hoy se puede ver el vídeo que la recuerda- por distintas parejas de toda clase de personas, incluyendo políticos, en lo que supuso la demostración tanto de la inteligencia y capacidad creativa y comunicadora de Pepe Espaliú, como de lo acertado de su diagnóstico sobre las contrariedades, derivas e hipocresías de las coordenadas ideológicas de nuestra era.  

La imposible verdad. Textos 1987-1993, Pepe Espaliú, 2018, La Bella Varsovia.

10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

«Angels in America» de Tony Kushner

Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

Aunque han cambiado muchas cosas desde que Angels in America fuera estrenada a principios de los 90, la fuerza de sus tramas, diálogos y situaciones causa tal impacto que parece que acaba de ver la luz. Su valor no está solo en lo que cuenta, en la sensación apocalíptica que vivieron los muchos afectados por el SIDA a mediados de los 80 cuando quedó claro que esta enfermedad había llegado para quedarse, y en cómo los círculos políticos y religiosos más conservadores acentuaron los prejuicios contra la homosexualidad. Lo que hace importante este texto de Tony Kushner es la contundente claridad con que revela la inhumanidad de un mundo que, a pesar de su desarrollo, sigue siendo cruel e injusto con todo aquel que no cumpla los cánones represivos de sus gobernantes.

Una opresión que no solo hiere a aquellos cuya manera de ser y sentir difiere del supuesto canon mayoritario, también a todo aquel que cae en su adoctrinamiento, anulándose para sobrevivir o para ponerse al servicio de un objetivo y una promesa de recompensa futura inexistente. Una neurótica complejidad perfectamente expuesta en los dos volúmenes de esta obra (Millennium approaches y Perestroika) en los que el autor de Homebody/Kabul muestra cómo las coordenadas macro (políticas, económicas, tecnológicas,…) en que nos movemos influyen, y hasta determinan, muchos de nuestros pequeños gestos y comportamientos cotidianos.

No solo confronta a unas personas con otras a través de los prejuicios morales, las convicciones religiosas y el desconocimiento fomentado por el sistema, sino que hace algo aún más retorcido, las enfrenta consigo mismas convirtiéndolas en seres desequilibrados –paranoicos, depresivos, cínicos,…- que, a su vez, infringen dolor en su alrededor. Parejas que solo se sostienen en los momentos positivos, matrimonios sin convivencia real tras la fachada, hombres que recurren al sexo para exorcizar sus frustraciones, profesionales que se sirven de la ley y sus mecanismos únicamente para sentirse poderosos, mujeres que validan sus decisiones por supuestas conexiones espirituales…

Hasta esa fangosa y dolorosa profundidad que nos negamos a reconocer –tanto a nivel individual como colectivo- llega Tony Kushner para proponer la catarsis que es Angels in America. Una sacudida que no solo habla de buenos y malos, de dimensiones reales y mundos imaginarios, sino también de valientes y cobardes, de visionarios e incapaces en el nefasto escenario que trajeron consigo las políticas liberales de la administración Reagan, escondiendo tras la promoción de la individualidad la mercantilización de todo lo social.

La frescura y eficacia de sus diálogos aúnan la expresividad emocional, la abstracción de la confusión, la rectitud de la evasión y lo onírico de la introspección en su ejercicio por entender qué está pasando y vislumbrar el futuro por venir, pero sin renegar del pasado más inmediato ni de la dimensión de la Historia. Es más, lo hace incluso valiéndose de sus referentes –los ángeles del título- y utilizándolos en su dimensión más absoluta, con neutralidad, como lo que son según la Biblia, como mensajeros sin función calificativa alguna. Por todo esto y por lo que solo se puede captar sumergiéndose entre sus líneas, Angels in America no solo es un excelente texto teatral desde un punto de vista literario, sino también un brutal ejercicio de expiación humana solo apto para valientes.

Angels in America, Tony Kushner, 1990, Theatre Communications Group.

«The inheritance» de Matthew Lopez

Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

El futuro se diseña desde un presente resultado de un pasado construido con el trabajo, las ideas y el esfuerzo de todos aquellos que estuvieron o llegaron aquí antes que nosotros. Ese es el doble principio sobre el que está anclada esta obra estructurada en dos partes, de tres horas de duración cada una, estrenada en Londres en 2018 y en Broadway en 2019. También sobre la figura de E.M. Forster (1879-1970) en lo literario y los disturbios de Stonewall y el activismo que surgió en los 80 para hacer frente a la pandemia del VIH/SIDA.

