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10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

«La noche es virgen», pero tiene muchas ganas, de Jaime Bayly

Más que las andanzas de Gabriel Barrios, cómo es su vida en Lima, su trabajo en la tele y sus peripecias nocturnas, lo apasionante de esta novela es cómo lo cuenta su autor. Combinando acertadamente el relato profuso de lo que ven sus ojos con el dictado acelerado de su cerebro alterado por el consumo de estupefacientes. Una prosa casi salvaje, manejada sin frenos y dando como resultado una novela tan arriesgada como valiente en su planteamiento y resolución.

Jaime Baily se incrusta en la piel, los ojos y la mente de su personaje y deja de ser autor para convertirse en transcriptor de lo que aquel ve, habla, escucha, piensa y siente. No aplica filtro, juicio ni prejuicio, y nos traslada con fidelidad absoluta sus vivencias de joven pudiente, hijo de buena familia y presentador de televisión de éxito, a caballo entre el ocio, la fiesta y el disfrute. Hasta que una noche conoce en el bar al que suele acudir, El Cielo, a un músico, un muchacho que se le sitúa entre ceja y ceja, en el pecho y entre las piernas, como una obsesión total. Un deseo físico, un pálpito genital y un latido en el corazón que le harán comportarse con menos vergüenza aún de la que nunca tuvo.

Sólo hay dos asuntos que impiden que sus correrías no se conviertan en un tobogán de caída libre, el peso de la fama y que su homosexualidad no es aún algo público y normalizado. Circunstancia que no vive como un gran pesar, más bien como un elemento más de su hartura por las limitaciones que supone el contexto de una sociedad tan pacata, pueril y poco formada como la peruana; residir en una capital sin atractivo urbano, artístico o social y ser ciudadano de un país sumido en la corrupción y el terrorismo (el Perú de mediados de la década de los 90).

Por eso es que en su día a día lo que prima son los impulsos, expresados como caprichos, vehiculados a golpe de visceralidad y materializados por sus posibilidades materiales y su procaz comportamiento. Una manera de sentir, pensar y actuar a la que Jaime Baily le pone una voz cargada de la sexualidad que exuda Gabrielito en todo momento, y de la sugerencia, sensualidad y entrega que le provoca cuanto le atrae (principalmente hombres, pero también mujeres). Una fabulación filtrada por los efectos físicos, psíquicos y psiquiátricos de cuanto consume de manera continua (lo mismo es alcohol que marihuana o cocaína) y con una forma literaria de lo más expresiva, sin letras mayúsculas, con tipografía cursiva para los diálogos y regular para lo que es narración.

Pero más allá de su protagonista, La noche es virgen ofrece también un retrato ácido y sarcástico de la clase alta de su país, obsesionada a la manera norteamericana por las marcas, anulada intelectualmente por la vacuidad de los contenidos y mensajes de sus medios de comunicación, anárquica en el cumplimiento de las normas que favorezcan la convivencia comunitaria, xenófoba con los pueblos indígenas, materialmente clasista, intolerante con todo aquello que no cumpla lo marcado por los principios del heteropatriarcado e hipócritamente católica.

La noche es virgen, Jaime Bayly, 1997, Editorial Anagrama.

«El diario de Edith» de Patricia Highsmith

Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

Patricia Highsmith es sinónimo de suspense y aunque pudiera parecer que esta es una novela costumbrista, que lo es, también responde a lo que se espera de ella. Desde el principio hay algo difícil de definir que hace desconfiar de la corrección con que se muestran los estadounidenses que se hicieron adultos entre el fin de la II Guerra Mundial y la dimisión de Richard Nixon. Ese es el objetivo de la también autora de El talento de Mr. Ripley, detectar y mostrar por dónde hace aguas una satisfacción que no es tal y sobre todo, qué efectos tiene en esa oscuridad, su ocultación y la imposición de un ejercicio continuado de sobreactuación para mantener el status quo del sueño y la supuesta identidad norteamericana.

