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10 películas de 2023

Ganadoras y nominadas. Personajes únicos, protagonistas de historias cotidianas, pero también cargadas de simbolismo. Cintas de bajo presupuesto y producciones sin límite. Títulos que el tiempo dirá si se quedan atrás o se convierten en apuntes de la historia del séptimo arte.

«Tar». La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

«Almas en pena de Inisherin». El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

«El triángulo de la tristeza». Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

«La noche del 12». Galardonada con 6 premios César, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

«The Quiet Girl». Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.

«Blue Jean». El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

«20.000 especies de abejas». Dos horas en las que la vida pide seguir su propio curso, dejando a un lado prejuicios y miedos, poniendo fin a los silencios y a las imágenes que no quisimos ver y hagamos frente a la verdad. Las relaciones intergeneracionales en la familia, el descubrimiento de la propia identidad y la aceptación por uno mismo y los demás en una cinta serena y sensible.

«Te estoy amando locamente». Más didáctica que activista, se estrenó en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

«Oppenheimer». Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

«O Corno». Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

“O corno” o la lucha por la supervivencia

Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

O Corno conoce el tiempo y el lugar en el que se enmarca. Una época en que la sororidad se entendía como buena vecindad y era obligada porque no había otra manera de hacer frente al señalamiento social y la condena judicial de cuanto tuviera que ver con no desear, buscar y convertirse en un ejemplo de maternidad o, sencillamente, ser un ciudadano de segunda fila, sin derechos inherentes. Unas coordenadas, las de la isla de Arosa, marcadas por su frondosidad e intrincada orografía, por la carga salada de su atmósfera que matiza los tonos y confunde las perspectivas. Ahí es cuándo y dónde reside María.

Una mujer joven pero fuerte, ya bregada por la vida, con cicatrices. Alguien que habla con la mirada y dice con sus silencios. Valiente y capaz, siempre dispuesta a seguir. Un personaje tan bien construido que da igual si es el vehículo de la historia escrita y dirigida por Jaione Camborda o quien marca el tempo y el discurrir social e histórico de su narración a caballo entre la España oscurantista y el Portugal también sometido al retraso y atraso de una dictadura. Denuncia que O Corno no explicita, sabe mostrar sin necesidad de subrayar o dar más importancia de la que se merece a lo que no debió existir.  

Tras un inicio enraizado, con voluntad realista, apuntes sociológicos y tintes etnográficos, su paso al mapa de la huida hace que desaparezca la carga de significado que tenía el entorno y que su ritmo resulte más ambivalente por no decidir si quiere seguir por la senda del drama o explotar las posibilidades de la tensión que provoca el camino, sin posibilidad de marcha atrás, por el que ha de seguir su protagonista. Opta por combinar los dos, pero si funciona es gracias a la presencia, la mirada y la gestualidad de Janet Novás. Ella es el elemento siempre sobresaliente y que da continuidad a O corno.  

Este se hace aún más evidente en el último tercio de la película, en el que la trama, sin dejar su mirada feminista sobre situaciones dolosas y humillantes, se centra en el ánimo y la capacidad de resistencia más que en el potencial peligro que suponen para quienes las viven. O corno cierra así su círculo sobre la supervivencia moral, física y social. Una visión diferente, pero complementaria, a la que meses atrás ofrecían Las buenas compañías de Silvia Munt sobre la cuestión común del aborto y, aunque muy lejos de su tono, con el deseo de comprender el presente indagando en el pasado de quienes nos precedieron de Te estoy amando locamente. Cine que apela a la memoria histórica, a la memoria democrática.

“Modelo 77”: rabia, miedo y esperanza

Política, activismo y denuncia social en la España que transitó desde el fascismo hacia la democracia. Un guion bien trazado que recoge la injusticia que sufrieron muchos presos comunes por parte de un sistema en el que el abuso, la violación y la represión eran la norma. Una narración tensa, dura en algunos momentos, fundamentada en la sólida presencia de Miguel Herrán y los matices de la mirada de Javier Gutiérrez.

