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10 textos teatrales de 2023

En español y en inglés. Retratando el tiempo en que fueron escritos, mirando atrás en la historia o alegorizando a partir de ella. Protagonistas que antes fueron secundarios, personas que piden no ser ocultados por sus personajes y ciudadanos anónimos a los que se les da voz. Ficciones que nos ayudan a imaginar y a soñar, y también a ir más allá de lo establecido y teóricamente posible.

“Usted también podrá disfrutar de ella” de Ana Diosdado. Exposición sobre la cara oculta del periodismo, la avaricia y la crueldad con que entroniza y defenestra a las personas de las que se sirve para pautar la actualidad e influir en la opinión pública. Personajes oscuros, entrelazados en una historia sobre las esperanzas personales y los sueños profesionales, que va y viene en el tiempo para indagar en cuanto la condiciona hasta sorprender con su redondo final.

“Recordando con ira” de John Osborne. Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

“La coartada” de Fernando Fernán Gómez. El esplendor de la Florencia de los Medici y su conflicto con la Roma papal. Un complot organizado por una familia vecina y la institución católica para acabar con la vida de los hermanos Lorenzo y Julián. Un folletín en el que su autor maneja con acierto la deconstrucción temporal, la simbiosis entre la fe y la corrupción y la distancia entre la pasión terrenal y el anhelo de la elevación espiritual.

«Un soñador para un pueblo» de Antonio Buero Vallejo. Sólida recreación histórica que nos traslada al momento político y social en que tuvo lugar el famoso motín de Esquilache. Una dramaturgia perfectamente estructurada que recrea el ambiente y los escenarios madrileños de aquel 23 de marzo de 1766. Diálogos excelentes que reflejan el carácter y las trayectorias personales de sus protagonistas en tramas que aúnan lo terrenal y lo aspiracional.

«Don´t drink the water» de Woody Allen. Antes que director de cine, Allen es un buen escritor y esta obra teatral estrenada en 1966 es una muestra de ello. Parte de una trama principal bien planteada de la que surgen varias secundarias habitadas por unos personajes aparentemente realistas, pero con unos comportamientos y unas respuestas tan absurdas como ingeniosas. Y aunque muchos de sus guiños son referencias muy concretas al momento en que fue escrita, su sentido del humor sigue funcionando.

“El chico de la última fila” de Juan Mayorga. Vuelta de tuerca a la metaliteratura, y al género del realismo, atravesada por la lógica de las matemáticas y la búsqueda continua de respuestas de la filosofía. Planos en los que se entrecruzan la observación del fluir de la vida, la implicación emocional con su devenir y la distancia juiciosa de la racionalidad. Escenas, diálogos y personajes perfectamente definidos, trazados, relacionados y concluidos.

“Peter and Alice” de John Logan. El niño del país de nunca jamás y la niña del de las maravillas. Personajes literarios que se inspiraron en personas reales que vivieron siempre bajo esa impronta y que, ya como un hombre de 30 años y una mujer de casi 80, se conocieron un día de 1932 en la trastienda de una librería de Londres. Un encuentro verdad y una conversación imaginada por John Logan en la que se contraponen los recuerdos como adultos con las ilusiones infantiles.

«Anillos para una dama» de Antonio Gala. Emocionalidad a raudales en un texto que expone el uso que la Historia hace de determinadas personas para apuntalar a sus protagonistas. Un intratexto que critica la ficción de uno de los mitos de la identidad española. Un personaje principal que encarna el anhelo de que en las relaciones humanas primen los sentimientos sobre las exigencias sociales.

“En mitad de tanto fuego” de Alberto Conejero. Monólogo en el que la universalidad de la Ilíada queda unida a los muchos frenos que el hoy pone al amor, a la paz y al deseo. Lirismo dotado de una fuerza que mueve su narrativa desde la acción hasta la revelación de la más profunda intimidad. Palabras escogidas con precisión y significados manejados con certeza, generando emociones que perduran tras su lectura.

“Supernormales” de Esther Carrodeguas. Acertadamente reivindicativa y desvergonzadamente incorrecta. Plantea preguntas sin ofrecer respuestas perfectas en torno a la discapacidad y la sexualidad, dos filtros con que negamos la voz en nuestra insistencia por ocultar con dogmas las necesidades emocionales. Retrato ácido y socarrón, crítico y mordaz, alejado de sentencias y que da en la clave de la respuesta, antes que qué hay que hacer, está el para quién.

“El chico de la última fila” de Juan Mayorga

Vuelta de tuerca a la metaliteratura, y al género del realismo, atravesada por la lógica de las matemáticas y la búsqueda continua de respuestas de la filosofía. Planos en los que se entrecruzan la observación del fluir de la vida, la implicación emocional con su devenir y la distancia juiciosa de la racionalidad. Escenas, diálogos y personajes perfectamente definidos, trazados, relacionados y concluidos.