El autor de Howards End y Maurice -protagonista que dirige la dimensión meta teatral de este texto- marca con sus afirmaciones e interrogantes la pauta sobre cómo se construye una ficción, qué información necesitamos saber sobre los personajes principales y qué han de mostrar para ser verosímiles. Respuestas que guía y materializa sobre el escenario con la ayuda de un grupo de hasta diez jóvenes aspirantes a escritores. Un coro que también encarna a los muchos secundarios de esta función que toma como marco temporal los meses antes y después de la sacudida que para el activismo social y el progresismo político supuso la llegada de Trump a la Casa Blanca.

Dos parejas, Eric y Toby y Henry y Walter, articulan unos acontecimientos en los que tienen mucho peso cuestiones como los abusos sufridos durante la infancia por ser gay -circunstancia de la que se toma conciencia por el insulto y la agresión del entorno antes de la propia auto percepción- o el haber sido testigo décadas atrás de la hecatombe que supuso ver morir a amigos, conocidos y vecinos por una enfermedad para la que no había tratamiento y a la que la sociedad respondía ignorándoles, despreciándoles y estigmatizándoles.

Claves vivenciales que determinan la base psicológica e histórica sobre la que se cimentan las relaciones de amistad y de pareja entre los hombres -y por extensión, entre la generalidad de los homosexuales de nuestro tiempo- de esta ambiciosa historia. Unas veces con ánimo de reciprocidad y complementariedad, y otras de total utilitarismo, cayendo en la cosificación sexual, la banalidad material, la soberbia del ego o todas ellas a la vez. La minuciosidad de Matthew Lopez -evocadora de Larry Kramer (Faggots, The normal heart) y Tony Kushner (Angels in America)- consigue que las situaciones que plantea aúnen el capricho del libre discurrir del tiempo con los efectos acumulativos de su sedimentación.

Lo que sus diálogos, monólogos y narraciones nos transmiten resulta tan casual como causal, llevándonos a la par por el camino del destino y por el sendero de las cuestiones no resueltas que nos perseguirán hasta que no las afrontemos y demos solución. En su propósito por ofrecer un relato humano y creíble con el que empatizar y hasta identificarnos, Lopez no se limita a la denuncia política y la crítica social, sino que apela también a la responsabilidad individual y al papel activo que cada uno de nosotros puede tener en un futuro más humano y respetuoso. Una catarsis necesaria que pasa por ejercer este deber desde ya y agradecer su lucha y sus logros a los que nos precedieron.  

The inheritance, Matthew Lopez, 2018, Faber & Faber.

Recordando a David Wojnarowicz

Hace un año el Museo Reina Sofía me permitió conocer más de cerca la fascinante obra de este hombre que ejemplifica perfectamente una de las caras de lo que fueron los años 80 en el mundo occidental: enfermedad y muerte (VIH y SIDA), eclosión salvaje del liberalismo y lucha por la igualdad y la libertad de expresión.

One day this kid…, 1990.

Los años 70 fueron los de la decepción americana. La Guerra de Vietnam demostró que su imperialismo tenía límites y su cuenta corriente números rojos. La alegría de las imágenes costumbristas a lo Norman Rockwell eran algo lejano, el pop había estallado y la fuente de Duchamp ya no escandalizaba ni promovía la subversión, sino que incitaba a convertir cuanto fuera comercializable en objeto aparentemente artístico. El arte, por su parte, había dejado el altar de las jerarquías sociales para pasar al del dinero, descendiendo en forma piramidal según los niveles adquisitivos del público comprador y admirador, creando así una nueva manera de clasismo.

Los 80 fueron la década en la que los más valientes dieron rienda suelta a la libertad individual, reivindicando su derecho a existir y a mostrarse -fuera mujer, negro u homosexual- en igualdad de condiciones que el hombre blanco heterosexual que todo lo regía desde tiempos inmemoriales. Uno de esos fue David Wojnarowicz (1957-1992), abiertamente gay, consumidor sin pudor de sustancias prohibidas, quien experimentó con el fotomontaje, la fotografía, el audiovisual, la creación sonora y la plástica sobre diferentes superficies para manifestar tanto su manera de ser y sentir, como el desacuerdo con el modelo de gobierno y convivencia de su nación.

