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10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller

Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

Nacido en 1915 en Nueva York, Arthur Miller vivió los estragos que la Gran Depresión que siguió al crack del 29 causó en su país, acontecimiento que dejó en su pensamiento y sentir las huellas de la injusticia y la desigualdad. Coordenadas sobre las que investigó y en las que se implicó diseccionando cuanto podía haber en ellas de inevitable y destino, así como de intervención y decisión humana. Con el tiempo se centraría más en lo segundo, pero en esta obra de juventud ofrece una visión más descriptiva que analítica del asunto. Menos comprometida ética e ideológicamente, aunque sí se atreve a poner en duda la esencia del sueño americano, esa verdad en la si te ocurre algo bueno es porque te lo mereces.

Una máxima a la que David Beeves se enfrentará una y otra vez, viendo como su vida es una continua progresión de dificultades superadas y logros conseguidos mientras que la de los que le rodean es un siempre frágil equilibrio entre las pérdidas y las ganancias. Lo que comienza siendo azar y deriva en suerte, convertida en tónica y rutina, constituye para el protagonista de Miller un conflicto moral sobre la justicia y la igualdad. Asunto frente al que uno de sus interlocutores le plantea la cuestión del empoderamiento y la responsabilidad, el liderazgo de uno mismo y la ambición por ser cada día mejor, alcanzar cotas más altas y resolver retos aún más complejos.

Este le explicita, incluso, las diferencias que en este sentido ve entre lo que le ofrece la América a la que ha llegado y la Austria que dejó atrás. Teniendo en cuenta la fecha de estreno de esta obra -tiempos convulsos que quizás influyeran en que solo se representara cuatro días en Broadway-, es inevitable ver en ello, más que una crítica a los principios del cristianismo, una opinión del propio Miller sobre la II Guerra Mundial y la atmósfera social que en los años previos permitió, jaleó incluso, el auge del nacionalsocialismo.  Un tema político que combina con otros y que acabarían por convertirse en hilos conductores de su producción dramática.

Así, la diferente educación que han recibido David y Amos, y el comportamiento de su padre respecto a ellos, volverá a aparecer en obras como Todos eran mis hijos (1947) y El precio (1968). El ímpetu juvenil del protagonista y su deseo por proyectarse estable y firme en el futuro, más aún al casarse y desear tener hijos, contrasta con la vista atrás que sería Después de la caída (1964). Preocupaciones hondas que en esta obra -que primero fue una novela que nunca llegó a publicar- cumplen su función de generar un mapa de inquietudes y expectativas contrastadas con las historias e intervenciones de los secundarios.

El resultado es un trazado, con sus momentos cómicos y sus pasajes dramáticos, de costumbrismo –el deseo de formar una familia, triunfar como deportista o emprender un negocio- en el que las interrogantes existenciales se responden resuelta y convincentemente con afirmaciones mundanas. Tenía 25 años y Arthur Miller ya daba muestras de su buen hacer como dramaturgo.

Un hombre con suerte, Arthur Miller, 1940, Penguin Books.

10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

“Silla eléctrica” (Andy Warhol, 1971)

“Cuando ves una fotografía horripilante de manera reiterada y deja de tener efecto”. Esa es la idea que tenía en mente el padre del pop art cuando elaboró esta serie de diez serigrafías a partir de una instantánea con las que recordaba el fin de la pena de muerte en Nueva York en 1963.

Una de las primeras obras que se puede ver en el montaje de El sueño americano: del pop a la actualidad en el Caixaforum de Madrid es esta. Doblemente significativa. Por su demostración del potencial creativo y la influencia social que el arte gráfico ha adquirido en las últimas décadas. Y por su evocación de la banalización de mensajes, valores y discursos en que estamos inmersos hoy en día.

La ruptura con los cánones que se inició con las vanguardias terminó de estallar con el pop art y su logro de hacer que elementos de la cultura de consumo -personas, objetos, marcas- fueran también protagonistas de esa construcción llamada arte que hasta entonces estaba acotada a aquellos que contaban con el suficiente nivel económico para adquirirlo y, aparentemente, académico para entenderlo.