El diario de Edith comienza con la mudanza de una joven pareja y su joven hijo desde su piso en Nueva York a una casa individual con parcela y camino de entrada en una pequeña población del estado de Pennsylvania. Lo que se presupone un hito en el progreso como clase media acomodada se convierte, poco a poco, en unas coordenadas de lo más opresivas a medida que dejan de verse materializadas unas expectativas que son, tal y como muestra Highsmith muy sutilmente, exigencias sistémicas.  

En el terreno profesional, Edith aspira a ser una periodista de opinión, pero su alto sentido crítico sobre las políticas liberales -a nivel nacional- e intervencionistas -en el plano internacional- de su gobierno no parece tener buena acogida ni entre los medios a los que ofrece sus artículos ni entre los lectores del diario local que pone en marcha. Con el tiempo, incluso, ni siquiera entre sus vecinos y los que ella consideraba sus amigos.

En lo familiar, su vástago poco a poco se revela como un joven sin intenciones ni motivaciones, convirtiéndose en algo así como la versión realista del esperpéntico Ignatius Reilly (el protagonista de La conjura de los necios), con quien Cliffie coincide en el tiempo (aquel fue escrito en 1962), pero que Highsmith no conocía porque la novela de John Kennedy Toole no sería publicada hasta 1980, tres años después que la suya. Súmese a ello un marido precoz en el cliché de hombre maduro que se fija en mujer joven y que huye haciendo un sangrante punto y aparte en su vida, dejándole a ella, incluso, con las cargas -en forma de tío mayor en cama- que le corresponden.

Una realidad de decepción frente a la que Edith intenta mantenerse firme, corrección que le provoca una doble reacción que Highsmith presenta con la asertividad propia del género de misterio sin llegar a desvelarnos la motivación que hay tras ella. Si el diario que escribe es producto de una mente bipolar o de una imaginación escapista. O si la de su distanciamiento con los que la rodean es la propia de alguien que se va haciendo asocial o la de una mujer valiente y una feminista pionera con opiniones avanzadas a su tiempo -y por ello incomprendida, contrariada y hasta perseguida- sobre asuntos como el aborto, la eutanasia, el adulterio, el divorcio, la homosexualidad, las drogas o el alcoholismo.

El diario de Edith, Patricia Highsmith, 1977, Editorial Anagrama.

“Bohemian Rhapsody”, Freddie Mercury y Queen siguen vivos

Una película que no pretende superar la música del grupo retratado ni hacer de sus canciones y actuaciones su guión en modo videoclip. Un biopic muy bien construido cuyo hilo narrativo son las relaciones humanas, más que las artísticas, entre sus personajes. Y aunque le falte un poco de profundidad en lo que respecta a la vida personal de Freddie Mercury, fluye teniendo siempre claro su objetivo de conectar con el espectador.

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Cuando sus compañeros le preguntan a Brian May qué hace golpeando el suelo rítmicamente con un pie a ritmo de dos más uno, él les contesta que quiere crear una canción en la que el público tenga que participar activamente para darle forma y que de esta manera la hagan suya. Y lo logró, vaya que si lo logró. Desde que We will rock you fuera lanzada en 1977 y se interpreta o suena en una concentración, todo el mundo al unísono tararea su título mientras hace vibrar el lugar en el que esté con la percusión de sus extremidades.

Algo así es lo que supone Bohemian Rhapsody. Más allá de contarnos la historia de cómo surgió Queen o el liderazgo que en ella tuvo Freddie Mercury, que también, lo que le da hilo argumental es su deseo de mostrar el proceso creativo y evolutivo que fue dando pie a algunas de las canciones que más hemos escuchado en las últimas décadas. Desde la inspiración al trabajo en equipo de los cuatro integrantes dándole forma a ese impulso, experimentando con cuanto se les ocurriera en el estudio de grabación y dejándose llevar por los canales comerciales de la industria discográfica, pero nunca permitiendo que esta les encorsetara.

