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10 películas de 2018

Cine español, francés, ruso, islandés, polaco, alemán, americano…, cintas con premios y reconocimientos,… éxitos de taquilla unas y desapercibidas otras,… mucho drama y acción, reivindicación política, algo de amor y un poco de comedia,…

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120 pulsaciones por minuto. Autenticidad, emoción y veracidad en cada fotograma hasta conformar una completa visión del activismo de Act Up París en 1990. Desde sus objetivos y manera de funcionar y trabajar hasta las realidades y dramas individuales de las personas que formaban la organización. Un logrado y emocionante retrato de los inicios de la historia de la lucha contra el sida con un mensaje muy bien expuesto que deja claro que la amenaza aún sigue vigente en todos sus frentes.

Call me by your name. El calor del verano, la fuerza del sol, el tacto de la luz, el alivio del agua fresca. La belleza de la Italia de postal, la esencia y la verdad de lo rural, la rotundidad del clasicismo y la perfección de sus formas. El mandato de la piel, la búsqueda de las miradas y el corazón que les sigue. Deseo, sonrisas, ganas, suspiros. La excitación de los sentidos, el poder de los sabores, los olores y el tacto.

Sin amor. Un hombre y una mujer que ni se quieren ni se respetan. Un padre y una madre que no ejercen. Dos personas que no cumplen los compromisos que asumieron en su pasado. Y entre ellos un niño negado, silenciado y despreciado. Una desoladora cinta sobre la frialdad humana, un sobresaliente retrato de las alienantes consecuencias que pueden tener la negación de las emociones y la incapacidad de sentir.

Yo, Tonya. Entrevistas en escenarios de estampados imposibles a personajes de lo más peculiar, vulgares incluso. Recreaciones que rescatan las hombreras de los 70, los colores estridentes de los 80 y los peinados desfasados de los 90,… Un biopic en forma de reality, con una excepcional dirección, que se debate entre la hipérbole y la acidez para revelar la falsedad y manipulación del sueño americano.

Heartstone, corazones de piedra. Con mucha sensibilidad y respetando el ritmo que tienen los acontecimientos que narra, esta película nos cuenta que no podemos esconder ni camuflar quiénes somos. Menos aun cuando se vive en un entorno tan apegado al discurrir de la naturaleza como es el norte de Islandia. Un hermoso retrato sobre el descubrimiento personal, el conflicto social cuando no se cumplen las etiquetas y la búsqueda de luz entre ambos frentes.

Custodia compartida. El hijo menor de edad como campo de batalla del divorcio de sus padres, como objeto sobre el que decide la justicia y queda a merced de sus decisiones. Hora y media de sobriedad y contención, entre el drama y el thriller, con un soberbio manejo del tiempo y una inteligente tensión que nos contagia el continuo estado de alerta en que viven sus protagonistas.

El capitán. Una cinta en un crudo y expresivo blanco y negro que deja a un lado el basado en hechos reales para adentrarse en la interrogante de hasta dónde pueden llevarnos el instinto de supervivencia y la vorágine animal de la guerra. La sobriedad de su fotografía y la dureza de su dirección construyen un relato árido y áspero sobre esa línea roja en que el alma y el corazón del hombre pierden todo rastro y señal de humanidad.

El reino. Ricardo Sorogoyen pisa el pedal del thriller y la intriga aún más fuerte de lo que lo hiciera en Que Dios nos perdone en una ficción plagada de guiños a la actualidad política y mediática más reciente. Un guión al que no le sobra ni le falta nada, unos actores siempre fantásticos con un Antonio de la Torre memorable, y una dirección con sello propio dan como resultado una cinta que seguro estará en todas las listas de lo mejor de 2018.

Cold war. El amor y el desamor en blanco y negro. Estético como una ilustración, irradiando belleza con su expresividad, con sus muchos matices de gris, sus claroscuros y sus zonas de luz brillante y de negra oscuridad. Un mapa de quince años que va desde Polonia hasta Berlín, París y Splitz en un intenso, seductor e impactante recorrido emocional en el que la música aporta la identidad del folklore nacional, la sensualidad del jazz y la locura del rock’n’roll.

Quién te cantará. Un misterio redondo en una historia circular que cuando vuelve a su punto inicial ha crecido, se ha hecho grande gracias a un guión perfecto, una puesta en escena precisa y unas actrices que están inmensas. Una cinta que evoca a algunos de los grandes nombres de la historia del cine pero que resulta auténtica por la fuerza, la seducción y la hipnosis de sus imágenes, sus diálogos y sus silencios.

«El reino» de la soberbia

Ricardo Sorogoyen pisa el pedal del thriller y la intriga aún más fuerte de lo que lo hiciera en Que Dios nos perdone en una ficción plagada de guiños a la actualidad política y mediática más reciente. Un guión al que no le sobra ni le falta nada, unos actores siempre fantásticos con un Antonio de la Torre memorable, y una dirección con sello propio dan como resultado una cinta que seguro estará en todas las listas de lo mejor de 2018.

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Viajes pagados por empresarios, uso particular de medios públicos, mordidas en concesiones, recalificaciones de terrenos, desvío de subvenciones, cuentas en Suiza,…, menos cremas y masters esta cinta tiene alusiones a toda clase de casos de corrupción de los que hayamos tenido noticia en los últimos años. Tanto que, más que original, su guión parece una adaptación de los titulares que nos han ido dando día a día en sus portadas y cabeceras los distintos medios de comunicación. Solo los investigadores judiciales sabrán cuán veraz es lo que retrata, pero lo que esta cinta cuenta –con una factura que tiene un punto de “nuevo periodismo”- resulta tremendamente creíble.