El nacido en Pittsburg en 1928 le dio la vuelta a la tortilla, dejó a un lado los ideales estéticos y puso sobre la palestra los mecanismos de identificación y proyección en un contexto en el que buena parte de la población estadounidense tenía sus necesidades materiales resueltas -la eclosión de la clase media- y el ideal del sueño americano necesitaba nuevas simbolizaciones con las que demostrar su existencia y adaptación a los nuevos tiempos. Las latas de sopa Campbell, los rostros de Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor y líderes políticos, el plátano portada de disco… Todo era susceptible de ser artísticamente transmitido y, en consecuencia, interpretado.

Nada nuevo en la historia del arte. La subjetividad, más o menos consciente y/o deliberada por convicciones individuales, marcada por la presión del entorno o exigida contractualmente por los mecenas, ha estado ahí siempre. Pero en los años 60 confluyeron la expansión de los medios de comunicación con la simplificación y abaratamiento de muchos medios de producción, y en ese punto de encuentro es donde temática y técnicamente surgen obras como esta de Andy Warhol. Así es como las creaciones artísticas, resultado de la producción seriada del arte gráfico y de la multiplicación de su reproducción en soportes audiovisuales (televisión y cine) e impresos (periódicos, revistas, vallas publicitarias, folletos…) comenzaron a llegar a mucho más público.

Pero junto con ellas va lo que transmiten. Belleza, valores e interrogantes. Imágenes que muestran y que plantean. Y como toda cara tiene su cruz, y sea por el límite de saturación que tenemos a la hora de procesar información, sea por la intención manipuladora (deliberada, por tanto) de algunos, puede llegar a ocurrir lo que Andy Warhol ¿denuncia? con esta serie. Un tema que comenzó a trabajar en 1963 y del que en esta exposición se ve la producción que realizó en 1971 (120 x 90 cm) y que forma parte de los fondos de The British Museum.

Un elemento tan atroz como el objeto con el que seres humanos son sentenciados -y no se trata de si se está a favor o en contra de la pena de muerte, aunque también- se convierte en un elemento estético, visual, agradable, armónico y complementario con nuestra vida de sonrisas y color, de derechos antes que deberes y de interés personal antes que bien común.

Dejamos de ver lo que es y lo convertimos en lo que necesitamos. En una pantalla tras la que ocultar la inseguridad, la máscara, el artificio, el hedonismo y la vanidad de nuestro ego. Si vamos más allá, en un filtro para enfocar la realidad bajo el prisma político, económico y social que -por principios compartidos, por intereses espurios- deseamos que esta tenga. Un riesgo, el de la llamada “democratización” del arte, convertido en una amenaza, la de la desinformación y de ahí a la mentira, la polarización y el enfrentamiento.

Miremos y leamos las portadas de los periódicos, las publicaciones más populares en las redes sociales y las piezas y cortes con que abren cada informativo radios y televisiones. Comparemos enfoques, chequeemos las declaraciones de nuestros representes públicos, las escenografías en que hacen acto de presencia, auditemos los datos en que sustentan sus afirmaciones. Quizás tenía razón Andy Warhol y lleguemos a la conclusión de que tuvo un punto visionario al ejemplificar de manera tan directa y evidente lo que hoy ya es (casi) norma, como “cuando ves una fotografía horripilante de manera reiterada y deja de tener efecto”.

El sueño americano: del pop a la actualidad, Caixaforum Madrid, hasta el 31 de enero de 2021.

«El diario de Edith» de Patricia Highsmith

Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

Patricia Highsmith es sinónimo de suspense y aunque pudiera parecer que esta es una novela costumbrista, que lo es, también responde a lo que se espera de ella. Desde el principio hay algo difícil de definir que hace desconfiar de la corrección con que se muestran los estadounidenses que se hicieron adultos entre el fin de la II Guerra Mundial y la dimisión de Richard Nixon. Ese es el objetivo de la también autora de El talento de Mr. Ripley, detectar y mostrar por dónde hace aguas una satisfacción que no es tal y sobre todo, qué efectos tiene en esa oscuridad, su ocultación y la imposición de un ejercicio continuado de sobreactuación para mantener el status quo del sueño y la supuesta identidad norteamericana.