Un profesor de literatura que imparte clase a sus alumnos. El mismo profesional que tutoriza a uno de sus alumnos en creación literaria. Ese adolescente que se adentra en la familia de uno de sus compañeros para tener un tema sobre el que escribir. Un joven que acaba siendo un personaje secundario de, no queda claro, si la ficción que imagina su amigo o la realidad que recoge desde su posición de novicio de las letras. Y tras ello, la magia, el poder y las posibilidades de la literatura. Su capacidad para plasmar lo que hay tras la cara visible del mundo y las relaciones que habitamos, sugerirnos otros planos tan convincentes y sugerentes como éste en el que estamos o enfrentarnos a nuestros deseos y esperanzas, frustraciones y oscuridades.

Una propuesta basada en un planteamiento escénico fundamentado en su fluidez, donde no hay pausas para cambiar de escenas ni escenografías. Una ilusión en la que lo que sucede está marcado por lo que se relata, plantea, comenta y discute. Priman las impresiones, las percepciones y las interpretaciones. El carácter de símbolo, código, capacidad de encuentro y distancia del lenguaje. Lo que se dice y escucha no tiene porqué responder necesariamente a su literalidad.

Mayorga carga su texto de una deliberada ambigüedad, sin dar pistas ni instrucciones sobre cómo manejarla, descifrarla u orientarla. Un libreto de oro en manos de un director que actúe más como un director de orquesta, trabajando cada elemento técnico y artístico tanto por separado como conjuntamente, que como alguien que se limite a seguir la textualidad de lo que tiene entre las manos.

Un universo en el que todos sus personajes, más allá de ser protagonistas o secundarios, de cumplir un papel o un rol determinado, importan e influyen tanto en la acción como en la definición del filtro y el punto de vista desde el que sus lectores/espectadores les observamos y acompañamos, pero sin darnos elementos definitivos con que posicionarnos e implicarnos en su ser y estar, en la evolución, decisiones y consecuencias de su proceder. Y sobre su superficie, un mapa generalista con tres modelos de familias -la supuestamente convencional, la sin hijos y aquella en la que los padres no están-, otros tantos tipos de crisis -la vital, personal y laboral, de la mediana edad y la de adolescencia- y maneras de afrontarla -refugiarse en los sueños, indignarse ante la frustración y buscar escapar de sus coordenadas-.  

Mas a pesar de esta carga de reflexión, El chico de la última fila evoluciona de un modo ágil y ligero, sin rémoras reflexivas ni giros distractores, gracias a su confrontación entre lo que es y lo que se supone que es, entre la escritura, la lectura y su análisis. Más aún porque, con un punto de acida diversión, Mayorga consigue incluir en estas tramas otros asuntos como el interrogante sobre lo que es y no es arte en la actualidad, el vicio humano del dogmatismo, la debilidad de la sospecha y el impulso del castigo, así como su devoción por autores como Aristóteles y Sócrates, Tolstoi y Dostoievski, Chéjov y Melville.

El chico de la última fila, Juan Mayorga, 2006, Editorial La Uña Rota.

“Las chicas están bien” en una tarde de verano

Estío y preproducción escénica. Conceptos diferentes pero cercanos en lo que tienen de laxitud, prueba e investigación. Tiempos que unidos dan un resultado de experimentación, de prueba y error, con aciertos e intentos no fraguados, dejando un más que correcto buen sabor de boca gracias a su combinación de ligereza, fluidez y buen humor.

Louis Malle abordó los ensayos de un texto de Chéjov en Vania en la calle 42 (1994), Lars von Trier eliminó cuanto tiene de escenográfico el cine hasta convertir Dogville (2003) en teatro filmado y ahora Itsaso Arana juega a convertir el cine en dramaturgia y el juego con la palabra y el cuerpo en cine. El argumento son cuatro actrices y una directora y escritora que se retiran a una casa rural a ensayar e investigar la historia de cuatro hermanas. Pero, además, de practicar la preproducción teatral, también conviven y viven, se conocen y se comparten, se muestran y dejan llevar por lo que les ofrecen, plantean y muestran esas coordenadas. Un lugar nuevo y desconocido, un tiempo de libertad y oportunidad.

Aun teniendo una guía y trama establecida, Las chicas están bien es una película de sensaciones. Lo que la articula y la lleva hacia adelante es el discurrir emocional por el que transcurren, avanzando unas veces, deambulando otras, sus personajes e intérpretes. Rostros que se identifican con el mismo nombre tanto dentro como fuera de la pantalla. Un juego meta con el que Bárbara (Lennie), Irene (Escolar), Itsaso (Arana), Itziar (Manero) y Helena (Ezquerro) no parten de una identidad fingida, sino que se limitan a ser y estar frente a la cámara y al espectador que las sigue tras ella. Que sea éste quien proyecte sobre ellas su primera impresión, si no las conocía de antes, o la imagen que tenga de ellas si ya las hubiera visto previamente en una sala o un escenario.  

