Archivo de la etiqueta: Elizabeth Taylor

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

“Silla eléctrica” (Andy Warhol, 1971)

“Cuando ves una fotografía horripilante de manera reiterada y deja de tener efecto”. Esa es la idea que tenía en mente el padre del pop art cuando elaboró esta serie de diez serigrafías a partir de una instantánea con las que recordaba el fin de la pena de muerte en Nueva York en 1963.

Una de las primeras obras que se puede ver en el montaje de El sueño americano: del pop a la actualidad en el Caixaforum de Madrid es esta. Doblemente significativa. Por su demostración del potencial creativo y la influencia social que el arte gráfico ha adquirido en las últimas décadas. Y por su evocación de la banalización de mensajes, valores y discursos en que estamos inmersos hoy en día.

La ruptura con los cánones que se inició con las vanguardias terminó de estallar con el pop art y su logro de hacer que elementos de la cultura de consumo -personas, objetos, marcas- fueran también protagonistas de esa construcción llamada arte que hasta entonces estaba acotada a aquellos que contaban con el suficiente nivel económico para adquirirlo y, aparentemente, académico para entenderlo.

El nacido en Pittsburg en 1928 le dio la vuelta a la tortilla, dejó a un lado los ideales estéticos y puso sobre la palestra los mecanismos de identificación y proyección en un contexto en el que buena parte de la población estadounidense tenía sus necesidades materiales resueltas -la eclosión de la clase media- y el ideal del sueño americano necesitaba nuevas simbolizaciones con las que demostrar su existencia y adaptación a los nuevos tiempos. Las latas de sopa Campbell, los rostros de Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor y líderes políticos, el plátano portada de disco… Todo era susceptible de ser artísticamente transmitido y, en consecuencia, interpretado.

Nada nuevo en la historia del arte. La subjetividad, más o menos consciente y/o deliberada por convicciones individuales, marcada por la presión del entorno o exigida contractualmente por los mecenas, ha estado ahí siempre. Pero en los años 60 confluyeron la expansión de los medios de comunicación con la simplificación y abaratamiento de muchos medios de producción, y en ese punto de encuentro es donde temática y técnicamente surgen obras como esta de Andy Warhol. Así es como las creaciones artísticas, resultado de la producción seriada del arte gráfico y de la multiplicación de su reproducción en soportes audiovisuales (televisión y cine) e impresos (periódicos, revistas, vallas publicitarias, folletos…) comenzaron a llegar a mucho más público.

Pero junto con ellas va lo que transmiten. Belleza, valores e interrogantes. Imágenes que muestran y que plantean. Y como toda cara tiene su cruz, y sea por el límite de saturación que tenemos a la hora de procesar información, sea por la intención manipuladora (deliberada, por tanto) de algunos, puede llegar a ocurrir lo que Andy Warhol ¿denuncia? con esta serie. Un tema que comenzó a trabajar en 1963 y del que en esta exposición se ve la producción que realizó en 1971 (120 x 90 cm) y que forma parte de los fondos de The British Museum.

Un elemento tan atroz como el objeto con el que seres humanos son sentenciados -y no se trata de si se está a favor o en contra de la pena de muerte, aunque también- se convierte en un elemento estético, visual, agradable, armónico y complementario con nuestra vida de sonrisas y color, de derechos antes que deberes y de interés personal antes que bien común.

Dejamos de ver lo que es y lo convertimos en lo que necesitamos. En una pantalla tras la que ocultar la inseguridad, la máscara, el artificio, el hedonismo y la vanidad de nuestro ego. Si vamos más allá, en un filtro para enfocar la realidad bajo el prisma político, económico y social que -por principios compartidos, por intereses espurios- deseamos que esta tenga. Un riesgo, el de la llamada “democratización” del arte, convertido en una amenaza, la de la desinformación y de ahí a la mentira, la polarización y el enfrentamiento.