En ningún momento da nombres ni hace referencias explícitas, pero ahí quedan algunas pistas para los amantes de las similitudes como la luz de Levante, los trajes de sastrería, las anotaciones manuscritas en libretas o las referencias a las más altas instancias del Gobierno y del Estado. Sin embargo, El reino no solo no se deja atrapar por ello sino que utiliza a su favor el conocimiento que ya tenemos de la narrativa de la corrupción para elaborar su propia historia. Entra directamente al grano y no pierde en ningún momento ni un solo segundo en explicar códigos, motivaciones o procedimientos. Cuanto vemos está supeditado muy exitosamente, tanto artística como técnicamente –atención a la banda sonora y la fotografía-, a un único elemento, la acción.

Un viaje en el que cuanto acontece está siempre al margen de la ley, pero mientras al principio todos los personajes cuentan con su condescendencia, los acontecimientos van haciendo que cada uno de ellos se sitúe de manera diferente frente a ella. Hasta que el más osado, y también guiado por el principio de “morir matando”, el vicesecretario autonómico del partido gobernante y delfín del líder regional, se enfrenta a los que a ojos de la opinión pública están aún en el lado de la legalidad.

Así es como la intriga se va convirtiendo progresivamente en un thriller que va acumulando tensión a medida que entran en juego tanto la estabilidad de su faceta personal (matrimonio y familia) como la de las estructuras de su ya extinta vida pública (partido político y administraciones públicas) hasta el punto de sembrar la duda sobre su propia integridad física. Una complejidad e interactuación de planos que Ricardo Sorogoyen muestra y superpone centrándose con rigor en el ritmo con que el surgen y en la manera en que confluyen y se influyen, pero sin ejercer en ningún momento de juez moral.

Una dirección en la que todo está muy medido y a la que Antonio de la Torre responde con una brutal interpretación. No solo estando presente por exigencias del guión en todas las secuencias, sino por la atmósfera que imprime a la película la desbordante presencia que imprime a su personaje. Un elemento fundamental en el logro de que El reino no sea solo una excelente película, sino también un trabajo necesario que plantea hasta dónde puede llegar la soberbia y dónde se queda la ética cuando un político se corrompe.

«Antígona» es brutal

Un texto clásico, una iluminación barroca y un mensaje actual, universal, eterno, siempre presente. Un bucle sin fin que comienza con la resaca del conflicto, sigue con la tensión de la defensa de la ley y concluye con la paradoja del ejercicio del poder. Un elenco en el que todos los actores brillan con su quietud cada vez que intervienen y cuando coordinan sus movimientos hacen casi estallar el escenario.

Antigona

El claroscuro recuerda siempre a Caravaggio, es inevitable pensar que se masca una tragedia, que algo tremendo está a punto de ocurrir o ser anunciado, algo sin marcha atrás o sin posibilidad de enmienda. Lo que se van a presentar son hechos consumados, no hay fuerza que pueda cambiar el destino, sea este un camino ya pasado que pesa como una losa o uno por trazar que angustia casi hasta la asfixia. Con esta iluminación y este inquietante presentimiento es como se inicia la Antígona de Sófocles adaptada por Miguel del Arco que acoge el Teatro Pavón.

Creonte, todo fuerza y mando, se niega a enterrar al hombre que dirigió una rebelión para retirarle del poder. Quiere que su cadáver esté presente, intocable y a la vista de todos como muestra de que nada ni nadie debe poner en duda su autoridad. Una rectitud y frialdad que resulta más propia de alguien despótico que de un gobernante, de quien busca perpetuarse y distanciarse de sus súbditos en lugar de mediar equilibradamente entre ellos. Semejante liderazgo -que no deja espacio para la empatía, no entiende de emociones y no permite los afectos- es encarnado por una Carmen Machi brutal, dueña y señora del escenario, con una mirada de acero y una presencia pétrea que se hace aún más rígida cuando se enfrenta a Antígona.

Ella es Manuela Paso, herida, pero dura y resiliente, la hermana del muerto, la cara de la derrota, la humanidad de los vencidos que pide también ser considerada, escuchada y entendida. Sin embargo, es tomada como oportunidad de ejercer una justicia que tiene más de revancha que de ley equitativa. El destino hará que ella sea la punta de lanza por la que Creonte se vea obligado a enfrentarse a su corazón, encarnado en el amor que profesa por su hijo, convirtiéndose en víctima de su absolutismo.

Utilizados por el primero y acosando a la segunda se encuentran un grupo de ciudadanos que son una masa perfectamente coordinada, una explosión de ritmo a base de palabras y movimiento que dejan ver sobre el escenario, de manera tan anárquica y visceral como lógica y coreografiada, mil matices diferentes. Desde la incertidumbre y el miedo a la obediencia y el acatamiento, desde el recelo y la desconfianza a la lucha y la desesperanza. Pinceladas que se perciben como una sucesión de fogonazos que llenan la escena de la complejidad que tienen la convivencia y la difícil consecución del equilibrio entre el grupo y el individuo, entre la razón y el corazón, entre el gobernante y sus gobernados.

Antígona, en el Teatro Pavón (Madrid).