El cine bien escrito, rodado y editado es un medio perfecto para conocer nuestra historia. Han pasado cuatro décadas y media de lo que relata Modelo 77, los que entonces eran jóvenes podrán repasar cómo tuvieron conocimiento de lo que expone y cuánto se ajusta a la realidad de entonces. Los que lo somos ahora conocemos a través de ella un episodio muy concreto de eso que se aglutina bajo el término, y tabula rasa, de Transición. Componentes con los que Alberto Rodríguez vuelve al thriller que tan bien articuló en La isla mínima (2014) y El hombre de las mil caras (2016), aunando la intimidad y los silencios de la primera con las intrigas políticas y la corrupción del poder de la segunda.

La premisa que consigue mantener durante las dos horas de proyección es exponernos cómo era nuestro país en términos sociales y policiales a través de unos caracteres apenas esbozados. Prima lo colectivo, pero sin despersonalizar ni instrumentalizar a sus personajes. Aunque apenas nos da datos de ellos, nos permite conocerlos y entender los interrogantes que les asaltaban en un contexto en el que la norma era la inseguridad jurídica. Arrestados por sus ideas políticas o su orientación sexual, acusados de diversos delitos sin pruebas o en prisión preventiva por tiempo indefinido. Olvidados por el sistema que supuestamente estaba transformando España, al capricho de los agentes de la ley, anclados en los métodos fascistas que habían practicado durante cuarenta años, que les gobernaban en prisión y viviendo en un espacio decrépito bajo la continua posibilidad de un castigo físico y psicológico nunca justificado y siempre silenciado.   

A diferencia de cintas carcelarias como Celda 211, Modelo 77 no busca el espectáculo de la testosterona, la exacerbación del grupo o la coreografía de la violencia. No renuncia a la masculinidad, el dinamismo de los planos cargados de acción y la confrontación entre los métodos de lucha rudimentarios y usos más sofisticados de la fuerza por parte de agentes militares y policiales. En el perfecto equilibrio en que se mantiene la cinta durante todo su discurrir, el guion de Alberto Rodríguez no la justifica nunca, pero sí evidencia las causas que la motivaban y las consecuencias que les acarreaba el recurrir a ella a unos y a otros.

En el plano técnico, cabe destacar la muy cuidada fotografía de Alex Catalán que nos enclaustra en un espacio cerrado del que nunca salimos, y desde el que apenas avistamos el exterior, y un minucioso diseño de producción que nos hace sentir tanto la miseria de esos interiores como la estética general de los años setenta. Una impronta visual en la que Miguel Herrán aporta la rotundidez de su presencia física y las angulosidades de su mirada que, acompañada del vestuario y el peinado con el que es caracterizado, le dan un agradecido y sugerente toque quinqui. Junto a él, Javier Gutiérrez deja claro, una vez más, que su capacidad gestual y tonal es sobresaliente, lo que redunda en la credibilidad y tensión de esta buena película.  

«Madres paralelas», la historia que somos

Cogido de las manos de una soberbia Penélope Cruz y una sorprendente Milena Smit, Almodóvar se lanza al retrato de las esencias. De la maternidad, del vínculo biológico, afectivo y espiritual que une a toda madre con el fruto de su vientre. Y de la identidad familiar, aquella que va más allá de unos genes y que nos une indisolublemente con los que nos precedieron y con los que están por venir. Dos historias bien trazadas, aunque no plenamente unidas y más estructuradas que dejadas fluir.    

Si hay algo por lo que va a ser siempre recordada esta cinta es por el trabajo de Penélope Cruz. Decir que lo que la de Alcobendas logra aquí no lo había conseguido nunca antes sería falso, pero su encarnación de Janis es tan completa y sobresaliente, que será difícil separar el conjunto de lo que es Madres paralelas de su lección magistral de lo que supone mostrar, mirar y dejar ver más allá de la imagen que capta la cámara. Una mujer aparentemente sencilla, pero con sus contradicciones y complejidades; resolutiva, pero también con dificultades e imposibilidades; decidida en lo que tiene que ver con los demás, pero sumamente cautelosa con cuanto tiene que ver consigo misma.

