Autenticidad, emoción y veracidad en cada fotograma hasta conformar una completa visión del activismo de Act Up París en 1990. Desde sus objetivos y manera de funcionar y trabajar hasta las realidades y dramas individuales de las personas que formaban la organización. Un logrado y emocionante retrato de los inicios de la historia de la lucha contra el sida con un mensaje muy bien expuesto que deja claro que la amenaza aún sigue vigente en todos sus frentes.
De igual manera que el VIH no era un cáncer gay, tampoco era únicamente una cuestión médica. Podía afectar a cualquier persona, lo que hacía de este virus un asunto de salud pública y, por lo tanto, un tema también social y político. Eso lo tuvieron claro aquellos que libres de prejuicios homófobos y clasistas –contra presos o toxicómanos- miraron directamente a la enfermedad desde sus inicios, pero hubo muchas personas –como los que lideraban las administraciones públicas o los que gestionaban las empresas farmacéuticas, priorizando siempre sus beneficios económicos- que si ya de por sí ignoraban y marginaban a estos colectivos, ahora les estigmatizaban y despreciaban.
Para hacer frente a esta situación surgió en el Nueva York de 1987 el movimiento Act Up, dos años después llegaría a París, siendo desde el primer momento un grupo que desarrollaba acciones que se saltaban muchos límites para conseguir llamar la atención sobre algo fundamental. Había mucha gente que se estaba muriendo, pero iban a fallecer mucho más si no se hacía nada por evitarlo.
Esto es lo que los veinte primeros minutos de película exponen –sin dogmatismos ni tendenciosidades- con un ritmo endiablado, generando una atmósfera que sublima por todo lo que le da forma, por la manera en que está contado, por la excelente fotografía y el soberbio montaje con que se construye y por los muchos mensajes que quedan claros sin necesidad de explicitarlos uno a uno. No hay pena ni lástima, no hay sensiblería alguna a la hora de mostrar la situación individual de cada afectado, de los infectados por el VIH que saben que tienen el tiempo contado. Se hace con la verdad de lo que habla por sí mismo y ante lo que no hay más opción que comprometerse –como hacen ellos con su activismo político- o refugiarse en los prejuicios y en la comodidad del desconocimiento como hacía en aquel momento la mayor parte de la sociedad.
Tras dejarnos claro en qué consistía Act Up París, Robin Campillo nos da a conocer a algunas de las personas que forman el grupo. Continuando con el tono señalado, nos relata su pasado, cómo llegaron hasta ahí, cómo se infectaron, pero también quiénes eran y son hoy al margen de la enfermedad, cómo sienten y cómo aman, cómo se relacionan entre ellos, qué les une y les separa a pesar de lo que comparten. Su dirección no les impone una manera de mostrarse y expresarse, sino que es al revés, ejerce de canalizador de una naturalidad y expresividad que da el ser fiel a las convicciones y la necesidad de vivir cada momento sin tener garantía ni certeza alguna de futuro. Las escenas de discoteca y de sexo, así como las transiciones a modo de vista de microscopio, son de una belleza y sensibilidad casi magistral.
Puerta de entrada al terreno de la intimidad, allí donde el activismo es secundario y lo que pauta los acontecimientos es el latido del corazón, el brillo de las miradas y la respuesta de la piel al tacto del otro. 120 pulsaciones por minuto late con menor intensidad en estos momentos, lo que puede parecer que ralentiza la película, pero están cargados de un lirismo y una sobriedad emocional que deja patente la capacidad interpretativa tanto de la pareja protagonista formada por Nahuel Pérez y Arnaud Valois como del resto de los actores, así como la conseguida intención de ofrecer un completo retrato de cómo se vivía y percibía el VIH y el sida, tanto desde la barrera como bajo su sombra, hace poco más de dos décadas en el mundo occidental.
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