Dos horas y medias de tensión en un thriller que no deja de sorprender. Una intriga sólida gracias a un guión bien estructurado y dialogado, una puesta en escena convincente, una cámara que encuadra siempre como corresponde y un reparto en el que Barbara Lennie destaca cual estrella del mejor cine negro. Una historia que atrapa y seduce desde el principio y engancha e hipnotiza hasta el final.

En algún momento de mi vida debí leer la novela que Torcuato Luca de Tena publicó en 1979, pero como no la recuerdo, cuando ayer me introduje en la sala de los multicines a los que suelo acudir, lo hacía completamente a ciegas, sin tener la más mínima idea de lo que me iban a contar. La premisa era una actriz a la que, aunque ya había visto antes en papeles más cortos, descubrí en María y los demás (2016) y con la que he disfrutado cada vez que la he visto tanto en la pantalla grande (La enfermedad del domingo o Petra) como en el teatro (La clausura del amor, El tratamiento o Hermanas). Los renglones torcidos de Dios gira doblemente en torno a ella, tanto sobre su personaje como sobre su presencia ante la cámara. Y cumple sobradamente ambas expectativas.
Como en toda buena película, sus cimientos son un guión que presenta, desarrolla, relaciona, progresa y concluye cada una de las tramas y personajes de su historia de una manera organizada, correctamente dosificada y limpiamente trazada para cerrarla de un modo que completa convincentemente el círculo que comenzó en su inicio. Sus giros no son nunca gratuitos ni hiperbólicos, las sorpresas surgen en el momento adecuado y lo inesperado no solo no resta, sino que suma credibilidad tanto a la narración como al punto de vista desde el que es contada.
Oriol Paulo plasma todo ello en secuencias, con un transcurrir sosegado, en las que prima lo desconocido para su espectador. Ya sea por no saber qué sombras esconde la investigación a la que dice dedicarse Alice Gould, por no comprender los procedimientos con que se gestiona una institución tan peculiar como un hospital psiquiátrico o por no ser capaz de concebir la arritmia que surge del amplio catálogo de perfiles patológicos que conviven allí dentro.
Paulo se permite licencias simplificadoras -escenarios, conductas y parlamentos- con las que sumergirnos de manera rápida y fácil en la escenografía de ese sanatorio aislado social y humanamente y envolvernos en su atmósfera de alegalidad y suspensión de la cordura, pero sin alterar por ello la fluidez y la lógica de los acontecimientos que nos expone. Una inmersión complementada por la fotografía de Bernat Bosch -austera en lo clínico, pop en lo burgués-, la banda sonora de Fernando Velázquez –precisa en lo puntual, envolvente en lo ambiental- y una edición de sonido que funciona como puente entre lo invisible de la acción y el inconsciente de nuestra percepción.
Y como decía al inicio, un personaje y una actriz principal que lideran un universo difícil de categorizar y un reparto en el que cada intérprete se atiene, sin dejarse constreñir, al corsé del carácter -paciente o médico- asignado. Los internos psiquiátricos resultan bocetados y definidos cuando es necesario, mas nunca simplificados ni caricaturizados, y los responsables a su cargo resultan tan humanos sensibles como profesionales racionales. Junto a la eficaz parquedad de Loreto Mauleón y Javier Beltrán, destaca la siempre certera gestualidad y mirada de Eduard Fernández. Y una excepcional, fantástica y soberbia Bárbara Lennie que abarca desde la seguridad y la debilidad hasta la vanidad y el compromiso, pasando por la contención de la reflexión, el vértigo de la duda y el sufrimiento de la incomprensión.