Autorretrato , 1983–84.

Siempre tuvo claro que no encajaba, pero no por ello se subyugó al sistema para hacerse un sitio que le permitiera sobrevivir sumiso y en silencio. Vivió en la calle en Nueva York, llegó a San Francisco haciendo autostop y volvió para realizar grafitis y sorprender con su obsesión por Rimbaud. Intuyó el peligro y no lo rehuyó, la heroína, la cocaína y el virus que navegaba en el amor machacaron su cuerpo, pero le hicieron consciente de la condena a la que la sociedad le había avocado desde niño. Por ser diferente, por no acatar las normas, por no comportarse como se esperaba de él, por no ofrecer la imagen que la moral religiosa y la presión social exigían.

Arthur Rimbaud en New York, 1979

Por eso es que su activismo, practicado con descaro y con rabia, con descaro, eludiendo cualquier imagen edulcorada, no se limitaba tan solo a su condición sexual. Era la punta de un iceberg de expresividad que no reclamaba, sino que exigía, respeto, compromiso de igualdad, diálogo empático y consideración a la multietnicidad del pueblo americano, así como a la vida privada y a la intimidad emocional y espiritual de toda persona. Terrenos privados y reservados que la administración Reagan había convertido en el campo de batalla sobre el que sustentar su intención de jerarquizar a la población estadounidense -y por extensión, a la mundial- por nivel de ingresos, origen y estilo de vida.

«Sin título (cabeza verde)», 1982

Han pasado los años y sus obras siguen transmitiendo la inteligencia con la que fueron concebidas, la fuerza con que fueron realizadas y el compromiso del mensaje y la intención con que Wojnarowicz trabajó en ellas. Dando voz e informando, criticando y defendiendo, haciendo del arte un medio no solo estético, sino también subversivo, revolucionario, espejo y reflejo de las desvergüenzas de una democracia y un supuesto régimen de derechos humanos con muchas lagunas, más nebulosas y demasiados cadáveres bajo su alfombra.

Sin título (Rostro en la tierra)’, de 1991.

Larry Kramer, el dramaturgo del corazón normal

Casi veinte años después de conocerle, los textos teatrales, narrativos y políticos que he leído de este autor y activista siguen teniendo para mí la misma fuerza, vigencia y liderazgo que sentí en ellos cuando los descubrí. El destino quiso ayer que, a punto de cumplir 85 años, su vida se acabara. Ahora queda que el futuro le agradezca lo que hizo y la Historia honre el legado que nos deja.     

Tras las dos escenas iniciales renuncié a dormir e hice el salto interoceánico de mi segundo San Francisco – Madrid, allá por 2002, enganchado a The normal heart, obra de teatro escrita por Larry Kramer, hasta entonces alguien desconocido para mí. Llegué a él tras leer And the band played on, el excelente ensayo que sobre los inicios del VIH/SIDA Randy Shilts publicó en 1987 y por sugerencia de varias de las personas con las que en las semanas previas me había entrevistado para conocer más y mejor cómo se formuló en sus inicios el concepto social de ese binomio de virus y enfermedad.

Según el reportero del San Francisco Chronicle, la obra de Kramer fue la primera que se estrenó (21 de abril de 1985) sobre esta pandemia cuando aún no era muy conocida. Su argumento, cómo la homofobia de las administraciones públicas y la mayor parte de la sociedad provocó un desprecio por los primeros afectados -a priori, mayormente homosexuales- que acabó llevándose por delante la vida de muchas personas y retardó la puesta en marcha de los mecanismos de investigación, salud pública y atención social que hubieran evitado la pérdida de muchas más (sin entender de cuestiones como sexo u orientación sexual, género, edad, raza o rincón del mundo en el que se viviera).

Kramer reflejó en esta historia tanto su experiencia personal como sus emociones de aquellos años de incertidumbre y desconcierto en que vio morir a muchos conocidos -sin saber la causa ni el modo de contagio-, maltratados y abandonados por los prejuicios de sus familias y conocidos, mal atendidos por la falta de medios y conocimientos en los hospitales. Situación que le llevó a organizarse junto a personas de su entorno, voluntarios y voluntaristas, para ayudar en la medida de la posible.