El diario de Edith comienza con la mudanza de una joven pareja y su joven hijo desde su piso en Nueva York a una casa individual con parcela y camino de entrada en una pequeña población del estado de Pennsylvania. Lo que se presupone un hito en el progreso como clase media acomodada se convierte, poco a poco, en unas coordenadas de lo más opresivas a medida que dejan de verse materializadas unas expectativas que son, tal y como muestra Highsmith muy sutilmente, exigencias sistémicas.  

En el terreno profesional, Edith aspira a ser una periodista de opinión, pero su alto sentido crítico sobre las políticas liberales -a nivel nacional- e intervencionistas -en el plano internacional- de su gobierno no parece tener buena acogida ni entre los medios a los que ofrece sus artículos ni entre los lectores del diario local que pone en marcha. Con el tiempo, incluso, ni siquiera entre sus vecinos y los que ella consideraba sus amigos.

En lo familiar, su vástago poco a poco se revela como un joven sin intenciones ni motivaciones, convirtiéndose en algo así como la versión realista del esperpéntico Ignatius Reilly (el protagonista de La conjura de los necios), con quien Cliffie coincide en el tiempo (aquel fue escrito en 1962), pero que Highsmith no conocía porque la novela de John Kennedy Toole no sería publicada hasta 1980, tres años después que la suya. Súmese a ello un marido precoz en el cliché de hombre maduro que se fija en mujer joven y que huye haciendo un sangrante punto y aparte en su vida, dejándole a ella, incluso, con las cargas -en forma de tío mayor en cama- que le corresponden.

Una realidad de decepción frente a la que Edith intenta mantenerse firme, corrección que le provoca una doble reacción que Highsmith presenta con la asertividad propia del género de misterio sin llegar a desvelarnos la motivación que hay tras ella. Si el diario que escribe es producto de una mente bipolar o de una imaginación escapista. O si la de su distanciamiento con los que la rodean es la propia de alguien que se va haciendo asocial o la de una mujer valiente y una feminista pionera con opiniones avanzadas a su tiempo -y por ello incomprendida, contrariada y hasta perseguida- sobre asuntos como el aborto, la eutanasia, el adulterio, el divorcio, la homosexualidad, las drogas o el alcoholismo.

El diario de Edith, Patricia Highsmith, 1977, Editorial Anagrama.

«El vicio del poder»

Adam McKay vuelve a carga con el mismo tono sarcástico entre el documental y la ficción con que ya nos sorprendió en “La gran apuesta”. Y con similar intención, contarnos las causas de aquello cuyas consecuencias seguimos sufriendo hoy en día. Si entonces expuso cómo se generó la crisis financiera de 2007, esta vez el foco de atención es el poder casi absoluto que Dick Cheney ejerció como vicepresidente de EE.UU. entre 2001 y 2009.

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Comienza siendo un biopic, algo que no deja de ser nunca para acabar convirtiéndose en su última parte en un thriller político sobre cómo se gestó la designación de Cheney como segundo de George W. Bush en las elecciones estadounidenses del año 2000 y la guerra norteamericana contra el terrorismo en territorio iraquí tras los atentados del 11S. Sobre el personaje protagonista sabremos más o menos, pero en cuanto a lo segundo está claro que a poco que nos refresquen la memoria, todo lo que nos cuenten nos resultará familiar. El estrecho margen por el que Bush derrotó a Gore en Florida, los ataques de Al Qaeda contra Nueva York y el Pentágono, las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein,…

Entonces, ¿cuál es el interés cinematográfico de El vicio del poder? Si se hubiera quedado en el retrato biográfico, escaso, poco más allá de una correcta factura técnica y unas excelentes caracterizaciones e interpretaciones de Christian Bale y Amy Adams para relatar su relación y el ascenso político de Cheney –con ella siempre a la sombra, pero tan ambiciosa y justa de escrúpulos como su marido- desde la década de los 60.

Si apuramos, McKay podría haber sintetizado esta parte sin riesgo de que perdiéramos información. Pero hace de ella una trama correcta, evocativa del estilo de vida del sueño americano –pero sin llegar a retratarlo-, que liga con su segunda línea narrativa -la trastienda de la política- a través de un montaje ágil, dinámico y vibrante con el que le da a esta otra parte de la película un tono documental deliberadamente sarcástico.

