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23 de abril, día del libro

Cervantes, Shakespeare y el hábito de la lectura. Hoy celebramos la existencia y el poder de los libros. Páginas impresas, encuadernadas y cubiertas por portadas que nos llaman, apelan y acompañan. Jornada en la que festejar esos objetos que nos evaden y alucinan, nos aburren y nos crispan, nos informan y nos forman.

Forman parte de mi paisaje y rutina habitual. Tengo libros en el dormitorio, en el estudio y en el salón. No en la cocina ni en el baño, por el riesgo acuático que, si no, también. Me vale cualquier hora del día para leer. Con la legaña aún en el transporte público a primera hora cuando voy a trabajar. Al amanecer cuando los fines de semana disfruto de que no haya sonado el despertador. Por la noche antes de dormir. Cuando viajo, da igual si es en autobús, tren o avión. Llevo siempre un libro conmigo. Si me descubro sin tener uno a mano me siento vacío, falto, manco. Así ha sido desde que conociera las series de Los cinco y Los Hollister y no hubiera tarde de piscina infantil con una de las dos pandillas. Antes que ellos recuerdo las lecturas compartidas, con mis padres y abuelos, de ediciones ilustradas de 20.000 leguas de viaje submarino y La cabaña del tío Tom.

Después llegaría Stephen King y su capacidad para hipnotizarme, abstraerme y embaucarme. Comenzar un capítulo diciendo que alguien iba a morir y avanzar en la lectura lleno de ansiedad, deseando que no ocurriera y temiendo que sucediera lo que había sido anunciado. A la par llegaron los autores patrios. Miguel Delibes, Pio Baroja, Benito Pérez Galdós. Llegué a comprar dos ediciones diferentes del Cantar del Mío Cid, Cátedra y Austral, y gozarlas por igual. Años en los que conocí a Don Quijote y Lázaro de Tormes, La colmena y Tiempo de silencio.

A las primeras amistades adultas les debo horas de discusión sobre el mundo interior y la personalidad de Madame Bovary y Ana Karenina, así como del universo francés de Rojo y negro y el ruso de Guerra y paz. El cine puso encima de la mesa La pasión turca de Antonio Gala y Entrevista con el vampiro de Anne Rice. En la facultad de filología de la Complutense escuché por primera vez a Almudena Grandes, acto seguido devoré Malena es un nombre de tango y desde entonces la tengo como autora y pensadora de cabecera. Sin por ello desmerecer a otros dos grandes, Paul Auster y José Saramago. Si el primero me impactó con El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, el segundo me epató con Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres.

Cuando había que hacer un regalo, y según la persona, recurría a El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez o Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy de Eduardo Mendicutti. El último libro que regalé fueron los Cuentos completos de Bram Stoker y que a mí me regalaron, Gravedad cero de Woody Allen. En los cursos de verano de la Menéndez Pelayo leí por primera vez aquello de “preferiría no hacerlo” que repetía Bartleby, el escribiente y quedé deslumbrado por La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Acostumbro a leer títulos cuya acción transcurre en las ciudades que visito. En San Francisco me enganché a las Tales of the city de Armistead Maupin, paseé Viena imaginándome buscando a La pianista de Elfriede Jelinek, en Barcelona me trasladé a La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y desde un tranvía en Lisboa vi, tal cual, a Antonio Muñoz Molina Como la sombra que se va.

Reivindico siempre que tengo ocasión a Terenci Moix. Me he propuesto leer, poco a poco, cuanto nos dejó Patricia Highsmith. Suelo dar los libros tras llegar a su punto final, no olvidaré la ilusión con que recibió su destinataria la Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite. Me encantan las librerías de segunda mano, así han llegado a mí dramaturgias de Arthur Miller, Tennessee Williams y Edward Albee, entre otros muchos. Siento que tengo una deuda pendiente con Rosa Montero y Elvira Lindo. Quiero profundizar más en la bibliografía de Michel Houellebecq y Tom Perrotta.

Espero volver a emocionarme tanto como con A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales y a alucinar como con Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. ¿Qué estoy leyendo en estos momentos? Teatro del bueno, Muero porque no muero de Paco Bezerra. Una Santa Teresa diferente a la de Juan Mayorga y quien sabe si más cercana a la que vivió hace cinco siglos. Y así podría seguir y seguir, pero mejor lo dejo por ahora y ya volveré dentro de un tiempo recordando novelas y obras de teatro, relatos y recopilaciones, ensayos y memorias, antologías y poemas -como los del Cuaderno de Nueva York de José Hierro- que me hayan marcado y sacudido, descolocado y motivado.