Ahí es donde radicó la originalidad de Queen, lo que les dio entidad como banda de rock y lo que permitió que una personalidad tan desbordante como la de Mercury pudiera desplegar plenamente su creatividad y sensibilidad, y aunque con sus tensiones y sus conflictos, complementándose con la de sus colegas.

Pero mientras que en el terreno musical, la profundidad a la que llega Bryan Singer es suficiente para llegar a conmovernos. Conocemos las canciones y ver cómo son convertidas en cine –y no utilizadas únicamente como banda sonora- hace que en esos pasajes la película nos emocione, nos haga vibrar. En este otro lado, en el de lo humano, en lo referente a la homosexualidad, la soledad y la intimidad de Freddie, ese intento de darle el mismo peso objetivo no es suficiente.

El tiempo de proyección dedicado a su privacidad es más que suficiente, cierto es que no se trata a la ligera y no se evite ninguno de sus matices (la promiscuidad, las fiestas, las drogas, el VIH), pero el resultado es que estos pasajes son casi informativos, les falta ir más allá de lo meramente descriptivo. Bohemian Rhapsody no elude la verdad, pero no arriesga a la hora de contarla y en lugar de convertir estos pasajes en un relato valiente, hace de ellos casi un telefilm. Un desequilibrio que queda salvado por su buena factura técnica y narrativa y por la excelente interpretación de todo el elenco. Especialmente de Rami Malek, quien da entidad propia a su trabajo, transmitiendo en todo momento el carisma de Freddie Mercury pero sin resultar un imitador.

Nos podemos imaginar qué pasaba por su mente cuando en 1986 lanzaron el single Who wants to live forever, pero lo que está claro es que, y tal como demuestra esta película, es que Queen y Mercury siguen vivos para muchos de nosotros.

 

“Hombres desnudos” de Alicia Giménez Bartlett

La prostitución masculina vista desde una doble vertiente, la visión de quien la practica como medio de ganarse la vida y las impresiones de quien acude a ella pagando por sus servicios. De uno y otro lado el trasfondo de la crisis económica y la, aún más importante, falta de valores de nuestra sociedad que esta desveló. Tras este propósito, una novela que al margen de lo poco habitual de su temática, no aporta mucho más por lo plano de su narrativa y sus personajes sin trasfondo.  

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Si no fuera por el marchamo de haber recibido el Premio Planeta en su edición de 2015, probablemente este título no sería conocido. Sin semejante carta de presentación –la del galardón mejor dotado de las letras españolas- estos Hombres desnudos hubieran pasado muy desapercibidos ya que resultan poco sugerentes. Podrían serlo por los dos elementos que Giménez Bartlett maneja correctamente. En primer lugar la estructura de lo que quiere contarnos y el devenir por donde quiere llevarlo en una correcta combinación de presentación de personajes y progresión y cruce de tramas. El segundo punto a señalar positivamente es que no recurre en ningún momento a los aspectos que podrían resultar más morbosos y aparentemente sugestivos de la profesión de sus protagonistas.

Su atención está correctamente fijada en los pasajes importantes de sus biografías. Un profesor de literatura sin mayores aspiraciones que la de tener alumnos a los que transmitir lo que se puede sentir leyendo La Celestina o a Dostoievski, y una mujer que un día se ve repentinamente abandonada por su marido y al frente de una empresa familiar. En ambos casos la crisis hace tambalear los cimientos de sus vidas, él se queda en paro por culpa de los recortes y ella ve como el legado de su padre y su vida emocional y social hacen aguas. Como enlace entre ambos un joven que, a pesar de sus muchos límites, ha sabido hacerse a sí mismo superando una infancia de abandono por parte de unos padres drogadictos

Pero más allá de esto, estos personajes resultan curiosos, pero no atractivos. Se les lee en modo pasatiempo, pero no se siente nada con ellos. Resultan planos, no trascienden el papel, no se convierten en compañeros de viaje o guías de un mundo o unas realidades que apetezca descubrir. La narración es siempre un primer plano subjetivo, un recurso con intención inteligente, como esas situaciones que se nos transmiten desde el punto de vista de todos los que están implicados en ella. Con potencial de ser interesantes, pero no lo logran.