Así, desde un punto cercano al humor y con un ritmo que evoca al de los videoclips, al lenguaje televisivo y a la contundencia del periodismo más amarillista nos cuenta la seriedad de lo que hasta ahora probablemente no conocíamos. Hechos en los que si la legalidad es más que dudosa, la ética nunca fue considerada, como la figura del poder ejecutivo unitario, los estudios de marketing para conseguir el apoyo del pueblo americano a la invasión de Irak que ya se estaba preparando o la reinterpretación de la Convención de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra para emplear técnicas de tortura como sabemos que ocurrió en Guantánamo o Abu Ghraib.

Y mucho más en un marco de crítica sin límites en el que la característica principal de cada personaje es llevada al extremo, ya sea la socarronería con que se retrata a Donald Rumsfeld, el casi infantilismo de George W. Bush o la soberbia que define a Dick Cheney. Un derroche de imperialismo neoliberal que vive al margen de una sociedad a la que, tal y como expone El vicio del poder, manipula y utiliza de manera absolutista, sufre sus consecuencias y a la que quizás no le queda otra que plantearse cómo hacer para que gobiernos y situaciones así no se vuelvan a repetir.

 

10 películas de 2018

Cine español, francés, ruso, islandés, polaco, alemán, americano…, cintas con premios y reconocimientos,… éxitos de taquilla unas y desapercibidas otras,… mucho drama y acción, reivindicación política, algo de amor y un poco de comedia,…

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120 pulsaciones por minuto. Autenticidad, emoción y veracidad en cada fotograma hasta conformar una completa visión del activismo de Act Up París en 1990. Desde sus objetivos y manera de funcionar y trabajar hasta las realidades y dramas individuales de las personas que formaban la organización. Un logrado y emocionante retrato de los inicios de la historia de la lucha contra el sida con un mensaje muy bien expuesto que deja claro que la amenaza aún sigue vigente en todos sus frentes.

Call me by your name. El calor del verano, la fuerza del sol, el tacto de la luz, el alivio del agua fresca. La belleza de la Italia de postal, la esencia y la verdad de lo rural, la rotundidad del clasicismo y la perfección de sus formas. El mandato de la piel, la búsqueda de las miradas y el corazón que les sigue. Deseo, sonrisas, ganas, suspiros. La excitación de los sentidos, el poder de los sabores, los olores y el tacto.

Sin amor. Un hombre y una mujer que ni se quieren ni se respetan. Un padre y una madre que no ejercen. Dos personas que no cumplen los compromisos que asumieron en su pasado. Y entre ellos un niño negado, silenciado y despreciado. Una desoladora cinta sobre la frialdad humana, un sobresaliente retrato de las alienantes consecuencias que pueden tener la negación de las emociones y la incapacidad de sentir.

Yo, Tonya. Entrevistas en escenarios de estampados imposibles a personajes de lo más peculiar, vulgares incluso. Recreaciones que rescatan las hombreras de los 70, los colores estridentes de los 80 y los peinados desfasados de los 90,… Un biopic en forma de reality, con una excepcional dirección, que se debate entre la hipérbole y la acidez para revelar la falsedad y manipulación del sueño americano.

Heartstone, corazones de piedra. Con mucha sensibilidad y respetando el ritmo que tienen los acontecimientos que narra, esta película nos cuenta que no podemos esconder ni camuflar quiénes somos. Menos aun cuando se vive en un entorno tan apegado al discurrir de la naturaleza como es el norte de Islandia. Un hermoso retrato sobre el descubrimiento personal, el conflicto social cuando no se cumplen las etiquetas y la búsqueda de luz entre ambos frentes.

Custodia compartida. El hijo menor de edad como campo de batalla del divorcio de sus padres, como objeto sobre el que decide la justicia y queda a merced de sus decisiones. Hora y media de sobriedad y contención, entre el drama y el thriller, con un soberbio manejo del tiempo y una inteligente tensión que nos contagia el continuo estado de alerta en que viven sus protagonistas.