Miremos y leamos las portadas de los periódicos, las publicaciones más populares en las redes sociales y las piezas y cortes con que abren cada informativo radios y televisiones. Comparemos enfoques, chequeemos las declaraciones de nuestros representes públicos, las escenografías en que hacen acto de presencia, auditemos los datos en que sustentan sus afirmaciones. Quizás tenía razón Andy Warhol y lleguemos a la conclusión de que tuvo un punto visionario al ejemplificar de manera tan directa y evidente lo que hoy ya es (casi) norma, como “cuando ves una fotografía horripilante de manera reiterada y deja de tener efecto”.

El sueño americano: del pop a la actualidad, Caixaforum Madrid, hasta el 31 de enero de 2021.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero

Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado. Un viaje y un retrato existencial en el que traspasa el espejo de “La gaviota” de Chejov, para acercarse a construcciones tan hondas, íntimas y desgarradoras como las de los personajes de Tennessee Williams.   

Vi Cliff representado en septiembre de 2015 en Nave 73. Me gustó mucho. Me impresiona cuando una representación lo consigue todo de manera sencilla, únicamente con actores y texto, sin apenas escenografía y con escasos recursos escénicos (iluminación y música en este caso, nada más). Un único intérprete, Carlos Lorenzo, y las palabras de Alberto Conejero, a quien descubrí con esta obra. Ahora que he vuelto a ella, leyéndola, no solo he revivido lo sentido entonces, sino que he disfrutado ahondando en las múltiples capas, prismas y relaciones que expone.

Una escritura que confirma y destruye la imagen que tenemos de Montgomery Clift como una estrella de Hollywood, pero atormentado por ser homosexual en unas coordenadas que lo prohibían, conflicto del que salió derrotado por recurrir al alcohol y las drogas bajo la mirada de colegas y amigos de la profesión como Marlon Brandon y Elizabeth Taylor. La confirma porque es lo que ya sabemos antes de leer o ver Cliff como montaje teatral. La destruye porque no describe una imagen proyectada sobre una pantalla, sino que muestra con la crudeza de la verdad tal cual, sin adjetivos calificativos, la realidad de un ser humano que como tantos otros solo así consiguió alcanzar y mantener el punto de equilibrio entre quien era y lo que los demás le exigían.

Para ello, Conejero se adentra a través de las cicatrices físicas y espirituales de su retratado mostrándonos cómo toma conciencia de su dolor, las sangrantes luchas internas y los escandalosos conflictos externos que este le provoca y el difícil equilibrio en el que se sustentaba su existencia. Un drama que conecta con el ser o no ser de Hamlet y la tragedia griega y sus máscaras, artefacto mediador entre la persona y el personaje, evocación que Conejero utiliza para exponer la otra interpretación de Montgomery Clift, no la que realizaba ante las cámaras por su profesión, sino tras estas como resultado de la misma.  

Un recurso clásico, el de la máscara, sobre el que construye esta historia, tomando como punto de partida el accidente de automóvil en el que el 12 de mayo de 1956 Monty casi destrozó su rostro. Continúa con el alcohol que le distanciaba y protegía de cuanto le rodeaba, los cuerpos masculinos en los que huía del amor que no se permitía entregar ni recibir y concluye con su deseo de catarsis, renacimiento y salvación, interpretando en el teatro a Tréplev, el joven dramaturgo de La gaviota (1896) de Chéjov.

Un hilo a partir del cual, y con la vibrante pulcritud emocional de su escritura, Alberto despliega una estructura meta teatral de múltiples prismas. De un lado, el juego de espejos entre Clift y el protagonista chejoviano. Y del otro, los paralelismos entre Antón y Conejero construyendo historias sobre artistas que se buscan a sí mismos a través de sus creaciones. Una relectura que, a su vez, hace que el también autor de La piedra oscura o Ushuaia se refleje en uno de sus referentes, Tennessee Williams, quien también ahondó, como él, en este texto hasta hacer su propia reescritura del mismo en 1980 en The notebook of Trigorin.