Sus diferentes discursos resultan casi superficiales, describen mucho pero no enganchan, parece que lo que están relatando ni siquiera es importante para ellos. Les falta la pasión de quien de verdad siente lo que está viviendo, pero como no la tienen se quedan en el papel de espectadores casi ajenos de sí mismos. Y si ellos no le ponen ganas a sus propias vivencias, difícil es que consigan una especial atención de sus lectores.

“Trescientos veintiuno, trescientos veintidós” de Ana Diosdado

A través de dos hombres y dos mujeres, la autora de «Anillos de oro» y «Los ochenta son nuestros» planteaba en 1991 algunos de los cambios que estaba experimentando la España de entonces. De un lado el matrimonio, que dejaba de ser un acontecimiento con el que adquirir un estatus social, y del otro la política, en la que los casos de corrupción planteaban la falta de ética que se presupone a los gestores de lo público.

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El escenario simula ser dos habitaciones contiguas de un hotel (la 321 y la 322) en una ciudad que no se llega a mencionar. En ellas se suceden diferentes momentos de una noche hasta el alba de dos parejas que, en ningún instante, aun conviviendo sobre las tablas, van a interactuar entre sí. Un recurso hábil para hacer crecer de manera paralela dos historias que a pesar de sus diferencias, comparten tanto aspectos formales –ritmo in crescendo, un uso ingenioso y eficaz del espacio escénico- como una intención reflexiva en sus diálogos. La más joven, unos veinteañeros, se disponen a pasar su noche de bodas tras haber llegado al sacramento matrimonial más como acto reivindicativo que como trámite social para poder convivir. Los que ya pasan los cuarenta, dos desconocidos que se encuentran por primera vez, reflejan el peso de las convenciones –en el matrimonio y en la vida pública de la política- y las vías alternativas para ser capaz de sobrellevarlas (el engaño, el chantaje o el materialismo).

El cuarto de siglo transcurrido desde que este texto fuera escrito no se nota en lo más mínimo en el conflicto del hombre que considerando su voto en venta, no sabe a quién otorgárselo, cuestión que, pasado el revuelo del escándalo, no le va a causar ningún tipo de problema posterior. De por medio flotan asuntos delictivos como las drogas y la prostitución, valores como la reputación y la dignidad, y entidades como los medios de comunicación y la policía, además de las relaciones a largo plazo (la pareja y los hijos).

Donde sí hace mella el tiempo transcurrido es sobre la historia de los más jóvenes. Plantearnos hoy en día un debate sobre el valor de llegar virgen al matrimonio, el tener un historial de promiscuidad antes del compromiso o hacer una lectura homosexual de la intimidad entre dos hombres, resultan cuestiones superadas para muchas personas y ámbitos de nuestra sociedad. Eso no quita para encontrarnos hoy públicos de pelos cardados, abrigos de pieles y costumbres de rancio abolengo donde se consideren estos asuntos tan formalmente importantes como en esas décadas de cuya sombra y peso nos estábamos desprendiendo en los 90, tal y como Ana Diosdado plantea en este libreto.