Un germen del que, gracias a su empeño y dedicación, surgió Gay Men’s Health Crisis (GMHC), una organización para dar apoyo -comida, limpieza y compañía- a los afectados, y a hacer presión ante los representantes públicos para que actuaran ante lo que estaba ocurriendo. El resultado fue una voz a la que no hicieron callar ni los prejuicios de la derecha norteamericana ni el economicismo y la deshumanización de sus prácticas neoliberales, tal y como se puede leer en ese brillante texto dramático que es The normal heart.

A pesar de la claridad de su discurso, Kramer no era bien visto por muchos. Su actitud y propuestas eran consideradas demasiado directas, promovía el diálogo solo si era efectivo, consideraba que no había que ser tolerante con el intolerante, que había que tomar conciencia de lo que estaba sucediendo y ejercer la responsabilidad personal. Fue expulsado por los suyos de GMHC y ya había sido duramente criticado tras publicar en 1978 Faggots, novela en la que reprochaba el hedonismo y la sobreactuación sexual en que, según él, había caído buena parte de la comunidad homosexual tras la libertad que iniciados los 70 se había conseguido en ciudades como su Nueva York natal. Polémicas aparte de un título tan provocador (Maricones, si lo traducimos), lo que dejan claro sus páginas es que dominaba también el estilo narrativo.

Pero fiel a su espíritu y a su concepción del activismo, en 1987 se unió a Act Up. Organización no solo asistencial e informativa, sino también denunciadora que recurría a acciones de gran impacto mediático como ocupar el parqué de Wall Street o las sedes de empresas farmacéuticas (como pudo verse hace un par de años en la brillante película francesa, 120 pulsaciones por minuto) que retrasaban, con fines especulativos y lucrativos, la puesta a disposición de los afectados de los primeros tratamientos antirretrovirales. El apoyo de artistas como Keith Haring hizo que sus mensajes resultaran más que reconocibles, sobre todo con campañas tan certeras y directas como Silence = Death, con imágenes que denunciaban la serofobia, visibilizaban la homosexualidad y promovían prácticas sexuales seguras.

En 1992 Kramer volvería a dar muestras de genio teatral con The destiny of me, obra en la que daba continuidad a la vida del protagonista de The normal heart, y ejemplificando cómo se pueden combinar la reivindicación política con la evocación emocional de la creación artística. Senda en la que siguió en las décadas posteriores hasta el momento presente en que estaba trabajando, como se supo hace poco, en un nuevo texto sobre la triple plaga que han vivido muchos gays, el VIH, el COVID y el envejecimiento. Pocas semanas después que Terrence McNally, se va otro grande del teatro norteamericano y un activista que desarrolló los postulados de Harvey Milk, convirtiéndose en un referente al que tener muy en cuenta. Muchas gracias por todo, Larry Kramer.

(Fotografía de Angel Franco, tomada de The New York Times).

Adiós Terrence

Ayer falleció Terrence McNally, uno de los dramaturgos más importantes de las últimas décadas y al que debo mucho de lo que el teatro significa para mí. Un espacio y un tiempo en el que buscar y encontrar la verdad de quiénes y cómo somos en tramas y personajes que nos han servido para tomar conciencia de realidades como el VIH y la homofobia, sentir lo alto y lejos que nos puede llevar la música y entender y comprender el valor del amor y la amistad.

Qué irónico que en estos días de pandemia, el coronavirus se haya llevado a sus 81 años a quien lucho con su saber hacer literario contra el estigma social que supuso para muchos una catástrofe sanitaria anterior, la del sida. Nada más tener conocimiento de la noticia, mi mente viajó hasta aquella tarde del verano de 1997 en que en una de las salas del Palacio de la Música vi la adaptación cinematográfica de Love! Valour! Compassion! (a quien tuviera la brillante idea de estrenarla en España como Con plumas y a lo loco que sepa que además de absurdo, le quedó muy homófobo el cliché).