Todo eso es quien ya trabajara a las órdenes del manchego en Carne trémula (1997), Volver (2006) o Dolor y gloria (2019). Una simbiosis en la que se llega a poner en duda si la historia es anterior a su personaje o si el guión fue escrito con el propósito de que ella desplegara semejante recital interpretativo. Una maestría a la que se acopla como un guante Malena Smit, complementándose con Penélope de una manera sutil, discreta y elegante, sin competir con ella ni pretender brillar por sí misma, lo que unido a su caracterización le da un protagonismo magnético e hipnótico que engrandece la película.

Algo así sucede con Rossy de Palma, son pocas las secuencias en que aparece, pero la presencia que transmite y el tono que le da a sus frases, bien pudieran ser la excusa para hacer un spin-off de su papel. Por su parte, Aitana Sánchez-Gijón resulta un conglomerado de reminiscencias con las que Almodóvar juega a los espejos. Interpreta a una actriz de teatro, a sí misma podría decirse, y el texto que tiene entre sus manos es Doña Rosita, la soltera de Federico García Lorca. Algo que recuerda a otra actriz con un conflictivo sentido de la maternidad, Huma Rojo, quien pusiera su voz y su cuerpo a disposición de la progenitora de Bodas de sangre en Todo sobre mi madre.

Pero más allá de este universo femenino perfectamente orquestado -con un necesario, pero eficaz Israel Elejalde como elemento masculino-, Almodóvar despliega también una narración política. El asunto de la memoria histórica está tratado no solo mirando al pasado -el deseo de Janis de localizar el cadáver de su bisabuelo fusilado durante la Guerra Civil-, sino a cómo ha sido denostado por alguno de nuestros gobiernos más recientes. Resalta la necesidad de defender públicamente aquello en lo que uno cree y la realidad que, según él, se esconde tras lo que se consideran apolíticos. Y súmese a esto la visibilidad activista en favor del colectivo transexual y la indefensión judicial, mediática y social que se encuentran las mujeres que denuncian haber sido víctimas de una violación.

Nada que objetar cuando estas cuestiones encajan plenamente con las tramas, la personalidad y la biografía de los personajes, lo que hace que resulten naturales y espontáneas. Pero se convierten en escollos cuando su enunciación suena a ejercicio racional de aquí y ahora es el momento de transmitir esta idea o cuestionar estos principios, afectando inevitablemente al tono emocional y la lógica de los acontecimientos proyectados. La sensación en el patio de butacas es que Almodóvar, tan buen escritor como director, no ha dedicado el suficiente tiempo a su guión y a su visualización. Impresión que transmite igualmente un diseño de producción excelente desde el punto de vista técnico, pero con recursos -planos gastronómicos detalle, interiorismo exquisito lleno de referencias personales- que resultan ya vistos en su cine -el divertimento de La voz humana está aún reciente- y que, al no darles matices nuevos o intenciones diferentes, no sorprenden.

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

«pequeñas mujeres rojas», el blues de Marta Sanz

Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

Remover el pasado. Eso dicen algunos que es querer desenterrar a los que fueron abatidos durante la Guerra Civil y ocultados en fosas comunes. Lugares que nadie identificó y que todos olvidaron pero que laten bajo la superficie que hoy les invisibiliza y oculta. Coordenadas en las que uno, dos o tres metros más abajo está activa una energía que reclama ser liberada y trasladada a otro emplazamiento en el que dejar de latir y quedar finalmente en paz. Una presencia que se siente de principio a fin en las páginas de pequeñas mujeres rojas conformando una atmósfera y una lectura con una sismicidad y angustiosa teluricidad.   