El capitán. Una cinta en un crudo y expresivo blanco y negro que deja a un lado el basado en hechos reales para adentrarse en la interrogante de hasta dónde pueden llevarnos el instinto de supervivencia y la vorágine animal de la guerra. La sobriedad de su fotografía y la dureza de su dirección construyen un relato árido y áspero sobre esa línea roja en que el alma y el corazón del hombre pierden todo rastro y señal de humanidad.

El reino. Ricardo Sorogoyen pisa el pedal del thriller y la intriga aún más fuerte de lo que lo hiciera en Que Dios nos perdone en una ficción plagada de guiños a la actualidad política y mediática más reciente. Un guión al que no le sobra ni le falta nada, unos actores siempre fantásticos con un Antonio de la Torre memorable, y una dirección con sello propio dan como resultado una cinta que seguro estará en todas las listas de lo mejor de 2018.

Cold war. El amor y el desamor en blanco y negro. Estético como una ilustración, irradiando belleza con su expresividad, con sus muchos matices de gris, sus claroscuros y sus zonas de luz brillante y de negra oscuridad. Un mapa de quince años que va desde Polonia hasta Berlín, París y Splitz en un intenso, seductor e impactante recorrido emocional en el que la música aporta la identidad del folklore nacional, la sensualidad del jazz y la locura del rock’n’roll.

Quién te cantará. Un misterio redondo en una historia circular que cuando vuelve a su punto inicial ha crecido, se ha hecho grande gracias a un guión perfecto, una puesta en escena precisa y unas actrices que están inmensas. Una cinta que evoca a algunos de los grandes nombres de la historia del cine pero que resulta auténtica por la fuerza, la seducción y la hipnosis de sus imágenes, sus diálogos y sus silencios.

“Yo, Tonya”, agria caricatura del sueño americano

Entrevistas en escenarios de estampados imposibles a personajes de lo más peculiar, vulgares incluso. Recreaciones que rescatan las hombreras de los 70, los colores estridentes de los 80 y los peinados desfasados de los 90,… Un biopic en forma de reality, con una excepcional dirección, que se debate entre la hipérbole y la acidez para revelar la falsedad y manipulación del sueño americano.

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Si te esfuerzas y consigues ser el mejor serás recompensado. Si no lo logras, serás un perdedor y culpado y castigado por ello. Así fue la vida de Tonya desde que nació. Si se dejaba la piel en la pista de patinaje quizás consiguiera el abrazo de su padre y subir al pódium del torneo en el que compitiera. Pero si no lo lograba, su madre la machacaba psicológicamente, una mala mirada, un desprecio, un insulto, un empujón,… Y cuanto más entrenaba y progresaba, más era la presión maternal. Un fallo en la pista suponía una tormenta de ruidos y silencios en casa, una derrota algo que no se podía permitir.

Una biografía y una historia aparentemente lineal, de planteamiento conductista, de estímulo y respuesta. Pero tras esta superficie tiene algo profundo en lo que solo es posible entrar detectando el silente mensaje tras los pequeños gestos de esas personas –genialmente interpretadas por la brutal Margot Robbie, el exacerbado Sebastian Stan y la oscarizada Allison Janey-  que viven bajo el método del ensayo y error, del gesto brusco y la voz elevada, del afecto mentiroso y el amor equivocado. Una simbiosis que al principio se presenta de forma unida, casi binaria -insulto va, golpe viene- pero que a medida que se suceden los minutos va generando una bola de nieve más grande y compleja -a la que se suma un marido maltratador-, haciendo de ese material ardientemente helado algo más sucio y peligroso, provocando una deriva verbal y física harto violenta de temible e imprevisible evolución.

Steven Rogers debe haber invertido en el proceso de escritura de su guión muchas horas de hemeroteca y videoteca para dilucidar todos esos instantes casi invisibles en que se fue gestando la personalidad de la Tonya Harding, ganadora y víctima, deportista olímpica y camarera, genio y verdugo a la vez. Un retrato que posteriormente Craig Gillespie ha convertido en un personaje explosivamente neurótico en un relato que tiene mucho humor para evitar caer en la tragedia de lo que estamos viendo. Con un tono gamberro, casi macarra, muestra cómo se van generando los distintos conflictos que acabarán ocasionando una tormenta perfecta a cuyo fin nadie quedará indemne.