Un amigo propuso ir al cine y aquella fue la cinta elegida, no tenía ni idea de qué íbamos a ver, pero dos horas después, cuando acabó la proyección, no quería irme, no quería salir de la proyección, de la pantalla, me dolía separarme de los diálogos que había escuchado, de lo que allí se había contado, expuesto y tratado. Aquellos ocho hombres -parejas, exes, amigos, ligues- no solo me hablaron sobre amor y amistad, cariño y empatía, sino también sobre lo difícil, pero tremendamente enriquecedor, que es liberarse de lo que se convierte en una carga pesada cuando nos lo guardamos y torna en liviano cuando lo compartimos.  

Aun consciente de que lo que había visto era una película, tenía claro que lo que me había llegado no eran solo los fotogramas, sino sus personajes y sus diálogos. Pero como no soy un erudito del teatro, me acerco a él como si fueran ventanas en las que mirar y disfrutar, proyectándome unas veces, fantaseando otras, lo dejé estar y ahí se quedó mi flechazo. Hasta que en mi primer viaje a San Francisco en 2001 me acerqué en la calle Castro a A different light, librería hoy desaparecida, y compré el texto teatral original, estrenado en 1994 y en el que se basaba lo que había visto (y cuya adaptación estaba también firmada por McNally).

Me gustó volver con las palabras a donde había estado con las imágenes, pero lo que verdaderamente me impactó fue la libertad interior que sentí al leer la honestidad, sinceridad y sencillez con que allí se hablaba de emociones como miedo, rabia, ira, impotencia, cariño, entrega, deseo o amor. Y no de manera aislada, sino en ese totum revolutum con que hacen acto de presencia tanto en los momentos importantes como en la cotidianidad de cualquier persona, de cualquiera de nosotros. Y como extra, aquel volumen incluía otra obra más escrita un año antes, A Perfect Ganesh, una historia sobre dos amigas de viaje en la India que recuerdan cómo se sienten en deuda con sus hijos.

Tema que me recuerda a una de sus últimas creaciones, Mothers and sons (2013), el encuentro entre una mujer que perdió a su único hijo por culpa del sida y quien fuera su pareja, dolida porque él haya rehecho su vida y ella siga anclada al vacío en que la ha anclado su muerte. La culpa se ha adueñado de esa madre que despreció a su vástago décadas atrás por ser homosexual, remordimiento que le impide aceptar que su viudo haya sido capaz de continuar sin olvidarse del hombre al que amó. Un trasfondo cristiano en el que McNally había profundizado ya en Corpus Christi (1997), libreto en el que a partir de un asesinato homófobo se traslada hasta la biografía de Jesucristo planteándose cómo habría sido recibido su mensaje y su misión de haber sido, tanto él como sus apóstoles, homosexuales.

En el terreno de la comedia es imposible no sonreír recordando Frankie y Johny en el claro de luna (1987), el encuentro de dos solitarios con pavor a entregarse, a amar y ser amados por el pánico que les produce la idea de no ser aceptados por su pasado o sus inseguridades o, peor aún, sentirse maltratados al no ser correspondidos o verse abandonados. Ni sé la de veces que he visto la película (también escrita por él) protagonizada por Michelle Pfeiffer y Al Pacino, pero no dejo de imaginar lo grande que tuvo que ser su representación en el off-Broadway neoyorkino contando con Kathy Bates y F. Murray Abraham como pareja protagonista.

Otro tanto sucede con It´s only a play (1985), vodevil sobre cómo se vivía el tiempo de espera entre el estreno de una función y la publicación de las primeras críticas en la prensa escrita cuando no existían internet ni las redes sociales. Una locura de personajes, enredos y absurdos perfectamente coreografiada, con un ritmo tan sin descanso como las sonrisas que provocan, revelando con ironía y acidez la trastienda de egos, materialismos e intereses de todo tipo del mundo teatral.

The Lisbon Traviata (1989) es otro de esos títulos que permanece grabado en mi memoria. Dos amigos intercambian grabaciones en vinilo de óperas, incluyendo algunas no oficiales, como la de La Traviata de Verdi que Maria Callas realizó en Lisboa en 1957. Un libreto que trata sobre la esencia de la amistad y el después del amor con el trasfondo del repliegue social al que vio obligada la comunidad homosexual en el Nueva York de finales de los 80 por el clima social de culpabilización que generó el VIH. Un texto en el que se menciona, incluso, a Almodóvar y un hecho, el de la Callas actuando en el Teatro Don Carlo, que en ocasiones le mencionaba a mi amigo Rafa, melómano como pocos. Cuál fue mi sorpresa cuando en el verano de 2018 me encontré con dicha grabación (en cd, son otros tiempos) caminando por Chiado y pude regalárselo en uno de nuestros últimos encuentros.