Pero ponerse del lado de los vilipendiados ayer, ignorados hoy, aunque sea desde la pulcritud legal y forense de su actividad profesional, hace que Paula Quiñones active, sin ella saberlo, un mecanismo de reequilibrio de fuerzas. Una tormenta seca y silenciosa en la que los beneficiados décadas atrás de la barbarie, el abuso y el asesinato, lucharán con todos los medios a su alcance para evitar perder los privilegios y beneficios obtenidos por la criminalidad que iniciaron y la estela de impunidad con que la prolongaron.

Así, lo que comenzaba como un viaje y una estancia costumbrista evocadora del Pedro Páramo de Juan Rulfo y los westerns almerienses de Sergio Leone, aunque las indicaciones nos sitúen en el estío de la ruralidad castellana, deriva en una entrada -sin posibilidad de vuelta- al otro lado del espejo a lo Lewis Carroll en el que resuenan La naranja mecánica, American Psycho y hasta El silencio de los corderos. La narración dirigida por y a múltiples sujetos -incluso personajes con los que Paula se relacionó en anteriores novelas, como su exmarido y la actual suegra de este-, así como lo epistolar y el viaje a 1936 a modo de entregas de un serial, hacen que Marta Sanz nos tenga con el alma en puño, nunca situados, siempre a la intemperie de lo que está por venir, en un estado de alerta que genera aturdimiento y zozobra.

Sanz nos conduce con un ingenio retorcido, necesario para encontrar y desdoblar lo que los acontecimientos y las mentes no muestran de sus titulares. Pero también con un impulso psicótico y visceral, pero muy cerebral, con el que imprime a a su relato un ritmo y estilo análogo al que causa en nuestras vidas el bombardeo de imágenes, significados y significantes de la retórica de la cultura audiovisual y la exigencia de observación e interacción de las redes sociales con que pensamos, nos expresamos y manifestamos hoy en día. Como si tratara de literatura que asume y hace propias las maneras y propósitos de los videoclips musicales, la tensión del montaje cinematográfico de un thriller, la técnica del collage y la vanguardia expresionista poniendo a prueba la capacidad de fijación de nuestras retinas, de retención de nuestra memoria y de interpretación de nuestras mentes.

pequeñas mujeres rojas, Marta Sanz, 2020, Editorial Anagrama.

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado

Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

Cincuenta años después de su primera representación (28 de junio de 1970), Olvida los tambores arroja un testimonio casi de memoria histórica sobre la España de entonces. Podría parecer que es un capítulo del televisivo Cuéntame, pero la realidad es que Ana Diosdado llevó a cabo un trabajo extraordinario analizando y exponiendo las coordenadas de los que entonces buscaban definir su sitio en el mundo. Proceso en el que, probablemente, se veía ella misma (tenía 32 años en el momento del estreno), pero supo situarse muy bien detrás de sus personajes para dejar que fueran ellos los que expusieran lo que pensaban y sentían individualmente y proponían y discutían colectivamente.  

El país de la piel de toro ya no era el de décadas atrás, ya no se pensaba solo en subsistir, había opciones en lo material (un piso, un electrodoméstico, un coche), aunque no fueran fáciles ni asequibles de conseguir.  Los que contaban con ellas sin problema se daban por satisfechos y se instalaban en el agradecimiento a las reglas del régimen por haberles llevado hasta ahí. Otros, en cambio, quizás por el esfuerzo y trabajo que les exigía acceder a ello (súmese el influjo parisino de mayo del 68, aunque no esté explicitado en el texto), soñaban con un mundo en el que imperara la fluidez y calidez de lo humano, y la libertad y la alegría de la expresividad.

Sin embargo, no eran dos bandos enfrentados, sino gente dividida por mirar hacia horizontes diferentes. Unos hacia un pasado excesivamente editado por el paso del tiempo y otros hacia un futuro por llegar, idealizado por no saber cómo darle forma. Un diagnóstico al que Diosdado nos lleva mostrándonos la manera de pensar y actuar de una serie de jóvenes unidos por lazos amistosos y familiares (no necesariamente afectivos), que en algunos casos comparten inquietudes (dedicarse a la música) y que en otros se sitúan en puntos sin conexión posible (lo serio es un trabajo de oficina, un matrimonio formal y unos hábitos establecidos).