Una caricatura que no necesita más información que la que nos facilita para dejarnos claro el drama al que asistimos. Yo, Tonya confía en la transparencia de su exposición y en la inteligencia del espectador para que este entienda la brutalidad de lo que se le está contando a pesar de hacerle reír y carcajear. Aunque esta virtud es también su exceso en algunos momentos, se nos lleva tan allá en la parodia que cuesta volver a la realidad y permitirnos conectar plenamente con los momentos más crudos y desnudos de estilismos cinematográficos.

Quizás América sea también eso, un país que aparentemente te lo ofrece todo, pero si vas a por más de lo que te corresponde o puedes gestionar, tienes que asumir los duros costes de pasarte de frenada.

«Detroit» duele

Kathryn Bigelow ahonda en los aspectos más sórdidos de la conciencia norteamericana por los que ya transitó en “La noche más oscura” y “En tierra hostil”. Esta vez la herida está en su propio país, lo que le permite construir un relato aún más preciso y dolorosamente humano al mostrar las dos caras del conflicto. Detroit no solo es el lado oscuro de la desigualdad racial del sueño americano, sino que es también una perfecta sinfonía cinematográfica en la que intérpretes, guión y montaje son la base de un gran resultado gracias a una minuciosa y precisa dirección.

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De lo que ya es pasado a lo que es eterno, de lo que ocurrió en 1967 a lo que perdura, los sentimientos de las personas y las relaciones humanas. Un viaje de lo lejano a lo cercano, de lo específico de un lugar y un tiempo que a muchos nos es ajeno a aquello que somos todos. Esta es la equilibrada propuesta de Bigelow, sin caer en el academicismo historicista ni el melodrama épico propio de los norteamericanos, mostrar cómo nuestro hoy guarda muchas similitudes con el ayer de hace medio siglo.

Detroit sigue siendo una ciudad rota, entonces lo era racialmente y recientemente volvió a quebrar, en esta ocasión financieramente, siendo los más perjudicados los descendientes de su pasado. Las diferencias entre negros y blancos siguen a la orden del día en EE.UU., una mecha que acaba derivando en disturbios como los sucedidos este verano en Charlottesville o días atrás en St. Louis tras la absolución de un policía acusado de haber matado a un afroamericano de 24 años del que no se ha demostrado ni que portara armas ni que amenazara al agente.

Pero este Detroit no es un panegírico doliente sobre lo poco o nada que se ha cambiado. Su historia y mensaje es mucho más profundo, no se queda solo en lo visible, sino que va más allá para contarnos cómo se inicia la violencia, qué hay tras ella, de qué se alimenta, qué ocasiona y hasta dónde puede llegar su poder y capacidad de destrucción. Sin intenciones ni juicios moralistas, sin manipular ni posicionarse, dejando que los hechos hablen por sí mismos, pero contextualizándolos en las maneras y los valores del momento en que se produjeron.  Un espejo de cuyo reflejo no hay escapatoria porque no solo nos vemos en él como individuos, sino también como integrantes de una sociedad que, por activa o por pasiva, ha generado, permitido y convivido con ese tipo de realidades y comportamientos.

El ritmo de esta ciudad es trepidante, combinando el estilo del reporterismo periodístico cámara en mano con breves recursos documentales que dejan ver que la recreación no va más allá de lo que fue la realidad. Acto seguido el elemento protagonista es una cuidada fotografía que da forma a las atmósferas, personalidades y actitudes de los personajes que nos encontramos en los ambientes, mayoritariamente nocturnos, de esperanza y desilusión por los que se transita. Sentimientos y sensaciones que cuando se personalizan llenan la pantalla, ofreciendo el largo culmen emocional que ejemplifica a la perfección todos los elementos –sociales, institucionales, antropológicos, históricos, culturales, educativos,…- que conforman el caldo de cultivo y de actuación del racismo y del abuso policial.

Este Detroit solo tiene algo que serle echado en cara. Es una película tan buena y auténtica y con una dirección tan minuciosa, detallada y de resultados tan estremecedores que la consideremos solo como una obra cinematográfica y no, también, como un relato verosímil de lo que fuimos y quizás sigamos siendo.