10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams

La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.  

Las familias desestructuradas, las biografías heridas y las personalidades inestables son marca Tennessee Williams. De todo ello hay en La noche de la iguana, obra escrita en 1961 y ambientada en el verano de 1940 en México. Pero a diferencia de textos previos como El zoo de cristal (1944) o La rosa tatuada (1951), en esta ocasión no busca llegar a ese territorio herido y vapuleado que explica cuanto antes nos desconcertaba y no entendíamos del comportamiento de sus protagonistas. La única expiación pasa por conocerse y aceptar tanto la soledad interior como la circunstancial (algo que hará a nivel personal y familiar años después en Out cry, 1973), pero no por intentar sanarse, solo seguir sin más, sin tener porqué justificarse.

Antes, quizás, tendría que hacerlo la sociedad norteamericana. Exponer sus propias contrariedades en lugar de ocultarlas, como la admiración que una parte de su población sintió por el régimen nazi (algo alegorizado ya entonces por Arthur Miller en Los años dorados, 1940), tan bien reflejada en la familia germánica que luce presencia física y bronceado playero mientras escucha extasiada por la radio como la aviación de su país bombardea Londres.

O su siempre difícil convivencia con el sexo y la religión, asuntos ampliamente tratados, comentados y analizados en esta creación. Viudas que se deleitan con sus empleados igual que lo hacían cuando estaban casadas, adolescentes que resuelven sus impulsos bajo la excusa del amor y un reverendo incapaz de evitar sus pulsiones. Corporeidades convertidas en culpa y castigo ante la presencia totalitaria de la espiritualidad disfrazada de moralidad represora. Y por si no tenían bastante y seguían mirando para otro lado, lo mezcla con violencia física y les habla de masturbación, misofilia, asexualidad y virginidad.

Tennessee llega al Hotel Costa Verde, alojamiento en el que tiene lugar la acción en una larga y calurosa jornada del mes de septiembre, tras una sucesión de obras maestras indiscutibles (Camino Real, 1953, La gata sobre el tejado de zinc, 1955,…) y se le nota que tenía ganas de innovar y de hacer evolucionar su dramaturgia llevándola por nuevos derroteros. En sus anotaciones sobre el vestuario y la escenografía resulta evidente su interés por la delicadeza de lo oriental y la universalidad grecolatina, proponiendo telas como elementos que separan estancias (recurso en cuyo uso profundizará en su siguiente trabajo, The milk train doesn´t stop here anymore, 1963) y dando a los elementos de la naturaleza un rol fundamental, cargado de simbolismo y emociones, en la creación de atmósferas.

Como anécdota, señalar la decepción del genio con Bette Davis, actriz a la que admiraba y que interpretó a Maxine Faulk en su estreno en Nueva York el 28 de diciembre de 1961, y que resultó tan poco acertada en su actuación como poco amistosa compañera con el resto de la compañía tras el escenario. Tal y como resumiría el propio Williams, better, in so many circumstances, to not meet people you admire.

La noche de la iguana, Tennessee Williams, 1961, Alianza Editorial.

23 de abril, un año de lecturas

365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.

Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.  

Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social en El naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?

Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.

Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).

Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.

Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.

Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.

Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.

La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.   

Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.

Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.

“The milk train doesn´t stop here anymore” de Tennessee Williams

Una mujer millonaria, hedonista y alejada de la alta sociedad. Un hombre joven, enigmático y con aires de seductor. Un encuentro forzado, excéntrico y aparentemente superficial, pero con un mar de fondo en el que se enfrentan y combinan de manera explosiva lo que el autor expone de sí mismo con lo que se plantea sobre el sentido de la vida. Un texto histriónico con una propuesta escenográfica inspirada en la raíces griegas del teatro occidental.

En 1963 Williams era un autor más que consagrado. Había demostrado ser capaz de todo. De escribir endiabladamente bien (El zoo de cristal, 1944), de construir personajes que arrasaban en el escenario (La rosa tatuada, 1951), de proponer tramas con asuntos de lo más delicado (La gata sobre el tejado de zinc caliente, 1955) y de haber jugado, incluso, con las lógicas de la construcción dramática (Camino Real, 1953). ¿Qué le quedaba por conseguir? Seguir avanzando en ese camino, investigando, probando nuevos elementos con los que poner a prueba las convenciones teatrales para llevar a sus espectadores a coordenadas nunca antes visitadas.