Este aire de espontaneidad y de autoconstrucción con el que Itsaso Arna plantea y construye su película es su virtud y su falla. Le da frescura y posibilidad, pero le lastra cuando se convierte en fin y no en recurso, provocando que lo que muestra no sea más que registro visual sin trasfondo narrativo. En ocasiones, lo que ofrece resulta sólido y convincente, sin costuras, y en otras un mirar sin ver, un hablar sin decir, un seguir sin saber hacia dónde, aunque cierto es que siempre vuelve al camino en el que ese micro universo resulta convincente.

Lo teatral no es solo el texto que se está ensayando y las conversaciones que se tienen en torno a este, sino el modo en que Itsaso Arana elabora cuanto sucede en torno a él. Tras la aparente liviandad de su mirada, está la insinuación de que la vida también es teatro y que en esta somos, como en su cinta, personajes con un discurrir aun por escribirse. Un devenir sobre el que no está claro si podemos intervenir o en el que tan solo encontrar nuestro sitio. Pero sea como sea, esto solo será posible, y está a nuestro alcance, si damos con la correcta combinación de intuición, sensibilidad, escucha y empatía, tanto con nosotros mismos como con nuestro entorno.

10 textos teatrales de 2020

Este año, más que nunca, el teatro leído ha sido un puerta por la que transitar a mundos paralelos, pero convergentes con nuestra realidad. Por mis manos han pasado autores clásicos y actuales, consagrados y desconocidos para mí. Historias con poso y otras ajustadas al momento en que fueron escritas.  Personajes y tramas que recordar y a los que volver una y otra vez.  

“Olvida los tambores” de Ana Diosdado. Ser joven en el marco de una dictadura en un momento de cambio económico y social no debió ser fácil. Con una construcción tranquila, que indaga eficazmente en la identidad de sus personajes y revela poco a poco lo que sucede, este texto da voz a los que a finales de los 60 y principios de los 70 querían romper con las normas, las costumbres y las tradiciones, pero no tenían claros ni los valores que promulgar ni la manera de vivirlos.

“Un dios salvaje” de Yasmina Reza. La corrección política hecha añicos, la formalidad adulta vuelta del revés y el intento de empatía convertido en un explosivo. Una reunión cotidiana a partir de una cuestión puntual convertida en un campo de batalla dominado por el egoísmo, el desprecio, la soberbia y la crueldad. Visceralidad tan brutal como divertida gracias a unos diálogos que no dejan títere con cabeza ni rincón del alma y el comportamiento humano sin explorar.

“Amadeus” de Peter Shaffer. Antes que la famosa y oscarizada película de Milos Forman (1984) fue este texto estrenado en Londres en 1979. Una obra genial en la que su autor sintetiza la vida y obra de Mozart, transmite el papel que la música tenía en la Europa de aquel momento y lo envuelve en una ficción tan ambiciosa en su planteamiento como maestra en su desarrollo y genial en su ejecución.

“Seis grados de separación” de John Guare. Un texto aparentemente cómico que torna en una inquietante mezcla de thriller e intriga interrogando a sus espectadores/lectores sobre qué define nuestra identidad y los prejuicios que marcan nuestras relaciones a la hora de conocer a alguien. Un brillante enfrentamiento entre el brillo del lujo, el boato del arte y los trajes de fiesta de sus protagonistas y la amenaza de lo desconocido, la violación de la privacidad y la oscuridad del racismo.

“Viejos tiempos” de Harold Pinter. Un reencuentro veinte años después en el que el ayer y el hoy se comunican en silencio y dialogan desde unas sombras en las que se expresa mucho más entre líneas y por lo que se calla que por lo que se manifiesta abiertamente. Una enigmática atmósfera en la que los detalles sórdidos y ambiguos que florecen aumentan una inquietud que acaba por resultar tan opresiva como seductora.

“La gata sobre el tejado de zinc caliente” de Tennessee Williams. Las múltiples caras de sus protagonistas, la profundidad de los asuntos personales y prejuicios sociales tratados, la fluidez de sus diálogos y la precisión con que cuanto se plantea, converge y se transforma, hace que nos sintamos ante una vivencia tan intensa y catártica como la marcada huella emocional que nos deja.

“Santa Juana” de George Bernard Shaw. Además de ser un personaje de la historia medieval de Francia, la Dama de Orleans es también un referente e icono atemporal por muchas de sus características (mujer, luchadora, creyente con relación directa con Dios…). Tres años después de su canonización, el autor de “Pygmalion” llevaba su vida a las tablas con este ambicioso texto en el que también le daba voz a los que la ayudaron en su camino y a los que la condenaron a morir en la hoguera.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero. Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado.