Sea cual sea el caso, lo que sí queda claro es la habilidad de la autora para escribir diálogos en los que entrelaza el espíritu de un tiempo con la creación de unos caracteres dotados de su propia personalidad. Hay momentos de comedia ligera, cercanos al enredo aparentemente fácil, pero que se superan no solo con un uso preciso del lenguaje, sino con una gran capacidad para resolver cuestiones para las que no hay siempre palabras (“Esto no es una relación, es un encuentro fortuito, irrepetible… Un espacio de tiempo fuera del tiempo…”) o para expresar la realidad tal cual es de manera clara y sencilla (“Las noticias sensacionalistas ya sólo duran un par de semanas o tres. Luego las aguas vuelven a su cauce, y lo único que importa es el poder adquisitivo con que se cuenta”).

“Camino de plata” de Ana Diosdado

Dos mujeres y un hombre son suficientes para repasar las limitaciones que nos ponemos a nosotros mismos para hacer del tener vidas plenas y felices algo difícil. Diálogos ágiles con personajes cercanos que hacen de esta obra una entretenida lectura y un buen material para una solvente representación.

CaminoDePlata

Paula llega a la consulta de un psiquiatra, Fernando, por petición de su hasta ahora marido, quien le ha pedido el divorcio y cree que la ayuda profesional le facilitará dar los pasos necesarios hacia la aceptación de su nuevo estado civil. Por su parte, el susodicho colegiado inicia hoy nueva etapa en su consulta, la parte formal de una vida que alterna entre ratos de ocio con amigos y de entretenimiento con mujeres varias. La tercera en cuestión es Mari Carmen, la secretaria y asistente del doctor, una chica joven –a diferencia de los otros dos, personas de media edad- cuya aspiración en la vida es disponer de suficientes recursos económicos para poder independizarse con su novio.

El paso de todos ellos por la escena psiquiátrica –escenario único, lo que facilitaría la puesta en escena de este texto- les pone en contacto uniendo sus caminos en combinaciones que comienzan como paciente-doctor, empleador-empleada y cliente-asistente y evolucionan pasando por estadios como los de amistad, afecto y amor. De por medio una Paula visceral, llena de miedo, desubicada en la vida por un status familiar como madre y como mujer que parece haber llegado a su fin. Enfrente un hombre racional y profundamente analítico, muy práctico y pragmático, pero con un ácido sentido del humor y una fina ironía sin pelos en la lengua. Y junto a ellos la juventud e inocencia de finales de los 80 del extrarradio de Madrid, que acepta con resignación convivir con la delincuencia y las drogas que habitan sus calles.

Los diálogos escritos por Ana Diosdado son rápidos y ágiles. Cada frase y sentencia encaja perfectamente con la anterior y la posterior en un ritmo constante en el que no hay altibajos. Pero para que las piezas encajen de esta manera se fuerzan algunas cuestiones en los personajes. Por un lado, un psiquiatra que no siempre practica toda la empatía que se podría esperar de un profesional de su especialidad. Y por el otro, mujeres que caen en el convencionalismo de hacer de los hombres y de las relaciones de pareja el elemento principal de sus existencias. Quizás no sean más que rasgos sociológicos del momento en que se escribió esta obra, 1990, que choquen desde hoy, pero dejan en el recuerdo de su lectura una sensación de tópico

Continuando en esta línea, resultan curiosas las anotaciones como las relativas al personaje cuya vida en un determinado momento gira en torno a las horas en que se emiten la noticias por televisión y de las que no puede perderse ni un segundo. ¿Cómo se adaptaría “Camino de plata” al mundo actual donde la información es accesible 24 horas al día por algo tan pequeño, personal e individual como un teléfono móvil?

En cualquier caso, una buena disculpa para recordar a esta gran dramaturga recientemente fallecida, de cuya mano salieron libretos que, como este, pueden suponer para actores con tablas y recursos una oportunidad para su despliegue interpretativo, así como una ocasión de deleite, sonrisas y buen humor para el público asistente a su representación.