Cliff, Alberto Conejero, 2011, Fundación Autor.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee

Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

QuienTemeAVirginiaWoolf.jpg

La primera vez que leí ¿Quién teme a Virginia Woolf?  fue hace años motivado por la sensación que me dejó la película del mismo título y por la salvaje interpretación de Elizabeth Taylor en ella. Casi una década después he vuelto a este texto y he quedado aún más impresionado que entonces, más allá de los gritos y los insultos, el maltrato que se interfieren los dos protagonistas alcanza tal nivel de violencia psicológica que hace que dejes atrás el cuestionamiento de cómo es posible llegar a semejante comportamiento para sumirte en la parálisis de algo que resulta casi inconcebible.  Un profundo pesar y una desagradable resaca de vergüenza al pensar que en algún momento has llegado o has sentido el impulso de comportarte de semejante manera.

Edward Albee es maestro en tocar nuestros puntos débiles, aquellos que nos hacen vulnerables, para provocarnos respuestas que enfrenten nuestro edulcorado auto concepto individual (The zoo story, 1958) y social (The american dream, 1960) con aquello que no queremos o negamos ser. Tras estas dos obras iniciales, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1961) la formalidad que imponen los espacios públicos queda sustituida por ese templo de la privacidad que es el hogar familiar. Un interior regido en ocasiones por leyes, normas y costumbres de dudosa lógica que solo conocen los que lo habitan. Cuestión aparte es quién las propone y quién las acata.

En la historia que Albee nos propone no hay un detalle ambiental que no oprima o enclaustre la acción. Desde la clandestinidad de la madrugada (el primer acto comienza a las dos de la mañana) a la carga de alcohol (el bebido antes de su inicio y el brandy y el whisky que se consume después de manera continua), el humo del tabaco o el desorden que describen las acotaciones del salón en el que transcurre lo que leemos/vemos. Sobre esta base se sitúa el trato de desidia, desprecio, amor enfermizo y complicidad que se dispendian Martha y George.

Una explosiva combinación a cuya influencia someten a Nick y Honey, una pareja de recién instalados en el campus universitario en el que residen los primeros desde que se casaron dos décadas atrás, justo el mismo paréntesis de edad que separa a unos y otros. Una diferencia que no supone una gran distancia entre ambos matrimonios. Lo único que les diferencia es el camino recorrido y la experiencia acumulada, pero deja claro que el egoísmo y la inhumanidad son comportamientos inherentes a toda persona.

Así, de manera tranquila pero sin pausa, ganando intensidad y tensando el ambiente a medida que transcurre la noche, el tono de voz es cada vez más elevado, los calificativos más duros, los ofrecimientos más obscenos y las afrentas más agresivas. Sin respetar los límites entre las parejas, convirtiéndose en un todos contra todos, pero en el que el ritmo lo marcan los primeros, haciendo de los segundos víctimas, instrumentos y destinatarios de su enquistado conflicto, al tiempo que les hace revelar la génesis de la que podría ser su futura guerra.

Diálogos duros y ásperos, pero certeros en su intención percutora, donde la rudeza que imprime la ingesta de alcohol se combina con la inteligencia de gente formada, de buena posición socioeconómica. A través de ellos Albee reflexiona también sobre cuestiones como el rol de la mujer en una sociedad androcentrista, la competitividad fomentada por la educación formal, el papel que la Ciencia y las Humanidades tienen en nuestra sociedad o el nepotismo que gobierna nuestras instituciones.

¿Quién teme a Virginia Woolf?, Edward Albee, 1962, Ediciones Cátedra.

Ellas

Faltan muchas, pero las que están en este post han protagonizado algunos de los momentos más mágicos y maravillosos que el cine nos ha dado. 

Ellas

Meryl Streep mirándose al espejo en “Los puentes de Madison”. Nicole Kidman desvistiéndose en “Eyes wide shut”. Anna Magnani exhudando supervivencia en “Roma, ciudad abierta”. El absoluto descaro de Rita Hayworth en “Gilda”. La sonrisa infinita de Julia Roberts en “Pretty woman”. La risa de Greta Garbo en “Ninotchka”. Katharine Hepburn, sentimiento a flor de piel “En el estanque dorado”. El quid pro quo de Jodie Foster con Hannibal Lecter en “El silencio de los corderos”. La alocada Barbra Streisand en bici por las calles de San Francisco en “¿Qué me pasa, doctor?”. Diane Keaton diciendo “he tenido tanto amor en mi vida” en “La habitación de Marvin”. Bjork soñando con una realidad paralela musical en “Bailar en la oscuridad”. El sufrimiento sin fin de Jane Wyman en «Obsesión» y el de Lana Turner en «Imitación a la vida».

