La paradoja de «La fiesta de cumpleaños» de Harold Pinter

Un día anodino, una casa cualquiera y varias personas aburridas pueden ser el momento, el lugar y los protagonistas de una historia tan intrascendente y absurda como catártica. Veinticuatro horas que comienzan con la tranquilidad de los lugares donde no pasa nada para dejar paso a un desconcierto que nos atrapa como si estuviéramos esperando a Godot.

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Sur de Inglaterra, un día de verano en el que parece que hace buen tiempo, un bed & breakfast con un único inquilino que ya ha establecido una relación de convivencia y entendimiento con sus caseros. Los diálogos son los propios de personas que se conocen desde hace mucho tiempo, el lenguaje en voz alta no es más que un medio de practicar y mantener la inercia de los vínculos existentes. En un caso el del matrimonio, en otro algo que parece estar en un punto medio entre la amistad y el tutelaje. Todo es lo que parece, lo que hemos dado por supuesto, hasta que sucede algo indefinido que nos hace ponerlo en duda. Entonces lo inestable no es solo lo que ocurre entre los personajes, sino también la óptica con la que los espectadores nos relacionamos con el mundo. No dudamos por no saber lo que acontece entre ellos, lo hacemos por desconocer dónde estamos ni cuál es nuestro rol en esas coordenadas.

Meg asegura que hoy es el cumpleaños de su huésped, de Stanley. Pero cuando él le dice que está en un error, que aún quedan semanas, a ella le da igual y mantiene la celebración. Un evento al que se unirán dos recién llegados, Goldberg y McCann. Aparentemente dos desconocidos, pero que cuando se quedan a solas con Stanley sacan a relucir un pasado aparentemente común que les sirve como motivo para presionarle hasta la extenuación. Sin embargo, no llegan a decir qué pasó ni qué les ha llevado hasta allí por él. ¿Cómo posicionarnos ante semejante violencia sin causas ni razones antes expuestas?

Pinter es maestro en hacer del aire que respiramos una incertidumbre, lo necesitamos para vivir pero, al tiempo, es tal la ansiedad que nos provoca que su oxígeno es también el monóxido que nos ahoga. He ahí la paradoja -con aires de Samuel Beckett y su Esperando a Godot– de transitar por caminos que una vez iniciados ya no tienen marcha atrás, que no recordamos a ciencia cierta cómo comenzamos ni tampoco tenemos certeza de a dónde nos llevarán. Una agorafobia provocada por diálogos complejamente sencillos, estructurados como una perfecta tela de araña. Entramos en ellos atraídos por su espontaneidad y cotidianidad. Avanzamos esperando ese elemento que nos dé acceso privilegiado a un nuevo nivel, a entender el lado invisible de lo que estamos presenciando. Pero cuando nos queremos dar cuenta no hay posibilidad de escapatoria, los espacios se estrechan y poco a poco se va apagando la luz que nos había guiado hasta ese instante.

En definitiva, un brillante desasosiego que nos hace plantearnos interrogantes que probablemente no seamos capaces de formular con precisión y, por tanto, a los que seremos incapaces de darles respuesta. La agonía de lo que está siendo representando se traslada entonces a nuestro interior, transformándose en una profunda conmoción que nos deja noqueados.

4 comentarios en “La paradoja de «La fiesta de cumpleaños» de Harold Pinter

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