“Yo soy mi propia mujer” de Doug Wright. Hay vidas que son tan increíbles que cuesta creer que encontraran la manera de encajar en su tiempo. Así es la historia de Charlotte von Mahlsdorf, una mujer que nació hombre y que sin realizar transición física alguna sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo soviético y vivió sus últimos años bajo la sospecha de haber colaborado con la Stasi.

“Cuando deje de llover” de Andrew Bovell. Cuatro generaciones de una familia unidas por algo más que lo biológico, por acontecimientos que están fuera de su conocimiento y control. Una historia estructurada a golpe de espejos y versiones de sí misma en la que las casualidades son causalidades y nos plantan ante el abismo de quiénes somos y las herencias de los asuntos pendientes. Personajes con hondura y solidez y situaciones que intrigan, atrapan y choquean a su lector/espectador.

“Cliff (acantilado)” de Alberto Conejero

Montgomery Clift, el hombre y el personaje, la persona y la figura pública, la autenticidad y la efigie cinematográfica, es el campo de juego en el que Conejero busca, encuentra y expone con su lenguaje poético, sus profundos monólogos y sus expresivos soliloquios el colapso neurótico y la lúcida conciencia de su retratado. Un viaje y un retrato existencial en el que traspasa el espejo de “La gaviota” de Chejov, para acercarse a construcciones tan hondas, íntimas y desgarradoras como las de los personajes de Tennessee Williams.   

Vi Cliff representado en septiembre de 2015 en Nave 73. Me gustó mucho. Me impresiona cuando una representación lo consigue todo de manera sencilla, únicamente con actores y texto, sin apenas escenografía y con escasos recursos escénicos (iluminación y música en este caso, nada más). Un único intérprete, Carlos Lorenzo, y las palabras de Alberto Conejero, a quien descubrí con esta obra. Ahora que he vuelto a ella, leyéndola, no solo he revivido lo sentido entonces, sino que he disfrutado ahondando en las múltiples capas, prismas y relaciones que expone.

Una escritura que confirma y destruye la imagen que tenemos de Montgomery Clift como una estrella de Hollywood, pero atormentado por ser homosexual en unas coordenadas que lo prohibían, conflicto del que salió derrotado por recurrir al alcohol y las drogas bajo la mirada de colegas y amigos de la profesión como Marlon Brandon y Elizabeth Taylor. La confirma porque es lo que ya sabemos antes de leer o ver Cliff como montaje teatral. La destruye porque no describe una imagen proyectada sobre una pantalla, sino que muestra con la crudeza de la verdad tal cual, sin adjetivos calificativos, la realidad de un ser humano que como tantos otros solo así consiguió alcanzar y mantener el punto de equilibrio entre quien era y lo que los demás le exigían.

Para ello, Conejero se adentra a través de las cicatrices físicas y espirituales de su retratado mostrándonos cómo toma conciencia de su dolor, las sangrantes luchas internas y los escandalosos conflictos externos que este le provoca y el difícil equilibrio en el que se sustentaba su existencia. Un drama que conecta con el ser o no ser de Hamlet y la tragedia griega y sus máscaras, artefacto mediador entre la persona y el personaje, evocación que Conejero utiliza para exponer la otra interpretación de Montgomery Clift, no la que realizaba ante las cámaras por su profesión, sino tras estas como resultado de la misma.  

Un recurso clásico, el de la máscara, sobre el que construye esta historia, tomando como punto de partida el accidente de automóvil en el que el 12 de mayo de 1956 Monty casi destrozó su rostro. Continúa con el alcohol que le distanciaba y protegía de cuanto le rodeaba, los cuerpos masculinos en los que huía del amor que no se permitía entregar ni recibir y concluye con su deseo de catarsis, renacimiento y salvación, interpretando en el teatro a Tréplev, el joven dramaturgo de La gaviota (1896) de Chéjov.

Un hilo a partir del cual, y con la vibrante pulcritud emocional de su escritura, Alberto despliega una estructura meta teatral de múltiples prismas. De un lado, el juego de espejos entre Clift y el protagonista chejoviano. Y del otro, los paralelismos entre Antón y Conejero construyendo historias sobre artistas que se buscan a sí mismos a través de sus creaciones. Una relectura que, a su vez, hace que el también autor de La piedra oscura o Ushuaia se refleje en uno de sus referentes, Tennessee Williams, quien también ahondó, como él, en este texto hasta hacer su propia reescritura del mismo en 1980 en The notebook of Trigorin.

Cliff, Alberto Conejero, 2011, Fundación Autor.