Ese es el punto de partida de esta obra, denostada en su estreno, pero que merece ser revisitada. El primer tránsito por su escritura deja una sensación de liviandad y vacuidad, como si en lugar de apostar por unas bases sólidas, Williams hubiera tirado de imaginario y juntado en una villa mediterránea con unas vistas espectaculares al mar a unos personajes que recuerdan a los protagonistas de la primera de sus dos novelas, La primavera romana de la Señora Stone (1950). Pero llevándolos al exceso, ella parece un sucedáneo de la Gloria Swanson de Sunset Boulevard y él podría haber sido extraído del casting de una película peplum.

Mientras ella escribe, en una soledad entre voluntaria y forzada, sus memorias para dejar testimonio de una vida de posesiones, glamour y grandes experiencias, él aparece de la nada, con lo justo y proponiéndose como un fiel compañero con el que disfrutar de los placeres más sencillos de la vida. Una frugalidad de buenos alimentos, vivienda confortable y viajes excitantes que exige contar con recursos con que sufragarlos. Complementariedad en la que reside el conflicto de cuáles son los intereses y las verdaderas intenciones de cada uno con respecto al otro.

Pero más que centrarse en los argumentos de convicción o chantaje de cada uno de los contendientes, Williams parece querer analizar la conducta humana planteando una alegoría sobre qué nos mueve como individuos cuando tenemos dinero y nos falta afecto, y cuando deseamos el dinero y, a priori, solo contamos con nuestra belleza física. ¿Hasta dónde y de qué somos capaces para conjugarlo todo? ¿Es posible conseguir que en una unión así salgan los dos vencedores?

Por momentos, especialmente en las escenas entre Mrs. Goforth y Chris, los diálogos resultan artificiosos. Más que a conversación contemporánea, suenan a intento de trascendencia con aires grecolatinos. Pero si se tiene en cuenta la propuesta escenográfica que Tennessee explica en su introducción, telas que modulan y separan los distintos espacios y son manipuladas por actores que se mueven por las tablas al margen de los protagonistas, quizás se da con la clave de su propuesta, de la dificultad de su ejecución y de porqué fue tan mal recibida por la crítica.

Su intención ya no es epatar, como con sus textos anteriores, sino como haría después en Out cry (1973) o The notebook of Trigorin (1980), plantear cuestiones morales y espirituales como quién soy y a dónde voy, qué sentido tiene el recorrido transitado hasta llegar a este punto y si ha merecido la pena. Quizás no lo haga con la claridad y soltura que en el futuro, pero si se mira este título con esa perspectiva, es más fácil entender su propósito y sus logros.

The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore, Tennessee Williams, 1963, Dramatist Play Service.

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

«Las criadas» de Genet, Luque y Bezerra

Un texto que en su estreno en 1947 despertó escándalo y rechazo, trasladado a un escenario distópico para mostrarnos cuán alienados podemos llegar a estar. Cuanto vemos, escuchamos y sentimos gira en torno al poder de las palabras, a la ambigüedad de los supuestos y los futuribles que estas construyen. Una dirección certera y un acierto de casting gracias a los matices de Ana Torrent y a la hipérbole de Javier Calvo.

El tándem Luis Luque y Paco Bezerra funciona. A la experiencia que ya tuve con El señor Ye ama los dragones (2015), El pequeño poni (2016), Dentro de la tierra (2017) y Fedra (2018), sumo ahora la de Las criadas. La terrenalidad de Jean Genet trasladada a una abstracción en la que más que epatarnos con su literalidad, nos sume en el desequilibrio de sus entre líneas. Los espectadores de hoy en día ya estamos demasiado curtidos en historias de desesperación y pasajes en que los personajes se desbordan con parlamentos que viajan entre lo visceral y lo sagaz. He ahí las voces humanas, las gatas calientes o los largos viajes nocturnos de Jean Cocteau, Tennessee Wiliams y Eugene O’Neill que siguen brillando en los neones de cualquier cartelera teatral.