Ingrid Bergman deseando tanto lo imposible como lo marcado por el destino en “Casablanca”. Vivien Leigh poniendo a Dios por testigo en “Lo que el viento se llevó”. Holly Hunter gritando en silencio en “El piano”. Juliette Binoche leyendo con los dedos la partitura en “Tres colores: azul”. La histriónica Gloria Swanson de “El crepúsculo de los dioses”. La fotogénica, hermosa y bella Emmanuelle Béart de “Nelly y el Sr. Arnaud”. Marisa Paredes y Victoria Abril discutiendo en “Tacones lejanos”. La desequilibrada Isabelle Huppert de “La pianista”. Olivia de Havilland cerrando la puerta en la última secuencia de “La heredera”. La interrogada Sharon Stone de “Instinto básico”. Audrey Hepburn buscando al gato bajo la lluvia en “Desayuno con diamantes”.

Kathleen Turner y Angelica Houston, arrolladoras en “El honor de los Prizzi”. El drama de Ali MacGraw diciendo “amar significa no tener que decir nunca lo siento” en “Love story”. Penélope Cruz sin lógica alguna en “Vicky Cristina Barcelona”. La seducción de Barbara Stanwyck en “Perdición”. La inocencia de Natalie Wood en “West side story”. La absurda ingenuidad de Renée Zellweger vestida de conejita de Playboy o luciendo faja en «El diario de Bridget Jones». Bette Davis y Joan Crawford, locas, muy locas en “¿Qué fue de Baby Jane?”. Jennifer Hudson cantándole a su hombre And I´m telling you en “Dreamgirls”. Marilyn Monroe avanzando por el andén en “Con faldas y a lo loco”. Elizabeth Taylor llena de rabia en “La gata sobre el tejado de zinc”. Las lágrimas de Demi Moore en “Ghost”. La virginidad de Liv Tyler en “Belleza robada”.

La elegancia de Ava Gardner en “55 días en Pekín” sin hacer nada, solo porque sí. La almibarada Olivia Newton John de “Grease”. Madonna, entregada peronista en “Evita”. Jennifer Grey bailando en “Dirty Dancing” y Catherine Zeta-Jones en «Chicago». La candidez de Judy Garland en “El mago de oz”. Las ganas de disfrutar la vida de Liza Minelli en “Cabaret”. El monólogo, vistiendo únicamente una camiseta, de Julianne Moore en “Vidas cruzadas”. Annette Bening como una contrariada esposa en “American Beauty”. La sufrida y valiente Cecilia Roth de «Todo sobre mi madre». Faye Dunaway disparando a diestro y siniestro en «Bonnie & Clyde». Las eternas piernas de Cyd Charisse en «Cantando bajo la lluvia». La enigmática Kim Novak de «Vértigo» y la radiante Grace Kelly de «La ventana indiscreta».

La soledad de Scarlett Johansson en “Lost in translation”. Carmen Maura recitando la receta del gazpacho en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. Julie Andrews en todas las canciones de “Sonrisas y lágrimas”. La magia que desprende Cher en “Hechizo de luna”. La acosada Jessica Lange de “El cabo del miedo”. La fuerza infinita de Sophia Loren en “Madre coraje”. La dualidad de Natalie Portman en “El cisne negro”. Las retadoras miradas de Lauren Bacall en “El sueño eterno”. Susan Sarandon y Geena Davis queriendo dejar su pasado atrás en “Thelma & Louise”. La expresividad de Marlee Matlin en “Hijos de un dios menos”. Glenn Close, desatada en “Atracción fatal”. Ellas y muchas más.

Diapositiva1