Similitudes y diferencias que cuando se dan cita bajo el mismo techo dan pie a una atmósfera cada vez más densa que, sin prisa, pero sin pausa, obliga a algunos de sus personajes a una huida hacia adelante que acaba en un choque, un golpe, una explosión tras la que no les queda otra que recoger los fragmentos rotos de sí mismos para recomponerse. Lo que había comenzado como una cotidianidad sencilla, ligera y hasta divertida se revela como una escritura dramática, profunda, potente y reveladora de los límites, los anhelos y el estado de ánimo de una sociedad y una nación. Pulsión en la que Diosdado se volvería a mostrar maestra casi dos décadas después en Los ochenta son nuestros (1988).

Olvida los tambores, Ana Diosdado, 1970, Asociación de Directores de Escena de España.

10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns

El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

Susana Sánchez es profesora de secundaria. Un día llegó a la conclusión de que quizás un tío abuelo suyo fue una de las personas que acabó con la vida de un antecesor de uno de sus alumnos. Y lo explicitó en el aula. La clase rugió cual jauría. El chaval respondió con sensatez, dejando la pérdida en el pasado y honrando desde el presente a quien allí se quedó. Ahí Susana vio confirmado lo que ya sentía hilvanando los relatos, las anécdotas y los silencios que había escuchado y sentido en su familia desde siempre. Inició entonces una investigación por archivos y bibliotecas con escaso éxito documental y una recogida de testimonios orales por pueblos vecinos en la que se percató de quiebros verbales tan elocuentes como significativos.

Dicen es una novela, un poemario, un ensayo práctico sobre lo que es la memoria historia e, incluso, una sucesión de parlamentos teatrales, resultado de esa búsqueda y todas las vivencias asociadas a la misma. Entregas breves, episodios cortos, capítulos de apenas unas líneas que más allá de la narración que los articula, conforman un fresco -localizado en la provincia de Pontevedra- sobre lo que supuso la Guerra Civil. Los conflictos ocultos que sacó a la luz, el uso de la fuerza bruta para imponerse sobre familiares, amigos o vecinos, los asesinatos, robos y humillaciones sin pudor ni piedad, el régimen de terror que se impuso durante la dictadura posterior y que no solo tiñó de sangre y miedo el presente, sino que moldeó un futuro de pánico, sospecha y parálisis.

La claridad de su expresión y la sencillez y oralidad de su retórica, hacen que la escritura de Susana resulte tan rotunda como absoluta en su objetivo emocional. Están los hechos, sí, y los datos, también, todos esos que ella encontró en forma de vacíos, huecos y ausencias, y que cuando sí aparecen pueden haber sido modificados, falseados o hasta cambiados totalmente. Pero lo que perdura es lo que se respira entre sus líneas y busca salir por el resquicio que queda entre letra y letra impresa, lo que provocó que, aún décadas después, muchos de los que el destino colocó en el lado de los vencidos siguieran callando y evitando.

Lo que Dicen hace es recoger con humildad esa necesidad de expresar lo que pasó. Lo articula literariamente con sumo cuidado, situándose lo más cerca posible de las heridas y las cicatrices de sus protagonistas. Y lo transmite con sumo respeto, dejando claro que ayer no es hoy, pero que cómo somos y nos relacionamos hoy es resultado del ayer. Una manera diferente a la que han aplicado otras autoras (como Gema Nieto en Haz memoria o Almudena Grandes en sus Episodios de una guerra interminable), pero al igual que ellas, haciendo que su sensibilidad y humanismo sea aún más grande que su investigación histórica y su excelencia literaria.

Dicen, Susana Sánchez Aríns, 2015, Editorial De conatus.