Adaptador y director han optado por el contraste para llegar a su propósito. Frente al barroquismo que inunda nuestros oídos, un minimalismo resultado de un convergente trabajo de conceptualización y materialización de espacio escénico, vestuario e iluminación. Geometría y color -blanco nuclear, azul Klein, dorado y rosa palo- concebidos como diafanidades que evidencian la crueldad de las descripciones y los juicios, las maldiciones y las sumisiones, que escuchamos. Una ferocidad que no se debe solo al maltrato como manera de relacionarse entre las dos hermanas y la mujer para la que trabajan, sino por el modo en que cada una de ellas huye de sí misma. Un estar en la vida que pasa por evitarse interiormente, proyectando sobre las demás una imagen que, a su vez, buscan destruir.

Esa tensión, la de vivir para someter y, si fuera necesario, aniquilar, es la que define su personalidad y motiva su proceder. De un lado la crueldad de los parlamentos entre Solange y Claire, entre una estoica y dura Alicia Borrachero y una Ana Torrent dotada para revelar, sin mostrar, el grito, el ahogo y el lamento de la humanidad que ambas esconden. Del otro, la violencia que emana de la actitud clasista, tanto en lo verbal y lo corporal, de La señora. Un Jorge Calvo que hace suyo el personaje por afrontarlo ignorando la etiqueta, los supuestos y los constructos sociales del género y enfocarse en lo esencial y verdaderamente importante, en lo que define su modo de pensar y actuar, sus deseos e ilusiones, así como sus capacidades y sus falsedades.

Una decisión de casting y una manera de abordar el trabajo interpretativo que ahonda en la propuesta de traer a la superficie y enfrentar al espectador con el mensaje disruptivo y perturbador de Genet. Estas criadas profundizan y enriquecen su versión literaria poniendo el foco más en la invisibilidad de su psicología y sus soterradas intenciones -esas que podemos intuir, sospechar o imaginar- que en la percepción de su presencia y la constatación de sus manifestaciones.

Las criadas, en las Naves del Español (Madrid).

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero

Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado. Un viaje y un retrato existencial en el que traspasa el espejo de “La gaviota” de Chejov, para acercarse a construcciones tan hondas, íntimas y desgarradoras como las de los personajes de Tennessee Williams.   

Vi Cliff representado en septiembre de 2015 en Nave 73. Me gustó mucho. Me impresiona cuando una representación lo consigue todo de manera sencilla, únicamente con actores y texto, sin apenas escenografía y con escasos recursos escénicos (iluminación y música en este caso, nada más). Un único intérprete, Carlos Lorenzo, y las palabras de Alberto Conejero, a quien descubrí con esta obra. Ahora que he vuelto a ella, leyéndola, no solo he revivido lo sentido entonces, sino que he disfrutado ahondando en las múltiples capas, prismas y relaciones que expone.

Una escritura que confirma y destruye la imagen que tenemos de Montgomery Clift como una estrella de Hollywood, pero atormentado por ser homosexual en unas coordenadas que lo prohibían, conflicto del que salió derrotado por recurrir al alcohol y las drogas bajo la mirada de colegas y amigos de la profesión como Marlon Brandon y Elizabeth Taylor. La confirma porque es lo que ya sabemos antes de leer o ver Cliff como montaje teatral. La destruye porque no describe una imagen proyectada sobre una pantalla, sino que muestra con la crudeza de la verdad tal cual, sin adjetivos calificativos, la realidad de un ser humano que como tantos otros solo así consiguió alcanzar y mantener el punto de equilibrio entre quien era y lo que los demás le exigían.

Para ello, Conejero se adentra a través de las cicatrices físicas y espirituales de su retratado mostrándonos cómo toma conciencia de su dolor, las sangrantes luchas internas y los escandalosos conflictos externos que este le provoca y el difícil equilibrio en el que se sustentaba su existencia. Un drama que conecta con el ser o no ser de Hamlet y la tragedia griega y sus máscaras, artefacto mediador entre la persona y el personaje, evocación que Conejero utiliza para exponer la otra interpretación de Montgomery Clift, no la que realizaba ante las cámaras por su profesión, sino tras estas como resultado de la misma.  

Un recurso clásico, el de la máscara, sobre el que construye esta historia, tomando como punto de partida el accidente de automóvil en el que el 12 de mayo de 1956 Monty casi destrozó su rostro. Continúa con el alcohol que le distanciaba y protegía de cuanto le rodeaba, los cuerpos masculinos en los que huía del amor que no se permitía entregar ni recibir y concluye con su deseo de catarsis, renacimiento y salvación, interpretando en el teatro a Tréplev, el joven dramaturgo de La gaviota (1896) de Chéjov.