McNally volvería a Maria Callas en 1995 en el que es uno de sus títulos más grandes, Master Class. En él fantasea convirtiendo a la diva de la ópera, ya retirada de los escenarios, en una exigente profesora que repasa los sacrificios que ha de hacer, así como las habilidades, competencias y capacidades que ha de tener, una figura del bel canto para dar cada día a su público más de lo que éste espera. En algún momento he leído que se estaba preparando una adaptación cinematográfica con Meryl Streep. Veremos. Hasta entonces me quedo con la vibrante impresión que dejó en mis retinas Norma Aleandro interpretando este fantástico papel en 2013 en los Teatros del Canal de Madrid.

Desde que le conocí he leído sobre él, los premios que ha recibido y su labor como activista, tomando buena nota de lo que transmitía sobre el reconocimiento de nuestras emociones y los deberes que tenemos con todos los demás como miembros de una misma y única sociedad que somos. Me quedan muchas obras suyas que leer por primera vez y volveré a releer las ya conocidas.

Muchas gracias Terrence McNally por lo que nos diste, muchas gracias por el legado que nos dejas.  

(Fotografía tomada de Allarts.org)

10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

«Nos acechan todavía» de Ramón Martínez

¿Hacia dónde va el movimiento LGTB? ¿Qué reclama? ¿Cuáles son los retos, dificultades y agentes que le hacen frente hoy en día? Preguntas a las que este autor les da respuesta yendo más allá de lo sintomático y lo evidente del momento presente para buscar las causas sistémicas de sus demandas y proponer soluciones ambiciosas y con visión de futuro.

Parecía que tras la aprobación del matrimonio igualitario en España en 2005 se iba a iniciar una concatenación de hechos que haría que las personas LGTB viviéramos libres de discriminación y en las mismas condiciones de igualdad y libertad que el resto de nuestros conciudadanos. Sin embargo, y aunque es evidente en términos generales que vivimos con menos censura y prejuicios que décadas atrás, no se ha avanzado en los términos imaginados. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en nuestra sociedad? ¿Cuál ha sido la respuesta y la actitud de las personas y los colectivos LGTB?

Como ya apuntara Ramón en La cultura de la homofobia y cómo acabar con ella, el origen está claro, una extendida concepción de las relaciones humanas en las que el sexo biológico es el elemento sobre el que supedita la supremacía del hombre sobre la mujer, y la heterosexualidad es la orientación sexual que subraya y privilegia dicha norma. Esa es la raíz de la discriminación, las injusticias y el estigma que sufren, en mayor o menor medida (según nivel/poder económico y simbiosis con dicho sistema de actuación), los que no la cumplen y que no solo no han desaparecido, sino que se están fortaleciendo, refugiándose en tergiversaciones semánticas y falsos posicionamientos políticos como los de la crítica a la ideología de género.

Únase a esto otros factores como el aburguesamiento de buena parte de los “activistas” del pasado que consideraban conseguidas las metas propuestas. O la falta de un proyecto sólido y ambicioso en lo conceptual de las organizaciones que fuera más allá de propósitos puntuales (por muy exitoso que fuera su logro). Además, hemos de tener en cuenta la irrupción de las nuevas tecnologías, que nos permiten informarnos y socializar de manera diferente, a lo que se suma el relevo generacional de nuestra sociedad, con jóvenes que han crecido en un contexto diferente tanto a nivel micro (en lo referente a las cuestiones LGTB) como macro (entorno educativo, social, económico…).

Lo que el también autor de Lo nuestro sí que es mundial señala es que los objetivos deben ser ambiciosos, y la manera de conseguirlos realista. Hay que ir más allá de los síntomas (las agresiones), lo cotidiano (las declaraciones provocadoras de algunos representantes públicos) y lo asistencial (asesoramiento sobre VIH), para enunciar alta y claramente lo que verdaderamente deseamos y a lo que aspiramos. Una sociedad donde todas las personas seamos iguales, donde no haya una manera de ser, vivir y relacionarse que sea más que las demás o la que marque la estructura y las reglas de funcionamiento de nuestra modelo de convivencia.