Sobrecogedor relato el de “Amy (la chica detrás del nombre)”

No es este un documental que nos revele a la persona tras la artista, sino una muy bien elaborada propuesta –sin sentimentalismos ni gratuidades y con un excepcional trabajo de archivo y de montaje- sobre la mujer que pudiendo haber llegado a ser un genio de la música, en lo humano nunca consiguió ser una verdadera adulta. Una combinación de planos que dio como lugar una trayectoria en la que nadie a su alrededor supo, quiso o fue capaz de evitar su autodestrucción.

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Hubiera sido muy fácil retratar los 27 años de vida de Amy Winehouse como un camino del anonimato a la fama universal y los más grandes premios (cinco Grammys en 2007, entre ellos mejor álbum y mejor nueva artista) salpicado de episodios de alcohol, drogas y hombres. El recurso es fácil, hubiera bastado con tirar de las portadas de escándalo de la prensa amarillista inglesa y del archivo de emisoras de tv, y editarlo alternado con entrevistas llenas de declaraciones edulcoradas y primeros planos de los rostros circunspectos de las personas de su entorno personal y profesional.

Sin embargo, Asif Kapadia ha realizado un trabajo mucho más creativo y humano. Para ello ha buceado en la historia personal de Amy antes de que fuera un personaje público, pasando por su adolescencia y llegando hasta a su más temprana infancia. Etapas en las que se fija en determinadas cuestiones que estarán presentes a lo largo de toda su vida, condicionando la manera en que integrará las elecciones e imposiciones que supone el tener una carrera musical profesional de primer nivel. Tras una niñez marcada por la ausencia de su padre y una madre que no ejercía como tal, en su adolescencia bulímica y con sus primeros tratamientos fármaco-psiquiátricos, el jazz era su estímulo, sus ganas, su ilusión. Cuando Amy cantaba, era un torrente de voz, un derroche de emoción al micrófono que se fusionaba completamente con el espacio en el que interpretara, dejando boquiabiertos a quienes la escucharan. De ahí que atrajera el interés de la industria, no solo por su capacidad artística, sino también, por su potencial comercial.

A partir de aquí los aspectos públicos de la historia son los que ya conocemos, pero nos falta por saber de cuáles fueron consecuencia o a qué otros dieron lugar. “La chica detrás del nombre” hace de una imagen plana -de aquellas fotografías de una mujer que por efecto de las drogas respondía toscamente a los paparazzis a la puertas de su casa o a la que el alcohol la hacía tambalearse sobre los escenarios ante miles de personas- una realidad tridimensional. Contextualiza, presenta factores y atenuantes, una completa cronología de acontecimientos sin apuntar a culpables ni salvar a inocentes. Sin justificar, pero sí explicando.

La base es un excelente trabajo de documentación y de edición utilizando multitud de grabaciones audiovisuales, profesionales unas, caseras otras, en las que podemos ver tanto las imágenes más deslumbrantes como las más amarillistas del personaje público que fue Amy Winehouse, así como vídeos caseros e imágenes familiares de una pequeña niña en el salón de su casa de Londres o a una adolescente jugar con sus amigas en el jardín del mismo hogar o de vacaciones en Mallorca. El sobrio y asertivo relato compuesto por el director deja fuera de plano a las personas que formaron parte de su entorno pero que no fueron personajes públicos. Sin embargo, no prescinde de ellas y las integra en el discurso visual aportando sus puntos de vista y vivencias a través de sus voces en off subrayando, explicando o matizando lo que las imágenes proyectadas están contando en cada momento.

“Amy” es un documental casi más periodístico que artístico, con una marcada y clara intención de objetividad. No simplifica ni emite sentencias, presenta los acontecimientos que demuestran que la vida es sencilla cuando la creemos compleja y que tiene múltiples planos cuando nos empeñamos en simplificarla. Paradojas que hicieron que Amy Winehouse, a pesar de ser un personaje destinado a convertirse en una gran estrella, fuera también una persona que, dejada a su suerte en un entorno de cosificación muy exigente como es el de la industria discográfica y sin tener un camino personal claro ni capacidad para encontrarlo, acabara consigo misma.