Un hilo a partir del cual, y con la vibrante pulcritud emocional de su escritura, Alberto despliega una estructura meta teatral de múltiples prismas. De un lado, el juego de espejos entre Clift y el protagonista chejoviano. Y del otro, los paralelismos entre Antón y Conejero construyendo historias sobre artistas que se buscan a sí mismos a través de sus creaciones. Una relectura que, a su vez, hace que el también autor de La piedra oscura o Ushuaia se refleje en uno de sus referentes, Tennessee Williams, quien también ahondó, como él, en este texto hasta hacer su propia reescritura del mismo en 1980 en The notebook of Trigorin.

Cliff, Alberto Conejero, 2011, Fundación Autor.

Paul Bowles y sus “Memorias de un nómada”

Autobiografía de un hombre, más músico que escritor, cuya vida consistió en ir de un sitio a otro para, a medida que conocía culturas y lugares del mundo e interiorizaba experiencias, pasar de un estadio a otro dentro de su particular crecimiento interior. Estas memorias, escritas cuando contaba con sesenta y dos años, tienen más de sucesión cronológica de episodios, personas, lugares, impresiones y retazos de conversaciones que de reflexión sobre su trayectoria vital.

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De EE.UU. a Marruecos, de Francia a Tailandia, de Reino Unido a Kenia, de España a Ceilán, de Suiza a Costa Rica. Fueron muchas las rutas que a lo largo de su existencia llevaron a Paul Bowles (Nueva York, 1910 –  Tánger, 1999) de un continente a otro. Unas veces por motivos literarios, otras musicales y muchas sencillamente para vivir sin más, para experimentar y conocer. En ocasiones también por trabajo, trayectos de ida escribiendo reportajes periodísticos o investigando sobre tradiciones musicales y viajes de vuelta a su país natal para que sus composiciones formaran parte de montajes teatrales e, incluso, producciones cinematográficas.

Unas veces solo, otras acompañado, ya fuera de la mujer con la que más compartió, Jane Auer, de multitud de amigos y colegas (Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, Truman Capote, Tennessee Williams, Francis Bacon,…) o con todos aquellos que se encontrara en su camino, de manera más o menos casual y fuera cual fuera su condición (profesional, social, económica, cultural,…). Una vida que comenzó con el soporte económico e intelectual de una familia de buena posición, formada por una madre atenta y cariñosa y un padre estricto y represivo, así como unos abuelos y tíos siempre presentes. Un entorno en el que Bowles no recuerda haber interactuado con otro niño hasta cumplir los cinco años y del que salió para no volver nunca más una vez que comenzó sus estudios universitarios.

Casi cuatrocientas páginas en las que se percibe que vivió cada instante –ya fuera en París, Londres, Fez, Nairobi, México o Bangkok- con una mezcla de idealismo y pragmatismo combinada con ingenuidad y laissez faire, apoyándose en los recursos y personas que encontraba y buscaba allá donde estuviera. Nombres que entonces eran sinónimo de rebeldía y que hoy –ya en el siglo XXI, aunque también probablemente en el momento en que el autor de El cielo protector escribió estas memorias en 1972- son considerados como los innovadores que dieron forma a buena parte del legado intelectual y cultural del siglo XX.

Una etapa de la historia moderna en la que EE.UU. se convirtió en la primera potencia mundial, los imperios franceses y británicos llegaron a su fin y el mundo vivió dos guerras mundiales. Circunstancias que provocaron inestabilidades políticas, sociales y militares de gran calado y que Bowles también vivió de una manera muy particular. Valgan como ejemplo los interrogatorios que sufrió por su afiliación al Partido Comunista –organización que abandonó en 1939- durante la caza de brujas del McCarthismo, o su experiencia en primera persona de la independencia de Marruecos, por cuya cultura quedó prendado desde su primera visita al norte de África en los años 30.

Without stopping (acertado título original) podría ser una obra sugerente. Sin embargo, no lo es tanto. A la hora de plasmar sus vivencias sobre el papel, el objetivo de Paul Bowles es el de poner en orden sus recuerdos y no elaborar y concretar el hilo conductor -que seguro que lo hubo en el plano ideológico, espiritual y creativo- que le llevó de un lugar a otro, no solo geográfico sino también interior. Así es como Memorias de un nómada –a excepción de los capítulos dedicados a su infancia y adolescencia- no pasa de ser un volumen al que acercarse para conocer más sobre la biografía y recorrido de este autor, pero no con el que disfrutar y enriquecerse como lector.