Ese día un día llegará (que cantaba Mecano), pero requiere determinación, compromiso y una estrategia muy bien cimentada. Nuestro pensador de cabecera -título más que merecido con la trilogía que culmina con este Nos acechan todavía– señala aspectos tan importantes como el uso del lenguaje (hablar de pluralidad en lugar de diversidad), combinar acciones de distinto tipo (reivindicativas, reformistas, revolucionarias), buscar aliados adecuados (otros movimientos sociales como el feminismo e, incluso, las organizaciones políticas, pero sin dejarse fagocitar por ellas), contraargumentar con solidez a los que nos tergiversan, establecer objetivos claros (ejemplo, que los libros de texto expliciten la homosexualidad de Federico García Lorca) con una narrativa definida (manejando apropiadamente conceptos como el de cultura LGTB) y, en cualquier caso, realizar una comunicación eficiente en las formas (conseguir llamar la atención) pero efectiva en el fondo (transmitir el mensaje).

No será fácil y resultará arduo, queda mucho por recorrer y conseguir para lograr esa meta en que no solo no haya discriminación por ser LGTB, sino que resulte inconcebible que la pueda haber. En nuestra manos, voluntad, esfuerzo y dedicación está el lograrlo. Y lo haremos.

Nos acechan todavía. Anotaciones para reactivar el movimiento LGTB, Ramón Martínez, 2019, Editorial Egales.

«El hombre de hojalata» de Sarah Winmann

Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

La tristeza, el silencio y la dureza con que Ellis se manifiesta durante buena parte de esta novela no son solo la síntesis de su comportamiento, y aparentemente de su personalidad, sino el misterio en el que adentrarnos de la mano de Sarah Winmann. Nadie está en un marco de hermetismo, soledad y vacío existencial tan al límite por elección propia. ¿Cómo fue el proceso que le llevó hasta ahí? ¿Cuáles fueron los momentos de inflexión? ¿Qué personas y acontecimientos les condenaron? ¿Quiénes intentaron salvarle? ¿Qué lugar ocupan en todo ello Anne, su mujer, y Michael, su mejor amigo?

El hombre de hojalata es un viaje de doscientas páginas, un recorrido en el que se muestra lo que sucedió sin hacer leña del árbol caído, se transmite intensidad sin caer en el drama, tristeza sin regodearse en el dolor y alegría sin edificar una falsa épica. Su escritora no se sale ni un ápice de esa línea delgada que une y separa la sencillez de los gestos cotidianos y la monotonía de las rutinas de los recuerdos que nos acompañan a todas partes y de las profundidades del inconsciente en que se dan cita lo que cuesta asumir, aquello a lo que no se quiere renunciar y los sueños e ilusiones que nunca llegaron a materializarse.

Entre Oxford, Londres y la Provenza francesa, desde los años 60 hasta los 80 y los 90, conocemos cómo se encuentran y crecen Ellis y Michael, la evolución de su relación y el triángulo afectivo que acaban formando con Anne. En torno a ellos, Winmann teje un sólido entramado narrativo en el que quedan perfectamente expuestas y relacionadas la dimensión individual de cada uno de ellos (con especial atención a la madre, el padre y la madrastra de Ellis), así como las circunstancias laborales (en una fábrica de automóviles) y sociales (la arrolladora llegada del VIH y el SIDA) que les toca vivir.

Información sensible estructurada, expuesta y desarrollada con afectividad, generando una perfecta sintonía no solo entre la autora y sus lectores, sino también entre estos y los personajes. Emocionalidad, además, compatibilizada con la inteligencia y habilidad con que se manejan recursos como la imagen de Los girasoles de Van Gogh y el poético ¡Oh capitán! ¡Mi capitán! de Walt Whitman. Detalles que no se hacen protagonistas, pero que dan contenido, foco e interpretación a mucho de lo que sucede, se piensa y se dice en El hombre de hojalata. Un título que alude tanto a la profesión de Ellis en la cadena de montaje como al anhelante personaje de El mago de oz en búsqueda de su corazón, deseoso de sentir.

El hombre de hojalata, Sarah Winmann, 2019, Editorial Dos Bigotes.