Memorias de un nómada, Paul Bowles, 1972, Editorial Grijalbo.

«La gata sobre el tejado de zinc caliente» de Tennessee Williams

No solo una de las grandes obras del teatro americano y del siglo XX, sino de la literatura universal de todos los tiempos. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

Este texto es el sumun de la escritura dramática. Está tan bien construido que hace del espectador alguien similar a Alicia a través del espejo, deja de ser testigo de la vida de otros para verse inmerso en el ojo del huracán que surge en la convergencia de todos ellos. ¿Cómo respondería si estuviera escuchando en su propia casa lo que acontece esa noche estival en la de los Pollitt? ¿Cómo se sentiría si su pareja, hermano, cuñada, padre o suegra le dijera las mismas cosas que se escuchan en esta celebración de cumpleaños? Lo que Tennesse Williams consigue va más allá de los mecanismos de identificación y proyección psicológica en que se basa la ficción. Su habilidad es tan fina, sutil y certera que es imposible no colocarse en el lugar de cada uno de los personajes y sentir cómo se enfrentan en su interior a la verdad de sus emociones, las pulsiones de sus anhelos y las exigencias de sus coordenadas y aspiraciones sociales.  

El autor de El zoo de cristal (1944) y La rosa tatuada (1951) entra a toda velocidad con una exposición de conflicto y diferencias, un torrente de queja y actitud de enfrentamiento, una manifestación de diferencias y una inequívoca intención de distorsión, a la par que de absoluta verdad, cueste lo que cueste, desde la primera línea. Pero lo envuelve en sensualidad y sinuosidad, en tranquilidad y sosiego. Dejando el margen suficiente para que la tormenta meteorológica que acabará formándose, sea simultánea a la individual que vivirá cada personaje, a la reservada de cada pareja y a la grupal de todos los miembros de esta familia. Lo íntimo se hará privado para pasar después a conocido, pero esquivado para, finalmente, más que público, ser manoseado con desdén hasta vulgarizarlo y vilipendiarlo con mala fe y peores intenciones.

El choque de trenes es provocado cuando confluyen la insatisfacción sexual de los jóvenes y apuestos Maggie y Brick, con la sombra del alcoholismo y la supuesta homosexualidad de él, y el nerviosismo hereditario generada por la situación médica del patriarca de la familia, con la sentencia nunca pronunciada de que no considera a sus dos hijos como sucesores. La vivencia de cada situación y el diferente conocimiento de unos y otros al respecto disparan sus suposiciones, teorías e imaginación dando pie a una tensión brutal. Un desasosiego que se convierte en un aire cada vez más denso y opresor que pone a prueba la fuerza, la inteligencia, la astucia y la moral de todos los presentes.

La inteligencia de Williams es tal que consigue desplegar con total libertad temas prohibidos en la ultra conservadora América de los 50 como la infidelidad, el deseo sexual femenino y la mencionada homosexualidad. Y lo hace enmarcándolos con absoluta naturalidad entre asuntos sí aceptados a ser expuestos y comentados, como la heroicidad de aquel que se hacía profesional y materialmente a sí mismo (la épica de la conquista del sueño americano), las luchas dinásticas, las envidias y los desprecios según los parámetros de clase social a los que se pertenece o aspira, o la exigencia de la maternidad como vía de realización de toda mujer casada.

Como extra, señalar que la edición que he leído (Penguin Classics, 2001) del ganador del Premio Pulitzer de Teatro de 1955, cuenta con dos versiones del tercer acto. La que escribió inicialmente Tennessee y la que reelaboró siguiendo los consejos de Elia Kazan, quien se encargaría de dirigir su puesta en escena en su estreno en Broadway. La primera es como un disparo a sangre fría, un pura sangre que lleva hasta sus últimas consecuencias las actitudes mostradas y los enfrentamientos expuestos anteriormente. La segunda no cambia el derrotero de los acontecimientos, pero tiene en cuenta al espectador que estará en el patio de butacas y propone una mayor entrada y salida de personajes del escenario para, de esta manera, acrecentar la sensación de zozobra que genera esta inolvidable experiencia.

La gata sobre el tejado de zinc caliente, Tennessee Williams, 1955, Penguin Classics.